LAS ACERAS: LO PÚBLICO Y LO PRIVADO
La acera constituía la frontera entre el mundo público de la calle y el mundo más privado que comenzaba al cruzar los umbrales de las casas y las tiendas, una «zona liminal», como dirían los antropólogos, entre el exterior y el interior. En las concurridas tabernas que daban a la calle, la acera proporcionaba un espacio extra a los clientes que «se agolpaban en la barra», o aguardaban turno para recoger la comida o la bebida para llevar. A los conductores de animales, que tenían que cargar y descargar o que simplemente deseaban hacer un alto, y a los visitantes de las grandes mansiones que llegaban a ellas montados a caballo, les proporcionaban postes o más bien agujeros muy útiles en los que atar sus caballerías. Por toda la ciudad, delante de las panaderías, los talleres, las tabernas y las tiendas, así como ante las entradas de las casas particulares, pueden encontrarse todavía peque ños orificios practicados en el borde mismo de la acera; en total se conocen centenares de ellos.
Estos agujeros, que traen de cabeza a los arqueólogos, se pensó en un tiempo que eran puntos de sujeción de colgaduras destinadas a dar sombra a los establecimientos situados tras ellas, idea derivada en parte de la práctica habitual en la Nápoles histórica, consistente en colocar toldos delante de las fachadas de los comercios. De ser así, las aceras se habrían convertido, al menos en los días de sol, en un verdadero bosque de telones y en un sombrío túnel improvisado entre las tiendas y el bordillo. Es posible que así fuera. Pero una idea más sencilla, que además encaja mejor con la distribución de los agujeros, es pensar que eran los puntos en los que se ataban los animales (¿dónde iban a amarrarlos, si no?). Nos hablarían además de otra imagen desagradable de la vida callejera de Pompeya: los asnos de los transportistas, atados al borde de la acera de una calle estrecha, obligados a repartirse el espacio con los peatones para dejar vía libre a las carretas que apenas cabían en la calzada.
Con toldos o sin ellos, el sol debía de hacer a veces que las aceras de la ciudad resultaran insoportablemente calurosas, aunque la existencia de casas de dos pisos a uno y otro lado de la calle (sobre todo allí donde los pisos superiores formaban un saledizo) debía de dar más sombra que la que los turistas sofocados encuentran hoy día en las calles en ruinas. No es de extrañar, por tanto, que algunos vecinos tomaran medidas para evitarlo. Ante la fachada de algunas grandes mansiones se colocaban en otro tiempo toldos, que daban sombra no sólo a los que entraban en la casa, sino también a los transeúntes. A veces se ponían poyos de piedra a uno y otro lado de la puerta de entrada, que se beneficiaban también de la sombra que proporcionaba el toldo. Exactamente quiénes debemos imaginar que se sentaban en ellos depende de la idea que tengamos de la mentalidad de las élites pompeyanas. Quizá fueran instalados, en parte al menos, como un acto de generosidad para la comunidad local: como un lugar de descanso para cualquiera. Sin embargo, puede que estuvieran pensados únicamente para los visitantes que aguardaban a ser admitidos en el interior de la casa. De hecho, no cuesta trabajo imaginarse al portero saliendo por las grandes puertas de una mansión para echar a la chusma que se había atrevido a sentarse en ellos sin permiso.
Paseando por la ciudad hoy día, podemos ver otros ejemplos diversos de cómo las fincas particulares y sus equipamientos aprovechaban abusivamente la acera. Algunos propietarios habían convertido la acera situada delante de su casa en una rampa para que las carretas pudieran acceder fácilmente a ella. Así, al menos, es como el huésped de una de las tabernas o posadas próximas a la Puerta de Herculano satisfacía las necesidades de sus clientes, permitiéndoles guardar sus vehículos, pertenencias y mercancías en la seguridad del patio interior. Otros la utilizaban para construirse portales más monumentales de lo habitual. En una gran casa situada en el extremo de la Via dell'Abbondanza por el este, llamada en la actualidad la Villa (praedia) de Julia Félix, por el nombre de la que fuera en otro tiempo su dueña, se puso una pretenciosa escalinata de entrada, construida directamente sobre la acera. Un poco más arriba, en la misma calle, yendo hacia el Foro, la fachada de la casa de Epidio Rufo daba a una terraza extra, de más de un metro de altura, levantada encima de la acera, ya de por sí elevada, distanciando pomposamente la mansión de la vida callejera que se desarrollaba a sus pies. Pensando en unos fines más prácticos, los propietarios de la Casa de los Vetios colocaron en la vía pública una serie de bolardos a lo largo del muro lateral de la mansión. La calzada era estrecha y no había acera que hiciera las veces de barrera entre la casa y la calle. Debían de molestarles los desperfectos causados al pasar por las carretas conducidas de mala manera.
Algunos de esos abusos quizá contaran con premiso del consejo municipal o de los ediles. En el exterior del Anfiteatro se ha encontrado un puñado de anuncios pintados que indican que fueron los ediles quienes autorizaron a los vendedores callejeros a desarrollar sus actividades bajo los arcos del edificio y los que les habían asignado sus puestos: «Con permiso de los ediles. Licencia a Gayo Aninio Fortunato», etc., como parece decir el texto fragmentario latino ya casi borrado. Quizá los más acaudalados presentaran solicitudes similares a las autoridades. O quizá simplemente dieran por supuesto que tenían derecho a hacer lo que les diera la gana con las aceras situadas delante de su casa.
Puede que los vecinos tuvieran buenos motivos para pensar algo así, a juzgar por las elocuentes huellas que han quedado en las propias aceras. La mayoría de las aceras, antiguas y modernas, son mucho menos homogéneas de lo que suele observar el transeúnte distraído. Su superficie ha sido acabada en momentos distintos; han sufrido reparaciones que han dejado como si dijéramos parches, a menudo sin que a nadie le preocupe si encajan o no con los materiales circundantes. Y esto vale tanto para la antigua Pompeya como para la Londres moderna o para Nueva York. Pero si nos fijamos atentamente, comprobaremos que en Pompeya hay unas discrepancias más sistemáticas. En algunas calles las aceras parecen haber sido construidas originalmente con materiales distintos (piedra volcánica, caliza o tufo) en los tramos correspondientes a las fachadas de las casas. En ciertos lugares hay incluso lastras incrustadas en la acera para marcar la división entre una finca (y su acera) y la siguiente.
La conclusión a la que debemos llegar es obvia. Aunque probablemente fueran planificadas por alguna autoridad municipal central, y aunque su anchura y su altura debieran ajustarse a un patrón acordado de antemano, algunas de esas aceras fueron sufragadas por los particulares, por los propietarios de cada casa, o por grupos de vecinos asociados, dejándose la elección del material que fuera a emplearse al criterio de los que al fin y al cabo iban a pagar la factura. Es lógico suponer que su mantenimiento fuera privatizado de modo parecido. Semejante idea se ve respaldada por una ley romana que casualmente se nos ha conservado (escrita en una plancha de bronce hallada en el sur de Italia) y que contiene, entre otras cosas, los reglamentos sobre el mantenimiento de las calzadas y las aceras de la propia ciudad de Roma. El principio básico era que cada vecino era responsable de la acera situada ante la fachada de su finca, y si no la mantenía en condiciones, los ediles podían contratar las obras de mantenimiento por su cuenta y luego cobrar las costas al vecino negligente. Curiosamente, los propietarios de las casas tenían en Roma una obligación adicional, asegurarse de que no se acumulaba agua que pudiera causar inconvenientes a la gente que pasaba por la calle. Así, pues, Pompeya no era la única que tenía problemas con los escapes.