LOS TEMPLOS URBANOS
Los templos son para nosotros uno de los símbolos más evidentes de la religión romana, inmediatamente reconocibles por sus columnas, sus frontones triangulares y las gradas que conducían a la plataforma elevada (o podium) desde la cual el visitante podía tener acceso, a través de unas grandes puertas, al interior del edificio y a lo que hubiera en él. Los romanos tenían un amplio repertorio de espacios sagrados, que iban desde los lugares en los que se suponía que una divinidad estaba presente, como si dijéramos, «en persona», hasta aquellos otros desde los cuales podían observarse los signos enviados por los dioses. Ya hemos visto las huellas de un antiguo santuario rústico o bosque sagrado debajo de la Casa de la Columna Etrusca (pp. 4344). Y, como veremos más adelante en este mismo capítulo, en las últimas fases de la ciudad se levantarían diversos altares independientes y otros recintos sagrados. Pero es la forma característica del templo la que marca el paisaje urbano de Pompeya y de otras ciudades romanas, del mismo modo que la iglesia parroquial es el sello que pone la religión a cualquier pueblo inglés.
FIGURA 100. Esta reconstrucción decimonónica muestra el Templo de Júpiter, Juno y Minerva, flanqueado a uno y otro lado por un arco. Se trata de un dibujo muy preciso, pero quizá da una impresión demasiado grandiosa, monumental y limpia de lo que eran el templo y sus alrededores.
Pero si el pueblo inglés tiene sólo una iglesia parroquial, Pompeya -como por lo demás cabría esperar, dado que había muchos dioses tenía numerosos templos, aunque desde luego no uno para cada dios o diosa que pudiera intervenir en las vidas de sus habitantes. Los había de todos los tamaños, con diversos grados de prestigio y con historias muy distintas a sus espaldas. Algunos se remontaban a los primeros años de la ciudad. El templo de Apolo situado junto al Foro fue creado como muy tarde en el siglo VI a. C. Lo mismo podemos decir del Templo de Minerva y Hércules (fig. 101), en el denominado Foro Triangular, así llamado por el pórtico triangular construido alrededor del templo en el siglo I d. C. Este último es posible que fuera ya desde hacía largo tiempo una ruina pintoresca en el momento de la erupción, aunque algunos arqueólogos atribuyen su apariencia ruinosa a las agresivas técnicas de excavación de las primeras generaciones de arqueólogos (por no hablar de los bombardeos de los Aliados).
Los demás datan en su mayoría del siglo II a. C. o de fechas posteriores. Sólo en un caso podemos reconstruir las circunstancias concretas de su erección. El pequeño Templo de la Fortuna Augusta fue dedicado a una combinación casi intraducible de la diosa de la Buena Suerte o el Éxito (Fortuna) y el poder del emperador (el adjetivo Augusta puede referirse de manera confusa -o tal vez muy conveniente- al propio Augusto, el primer emperador, o en términos más generales al poder imperial, pues los emperadores posteriores utilizaron el nombre «Augusto» como uno más de sus títulos). Fue financiado, según la inscripción que se nos ha conservado, por un destacado personaje de la localidad y duumvir en tres ocasiones, Marco Tulio, y construido en unos terrenos suyos que donó a la ciudad. No obstante, el hombre se cuidó mucho de que no hubiera malenten- didos sobre cuánta cantidad de terreno exactamente había donado. Detrás del templo había un mojón de piedra que decía: «Propiedad privada de Marco Tulio, hijo de Marco».
FIGURA 102. Un primitivo turista descansa un rato -o aprovecha la ocasión para hacer alguna reflexión romántica sobre el paso del tiempo- en las ruinas del diminuto Templo de Júpiter Meliquio (o de Esculapio). Incluso este pequeñísimo edificio muestra la estructura habitual del templo romano: una sala (o cella) que alberga la estatua o las estatuas de los dioses, y un altar en el exterior.
FIGURA 101. Vista del Templo de Minerva y Hércules, en el Foro Triangular, desde las afueras de la ciudad. Esta reconstrucción imaginaria (nótese el solitario auriga que ha salido a dar una vuelta en carro) nos da una buena idea de las cuestas y los distintos niveles sobre los que se levantaba Pompeya.
A veces resulta muy fácil identificar a los dioses que están asociados con un determinado templo. El santuario que ocupa la posición más destacada en uno de los extremos del Foro, por ejemplo, no puede ser más que el de Júpiter, Juno y Minerva, erigido en ese lugar privilegiado como en muchas ciudades romanas, si no en la mayoría de ellas (fig. 100). En la inscripción de su templo es nombrada con toda claridad la diosa Fortuna Augusta. En muchos otros nos vemos obligados, para bien o para mal, a recurrir a la conjetura. El gran santuario con vistas al mar, cerca de la Puerta Marina, era presumiblemente el Templo de Venus, pero no tenemos pruebas seguras de que así fuera aparte de una estatua destrozada y nuestra convicción de que tuvo que existir algún templo de grandes dimensiones en honor de la patrona de la colonia en algún lugar de la misma. El diminuto templo escondido y casi fuera de la vista que hay detrás del recinto amurallado, cerca de los teatros, se ha convertido en un verdadero rompecabezas (fig. 102). Los arqueólogos han vuelto a sacar últi- mamente a colación la teoría de J. J. Winckelmann, el «padre de la historia del arte», que visitó Pompeya a mediados del siglo XVIII y lo denominó Templo de Esculapio, el dios de la curación, de nuevo sin pruebas más sólidas que una estatua encontrada en él, que tal vez representara a esta divinidad. Otros lo han llamado Templo de Júpiter Meliquio («Dulce como la miel», título asociado con los dioses del infierno). Esta identificación se basa en una inscripción que alude a un templo con ese nombre. Si éste no es el Templo de Meliquio, habrá que esperar que alguien lo localice en algún otro punto de la ciudad (o, como piensan hoy día algunos, fuera de ella, identificándolo con cierto santuario extramuros). Como veremos más tarde, muchas de estas conjeturas comportan un efecto dominó: una identificación puede echar perfectamente por tierra otra.
El trazado general de los templos probablemente nos resulte familiar. Lo que pasaba en su interior no tanto y desde luego sería mucho más sorprendente a nuestros ojos. Los templos no eran lugares en los que se reunía una congregación de adoradores ni en los que se celebraban ritos religiosos. La función esencial de cualquier templo griego o romano era albergar la estatua de un dios o una diosa. No debemos imaginar sacrificios sangrientos ejecutados en el oscuro interior de estos edificios. Esos actos siempre tenían lugar en el exterior, al aire libre. El templo era la morada de una imagen divina o «estatua de culto». La palabra más común para designarlo en latín, aedes y no templum, significa simplemente «casa».
Pero muy pocas veces la estatua estaba completamente sola en el templo. Muchos santuarios adquirían un montón de cachivaches, en ocasiones sumamente valiosos. Las dedicaciones y ofrendas hechas al dios o a la diosa en cumplimiento de un voto acababan a menudo en los templos. Por ejemplo, alguien podía prometer a Esculapio hacerle una ofrenda si se curaba de una enfermedad y, una vez recuperado, depositar lo que había prometido en su santuario. Estatuas y otras obras de arte eran expuestas también a menudo en los lugares de culto. En la propia Roma, los templos eran el sitio favorito para guardar los ricos botines capturados en la guerra, o los textos autorizados de las leyes escritas en tablas de bronce. También podían realizarse actividades de todo tipo alrededor de la estatua del dios. El senado romano usaba el interior de varios templos de la urbe para celebrar sus sesiones, algunos de los ciudadanos más ricos depositaban sus testamentos en el templo de la diosa Vesta, y el sótano del templo de Saturno servía como tesoro del estado. La presencia de todos estos objetos valiosos nos dice que debían de ser bien custodiados por sus tesoreros (guardias de seguridad, limpiadores y personal de mantenimiento eran a la vez juez y parte), cerrados a cal y canto durante la noche y abiertos al público sólo bajo vigilancia.
Ese mismo modelo era el que regía en Pompeya. A primera vista los restos son más limitados de lo que cabría esperar, o bien porque esos templos, como sucede con el de Venus, estaban en proceso de obras cuando se produjo la erupción, o porque sus instalaciones fijas y sus accesorios los convirtieron en objetivo evidente de los saqueadores después de la catástrofe (al fin y al cabo, los restos arqueológicos son los mismos en ambos casos). Alternativamente, por supuesto, sus depositarios legales quizá se llevaran parte de los objetos más valiosos cuando salieron huyendo de la erupción.
Pero se conservan elocuentes testimonios de todas clases. Ya hemos visto la pieza procedente del botín obtenido tras el saco de Corinto en 146 a. C., que era exhibida en el Templo de Apolo o en sus inmediaciones. En la plaza situada delante de ese mismo templo podía verse también un par de magníficas estatuas de bronce de Apolo y Diana (sólo se conserva la cabeza de esta última), así como una réplica del extraño omphalos (es decir «ombligo del mundo»), que era uno de los símbolos sagrados del famoso santuario de Apolo en Delfos (y un ejemplo más de la importancia cultural de Pompeya). Tenemos incluso algún indicio de los sistemas de seguridad que podían utilizar estos templos. A lo largo de la fachada del Templo de la Fortuna Augusta todavía son visibles los restos de una verja de metal que rodeaba el edificio (fig. 103). Un destacado especialista en Pompeya me aseguró en cierta ocasión que había sido un añadido del siglo XIX, con el fin de impedir que los turistas treparan por las ruinas del monumento. Eso es lo que parece. Pero en realidad su finalidad era cortar el paso a los antiguos pompeyanos.
FIGURA 103. Esta reconstrucción decimonónica del Templo de la Fortuna Augusta ofrece una acertada imagen de lo que debían de ser los ritos religiosos celebrados en el exterior del templo y en su pórtico. El pintor ha incluido la verja de metal (aunque no lo bastante alta para mantener a raya a los más osados) y ha adornado el exterior con guirnaldas. Pero la multitud de adoradores congregados ante la fachada parece a todas luces exagerada y bastante poco plausible.
FIGURA 104. Las ruinas, en la actualidad bastante desoladas, del Templo de Júpiter, Juno y Minerva. Sigue discutiéndose hasta qué punto estaba desmantelado este rincón del Foro en el momento de la erupción.
Incluso algunos de los edificios más ruinosos de la ciudad nos proporcionan más información sobre la vida y la organización de los templos de lo que cabría esperar a primera vista, ofreciéndonos apasionantes indicios de sus estatuas de culto y demás riquezas que otrora había en su interior, y a veces incluso inesperadas anécdotas de lo que ocurría en Pompeya en el año 79 d. C. Un buen ejemplo en este sentido es el Templo de Júpiter, Juno y Minerva, que, al menos desde la llegada de los colonos romanos, albergaba a la tríada de divinidades que definían a Pompeya como ciudad romana. A decir verdad, hoy día no hay mucho que ver en él (fig. 104). En la parte delantera sólo quedan las gradas y algunas columnas tristemente truncadas. En lo alto del podio, la sala interior del santuario todavía es claramente visible, y dentro de ella los escasos restos de lo que en otro tiempo era una columnata de dos pisos. Al fondo están los nichos que habrían albergado las estatuas de las tres divinidades. En su estado actual, resulta sombrío y funcional. Pero tenemos una viva imagen del templo en un pequeño friso de la Casa de Cecilio Jocundo (fig. 5). Aunque la intención de esta obra escultórica era mostrar los daños causados por el terremoto de 62 d. C. (daños de los cuales quizá no se recobrara nunca el templo), nos ofrece también una curiosa -quizá ligeramente imaginativa- instantánea del edificio en su emplazamiento original, con toda su decoración completa. El altar se halla situado fuera, en una plataforma levantada ante las gradas del santuario. A uno y otro lado de las gradas vemos sendas estatuas ecuestres, mientras que detrás del altar el escultor, aunque se come dos de las seis columnas existentes en la realidad, nos muestra las puertas que daban acceso a la sala interior y, encima, una guirnalda o corona de hojas que decoraba el frontón.
Tenemos otras pistas acerca de la apariencia original del edificio y de su uso. En primer lugar, el podio sobre el que se yergue el templo no es sólido. Está hueco y en su interior hay un sótano al que se accedía a través de unas escaleras desde dentro del templo, o a través de una puerta a nivel de la acera en el flanco este. La luz penetraba en el sótano a través de unas aspilleras abiertas en el pavimento. Sólo esta circunstancia indica que la habitación tenía un uso práctico. ¿Pues para qué suministrarle luz, si era probable que no entrara nunca nadie en ella? Una idea es que tenía por objeto hacer las veces de almacén para guardar el excedente de ofrendas dedicadas en el piso superior: cuando los cuidadores del templo pensaran que era preciso hacer sitio, no tirarían las piadosas ofrendas, sino que las guardarían cuidadosamente en el sótano. Otra teoría es que era el tesoro o cámara acorazada del consejo municipal, lo mismo que el erario de la propia Roma, situado también en el sótano de un templo. Las dos hipótesis son posibles. Pero por desgracia no hay el menor indicio de que hubiera nada en esta habitación en el momento de la erupción, aparte de unas cuantas esculturas de mármol.
Hay también claros indicios de que en otro tiempo había estado mucho más ricamente decorado que como lo vemos en la actualidad. El pavimento tenía incrustaciones de mármol formando un dibujo geométrico (el llamado opus sectile) y las paredes de la sala interior estaban pintadas de brillantes colores. Las pinturas se han desvaído en la actualidad hasta resultar casi irreconocibles, pero eran claramente visibles cuando el edificio fue excavado por vez primera a comienzos del siglo XIX y cuando el templo constituía una de las principales atracciones del lugar. De hecho, fue éste el lugar escogido por el poeta Shelley para merendar cuando visitó Pompeya en diciembre de 1818. Aunque originalmente debía de ser bastante oscuro -pues no existe ninguna fuente evidente de luz, aparte de la puerta principal-, el interior del templo, con su columnata, sus estatuas, y sus ricos accesorios y ofrendas, debía de ofrecer un espectáculo impresionante. Con una superficie de más de 10 x 15 metros y con las puertas abiertas de par en par para que se pudiera ver, habría sido un lugar excelente para que el consejo municipal celebrara sus sesiones.
Es decir, siempre que no hubiera demasiados chismes estorbando por ahí en medio. Los excavadores del siglo XIX encontraron unas cuantas inscripciones en las que se reseñaban ofrendas realizadas por el cumplimiento de votos (entre ellos uno por la «salud» del emperador Calígula), y el pedestal de una estatua erigida en honor de un individuo, Espurio Turranio Próculo Galieno, que había desempeñado varios cargos en Roma y en la ciudad de Lavinio. No tenemos la menor idea de cuál era su relación con Pompeya ni de por qué se le concedió una estatua en este lugar de honor en concreto (si es que ése era su emplazamiento original). Los excavadores también localizaron dentro del templo y en sus inmediaciones un montón de obras enteras y de fragmentos de esculturas. Como decía William Gell allá por mil ochocientos treinta y tantos, permitiéndonos evocar en parte el sabor de aquel curioso amasijo: «Se descubrieron muchos dedos de bronce… un grupo que representaba a un anciano con un gorro frigio llevando a un niño de la mano, de medio pie de altura; o una mujer con un niño de pecho… una mano, un dedo, y parte de un pie de mármol; dos pies calzados con sandalias; un brazo y muchos otros fragmentos de tamaño colosal».
Destacaba entre todos esos objetos un torso colosal de mármol, que sólo podía pertenecer a la estatua de un dios, y dos asombrosas cabezas: la cabeza colosal de mármol del propio Júpiter (fig. 99), y otra más pequeña de mujer (Juno o Minerva). A menudo se ha pensado que ambos fragmentos son todo lo que queda de las primitivas estatuas de culto de las tres divinidades. De ser así, habrían sido lo que actualmente llamamos esculturas «acrolíticas» (literalmente «extremidades de piedra»). Era éste uno de los métodos usados con más frecuencia por los antiguos para hacer efigies grandiosas que habrían sido demasiado grandes y que habría resultado demasiado difícil y costoso tallar directamente en mármol, y que, si fueran de bronce, habrían sido desde luego todavía mucho más costosas. Consistía en fabricar una estructura de madera o de metal, cubrirla en su mayor parte de ricos vestidos y utilizar sólo el mármol para las partes visibles de la piel de manos, pies y cara. Así se explica, en parte, por qué los museos de escultura antigua poseen tal cantidad de grandes extremidades de mármol. No es sólo porque las estatuas se rompían fácilmente (cosa que en efecto sucedía), sino porque manos, pies y cabezas eran muchas veces lo único que había estado hecho de mármol desde el primer momento.
Pero un estudio más atento de estos restos nos proporciona una extraña imagen del Templo de Júpiter, Juno y Minerva en el momento de la erupción. Por lo pronto, la cabeza de hombre y el torso colosal posiblemente no puedan pertenecer a la misma escultura. Después está el enigma que entraña el hecho de que las valiosas imágenes de culto fueran encontradas desperdigadas por ahí. Quizá fuera consecuencia de una ineficaz labor de salvamento cuando el volcán explotó, o de un precipitado acto de saqueo realizado posteriormente. Pero, si como parece más probable en este caso, el desbarajuste general reinante en el templo estaba motivado por las obras de restauración que estaban llevándose a cabo en él (después de uno o de más terremotos), ¿por qué se tuvo tan poco cuidado con las estatuas antiguas? ¿Estarían realmente satisfechas las autoridades de ver cómo los fragmentos de sus venerables imágenes antiguas eran arrojados y diseminados de cualquier forma por el suelo? Lo más curioso es que en la parte posterior del torso de mármol hay otra escultura en relieve que representa a tres pequeñas figuras. Es evidente que el mármol había sido reutilizado. Debemos suponer que en fecha bastante reciente este heroico pecho de mármol fue tallado a partir de un relieve anterior. Todos estos factores, combinados con el montón de frag- mentos restantes, han llevado a algunos arqueólogos a pensar que en 79 el edificio no sólo estaba en proceso de restauración, sino que en realidad había sido cerrado como templo y era utilizado como depósito de esculturas, taller o como dependencia anexa. No tenemos por qué preocuparnos por el desconsiderado trato dispensado a las antiguas imágenes de culto. Lo que se encontró allí, por impresionantes que sean algunas piezas, eran sólo fragmentos aislados existentes en el almacén.
En la actualidad no podemos estar seguros de nada. Pero todo esto podría tener una serie de intrigantes consecuencias para el pequeño Templo de Esculapio, y de paso daría lugar a todo un entramado de posibles historias. Este santuario contenía tres estatuas de terracota: una pareja de imágenes de tamaño natural, una de hombre y otra de mujer, y por otro lado un busto de Minerva reconocible a primera vista y toscamente tallado. Para Winckelmann la figura de hombre correspondía a Esculapio (fig. 105), lo que hacía que la de mujer perteneciera a Higiea, su hija, divinidad también asociada con la curación, mientras que Minerva habría sido incluida por aña- didura. Pero supongamos por un momento que el templo de Júpiter, Juno y Minerva estuviera realmente fuera de servicio en el momento de la erupción. Sin duda los pompeyanos habrían deseado alojar sus imágenes de culto en algún sitio seguro. Este trío encontrado en el pequeño templo habría podido corresponder con el mismo grado de plausibilidad a Júpiter, Juno y Minerva.
¿Qué pruebas hay en contra de que sean las estatuas del santuario del Foro, trasladadas temporal- mente al templo situado un poco más abajo?
Bien es verdad que no son muy grandes y que están hechas de terracota, y no de mármol. Y Minerva no es más que un busto. Pero en la religión, lo sagrado y lo suntuoso no son siempre sinónimos. A veces los objetos más humildes tienen el mayor poder religioso. Quizá -pero sólo quizá- hemos estado buscando a Júpiter, Juno y Minerva en el lugar equivocado.