UNA CIUDAD CONVULSIONADA
Mujeres a punto de dar a luz, perros todavía encadenados a su poste, y una inequívoca vaharada de halitosis… Son imágenes memorables de la vida cotidiana de una ciudad romana interrumpida re- pentinamente en medio de su discurrir. Y hay muchas más. Las hogazas de pan halladas en el horno, abandonadas mientras se cocían. La cuadrilla de pintores que pusieron pies en polvorosa cuando estaban redecorando una habitación, dejando tras de sí sus botes de pintura y un cubo de estuco fresco en lo alto de un andamio; al venirse éste abajo en el curso de la erupción, el contenido del cubo se derramó, salpicó la pared debidamente preparada y dejó una espesa costra todavía visible en la actualidad (véanse pp. 175-181). Basta rascar en la superficie para descubrir que la historia de Pompeya es más complicada e intrigante de lo que parece. En muchos sentidos, Pompeya no es el equivalente antiguo del Marie Céleste, el barco del siglo XIX misteriosamente abandonado, con los huevos duros del desayuno (según se dice) todavía sobre la mesa. No es una ciudad romana sencillamente congelada en medio de su discurrir habitual.
Para empezar, los habitantes de Pompeya habían visto los signos de advertencia aparecidos horas (si no días) antes de la catástrofe. El único testimonio ocular de la erupción que poseemos es un par de cartas escritas un cuarto de siglo después del desastre al historiador Tácito por su amigo Plinio, que se encontraba en el golfo de Nápoles cuando se produjo la erupción. Compuestas indudablemente con ayuda de la memoria y la imaginación, las epístolas de Plinio demuestran que todavía era posible escapar después que apareciera en el cráter del Vesubio la nube «en forma de pino». El tío de Plinio, la víctima más famosa de la erupción, murió porque era asmático y decidió, en un alarde de valentía (o de estupidez, según se mire) que tenía que observar más de cerca lo que estaba pasando en interés de la ciencia. Y si, como piensan actualmente muchos arqueólogos, hubo una serie de temblores y pequeños terremotos durante los días o meses que precedieron al desastre final, semejantes indicios habrían incitado también a la gente a abandonar la zona. Pues no sólo era Pompeya la que estaba amenazada y acabó tragada por la lava, sino una amplia franja de tierra situada al sur del Vesubio, incluidas las ciudades de Herculano y Estabia.
En efecto, fueron muchos los que huyeron, como confirma la cantidad de cadáveres encontrados en la ciudad. En el curso de las excavaciones han sido desenterrados unos mil cien. Debemos tener en cuenta los que todavía puedan quedar en la parte de la ciudad que aún no ha sido excavada (casi una cuarta parte de la antigua Pompeya permanece sin explorar), y los restos humanos pasados por alto en excavaciones anteriores (los huesos de niño pueden confundirse fácilmente con los de animales y ser descartados). Aun así, parece improbable que en el desastre perdieran la vida más de dos mil pompeyanos. Independientemente de cuál fuera la población total de la ciudad -y los cálculos oscilan entre los seis mil cuatrocientos y los treinta mil (dependiendo de lo hacinadas que creamos que vivían aquellas gentes, o de las comparaciones modernas que escojamos)-, se trata de una proporción pequeña o muy pequeña.
Los individuos que escaparon en medio de la lluvia de cenizas quizá se llevaran consigo sólo lo primero que pudieran agarrar y fueran capaces de transportar. Los que dispusieran de más tiempo se llevarían un mayor número de pertenencias. Debemos suponer que la población de la ciudad emprendería un éxodo masivo con asnos, carretas y carretillas, cuando la mayoría abandonara sus hogares cargando con todos los efectos domésticos que buenamente pudieran. Algunos tomaron la decisión equivocada, escondiendo sus posesiones más preciadas, con la intención de regresar cuando pasara el peligro. Eso es lo que explica algunos de los magníficos tesoros -por ejemplo, las admirables colecciones de objetos de plata (véase p. 308)- encontrados en las casas de Pompeya y de sus alrededores. Pero en su mayor parte, lo que quedó para que luego lo descubrieran los arqueólogos es una ciudad después de que sus habitantes hicieran apresuradamente el equipaje y se marcharan. Esta circunstancia tal vez nos ayude a explicar por qué las casas de Pompeya dan la impresión de estar escasamente amuebladas y de contar con pocos trastos. No es que la estética predominante en el siglo I d. C. fuera una especie de minimalismo moderno. La mayor parte de los trastos de la casa probablemente había sido cargada en carros y salvada por sus propietarios.
Esa rápida estampida quizá explique también algunas cosas raras que se han encontrado en las casas de la ciudad. Si, por ejemplo, un montón de herramientas de jardinería sale a la luz en lo que parece un lujoso comedor, es posible -por sorprendente que parezca- que fuera allí donde se guardaran habitualmente. Pero también puede ser que, en la precipitación de la huida, cuando se reunieran todas las pertenencias de la casa y hubiera que escoger lo que debía llevarse y lo que no, fuera en ese lugar donde acabaran la pala, la azada y la carretilla. Aunque parte de la población siguiera realizando sus tareas diarias como si fuera a haber un mañana, aquélla no era una ciudad normal, que llevaba a cabo sus tareas habituales. Era una ciudad en fuga.
Durante las semanas y meses que siguieron a la erupción muchos supervivientes volvieron a buscar lo que se habían dejado, o para recuperar (o saquear) en la ciudad enterrada los materiales susceptibles de ser reutilizados, como el bronce, el plomo o el mármol. Quizá no fuera tan imprudente como pueda parecernos ahora guardar los objetos de valor con la esperanza de recuperarlos más tarde. Pues en muchos lugares de Pompeya hay claros signos de que se consiguió volver a entrar en la ciudad a través de los escombros volcánicos. Independientemente de que fueran sus legítimos propietarios, ladrones o buscadores de tesoros, esos individuos excavaron túneles para entrar en las casas opulentas, y a veces dejaron un pequeño rastro de agujeros en las paredes según iban pasando de una estancia con los accesos bloqueados a otra. Podemos ver un claro atisbo de sus actividades en dos palabras garabateadas junto a la entrada principal de una gran mansión, que se encontró casi vacía cuando la descubrieron los excavadores del XIX. Dicen así:
«Casa perforada», cosa que difícilmente habría escrito su propietario; antes bien, parece un mensaje de un saqueador a sus compañeros, un aviso de que ya se habían «cepillado» aquella casa.
No sabemos casi nada acerca de quiénes abrieron esos túneles (pero el hecho de que el mensaje, aunque escrito en latín, esté en caracteres griegos es un indicio bastante claro de que eran bilingües, miembros de la comunidad grecorromana del sur de Italia, que analizaremos en el capítulo 1). Tampoco sabemos exactamente cuándo llevaron a cabo su incursión de saqueo: en las ruinas de Pompeya se han encontrado monedas romanas posteriores a la erupción, que datan desde finales del siglo I d. C. hasta comienzos del IV. Pero independientemente de cuándo decidieran excavar la ciudad enterrada los romanos de época posterior y de qué motivos tuvieran para hacerlo, la labor no podía ser más peligrosa, y la llevarían a cabo movidos por la esperanza de recuperar cantidades importantes de los bienes familiares o de obtener un buen botín del pillaje. Los túneles tenían que ser peligrosos, oscuros y estrechos, y en determinados puntos -si las dimensiones de los agujeros que aparecen en algunas paredes constituyen un criterio seguro- sólo susceptibles de ser utilizados por niños. Incluso en los lugares en los que era posible caminar con más desahogo, en las zonas exentas de escombros volcánicos, las paredes y los techos habrían amenazado con un derrumbamiento inminente.
Lo curioso es que casi con toda seguridad algunos de los esqueletos encontrados no son los restos de las víctimas de la erupción, sino de aquellos que se arriesgaron a volver a la ciudad en los meses, años o siglos posteriores. Así, por ejemplo, en una elegantes estancia junto al patio ajardinado de la Casa del Menandro -denominación moderna, basada en la efigie del célebre dramaturgo griego, Menandro, encontrada en ella (fig. 44)-, se han descubierto los restos de un pequeño grupo de tres hombres, dos adultos y un niño, provistos de pico y azada. ¿Eran, como creen algunos arqueólogos, un grupo de residentes, quizá esclavos, que pretendían salir de la casa a golpe de pico y pala cuando ésta fue sepultada, y perdieron la vida en el intento? ¿O, como piensan otros, era una partida de saqueadores que pretendían entrar en la mansión, y que murieron cuando se les vino encima el frágil túnel que habían excavado?
A complicar aún más esta imagen de ciudad convulsionada se suma otro desastre natural acontecido anteriormente. Diecisiete años antes de la erupción del Vesubio, en 62 d. C., la ciudad había sufrido grandes daños a consecuencia de un terremoto. Según el historiador Tácito, Pompeya
«fue en gran parte destruida por un terremoto». Y casi con toda seguridad el suceso aparece representado en una pareja de planchas esculpidas encontradas en la mansión de un banquero pompeyano, Lucio Cecilio Jocundo. Muestran dos zonas de la ciudad sacudidas por el terremoto: el Foro y la zona próxima a la puerta septentrional de la ciudad, que da al Vesubio. En una, el Templo de Júpiter, Juno y Minerva se inclina peligrosamente hacia la izquierda; las estatuas ecuestres situadas a uno y otro lado del templo parecen casi cobrar vida, con los jinetes levantados de sus monturas (fig. 5). En la otra, la Puerta del Vesubio da un ominoso bandazo hacia la derecha, y se separa del gran depósito del agua situado a su izquierda. Esta catástrofe suscita alguna de las cuestiones más espinosas de la historia de Pompeya. ¿Qué repercusión tuvo sobre la vida de la ciudad? ¿Cuánto tardó ésta en recuperarse? De hecho, ¿llegó a recuperarse alguna vez? ¿O acaso los pompeyanos del año 79 d. C. seguían viviendo en medio de la destrucción, con el Foro, los templos y las termas, por no hablar de muchas casas particulares, todavía sin restaurar?

FIGURA 5. Grabado de una pareja de planchas esculpidas, de casi un metro de largo, que representan el terremoto de 62 d. C. Ala izquierda, el Templo de Júpiter, Juno y Minerva, en el Foro, se tambalea visiblemente. A la derecha, se lleva a cabo un sacrificio. El toro es conducido al altar, mientras que alrededor la escena aparece salpicada de los diversos instrumentos del ritual, un cuchillo, vasijas, y platos para las ofrendas.
Hay teorías para todos los gustos. Una sostiene que, tras el terremoto, la ciudad de Pompeya fue víctima de una revolución social. Buena parte de la aristocracia tradicional decidió abandonar la ciudad para siempre, trasladándose sin duda a otras propiedades familiares. Su marcha no sólo dejó el camino expedito al ascenso de los libertos y de otros nuevos ricos, sino que además inició la «decadencia» de algunas de las casas más elegantes de Pompeya, transformadas precipitadamente en batanes, panaderías, tabernas y otros establecimientos comerciales e industriales. De hecho, el montón de herramientas de jardinería encontradas en el comedor podría ser precisamente un indicio de ese cambio de uso: una residencia otrora de alto copete envilecida de manera espectacular por sus nuevos ocupantes, que la habrían convertido en sede de un modesto negocio de jardinería.
Es posible que así sea. Y quizá tengamos aquí otro motivo para considerar que el estado de la ciudad no tenía nada de «normal» cuando sufrió la catástrofe del año 79. Pero no podemos tener la seguridad de que todos esos cambios fueran una consecuencia directa del terremoto. En cualquier caso, parte de las reconversiones industriales probablemente tuviera lugar antes del desastre. Algunas, si no una gran cantidad de ellas, responden casi con toda seguridad al modelo regular de cambios de uso y traspaso de la riqueza y el prestigio que caracteriza la historia de cualquier ciudad, antigua o moderna. Por no hablar de los síntomas de prejuicios de «clase dirigente» perceptibles en muchos arqueólogos modernos, que identifican con demasiada ligereza la movilidad social y el ascenso de los nuevos ricos con los conceptos de revolución o decadencia.
Otra teoría importante afirma que en el año 79 Pompeya aún no había concluido el largo proceso de restauración. Por lo que podemos deducir de los testimonios arqueológicos, la noticia de Tácito que asegura que «Pompeya fue en gran parte destruida» es una exageración. Pero el estado de muchos edificios públicos (por ejemplo, en 79 sólo estaban plenamente en funcionamiento unas termas) y el hecho de que, como veremos, estuvieran trabajando cuadrillas de decoradores en tantas casas cuando se produjo la erupción, parecen dar a entender que los daños ocasionados por el seísmo no sólo habían sido considerables, sino que todavía no se habían subsanado. Para una ciudad romana, el hecho de pasar diecisiete años con la mayoría de sus establecimientos termales fuera de servicio, con varios templos importantes inutilizables, y con numerosas casas particulares deterioradas, indica o bien una grave escasez de dinero, o bien un grado alarmante de mal funcionamiento de las instituciones, o ambas cosas a la vez. ¿Puede saberse qué diantre estuvo haciendo el ayuntamiento durante casi dos décadas? ¿Esperar sentado a que la ciudad se viniera abajo?
Pero también en este sentido no todo es lo que parece a primera vista. ¿Podemos estar seguros de que todas las obras de restauración que estaban en marcha cuando se produjo la erupción eran consecuencia del terremoto? Dejando a un lado el hecho evidente de que en cualquier ciudad hay siempre en marcha numerosísimas obras de construcción (la industria de restauración y el sector de la construcción han sido siempre fundamentales para la vida urbana, tanto en la Antigüedad como en nuestros días), está además la cuestión de si «hubo un terremoto o hubo más de uno», dilema que ha dividido de manera atroz a los arqueólogos dedicados al estudio de Pompeya. Algunos defienden firmemente la tesis de que hubo un solo seísmo de consecuencias devastadoras en el año 62 y de que, en efecto, la ciudad se vio sumida en una situación tan calamitosa que años después muchas obras de restauración todavía no se habían concluido. Hoy son mayoría los que hacen hincapié en la serie de temblores que debieron de producirse en los días, y quizá meses, que precedieron a la erupción. Es lo que cabría esperar antes de una explosión volcánica de primera magnitud, como afirman los vulcanólogos, y en cualquier caso, eso es exactamente lo que describe Plinio: «Durante muchos días antes», dice en su carta, «hubo temblores de tierra». Si había tantos trabajos de restauración en marcha, sigue diciendo esta tesis, es mucho más probable que su finalidad fuera reparar los daños que acababan de producirse, y que no se tratara de un intento tardío e inoportuno de arreglar de una vez los desperfectos sufridos diecisiete años antes.
En cuanto al estado de la ciudad en general, y especialmente los de los edificios públicos, una vez más la cuestión de los saqueos posteriores viene a complicar las cosas. Está bastante claro que en 79 algunos edificios públicos estaban en ruinas. Un enorme templo con vistas al mar, dedicado, según la hipótesis más habitual, a la diosa Venus, seguía en obras, aunque parece que la envergadura de las labores de restauración fuera superior a la de la construcción existente. Otros establecimientos estaban ya de nuevo en pleno funcionamiento. Por ejemplo, la actividad del Templo de Isis era la habitual; el santuario había sido reconstruido y redecorado con algunas de las pinturas más célebres hoy día de toda la ciudad (fig. 6).
Sin embargo, la situación del Foro en el momento de la erupción es mucho más enigmática. Unos dicen que era una ruina medio abandonada, y que apenas había sido restaurado. En tal caso, sería como mínimo un indicio de que las prioridades de los pompeyanos habían cambiado, por decirlo educadamente, y que ya no se interesaban por la vida de su municipio. En el peor de los casos, nos hablarían del colapso total de las instituciones cívicas, situación que, como veremos, no encaja en absoluto con otros testimonios procedentes de la ciudad. Más recientemente se ha levantado un dedo acusador contra las actividades de grupos de recuperación de materiales y de bandas de saqueadores después de la erupción. Según esta tesis, el Foro había sido restaurado e incluso mejorado en buena parte. Pero, sabedores de la existencia de los valiosos revestimientos de mármol que habían sido instalados recientemente, algunos habitantes de la ciudad practicaron túneles subterráneos para recuperarlos poco después de que la población quedara sepultada, arrancándolos a golpe de pico de las paredes, que quedarían para la posteridad como si nunca hu- bieran sido terminadas o simplemente hubieran sido demolidas. Los encargados de recuperar los materiales aprovechables habrían ido en busca también, naturalmente, de las múltiples y valiosas estatuas de bronce que adornaban la plaza.

FIGURA 6. El Templo de Isis era uno de los principales centros de atracción de los primeros turistas e inspiró a escritores y músicos, desde el joven Mozart a Edward Bulwer- Lytton, autor de Los últimos días de Pompeya. Este grabado muestra el edificio principal del templo en el centro y, a la izquierda, el pequeño recinto vallado con una cisterna que contenía el agua utilizada en los ritos de Isis.
Estos debates y desacuerdos entre los especialistas continúan acalorando los ánimos en los congresos de arqueología. Son objeto de disputas eruditas y de estudios académicos. Pero independientemente de cómo se resuelvan al final (si es que llegan a resolverse), hay una cosa absolutamente clara: «nuestra» Pompeya no es una ciudad romana que se ocupaba de sus asuntos cotidianos, y que luego quedó sencillamente «congelada en el tiempo», como afirman tantas guías y folletos turísticos. Es un lugar mucho más intrigante y sugestivo. Interrumpida y convulsionada, evacuada y saqueada, Pompeya tiene las marcas (y las cicatrices) de diversas historias de todo tipo,que formarán el relato de este libro y que se ocultan tras lo que podríamos llamar la «paradoja de Pompeya», esto es el hecho de que conozcamos muchísimo y a la vez muy poco acerca de cómo era en ella la vida en la Antigüedad.
Bien es verdad que la ciudad nos ofrece una perspectiva más clara de individuos de carne y hueso y de cuál era su vida real que casi cualquier otro lugar del mundo romano. Nos encontramos con amores desgraciados («Suceso, el tejedor, está enamorado de una camarera llamada Iris y a ella le importa un bledo», dice el grafito garabateado en una pared) y con meones desvergonzados («Me he meado en la cama, lo he puesto todo perdido, no miento, / pero, querido mesonero, no me dieron orinal», dice en tono jactancioso una coplilla escrita en la pared del cuarto de una posada). Podemos seguir las huellas de los niños de Pompeya, desde el pequeñuelo que debió de divertirse una barbaridad pasando un par de monedas sobre el yeso fresco de la sala principal o atrio de una casa elegante, dejando más de setenta impresiones en el zócalo, casi a la altura del suelo (y de paso legando a la posteridad un magnífico testimonio cronológico de las labores de decoración de la casa), hasta los chicos aburridos que pintarrajearon una serie de monigotes en la entrada de unas ter- mas, a la escasa altura a la que podían llegar, para entretenerse acaso mientras esperaban a que sus madres salieran del baño de vapor. Por no hablar de los arreos de un caballo, con sus cascabeles, el rudo instrumental médico (fig. 7), la curiosa batería de cocina, en la que no faltan el recipiente para cocer huevos ni los flaneros, si es que de eso se trata (fig. 78), o los molestos parásitos intestinales cuyas huellas pueden verse todavía en el borde de una letrina al cabo de dos mil años, elementos que nos ayudan a captar de nuevo lo que se veía, se oía y se olía en la vida de Pompeya.

FIGURA 7. Hay algo misteriosamente familiar entre nuestros espéculos ginecológicos y esta versión antigua procedente de Pompeya. Aunque se ha perdido parte del instrumento, es evidente que los «brazos» se abrían haciendo girar el mango en forma de «T».
No obstante, aunque detalles como éstos resulten maravillosamente evocadores, la imagen principal y muchas cuestiones más básicas relacionadas con la ciudad siguen estando muy turbias. El número total de sus habitantes no es el único enigma al que nos enfrentamos. Otro es la relación que mantenía la ciudad con el mar. Todo el mundo está de acuerdo en reconocer que el mar llegaba en la Antigüedad mucho más de cerca de Pompeya de lo que lo hace hoy (actualmente se encuentra a unos dos kilómetros). Pero, a pesar de los conocimientos de los geólogos modernos, todavía no estamos seguros de a qué distancia estaba. Particularmente enigmático resulta el hecho de que justo al lado de la puerta occidental de la ciudad, que es actualmente el principal acceso a las ruinas, haya un trecho de muralla con lo que parece evidentemente una serie de amarraderos para embarcaciones, como si el mar llegara en ese punto hasta la propia ciudad (fig. 8). El único problema es que un poco más al oeste, es decir, en dirección al mar, se han encontrado algunas edificaciones romanas, que desde luego difícilmente pudieron haber sido construidas bajo el agua. La mejor forma de explicar este hecho consiste una vez más en recurrir a la constante actividad sísmica. En Pompeya -como en la vecina localidad de Herculano, donde puede documentarse con mucha claridad este tipo de movimientos-, la línea de costa y el nivel del mar debieron de cambiar de manera espectacular durante los últimos siglos de historia de la localidad.

FIGURA 8. Estas argollas descubiertas en la zona de la muralla situada cerca de la Puerta Marina tienen a todas luces el aspecto de amarraderos para embarcaciones. Casi con toda seguridad la línea de costa cambió durante los últimos siglos de vida de la ciudad, y dejó estas argollas al aire y en seco.
Más sorprendente aún resulta el hecho de que también se discutan las fechas fundamentales, no sólo la cronología del gran terremoto (que lo mismo pudo tener lugar en 62 que en 63 d. C.), sino también la fecha de la propia erupción. A lo largo del libro voy a utilizar la fecha tradicional del 24 y 25 de agosto de 79, que es la que actualmente leemos en el relato de Plinio. Pero hay buenas razones para pensar que la catástrofe tuvo lugar más tarde, durante el otoño o el invierno de ese mismo año. Para empezar, si nos remitimos a los diversos manuscritos medievales de las Cartas de Plinio el Joven, vemos que dan todo tipo de fechas distintas de la erupción (las fechas y los números romanos siempre fueron susceptibles de ser mal copiados por los escribas de la Edad Media). Resulta también que puede observarse una cantidad sospechosamente grande de frutos otoñales entre las ruinas y que muchas víctimas llevaban, al parecer, ropas pesadas de lana, atuendo muy poco adecuado para una calurosa jornada de verano en Italia (aunque lo que la gente decidiera ponerse para intentar huir en medio de los escombros de una erupción volcánica no debería considerarse un buen indicador de la temperatura de la estación). Un testimonio más contundente es el que nos proporciona una moneda romana, hallada en Pompeya en un contexto en el que no cabría decir que quizá se le cayera a algún saqueador. Los especialistas opinan que la fecha más temprana de acuñación de esta moneda sería septiembre de 79.
El hecho es que sabemos mucho más y mucho menos de lo que creemos acerca de Pompeya.