¿GAJES DEL OFICIO?

Las dimensiones no son el único factor al que hay que apelar para entender la cultura política de Pompeya. Está también la cuestión del grado de autonomía de que gozaba la ciudad, y el tipo de decisiones que recaían en las comunidades locales. En Pompeya, los ciudadanos varones se reunían para elegir a sus ediles y a sus duoviri. La asamblea de ciudadanos no tenía más funciones que ésa (los poderes que pudiera haber tenido en el período prerromano se perdieron desde el momento en que la ciudad se convirtió en colonia romana). Indirectamente, sin embargo, como los ediles pasaban a formar parte del consejo municipal u ordo, la asamblea elegía también al consejo o, como veremos enseguida, a la mayoría de sus miembros. ¿Pero qué hacían estos magistrados electos?

¿Qué poderes tenían ellos o el ordo? ¿Por qué iba a importar la decisión del electorado? Como ciu- dad romana desde comienzos del siglo I a.C., Pompeya no tenía la facultad de tomar grandes decisiones sobre la paz y la guerra ni sobre política nacional. Esas se tomaban en la capital. Pero la costumbre romana era dejar que las comunidades locales dirigieran sus asuntos locales. ¿Qué era, pues, lo que estaba en juego?

Tenemos algunos testimonios al respecto procedentes de la propia ciudad. Ciertos textos conservados en inscripciones funerarias, edificios públicos o en los pedestales de las estatuas, pero también las tablillas de cera de Lucio Cecilio Jocundo y otros documentos menos formales, recogen las acciones y decisiones de los magistrados locales y del consejo, o hacen referencia a ellas. Ya hemos visto cómo el ordo decidió adaptar el sistema pompeyano de pesos y medidas al patrón romano, y cómo los ediles asignaban o confirmaban los puestos de venta de los comerciantes. También hemos visto en las tablillas de Cecilio Jocundo que se recaudaban impuestos locales, y que la ciudad poseía fincas que eran arrendadas por el consejo y los magistrados electos, aunque en el día a día la gestión de todo ello estuviera en manos de un «esclavo público». Los títulos de los dos principales magistrados de Pompeya también nos dan alguna indicación clara del carácter de algunas de sus funciones. Los «duoviri con poder judicial» presumiblemente se ocupaban de las materias relacionadas con la justicia. Los ediles, a juzgar al menos por las funciones que tenían los de la propia Roma, se habrían ocupado particularmente del tejido de la ciudad propiamente dicha, de los edificios y las calles. De hecho, ocasionalmente se les llama no ediles, sino «duoviri encargados de las calles y de los edificios sagrados y públicos».

En otros textos se habla de otras funciones. Es evidente que el consejo municipal tenía autoridad para decretar la erección de estatuas en honor de los nobles de la localidad o de ciertos miembros de la familia imperial. En otros casos, podía conceder el terreno para instalar esas muestras de honor: un ciudadano particular podía tomar la iniciativa y pagar la estatua por su cuenta, pero habría necesitado el permiso del ordo para erigirla en un espacio público. El consejo podía asimismo asignar dinero para sufragar los funerales públicos de los miembros destacados de la comunidad, así como un enterramiento prestigioso. En el caso de los edificios públicos, el consejo aprobaba los presupuestos, y luego los duoviri se encargaban de encontrar a los contratistas y a los responsables de llevar las obras a buen término. Tal es el procedimiento al que se alude en una inscripción colocada a la entrada del Teatro Cubierto (u «Odeón»), que fue construido en los primeros años de vida de la colonia (fig. 69): «Gayo Quincio Valgo, hijo de Gayo, y Marco Porcio, hijo de Marco, duoviri, por decisión del consejo adjudicaron el contrato para la construcción del Teatro Cubierto y asimismo aprobaron las obras». Era una tradición que se remontaba a una época anterior a la ocupa- ción de la ciudad por Roma. Como hemos visto, la inscripción en osco colocada sobre el reloj de sol existente en unas de las principales termas de la ciudad señala que uno de los magistrados municipales del siglo II a. C., Maras Atino, hijo de Maras (nombre totalmente osco), lo había construido «con el dinero obtenido de las multas».

La especial importancia concedida aquí a las estatuas honoríficas, a los funerales y a las obras de construcción quizá resulte un tanto equívoca. Tiene mucho que ver con el hecho de que gran parte de los testimonios que poseemos procede de los plintos de las estatuas, de lápidas funerarias y de las inscripciones existentes en los edificios públicos. Pero el tema de las donaciones, la beneficencia, y la generosidad pública y privada que se oculta detrás de todo ello, es muy importante. Pues es evidente que, al margen de que pudieran hacer otras cosas, se esperaba, o incluso se exigía, que los magistrados electos gastaran generosamente dinero de su propio bolsillo en beneficio de la comunidad. La misma pareja de duoviri que veíamos a propósito de la construcción del Teatro Cubierto edificó también el Anfiteatro a sus expensas «y se lo regalaron a los colonos a perpetuidad».

FIGURA 69. ¿Qué se hacía en el Teatro Cubierto? Esta fantasía decimonónica de música y danza constituye una guía muy poco fiable del tipo de actuaciones que tenían lugar en él, pero nos da cierta idea del aspecto que habría tenido con el tejado en su sitio el teatro que hoy día vemos sin él.

A una escala más modesta, aunque se trate de una serie muy importante de actos de beneficencia, las donaciones hechas a la ciudad por Aulo Clodio Flaco a comienzos del siglo I d. C. en cada una de las tres ocasiones en que fue elegido duumvir, fueron reseñadas con todo detalle en su tumba. La primera vez, regaló los juegos en honor de Apolo celebrados en el Foro, con una procesión, toros y toreros, púgiles, espectáculos musicales y de variedades, con la actuación, entre otros, de un famoso actor, Pílades, que es destacado con su propio nombre. (Se trata de otra curiosa utilización del Foro y -dada la presencia de los toros- otro motivo de que se tuviera buen cuidado de asegurar las entradas y salidas de la plaza.) La segunda vez que ocupó el cargo, como duumvir quinquenal, donó otros juegos en el Foro más o menos en la misma línea, aunque sin música; y al día siguiente dio un espectáculo de «atletas», gladiadores y fieras (jabalíes y osos) en el Anfiteatro, unos pagados por él solo, y otros conjuntamente con su colega. La tercera vez o bien la exhibición fue menos generosa o bien la lápida utiliza un tono más circunspecto en su descripción:

«Junto con su colega dio unos juegos con una compañía de primera fila y música extra».

Los juegos y los espectáculos eran, al parecer, la norma en este tipo de munificencia. Gneo Aleyo Nigidio Mayo organizó una gran exhibición de gladiadores cuando fue duumvir quinquenal en la década de 50, «sin ningún gasto para el erario público», según subraya uno de los carteles de anuncio. Pero las obras de construcción podían ser otra alternativa. Una serie de inscripciones del Anfiteatro recuerda el hecho de que varios magistrados construyeron algunas secciones de los asientos de piedra (probablemente en sustitución de las primitivas versiones de madera), «en vez de pagar juegos y luces, por decisión de los consejeros». Eso supone que el ordo les permitió gastar el dinero exigido en mejorar las instalaciones, en vez de hacerlo en un espectáculo o unas «luces», independientemente de lo que signifique este último término. ¿Se celebrarían algunas exhibiciones por la noche, con una iluminación especial?

Había también transferencias directas de dinero del duumvir o el edil al erario público. Aulo Clodio Flaco señala que «con motivo de su [primer] duumvirato, regaló diez mil sestercios a las arcas públicas». Probablemente se trate de la cuota que sabemos que en otros lugares del Imperio Romano solían pagar los magistrados y los nuevos miembros del ordo. En conjunto, esas cuotas representaban una parte significativa del presupuesto de cualquier ciudad. Los herederos de Flaco subrayaron este desembolso en particular, sin duda porque quisieron dejar bien claro que su pariente había pagado más de lo que era habitual. La filosofía que se oculta tras el desempeño de los cargos públicos en el mundo romano era muy diferente de la nuestra. Nosotros esperamos que un concejal sea compensado por los gastos en los que pueda incurrir en el curso de su mandato como representante de la comunidad. Los romanos esperaban que un hombre pagara por el privilegio de pertenecer al ordo o de ser uno de los magistrados electos: el estatus tenía un precio. Por decirlo con otras palabras, cuando los votantes de Pompeya elegían entre los distintos candidatos a un cargo, elegían entre benefactores rivales.

Hay un documento jamás encontrado en las excavaciones que nos permitiría rellenar algunas lagunas relativas al gobierno de la ciudad, a las funciones de sus magistrados, y al reglamento de su consejo. Como colonia romana, Pompeya habría tenido una constitución o estatuto oficial (en latín, lex), con toda verosimilitud escrito en unas tablas de bronce y expuesto a la vista de todo el mundo en algún templo o edificio público. Lo cierto es que no ha salido nunca a la luz: quizá fuera recuperado (o robado) por los buscadores de materiales aprovechables poco después de la erupción. En su ausencia, los especialistas han intentado rellenar la imagen de la constitución de Pompeya a partir de otros documentos parecidos que se han conservado. Básicamente la justificación para actuar de ese modo es que las disposiciones jurídicas romanas eran aplicadas casi siempre de la misma manera en todo el mundo romano. Lo que se establecía para una colonia, pongamos por caso, en Hispania probablemente tuviera validez también para Pompeya.

Este argumento tiene mucho de verdad (aunque suela atribuirse a los romanos demasiada uniformidad tanto en el terreno jurídico como en muchos otros campos). Las constituciones que se han conservado coinciden desde luego en algunos aspectos con las prácticas que hemos visto gracias a otros tipos de testimonios en Pompeya. Un requisito formal que se plantea en el estatuto de una colonia de Hispania es que los duoviri y los ediles organicen juegos, costeándolos en parte de su propio bolsillo. En la jerga jurídica de la lex, la norma dice así:

Los duoviri, excepto los primeros que sean nombrados después de la publicación de esta ordenanza, durante su mandato deben organizar un espectáculo o función dramática en honor de Júpiter, Juno, Miner- va y los demás dioses, a lo largo de cuatro jornadas, durante la mayor parte del día, hasta donde puedan según la decisión del consejo, y cada uno gastará en ese espectáculo y en esa función no menos de dos mil sestercios de su propio bolsillo, y será lícito que se tome y gaste del erario público hasta dos mil sestercios por cada duumvir, y será licito que lo hagan sin responsabilidad personal…

Se trata de un ejemplo típico de redacción latina: nótese cómo se dice explícitamente que los espectáculos deben prolongarse «durante la mayor parte del día» (no valían excusas ni dar una función sólo de mañana). Es casi seguro, a juzgar por la lápida funeraria de Aulo Clodio Flaco, que también la constitución de Pompeya contenía una cláusula similar.

Las constituciones conservadas nos recuerdan asimismo todo tipo de asuntos que la versión pompeyana tiene que haber previsto. Dichos asuntos irían desde cuestiones concretas de práctica y procedimiento legal (qué casos debían ser juzgados localmente, o en qué circunstancias debían ser trasladados a los tribunales de la propia Roma), hasta disposiciones sobre el calendario y horario de las reuniones del ordo, o la normativa acerca de dónde debían vivir los consejeros (la misma constitución española especifica un requisito de cinco años de residencia en la ciudad o a una milla de ella). Pero bastante más difícil resulta saber con exactitud con cuánta precisión se verían reflejados todos estos detalles en el documento pompeyano perdido.

Otra cláusula del estatuto español plantea con toda exactitud qué servidores debe tener cada magistrado, y cuánto deben cobrar. En el mismo estilo formalista de los documentos jurídicos dice:

En cuanto a los duoviri debe haber el derecho y la facultad para esos duoviri, para cada uno de ellos, de tener dos lictores, un criado, dos escribas, dos heraldos, un amanuense, un pregonero, un arúspice, un flautista… Y su sueldo, el de cada uno de los que sirvan a los duoviri, será el siguiente: para cada escriba 1.200 sestercios, para cada criado 700 sestercios, para cada lictor 600 sestercios, para cada heraldo 400 sestercios, para cada amanuense 300 sestercios, para cada arúspice 500 sestercios, para cada pregonero 300 sestercios.

No sólo está cuidadosamente redactada. Nótese que la terminología no deja lugar a dudas de que se trata del personal que debe tener cada duumvir (aunque luego, con bastante menos minuciosidad, parece que se omitió el sueldo del flautista). Nos permite vislumbrar también claramente cuál era el papel de un magistrado local y cómo debía llevarlo a cabo. El arúspice y el flautista nos hablan de las funciones religiosas del duumvir (el arúspice estaba encargado de examinar las vísceras de los animales sacrificados para ver si contenían algún signo enviado por los dioses; véase capítulo 9). Los escribas -con diferencia los mejor pagados- y el amanuense dan a entender que el cargo comportaba una gran proporción de trabajo escrito, aunque la presencia del pregonero demuestra que, aparte de los medios escritos, se utilizaban también métodos orales para transmitir la informa- ción. La alusión a los lictores, servidores que en la propia Roma portaban los haces de cañas y el hacha o fasces, símbolo de la autoridad oficial, indica que los duoviri estaban rodeados de cierto grado de pompa y ceremonial.

La cuestión es si podemos suponer o no que los duoviri de Pompeya disfrutaban de los servicios de ese mismo personal u otro parecido. Desde luego estos servidores no ocupan un lugar destacado en los testimonios escritos procedentes de la ciudad, que apenas pasan de la mención en las tablillas de Cecilio Jocundo a un único «esclavo público» encargado de los asuntos de la ciudad, y de un grupo de cuatro «amanuenses» que firman con sus nombres en la pared de una taberna. Ello no demuestra que no existieran. Como dice la vieja máxima de los arqueólogos, «la ausencia de testimonios no es testimonio de una ausencia». No obstante, cuesta trabajo no abrigar la sospecha, basándonos en los datos conservados, de que los duoviri de Pompeya trabajaban con un personal más reducido del que tenían a su disposición sus equivalentes en otros lugares. Desde luego, si su séquito era ése, sólo la partida correspondiente a salarios se habría comido casi el 75 por 100 de lo que Aulo Clodio Flaco pagó cuando tomó posesión de su cargo como duumvir.

FIGURA 70. Boceto que reconstruye el interior de la Basílica, en el Foro, edificio imponente para una ciudad pequeña. Las columnas proporcionaban un lugar muy conveniente para que los artistas del grafito de la localidad dejaran sus mensajes.

Pero hay un punto más significativo en todo esto. Pues debemos recordar en todo momento que muchas de las confiadas afirmaciones que hacen los especialistas modernos acerca de cómo funcionaba el gobierno local de Pompeya se basan no en los testimonios encontrados en la ciudad o en sus alrededores, sino en documentos que se refieren a otras comunidades, aunque muy parecidas. Naturalmente puede que sea verdad, como se afirma a menudo, que el ordo de Pompeya estaba formado por un centenar de miembros, o que los duoviri y los ediles vestían la toga praetexta (la toga con una franja de púrpura que llevaban los senadores en la propia Roma). Sin embargo, no son más que conjeturas basadas en lo que sabemos de otras ciudades similares.

Quizá la laguna más intrigante que existe en nuestro conocimiento del modo en que era gobernada la ciudad se encuentre en las cuestiones prácticas más simples y cotidianas de la vida política pompeyana. Por ejemplo, ¿qué pasaba en una reunión del ordo de los decuriones? ¿A qué dedicaba su jornada un duumvir o un edil? O incluso una cosa más simple, ¿dónde tenía lugar la actividad politica formal? Una hipótesis razonable es que principalmente ésta se realizaba en el Foro, pero no sabemos con exactitud dónde. Suele pensarse que los tres edificios situados en el extremo sur de la plaza tenían que ver con el gobierno local y en muchos mapas actuales de la ciudad aparecen marcados como «curia», «edificio del gobierno» y «archivo» (plano 14). Pero la única prueba es su emplazamiento, el hecho de que no tienen ninguna otra finalidad evidente, y que el consejo y los magistrados necesitaban con toda seguridad un sitio en el que reunirse. Argumento no demasiado convincente, desde luego: en la propia Roma el senado se reunía a menudo en un templo; ¿por qué no aquí también?

Los casos judiciales quizá se juzgaran en el gran edificio suntuosamente decorado del Foro que llamamos Basílica (fig. 70). El duumvir tal vez presidiera los procesos y dictara sentencia desde la plataforma elevada que hay en un extremo, aunque el hecho de que justo delante de dicha plataforma haya el pedestal de una columna, que bloquearía la vista, hace que esta reconstrucción resulte bastante menos verosímil de lo que pudiera parecer. En cualquier caso, pensar que se trataba de un edificio dedicado permanentemente a tribunal y nada más que a tribunal sería exagerar el tiempo dedicado en la ciudad a los asuntos legales. Puede que los romanos fueran unos genios del derecho, pero hay muchas posibilidades de que en Pompeya, como en cualquier otro lugar del mundo antiguo, la mayoría de los litigios fueran dirimidos y la mayoría de los delitos fueran castigados al margen de los mecanismos de la ley. Puede incluso que los duoviri actuaran de manera relativamente informal, como veíamos en las pinturas del Foro, donde, al parecer, estaba juzgándose un caso bajo las columnas del pórtico (fig. 28).

Lo único que sabemos con seguridad acerca de la Basílica es que por ella pululaba muchísima gente que tenía mucho tiempo libre: nos ha proporcionado una de las colecciones de grafitos más ricas de toda la ciudad, cientos y cientos de ellos. Casi ninguno tiene un tono legal evidente (aunque la máxima garabateada en una de sus paredes, «Un problema pequeño se vuelve grande si no le haces caso», quizá resulte atractiva para cualquier mentalidad legalista). En su mayoría son del tipo de comentario callejero que hemos visto antes, incluido un memorable dístico en el que a un desgraciado llamado Quío se le desea peor suerte todavía de la que tiene («y que se le quemen más de lo que se le han quemado»). Hay un grafito, sin embargo, que quizá se refiera a los duoviri y su séquito, aunque so capa de un vulgar juego de palabras. Dice así: «Si das por culo al accensus, te quemarás la polla». Accensus en latín puede significar «fuego». Así, pues, a primera vista se trataría de una muestra más del típico humor grosero («Si das por culo al fuego, etc.»). Pero la palabra accensus tiene también otro significado, que encontramos en las constituciones de las ciudades romanas: designa al «criado» del duumvir o del edil. ¿Se trata, pues, de otro tipo de chiste, acerca de la eventualidad de meterse con los auxiliares del duumvir?

Quizá tengamos aquí una pista sobre cómo deberíamos imaginarnos la vida pública de Pompeya: menos formal y, al mismo tiempo, menos familiar que la imagen que solemos hacernos a partir de una mezcla de elegante literatura latina, pinturas y novelas decimonónicas, y películas de capa y espada. No cabe esperar que podamos reconstruir con una mínima precisión cómo era una reunión del ordo de Pompeya. No sabemos dónde se reunía, ni con cuánta frecuencia lo hacía, ni cuántos miembros tenía, ni qué temas en concreto trataba. (¿«Amañaba» normalmente las elecciones al duovirato, decidiendo de antemano qué ex ediles iban a presentar su candidatura? ¿Discutía los problemas de gestión de la finca de la ciudad, o los atrasos de Lucio Cecino Jocundo en el pago de su renta?) Pero es muy poco probable que lo integraran estirados personajes vestidos con toga, le- vantándose para pronunciar discursos de estilo grave y serio, como si fueran los reyes del mundo (seguramente se trate de una imagen errónea incluso para el senado de la propia Roma). Sin duda era mucho más normal, mucho menos pomposo; incluso en nuestros términos me temo que hasta un poco sórdido.

Lo mismo cabe decir de la actividad de los duoviri y de los ediles. Bien es verdad que debía de haber algunos elementos de pompa y de boato en el desempeño de estos cargos. Desde luego ésa es la imagen que se desprende de la lápida funeraria de Aulo Clodio Flaco y de las alusiones a lictores y togas elegantes que aparecen en los estatutos de otras ciudades. Pero cuesta trabajo no sospechar que la realidad cotidiana fuera en general menos aparatosa, más improvisada y más a la pata la llana. Resulta bastante fácil inventar, como a menudo han hecho los especialistas, una altisonante agenda para esos peces gordos locales: levantarse y recibir a los clientes en la salutatio matutina, salir de casa para ir al Foro, tratar asuntos financieros, firmar contratos, juzgar casos legales, hacer contactos en las termas, diversiones de sobremesa, etc. Tenemos algunos testimonios de casi todas esas actividades (y curiosamente las horas del día señaladas en los documentos firmados provenientes de Púzol [p. 258] muestran una clara preferencia por arreglar los asuntos financieros a primera hora o a media mañana). Pero cuánto tenía de habitual y sistemática esa agenda y hasta qué punto podemos imaginar lo que comportaba en realidad la mayoría de esas actividades es otra cuestión. Cómo estaban de atareados esos magistrados, cuántas horas al día dedicaban a sus obli- gaciones oficiales, qué experiencia tenían para gestionar los asuntos de la ciudad, o cómo podían llevar los asuntos legales cuando muchos de ellos tenían escasa o nula formación jurídica son sólo algunos de los curiosos enigmas que nos plantea la vida de Pompeya.