HONRAR A LOS DIOSES: EN PÚBLICO Y EN PRIVADO
Tallada en un altar que se encontró también en el Foro de Pompeya hay una escena del ritual antiguo más emblemático: el sacrificio de animales. Lo vemos aquí ejecutado en su forma clásica, tal como lo describen los autores latinos y como es plasmado a lo largo y ancho del mundo romano en miles de imágenes, desde monedas hasta arcos triunfales. Vale la pena dedicarle un examen más atento. Pues hay detalles y distinciones que no llaman inmediatamente la atención a los ojos del observador moderno. En el centro aparece un trípode que hace aquí las veces de altar portátil. Junto a él, el oficiante, sacerdote o funcionario político (pues los dos llevaban a cabo sacrificios en nombre de su comunidad), recita la plegaria, mientras hace una ofrenda de vino e incienso. Va vestido con toga, parte de la cual le cubre la cabeza, como era de rigor cuando se celebraba un sacrificio. Al fondo, un músico toca una doble flauta, mientras que tras él hay unos auxiliares (entre ellos un niño) que portan parte del instrumental, por ejemplo jarras y tazones como los que ahora vemos que llenan las vitrinas del Museo de Nápoles. Al otro lado del trípode, un toro espléndido es conducido al escenario por tres esclavos. Van vestidos especialmente para la matanza que están a punto de llevar a cabo, sólo de cintura para abajo. Uno de ellos sujeta un hacha a punto de descargar el golpe.

FIGURA 106. Sacrificio de un toro. Este altar del Foro muestra -como es habitual en el arte romano- los preliminares de la muerte del animal, no la matanza propiamente dicha. Las jerarquías sociales y políticas quedan perfectamente patentes en el contraste entre los esclavos semidesnudos que conducen al animal y la pesada vestimenta del sacerdote de clase alta, a la izquierda, que recita la plegaria.
Se trata, por supuesto, de una imagen muy idealizada del sacrificio. Es el equivalente de una fotografía conmemorativa de grupo o mejor dicho -dado que la escena estaba esculpida en el frontal de un altar de mármol en el que realmente se realizarían sacrificios-, ofrecía a los participantes en el rito una imagen perfecta de lo que estaban haciendo. El toro no sólo está muy bien tratado, sino que además es muy grande. Se ha calculado que un animal de estas dimensiones (suponiendo que los participantes humanos en la escena fueran de tamaño medio) habría pesado unos quinientos kilos. Mi teoría es que el sacrificio real habría sido por regla general un acto menos ordenado, y que los animales habrían sido más pequeños y menos costosos. Pero aun así, podemos hacernos una idea del acto propiamente dicho: el ruido, la música, y el inminente derramamiento de sangre. Vemos también algunas de las convenciones jerárquicas y sociales de la ceremonia. El sacrificante oficial está al pie del altar, vestido con pesados ropajes. Pronuncia las palabras rituales, pero no va a trabajar como matarife ni se va a manchar las manos de sangre. Ese trabajo sucio queda para los esclavos, que se han desnudado para llevar a cabo esa tarea. Incluso (o especialmente) en los momentos rituales, las divisiones del ordenamiento social de Roma estaban claramente marcadas.
¿Qué finalidad tenía el sacrificio? En parte era una ofrenda al dios. Una vez muerto el animal, su carne era repartida. Una parte era consumida por los participantes humanos, otra parte era vendida, mientras que otra era quemada en el altar y su olor ascendía al cielo a modo de ofrenda a los dioses. Podía proporcionar también un medio de conocer la voluntad divina. Tras la matanza, unos expertos (los arúspices) inspeccionaban las entrañas del animal muerto en busca de signos de los dioses. Por ejemplo, cuando Julio César se hallaba celebrando un sacrificio poco antes de su asesinato, se cuenta que se descubrió que el animal no tenía corazón. Ni qué decir tiene que era un mal presagio, aunque los romanos más escépticos señalarían que era imposible que un animal viviera sin corazón.
Pero el sacrificio representaba también un modelo de cómo estaba ordenado el mundo a una escala mucho mayor. La matanza repetida de animales por seres humanos a los dioses constituía un emblema de la jerarquía del cosmos, en la que los humanos ocupan un lugar intermedio entre los animales, por un lado, y lo divino, por otro. Y el hecho de compartir la carne después del sacrificio y el banquete colectivo que a veces lo acompañaba, venía a reafirmar a la comunidad humana y sus jerarquías internas. (En el mundo romano había muy pocas manifestaciones cívicas que no reafirmaran la jerarquía social dando más a los ricos que a los pobres, en una inquietante inversión de nuestra idea de que a quien más debe darse es a los más necesitados.) El sacrificio era lo más parecido que tenía el mundo romano a un credo: era un credo en acción. Rechazar el sacrificio, como hacían los cristianos, era tanto como rechazar la religión tradicional romana. Incluso el vegetarianismo era más que una opción moral o un estilo de vida libremente escogido. Al no participar en el consumo de carne, los vegetarianos se enemistaban peligrosamente con el orden social y cósmico que representaba el sacrificio.
Nos encantaría conocer más cosas acerca de los detalles prácticos de los sacrificios en Pompeya.
¿Cómo se financiaban? ¿Cuántas personas en realidad los presenciaban? ¿Había arúspices entre el personal de los duoviri, como se dice en el estatuto de una ciudad de Hispania? ¿Cuánta gente participaba en el consumo de la carne, y dónde tenía lugar éste? En Roma, en ocasiones se colocaban mesas en el Foro. ¿Se haría eso también en Pompeya? ¿Qué proporción de la carne se vendía a través de los carniceros? ¿Y realmente es verdad que, como han afirmado algunos historiadores modernos, toda la carne que se consumía procedía de sacrificios? Yo no estoy convencida de que así fuera. Pero si el edificio llamado macellum («mercado») era primordialmente un mercado de carne, desde luego estaba convenientemente situado cerca de los principales templos de la ciudad.
Nos gustaría saber también cuándo y con cuánta frecuencia se realizaban sacrificios. Podía ofrecerse un sacrificio a un dios en cumplimiento de un voto o para aplacar a las divinidades después de alguna catástrofe. El sacrificio podía marcar los grandes acontecimientos o aniversarios: la ascensión al trono de un emperador, el aniversario de la fundación de un templo, la toma de posesión de los nuevos magistrados públicos, o la fiesta especial de una divinidad. Pero saber exactamente con cuánta frecuencia tenía lugar la característica matanza en toda regla de animales -en vez de la versión «reducida» del derramamiento de vino, incienso y grano, sobre las llamas del altar- sólo puede ser materia de conjetura.
Curiosamente, el escultor que mostraba el Templo de Júpiter, Juno y Minerva tambaleándose durante el terremoto, representó también la ejecución de un sacrificio justo al lado (fig. 5). Ha resul- tado muy difícil identificar el altar representado, grande y, al parecer, decorado con la efigie de un cerdo, con cualquier monumento del Foro. Pero no hace falta interpretar la imagen al pie de la letra y desde luego no hay por qué suponer que estaba llevándose a cabo un sacrificio en el momento mismo en que se produjo el seísmo. Es mucho más probable que el escultor intentara captar el tipo de actividades que simbolizaban la vida de la ciudad en el momento en que se produjo aquella interrupción. En el Foro, en las inmediaciones del templo, ¿qué más típico que un gran toro llevado al matadero por un hombre desnudo de cintura para arriba y portando un hacha?
Las fiestas religiosas antiguas podían también ser divertidas. No tenemos mucha idea de cuál era la reacción de los participantes, en Pompeya o en cualquier otra parte, ante la matanza de las víctimas sacrificiales. El poeta Horacio dedica una serie de pensamientos sentimentales al cabrito que va a sacrificar próximamente («su frente abultada, con los cuernos que ya le apuntan, al amor y a los combates lo destina, aunque en vano»). Pero no es muy probable que Horacio fuera un caso típico. Y en cualquier caso, el banquete que habría venido a continuación habría supuesto una ocasión placentera y de celebración. Muchas otras formas de honrar a los dioses comportaban también un placer para sus adoradores humanos. Ya nos hemos fijado en los espectáculos, el teatro y la pantomima, como parte de los «Juegos y Diversiones» de Pompeya. Con mucha frecuencia esos mismos festejos se celebraban como parte integrante de una fiesta de carácter religioso. El drama en Italia, como en Grecia, hundía sus raíces en las celebraciones religiosas. Muchos «teatros» primitivos fueron improvisados en las gradas de los templos, encargándose los dioses de supervisar las actuaciones desde el interior del santuario. En Pompeya, el Teatro Grande estaba directamente comunicado, a través de una escalera monumental, con el Foro Triangular y su templo de Minerva y Hércules, asociación que habla del aspecto religioso que tenía también aquí el drama.
Casualmente sabemos muchas cosas acerca de las fiestas del dios Apolo en Pompeya. Casi con toda seguridad había fiestas también en honor de muchos otros dioses. Pero gracias a que se nos ha conservado el epitafio de Aulo Clodio Flaco (véase p. 285), disponemos de una breve lista de las ceremonias de los «Juegos de Apolo» en las tres ocasiones en que Flaco patrocinó los actos en su calidad de duumvir. Ya hemos analizado algunos de los diversos espectáculos que presentó: matadores de toros, púgiles y pantomimos. Su epitafio subraya también la «procesión» que formaba parte de los festejos. Las procesiones eran otro elemento distintivo de la religión antigua. Sacerdotes, magistrados de todo tipo, colegios y asociaciones, y representantes de las distintas corporaciones desfilaban por las calles. A veces lo hacían también las imágenes de los dioses, sacadas de sus templos, u otros objetos llevados en andas o plataformas portátiles que se cargaban a hombros. Acompañados de música, incienso y (si contaban con un patrocinador generoso) de regalos que eran arrojados a los espectadores, aquellas fiestas hacían que la ciudad, sus magistrados, sus representantes y sus dioses se lucieran ante sí mismos.
Las procesiones son por definición acontecimientos transitorios y seguir su itinerario por la ciudad resulta muy difícil. ¿Cómo podría alguien reconstruir a partir de cualquier tipo de resto material el itinerario de la procesión del Lord Mayor de Londres o de una boda real? Como ya hemos visto, una teoría sostiene que la ruta que lleva desde el viejo templo del Foro Triangular hasta el Foro propiamente dicho -en gran medida libre de locales de mala reputación, como, por ejemplo, las tabernas- era una gran vía procesional urbana, e imagina los cortejos que desfilarían entre el viejo centro religioso del Templo de Minerva y Hércules y el nuevo centro de atracción constituido por el Templo de Júpiter, Juno y Minerva. Tal vez fuera así. Pero, al margen del itinerario exacto que siguieran (y seguramente cambiaría según la ocasión), en la pintura y la escultura tenemos algunos testimonios de cómo habrían sido esas manifestaciones.
En el capítulo anterior pudimos vislumbrar la procesión que desfilaba hasta el Anfiteatro con motivo de los juegos gladiatorios. Una extraordinaria pintura encontrada en la fachada de la que probablemente era la tienda de un carpintero, justo enfrente de la Taberna de la Via di Mercurio, capta incluso con más viveza el estilo de este tipo de manifestación. Las pinturas descubiertas en el exterior de este edificio se han perdido en su mayoría. Según las copias antiguas, representaban a un trío de divinidades -Mercurio (a menudo asociado con el comercio y los negocios), Fortuna (por la buena suerte), y Minerva (habitualmente patrona de las artes y la artesanía)- junto con Dédalo, el artesano mítico, famoso sobre todo por haber construido el Laberinto para el rey Minos y por haber fabricado las alas que acabaron causando la muerte de su propio hijo, Ícaro. Pero por suerte para nosotros, una escena fue retirada hace mucho tiempo de su emplazamiento original y trasladada al Museo de Nápoles (lámina 5). Muestra otras de esas andas (fercula en latín), como las utilizadas para transportar las efigies de los herreros en la procesión al Anfiteatro. Estas también las llevan a hombros cuatro anderos. Debían de ser bastante pesadas, pues los hombres llevan báculos para apoyarse, y parecen más elaboradas que las otras, con un dosel y unos varales decorados con flores y guirnaldas.
Sobre el ferculum van tres grupos de figuras. En la parte posterior hay una imagen de la diosa Minerva. Esta sección de la pintura está muy deteriorada, pero todavía pueden verse parte del vestido de la diosa y de su característico escudo. En medio vemos a tres carpinteros trabajando, uno de ellos, al parecer, cepillando un tablero de madera, y los otros dos manejando una sierra a dúo. En primer plano hay una escena mucho más enigmática: un personaje vestido con una túnica corta y llevando un compás en la mano se yergue sobre un hombre desnudo que está tumbado en el suelo. Una teoría bastante atractiva dice que el personaje que está de pie es de nuevo Dédalo, y que esta parte de la escena sería, por tanto, algún mito relacionado con la artesanía y la carpintería. ¿Pero quién es el personaje caído en el suelo? ¿Es una estatua fabricada por el propio Dédalo? ¿O es su sobrino Pérdix, al que Dédalo mató por la envidia que suscitó en él la invención del compás y la sierra por el avispado joven? Sea como fuere, lo que tenemos ante nuestros ojos debe de ser un paso llevado en procesión por los carpinteros, que representaría a este taller en concreto o a todo el gremio de carpinteros de la ciudad. Se trata de un curioso testimonio de lo que debió de ser la «procesión» de Flaco en los Juegos de Apolo.
Sacrificios de toros, procesiones y actuaciones teatrales. Todos estos rituales afectaban a la ciudad entera. ¿Pero qué ocurría en contextos más locales o más privados? En efecto, existen muchísimos testimonios de la presencia de los dioses en los barrios de la ciudad y en las casas particulares, tanto grandes como pequeñas. En muchas encrucijadas se erigían capillas y altares, y uno de los rasgos más característicos y fácilmente reconocibles de las casas pompeyanas son las capillas que actualmente denominamos con la palabra larario (en latín lararium), esto es altar de los lares o dioses del hogar (aunque el término no se usara propiamente en latín hasta siglos después de la destrucción de Pompeya). Algunos son creaciones bastante elaboradas, erigidas en el atrio o en el peristilo de las grandes mansiones. En la Casa del Poeta Trágico, por ejemplo, ya vimos que los ojos del visitante eran atraídos a través de toda la casa directamente hacia el altar existente en la pared del fondo del peristilo. Pero muchos otros son bastante más sencillos y a menudo están situados en la cocina o en las dependencias de servicio. De hecho, a falta de más elementos decorativos, puede costar trabajo distinguir una hornacina o vasar corriente y moliente de una de esas «capillas» sencillas, y hay bastantes posibilidades de que algunos de esos elementos a los que las guías modernas ponen con demasiada alegría la etiqueta de «larario», no sean más que una simple repisa para poner los enseres más comunes de la casa.

FIGURA 107. Este altar doméstico o larario de la Casa de los Vetios es uno de los más impresionantes que se conservan. Encima de la serpiente que se desliza a sus pies, vemos a los lares (muy parecidos a las versiones en miniatura de bronce de la fig. 98) a uno y otro lado de un personaje con toga, quizá el cabeza de familia o su «espíritu tutelar».
Uno de los ejemplos más impresionantes de este tipo de capillita se encuentra en el pequeño atrio de la Casa de los Vetios (fig. 107). La pintura que decora la pared del fondo representa a varios de los personajes que suelen encontrarse en estos lararios. A derecha e izquierda están los lares propiamente dichos, vestidos con túnicas cortas y portando cuernos para beber y unos cubitos para el vino. Estos mini dioses eran asociados a menudo con la protección y el bienestar de la casa, o a veces (cuando aparecen como «Lares de las Encrucijadas») de todo un barrio. En una comedia de Plauto, un lar, que aparece en escena recitando el prólogo, es el responsable del hallazgo en la casa de una olla escondida llena de oro. Y era a los lares a los que los dos miembros de la casa de Gayo Julio Filipo hacían su voto por la salud y el feliz regreso de su amo. Pero no había mitos relacionados con ellos, como los había con la mayoría de las demás divinidades, y hasta los propios romanos discutían su historia y qué tipo en concreto de dioses eran.
Entre los Lares, en medio de la escena, hay un hombre vestido con toga y la cabeza velada, como si estuviera realizando un sacrificio. En efecto, derrama incienso que saca de la cajita que sujeta con la mano izquierda. Naturalmente cualquiera vería en él al cabeza de familia o paterfamilias, pero los arqueólogos -sin demasiado fundamento, por lo que yo puedo decir- suelen denominarlo el genius o «espíritu tutelar» del cabeza de familia. La diferencia entre uno y otro probablemente no importe demasiado. Pues sea quien sea, está haciendo una ofrenda a los Lares. Por debajo de ellos se desliza una espléndida serpiente: símbolo de la prosperidad, la fertilidad y la protección de la casa (o eso suele decirse).
En muchos casos en la repisa o vasar del larario había estatuillas de los diferentes dioses y diosas. A veces representan a los propios Lares, pero se han encontrado muchas otras divinidades distintas, circunstancia que quizá nos permite atisbar cuáles eran las divinidades favoritas de los pompeyanos (o al menos de los que eran lo bastante ricos para permitirse este tipo de estatuillas, en su mayoría de bronce). Después de los Lares, el personaje divino más popular es Mercurio, seguido de cerca por los dioses egipcios (a los que estudiaremos más atentamente al final del capítulo), junto con Venus, Minerva, Júpiter y Hércules, en este orden.

FIGURA 108. Una comunidad de adoradores. Es difícil determinar con seguridad qué clase de ritos religiosos tenían lugar en las casas de Pompeya. Esta tosca pintura parece sugerir alguna modalidad de culto colectivo; pues junto a la imponente figura del Lar, vemos a un grupo de personas, jóvenes y ancianos, congregados alrededor de un altar.
La gran cuestión es qué ritual tenía lugar en estos altares, si es que se realizaba alguno. Sabemos que se realizaban ofrendas en los altares de las encrucijadas por la sencilla razón de que por lo menos en uno se han descubierto cenizas y restos calcinados. Presumiblemente estos actos eran organizados por los «presidentes» y «asistentes» cuyos nombres son recordados en un puñado de listas pintadas que han aparecido en las inmediaciones (véase p. 297). En cuanto a las casas particulares, una idea habitual es que toda la familia -los dueños, los esclavos y otros subalternos- se congregaría regularmente ante el larario, mientras el paterfamilias hacía una ofrenda a los dioses. Tal vez parezca poco probable. No sólo recuerda demasiado a la costumbre victoriana de la oración familiar, sino que en ocasiones el altarcito se encuentra en una habitación tan pequeña que habría resultado imposible reunir en ella a muchos habitantes de la casa. No obstante, algo así parece que vemos representado en una insólita pintura hallada junto al larario de una casa pequeña (fig. 108).
Entre dos Lares gigantescos, un paterfamilias realiza una ofrenda ante un altar. No se trata del sacrificio de un animal en toda regla, pero muestra a un flautista, lo mismo que el que salía en la escena sacrificial del Foro. Justo detrás del paterfamilias está su esposa, mientras que a la derecha vemos a otras trece personas; todas ellas, excepto el niño que está en primer plano, adoptan exactamente la misma postura, con la mano derecha sobre el pecho. De nuevo la interpretación demasiado literal de la imagen comporta algunos peligros. Desde luego toda esta gente no habría cabido en la pequeña estancia en la que se encontró la pintura. Pero ésta debe de hacer referencia a algún tipo de ritual ante el larario al que asistiría toda la familia en general, y a la postura seria que cabía esperar que adoptaran sus miembros durante el acto, el equivalente romano de «juntar las manos» para rezar.
Como en el caso de las procesiones, el problema que conlleva la reconstrucción de la vida religiosa en el hogar es que los rituales como éste rara vez dejan huellas arqueológicas, aparte del feliz hallazgo de un poco de ceniza. Sólo de forma muy ocasional podemos detectar una actividad religiosa entre los restos que encontramos sobre el terreno. En las traseras de una casa, los excavadores descubrieron un foso lleno de escombros y encima una teja con la inscripción FULGUR (i. e., «relámpago»). ¿Formaría parte tal vez del proceso de apaciguamiento de los dioses tras la caída de un rayo? En las excavaciones llevadas a cabo recientemente en la Casa y la Taberna de Amaranto, se encontraron otros curiosos fosos en el suelo, pertenecientes tanto a la fase romana de ocupación del terreno como a la prerromana.
Los de fecha más tardía contenían huesos de oveja y de gallo, así como un higo y piñones carbonizados. Los más antiguos contenían, por ejemplo, un lechón, unos cuantos cereales, frutos enteros, así como granillas de higo y de uva. Los excavadores vieron en todo ello el testimonio de un sacrificio (algunos huesos del lechón estaban quemados, y unas marcas de cuchillo indicaban que parte del animal había sido comida), junto con ofrendas de frutos enteros y cereales, cuyos restos fueron enterrados ritualmente.
En otras palabras, estaríamos ante rarísimos testimonios de algún tipo de rito religioso en el hogar, a menos, naturalmente, que sea uno de esos casos en los que, como dice el chiste, la «religión» es un subterfugio útil para explicar un fenómeno extraño al que no encontramos sentido.