DÓNDE IBA CADA COSA

Cuando compraba esculturas para decorar sus diversas mansiones y villas, Cicerón era muy selectivo a la hora de considerar dónde debía ir cada cosa. En cierta ocasión, en la década de 40 a. C., escribió una malhumorada carta a uno de sus amigos que había actuado como agente suyo. El desdichado Marco Fabio Galo había comprado, entre otras adquisiciones, un grupo de estatuas de mármol que representaban a unas «Bacantes», las seguidoras del dios Dioniso (o Baco), célebres en la Antigüedad como símbolo del comportamiento vandálico, la embriaguez y el desenfreno. Eran, según admitía Cicerón, «muy bonitas», pero totalmente inadecuados para una (austera) biblioteca. Un grupo de Musas, en cambio, habría sido lo que habría hecho falta. Pero ése no era el motivo de sus quejas. Galo había aparecido además con una estatua de Marte, el dios de la guerra. «¿De qué me vale a mí, que soy un defensor de la paz?», protestaba el ingrato Cicerón.

La lógica del programa de decoración de interiores de Cicerón está bastante clara. El tema tenía que encajar con la función de la estancia o con la imagen que quería dar de sí mismo. ¿Podemos rastrear esa lógica o cualquier otra en las decisiones ornamentales tomadas en las casas de Pompeya? En medio de la enorme variedad existente, ¿podemos empezar a explicar por qué una determinada pintura era elegida para decorar una sala en concreto?

Tenía que haber en todo ello algún elemento relacionado con el capricho personal. Sea cual sea el significado exacto del friso de la Villa dei Misteri (ya trate de los sagrados ritos de Dioniso, ya sea una alegoría del matrimonio, o cualquiera de las otras brillantes teorías expuestas por los especialistas a lo largo de los años), el conjunto constituye una obra tan cara y tan peculiar que nos habla de un propietario con unas ideas muy claras de lo que quería poner en las paredes de aquella habitación, y con dinero suficiente para pagar por ello. Lo mismo vale decir del Mosaico de Alejandro de la Casa del Fauno, obra fabulosamente cara, tanto si fue fabricada adrede para aquel lugar, con sus millones de minúsculas tesserae de piedra, como si fue importada de Oriente. Alguien deseaba muchísimo que estuviera allí, aunque no podemos ni siquiera esperar saber por qué. Pero la decoración no es sólo una cuestión de capricho personal. Como damos por descontado en nuestro mundo, hay «normas» culturales que gobiernan el modo en que se pintan y decoran las casas. ¿Podemos reconstruir esas normas en el caso de Pompeya? ¿Y qué nos dicen acerca de la vida en la ciudad romana?

Estas cuestiones han preocupado a los arqueólogos durante generaciones. Una de las respuestas que han solido darse y que surgió por primera vez en el siglo XIX es que la moda y los cambios de gusto están en la raíz de los diversos estilos que podemos contemplar en las paredes de las casas de la ciudad. Por decirlo de otro modo, en la pintura se da una evolución cronológica, de modo que los distintos estilos nos hablan de una distinta fecha de la decoración. Es sobre todo la típica modalidad de pintura «pompeyana», con sus amplias zonas de color, sus escenas mitológicas y sus marcos y sus fantasías arquitectónicas, la que ha sido analizada de esta forma. Los arqueólogos han seguido varias pistas que permiten la datación exacta de determinadas pinturas -ya sean las indicaciones ofrecidas por Vitruvio o las improntas de monedas dejadas sobre la pared cuando la pintura estaba aún fresca (véase p. 29)- para reconstruir una cronología completa del diseño. Lo que a los ojos del profano puede parecer una serie bastante homogénea de pinturas puede dividirse, según este planteamiento, en cuatro estilos cronológicos distintos, que se suceden unos a otros en una ciudad perfectamente consciente de la moda. Se trata de lo que en la jerga arqueológica (contagiada habi- tualmente a las guías y las cartelas de los museos) se llama simplemente los «Cuatro Estilos», que podemos encontrar no sólo en Pompeya, sino en toda la Italia romana.

Estos estilos se caracterizan por sus distintas técnicas de ilusionismo, que van desde la imitación de sillares de mármoles de colores del Primer Estilo hasta las elaboraciones arquitectónicas a veces bastante barrocas del Cuarto. Entre uno y otro tenemos los trampantojos arquitectónicos más sólidos del Segundo Estilo (que a menudo se supone que fue introducido en la ciudad por los colonos romanos) y la delicada ornamentación decorativa del Tercer Estilo, que reduce las columnas a meros sarmientos y los frontones a remolinos de follaje. Vitruvio, que escribió su obra durante el reinado de Augusto, no pierde el tiempo hablando del Tercer Estilo, recién inventado por entonces, por considerarlo no sólo poco realista, sino casi inmoral: «¿Cómo puede realmente una caña aguantar un tejado o un candelabro soportar los ornamentos de una cornisa? ¿Cómo una caña del- gada y flexible puede aguantar a una figura sedente, y cómo flores y bustos pueden surgir de raíces y ramas? Sin embargo, los que contemplan tales mentiras no ven defecto alguno en ellas. Por el contrario, las hallan de su agrado y ni siquiera tienen en cuenta si cualquiera de ellas podría existir realmente o no. Ninguna pintura debería ser aprobada excepto las que responden a los principios de autenticidad». Pero si hubiera llegado a conocerlo, el Cuarto Estilo tampoco le habría llamado mucho la atención. La nueva moda, que se manifiesta tanto en composiciones relativamente contenidas en blanco y rojo como en extravagancias asombrosas y a veces francamente chabacanas, no muestra desde luego demasiado interés por la «autenticidad».

PLANO 11. Los cuatro estilos de la decoración mural. Arriba a la izquierda, a) Primer Estilo. Siglo II a. C. Arriba a la derecha, b) Segundo Estilo. En Pompeya suele datarse después de la llegada de los colonos romanos en 80 a. C. Abajo a la izquierda, c) Tercer Estilo. Desde la época augústea (ca. 15 a. C.) hasta mediados del siglo I d. C. Abajo a la derecha, d) Cuarto Estilo. El propio de los últimos años de Pompeya, desde mediados del siglo I d. C. en adelante.

Habría que decir mucho a favor de este modelo de evolución cronológica de la decoración de las casas pompeyanas. Al fin y al cabo es perfectamente probable que el gusto de los pompeyanos en materia de decoración de interiores cambiara con el tiempo. Cualquier constructor moderno acostumbrado a trabajar en casas viejas sabe exactamente qué estilo de decoración va a encontrar cuando retire de las paredes las sucesivas capas de papel aplicadas cada vez que cambiaban las modas en los siglos XIX y XX. ¿Por qué no iba a darse ese mismo tipo de cambios en Pompeya? De hecho, existen muchísimas pruebas in situ que encajan perfectamente con la idea de progresión de los Cuatro Estilos. La inmensa mayoría de las paredes pintadasde Pompeya -alrededor de un 80 por 100- corresponde al Cuarto Estilo, como cabría esperar al ser el más reciente de la secuencia cronológica. Además, por aproximada que necesariamente sea a me- nudo la datación de las estructuras y las pinturas de Pompeya, no tenemos ningún testimonio de que las características del Cuarto Estilo se aplicaran nunca a las paredes de una casa antes de mediados del siglo I d. C.

No obstante, la obsesión de algunos arqueólogos modernos por los Cuatro Estilos es demasiado rígida. Bien es verdad que cualquier visitante de Pompeya en el año 79 d. C. habría podido comprobar que la pintura del Cuarto Estilo dominaba el paisaje doméstico. Pero ni qué decir tiene (pues ahí están para que los veamos) que también podían contemplarse ejemplos de los otros tres estilos. Una vivienda, llamada por razones evidentes la Casa de los Cuatro Estilos, contaba con decoración de los cuatro tipos, consecuencia acaso de que su decoración se llevó a cabo paulatinamente en períodos distintos. La Casa del Fauno, como ya hemos visto, había conservado una gran cantidad de decoración del Primer Estilo, en su ambiente extrañamente anticuado, casi museístico, y lo había aplicado incluso de nuevo a algunas paredes reconstruidas. Y hay muchísimos otros ejemplos de espléndida pintura del Primer Estilo que fueron conservados minuciosamente y sin duda retocados y repintados con sumo cuidado hasta los últimos tiempos de la ciudad. Parece incluso que en los edificios públicos (como, por ejemplo, la Basílica del Foro, edificio polivalente con funciones judiciales, políticas y comerciales), la decoración del Primer Estilo seguía empleándose con regularidad mucho después de que pasara de moda en los edificios privados. La decoración pompeyana, tanto dentro como fuera del hogar, era una combinación de elementos nuevos y viejos.

Es más, como suele ocurrir con esquemas tan rígidos como éste, la distinción entre un estilo y el siguiente no es tan clara sobre el terreno como darían a entender los «ejemplos típicos» habituales seleccionados por la mayoría de los libros (incluido éste). Aunque un pequeño grupo de arqueólogos sigue trabajando en el perfeccionamiento de la cronología y de las categorías estilísticas, inventándose más y más subdivisiones (Tercer Estilo Fase 1A, B, C, 2A, etc.), los ojos del profano quizá no se equivoquen del todo cuando sugieren que en todos estos estilos hay más similitudes que diferencias. Generaciones y generaciones de estudiantes han realizado su primera visita a Pompeya, armados de erudición libresca acerca de todas estas divisiones estilísticas, sencillamente para descubrir, como me ocurrió a mí misma hace años, que -a pesar de lo característico que es el Primer Estilo-, el Segundo, el Tercer y el Cuarto Estilo resultan en la mayoría de los casos más difíciles de localizar de lo que se habían imaginado. Incluso los especialistas aluden ocasionalmente a este problema, cuando califican al Cuarto Estilo de «ecléctico» o dicen que «toma elementos de lo anterior y los combina de manera novedosa y a veces de forma inesperada». Uno llega incluso a admitir que el Cuarto Estilo «apenas se distingue del Tercero», lo que hace que sólo los ejemplos relativamente escasos del Primer y el Segundo Estilo resulten distinguibles con claridad.

Pero el principal problema de la teoría de los Cuatro Estilos es que prácticamente no tiene en cuenta la posibilidad de que exista una relación entre la función de una estancia y el tipo de decoración de sus paredes. En la casa moderna, ése es un factor que se tiene muy en cuenta a la hora de elegir un diseño. Si hoy día entramos en una vivienda vacía, hay muchas posibilidades de que, incluso sin las camas ni los armarios, podamos distinguir el dormitorio principal del cuarto de estar o de la habitación de los niños, basándonos sólo en el color de las paredes y los dibujos que las decoren. Y Cicerón indica que la selección de las estatuas que hiciera un romano rico podía venir determinada por un interés similar por la función de la estancia a la que iban destinadas. ¿Podemos decir lo mismo de Pompeya, donde, como hemos visto, la asociación de las actividades de la familia con determinadas estancias o zonas concretas de la casa era bastante menos precisa que la que es habitual hoy día en nuestros ambientes domésticos?

La respuesta es que sí o, al menos, hasta cierto punto. Los dibujos de rayas de cebra están asociados de forma bastante evidente a las dependencias del servicio. Bien es verdad que hay en la ciudad una o dos estancias más elegantes que están decoradas en este estilo, se trataba de la decoración mural más barata con diferencia, y estaba reservada para letrinas, habitaciones de los esclavos, zonas de servicios y pasillos (habría sido el equivalente antiguo de lo que hoy día sería una mano rápida de pintura blanca). Hemos visto también que las paredes de un jardín podían estar decoradas a menudo con temas que recordaban la idea de una vegetación frondosa y que aludían a una naturaleza salvaje imaginaria (poblada de animales salvajes, pigmeos y otras figuras exóticas) que se extendía mentalmente más allá de los confines de la casa. Resulta también significativo constatar que las parodias de los mitos más famosos, tratados con seriedad por la pintura pompeyana en casi todos los demás casos, se encuentran en los baños privados, pues las instalaciones de este tipo eran un lugar reservado al placer en el que las normas sociales se relejaban, como demuestra en la Casa del Menandro el mosaico que cubre el pavimento de la entrada del «caldario»: un vistoso esclavo negro sucintamente vestido, con una corona de hojas, lleva en sus manos sendas jarras de agua que hacen juego en su forma y en su color con su (enorme) miembro viril; debajo aparecen representados cuatro estrígilos (instrumentos para rascar la piel untada de aceite) y una vasija colgada de una cadena, cuya disposición resulta también decidida- mente fálica (fig. 52).

Pero podemos rastrear unas cuantas asociaciones de carácter más general entre el uso de las diferentes zonas de la casa y la decoración de sus paredes, los colores y los temas de ésta. En una casa occidental moderna, los colores pastel caracterizan habitualmente los dormitorios y los cuartos de baño. En Pompeya, da la impresión de que el dueño de la casa elige los fondos negros para las paredes de sus estancias más suntuosas, por barato que pudiera ser el ingrediente básico de este tipo de pintura (curiosamente, Plinio hace referencia a diversos pigmentos negros más caros, incluso a uno que era importado de la India). El rojo y el amarillo eran otras alternativas también relativamente de alto rango.

A juzgar por sus costes y por los comentarios de los escritores romanos, había un pigmento rojo muy especial, el cinabrio o bermellón («sulfuro de mercurio», según los científicos), originario de Hispania, que constituía la quintaesencia del lujo. Estaba tan buscado que, según Plinio, fue preciso fijar un precio máximo por ley (el doble que el del azul egipcio para mantenerlo «dentro de los límites».

FIGURA 52. El pavimento de mosaico de la entrada del caldario de la Casa del Menandro. Un esclavo negro casi desnudo exhibe su enorme miembro, mientras que debajo, los estrígilos, usados por los bañistas para quitarse el sudor mezclado con grasa, aparecen dispuestos formando un dibujo igualmente fálico. ¿Qué mensaje pretendía transmitir a los bañistas desnudos?

Plinio señala asimismo que era uno de los escasos colores caros que habitualmente el cliente debía pagar aparte, pues estaba muy por encima del precio que cobraban los pintores por su trabajo. Podemos imaginarnos fácilmente cómo habrían ido las negociaciones en este sentido: «Bueno, claro, señor, podría hacérselo en cinabrio, pero le costaría más caro. Se consideraría un extra. Probablemente le convendría comprarlo por su cuenta». Las negociaciones entre clientes y artesanos no han debido de cambiar demasiado con el paso de los siglos.

El cinabrio proporcionaba no sólo una deseada tonalidad de rojo, sino que además era muy difícil de manejar (e indudablemente ahí radicaba en parte su atractivo). En efecto, en determinadas condiciones, especialmente al aire libre, se decoloraba rápidamente, volviéndose de un color negro jaspeado, a menos que se le aplicara un baño especial de aceite o cera. Como si pretendiera subrayar el punto, Vitruvio cuenta la anécdota de un modesto, pero acaudalado «escriba» de Roma que mandó pintar su peristilo de cinabrio para ver cómo al cabo de un mes cambiaba de color. La moraleja era que le había estado bien empleado por no informarse debidamente de antemano. La obra realizada en la Casa de los Pintores Trabajando no era tan exquisita como para emplear cinabrio. Pero este pigmento se ha encontrado en dos de los proyectos decorativos evidentemente más prestigiosos de Pompeya: el friso de la Villa dei Misteri y una de las estancias del peristilo de la Casa de los Vetios.

Los diferentes estilos decorativos también nos hablan de las distintas funciones de las estancias y de sus distintos grados de privacidad. El hecho de que el Primer Estilo se conserve la mayor parte de las veces en los atrios de las casas particulares y de que continuara usándose en los edificios públicos de la ciudad probablemente no sea una coincidencia. En la esfera doméstica, venía a marcar las áreas públicas de la vivienda. Análogamente (aunque este argumento quizá tenga demasiado de círculo vicioso), a menudo podemos ver estancias, grandes o pequeñas, cuya finalidad era impresionar a los invitados, casi como si estuvieran en una pinacoteca, mediante la acumulación de pinturas mitológicas y por sus extravagantes vistas arquitectónicas. Un estudioso ha planteado incluso una simple regla empírica, que funciona bastante bien al menos para el Segundo y el Tercer Estilo: «Cuando mayor sea la profundidad sugerida por los efectos de perspectiva, mayor será el prestigio de la estancia».

Así, pues, las opciones decorativas del dueño de una casa de Pompeya se reducían a un tira y afloja entre moda y funcionalidad. Y así ocurría en todo el espectro social. Pues, como veíamos con respecto a la arquitectura general de la casa, no hay indicios de que exista diferencia especial alguna en lo tocante al gusto, o a la lógica que determina su decoración, entre las viviendas de los ricos y las de las personas de recursos más modestos, ni entre las viejas familias de la élite y los libertos ricos. Aunque las casas de los pobres no tuvieran ningún papel público que desempeñar, sus dueños seguían las mismas normas culturales de decoración siempre que pudieran permitírselo. Y, pese a los numerosos esfuerzos llevados a cabo por los arqueólogos modernos de ridiculizar la vulgaridad de los nuevos ricos como Trimalción, esos esfuerzos son habitualmente más una proyección de sus propios prejuicios de clase que otra cosa. Al final, las diferencias entre las pinturas de las casas ricas y las de las casas pobres se reducen simplemente a esto: en las pobres había menos escenas figurativas, menos vistosas extravagancias de diseño y no se ve ni rastro de cinabrio, y (pese a la existencia de unos cuantos adefesios de segunda fila en alguna mansión de la élite), la calidad de su pintura era en general bastante inferior. Pompeya era una ciudad en la que cada uno tenía lo que podía pagar.