¿MÁS ALLÁ DE LA ÉLITE DE LOS VARONES?

A partir de los carteles electorales, los historiales de obras benéficas, y las listas de duoviri y ediles, es fácil llegar a la conclusión de que la única que contaba en Pompeya era la élite de los varones. Y en algunos sentidos es formalmente así: quien no tuviera la riqueza necesaria no podía ocupar ninguno de esos cargos principales; tampoco podía hacerlo ningún liberto, por rico que fuera, ni ninguna mujer, por capacitada o ambiciosa que fuera, o por muy noble que fuera su cuna. Sin embargo, hay numerosísimos indicios de que había otros grupos más o menos formales de ciudadanos, pertenecientes a los estratos inferiores de la jerarquía social oficial, que podían tener y de hecho tenían cierta repercusión en la esfera pública de Pompeya. Y en el corazón mismo de la ciudad existen también testimonios evidentes de la repercusión que tuvieron algunas mujeres destacadas.

Volvamos por un instante al cementerio familiar recientemente descubierto a las afueras de Pompeya en Scafati. El más distinguido de los miembros de la familia conmemorada (que tal vez se llamase Décimo Lucrecio Valente, aunque en realidad su nombre no se ha conservado) era, como Marco Holconio Rufo, caballero romano; le había concedido ese rango el emperador Tiberio. Lucrecio Valente había sido el patrocinador de unos generosísimos juegos de gladiadoresy -como habría cabido esperar- «a cambio de su generosidad», como dice la inscripción, el consejo municipal le votó una estatua ecuestre a expensas del erario público, así como unos funerales (aunque la palabra se ha perdido), un lugar de enterramiento y un elogio fúnebre.

Hasta aquí no hay nada que pueda sorprendernos. Pero la inscripción continúa recordando la concesión de otros honores. Los Augustales (y posiblemente otro grupo, pues por desgracia la siguiente palabra casi no puede leerse) le otorgaron statuae pedestres, es decir estatuas de cuerpo entero de pie, al igual que los servidores de los Augustales, junto con los nates y los scabiliari. Los forenses, a los que ya hemos visto, votaron concederle «escudos» (es decir, retratos suyos en escudos). Los nates y los scabiliari son más enigmáticos. La mejor hipótesis es que los scabiliari eran los «taconeadores» del teatro, suponiendo que el término está relacionado con la palabra latina scabellum, que designa una especie de gran castañuela accionada con los pies y utilizada a menudo en la pantomima (véase p. 360). De ser así los nates quizá fueran los vendedores de almohadillas, que serían un objeto muy deseable cuando había que pasar varias horas sentado en las durísimas gradas de piedra. Pero es una deducción basada en el único sentido que tenemos atestiguado de la palabra latina natis / nates, a saber «nalga» En cualquier caso, al margen de quiénes fueran exactamente esos grupos, es evidente que en la ciudad existían numerosas organizaciones, además del consejo municipal, que no sólo habrían tenido interés en honrar a un ciudadano notable, sino que habrían dispuesto también de estructura institucional suficiente para tomar la decisión de hacerlo (y ejecutar dicha decisión), por no hablar del dinero necesario para ello. Aparte de las mencionadas en el monumento de Lucrecio Valente, un par de listas pintadas en estado fragmentario, una de las cuales ha sido datada con seguridad en la década de 40 a. C., hablan de de unos «presidentes» y «asistentes» -una mezcla de esclavos, libertos y hombres libres de nacimiento- al frente de una especie de asociación local existente en la ciudad, con base probablemente en las encrucijadas y los altares que suelen encontrarse en ellas. En otro lugar encontramos una alusión al Pagus Augustus Felix Suburbanus, que no sólo tenía sus propios oficiales, sino que también realizaba obras de munificencia, pues pagó parte de los asientos del teatro. Algunos estudiosos han supuesto que se trataba sobre todo de un distrito electoral rural que había desarrollado funciones sociales e institucionales extraordinarias. Pero el hecho de que, al parecer, se reorganizara en 7 a. C. ha sugerido a otros la idea de que tenía un papel ligeramente distinto. Pues en ese mismo año es cuando el emperador Augusto reorganizó las asociaciones vecinales en Roma, convirtiéndolas en parte en organizaciones leales focalizadas en la figura del propio emperador. ¿Se ocultaría la influencia o la iniciativa de Roma tras este «feliz distrito rural suburbano de Augusto»? Desde luego, como veremos en el capítulo 9, el culto religioso del empera- dor en Pompeya comportaba la existencia de grupos organizados de habitantes relativamente humildes de la ciudad.

Como cabría esperar, en cuanto nos situamos por debajo del nivel del ordo los testimonios son mucho más endebles e incluso resulta más difícil definir exactamente cuáles eran las actividades de esos grupos, en qué consistían, y cuánto tenían de «oficiales». Podemos suponer, por ejemplo, que habría alguna diferencia de estatus entre los «vendedores de almohadillas» (si es que es eso lo que eran) y los forenses. ¿Pero cuál exactamente? Algunos estaban incluso casi al margen de la legalidad. Tácito comenta que una de las reacciones del gobierno de Roma ante el altercado del Anfiteatro fue «disolver los colegios que habían constituido ilegalmente». ¿Qué colegios eran esos?

Por oscuros que sean, sin embargo, lo importante es no sólo que en la ciudad había organizaciones en las que participaban las personas que no habrían tenido cabida en el ordo, sino también que, al parecer, operaban según principios similares a los de la élite, y a veces concedían recompensas parecidas. La munificencia, por ejemplo, desempeñaba un papel importante también a este nivel, ya fueran en forma de estatuas o de obras de renovación del teatro. Pompeya tenía una cultura del dar, a todos los niveles. Cualquier cargo público, fuera del tipo que fuera, comportaba generosidad pública.

FIGURA 72. Esta tumba de un liberto, erigida, como era habitual, a lo largo de uno de los caminos que salían de la ciudad, hace alarde de los honores cívicos alcanzados por Gayo Calvencio Quieto. En la muerte resulta difícil distinguir los monumentos de los viejos aristócratas pompeyanos de los de los nuevos ricos.

Probablemente el más importante de esos grupos fuera el de los Augustales, una de las asociaciones que decidieron conceder honores a Décimo Lucrecio Valente, y que tal vez equivaliera casi a un ordo de los libertos. Los testimonios de la existencia de este grupo en la propia Pompeya son muy fragmentarios: tenemos muchísimos testimonios de sus miembros a título individual, pero pocos acerca de lo que hacían los Augustales como grupo. Una vez más nuestra imagen tendrá que depender de la combinación de datos procedentes de otras ciudades de Italia. Su nombre pone bastante claramente de manifiesto que tenían que ver con el culto religioso de Augusto y de los si- guientes emperadores, pero no eran un «colegio sacerdotal» especializado en sentido estricto. Mayoritariamente, los vemos dedicados a patrocinar banquetes y edificios, e incluso -como el propio ardo- pagando una cuota de admisión en el grupo.

FIGURA 73. El Edificio de Eumaquia tal como aparece en esta detallada maqueta decimonónica de las excavaciones, exhibida en el Museo Arqueológico de Nápoles. La Via dell'Abbondanza aparece a la derecha, el gran patio abierto de la fundación de Eumaquia en el centro, y el pórtico del Foro en la parte inferior.

Los grandes monumentos funerarios de algunos de los individuos conmemorados como Augustales en los cementerios extramuros de Pompeya indican que eran personajes que tenían riqueza y poder dentro de la ciudad. Uno en particular, el monumento de Gayo Calvencio Quieto (casi con toda seguridad un liberto), afirma orgullosamente que «por su generosidad» fue recompensado «por decisión del consejo y con el acuerdo del pueblo» con un bisellum, un asiento especial y especialmente honorífico en el teatro, que sólo era concedido a los personajes más notables de la ciudad (fig. 72). En la actualidad no podemos saber qué habrían dicho los hombres del estilo de Marco Holconio Rufo acerca de los individuos como Gayo Calvencio Quieto. Pero en la muerte al menos no hay nada que distinga a este último de los miembros de las familias terratenientes de más rancio abolengo. Pese a ser una sociedad ferozmente jerárquica, las rutas que conducían al prestigio en Pompeya, incluso para los que no pertenecían a la clase de los decuriones, eran mucho más variadas de lo que pueda parecer a primera vista.

Pero la sorpresa más grande en este mundo jerárquico de varones la encontramos en el propio Foro. El edificio más grande de la plaza, que se eleva al sureste de la misma, fue erigido durante el reinado de Augusto (plano 14, fig. 73). Su función ha sido desde hace largo tiempo objeto de controversia, como la de muchos otros edificios del Foro: ¿mercado, mercado de esclavos, centro multifuncional? Su inspiración, en cualquier caso, es muy clara. Ya hemos visto que dos de las estatuas de su fachada eran copias de otras que había en el Foro de Augusto. Los marcos de las puertas de mármol esculpido, decorados con guirnaldas de hojas de acanto, reflejan el estilo contemporáneo de la capital y son muy parecidos a los de otro célebre monumento augústeo, el Ara Pacis. Algunos especialistas en historia del arte han comparado su concepción con un enorme pórtico erigido en Roma por la esposa de Augusto, la emperatriz Livia.

FIGURA 74. La estatua de Eumaquia procedente del edificio que fundó en el Foro. Nos resulta muy instructivo recordar que esta mujer modestamente cubierta con un velo fue capaz de financiar uno de los edificios más grandes de la ciudad.

Se trata de una buena comparación en más de un sentido. Pues la construcción que nos ocupa, conocida como Edificio de Eumaquia, fue patrocinada también por una mujer. Las inscripciones que hay sobre las dos entradas afirman que Eumaquia, que era una sacerdotisa de la ciudad, perteneciente por nacimiento y por matrimonio a destacadas familias pompeyanas, construyó el edificio «en su nombre y en el de su hijo… a sus propias expensas». Su estatua, en uno de los extremos del edificio (fig. 74), fue costeada por los bataneros (de ahí la fantasía de que toda la construcción quizá fuera una lonja de los trabajadores del textil). No sabemos casi nada acerca de Eumaquia y sólo podemos hacer conjeturas respecto a las distintas circunstancias que podrían ocultarse tras la erección de este monumento por iniciativa suya, y sobre los distintos grados de participación activa que pudiera haber tenido en su planificación y en su diseño. Lo más probable es que pretendiera promocionar la carrera de su hijo. Pero una cosa es segura: el producto final lleva un sello con su nombre casi con la misma firmeza con la que el teatro lleva un sello con el nombre de Holconio. Eumaquia representa aquí un conducto para la llegada a Pompeya de la cultura de la capital similar al que tenemos en Holconio Rufo. Y ella no fue la única mujer que hizo este tipo de obras benéficas. Una inscripción encontrada en el Foro asegura que otro de los principales edificios de la zona fue obra de otra sacerdotisa, una tal Mamia.

No deberíamos, sin embargo, sobrevalorar el grado de poder ostentado por las mujeres en esta ciudad. Por mucho que fuera un cargo público, ser sacerdotisa no era lo mismo que ser duumvir. Incluso la beneficencia a gran escala estaba muy lejos del poder formal. No obstante, una vez dicho esto, Eumaquia es otro ejemplo de las variadas rutas hacia la preeminencia que ofrecía la ciudad. Ella es otra «cara del éxito».