SE ES LO QUE SE COME

Los propios romanos tuvieron mucho que ver con la mitificación de su manera de comer y de beber. Los biógrafos de los emperadores sacaron mucho jugo a los hábitos que tenían algunos soberanos a la mesa. Los banquetes se concibieron como una ocasión para disfrutar de su hospitalidad, pero también para ver claramente cómo se manifestaban las jerarquías de la cultura romana. Sea verdad o no (y probablemente no lo sea), se decía que Heliogábalo, emperador particularmente extravagante del siglo III d. C., celebraba cenas basadas en códigos cromáticos (un día toda la comida era de color verde, otro de color azul, etc.), y que para asegurarse de que los invitados de rango inferior sabían cuál era el sitio que les correspondía, les servía alimentos de madera o de cera, mientras que él se zampaba las versiones comestibles. Otros autores romanos analizan con todo detalle las normas y convenciones de la mesa de los nobles. ¿Podía una mujer reclinarse en el mismo lecho que un hombre, o debían permanecer los dos sentados? ¿Qué lugar era el más honorífico en un lecho compartido? ¿A qué hora se consideraba cortés llegar a una cena? (Respuesta: ni demasiado pronto ni demasiado tarde, así que había que dar una vueltecita antes de hacer una entrada airosa.)

¿En qué orden se servían los distintos platos?

Mientras tanto, las fantásticas creaciones culinarias cautivaban la imaginación de los romanos tanto como cautivan la de los modernos. En la cena novelesca de Trimalción una de las bromas recurrentes consiste en que en la comida nada es lo que parece (más o menos como el propio Trimalción, un ex esclavo con pretensiones de aristócrata). Uno de los platos consistía en un jabalí rodeado de pequeños lechoncitos hechos de pasta dura. Cuando el trinchante clavó el cuchillo en el costado del jabalí, de su interior salieron volando unos tordos. En el libro de cocina de Apicio se recomienda un artificio bastante más mundano, aunque su intención es producir un «chasco» similar. La obra contiene una famosa receta de «cazuela de anchoas sin anchoas», una mezcla de pescado de todas clases, «ortigas de mar» y huevos, que pretende dar gato por liebre a todos los co- mensales, de modo que «cuando estén a la mesa, ninguno será capaz de reconocer lo que está comiendo».

En la propia Pompeya encontramos pinturas murales que representan extravagantes banquetes que coinciden

bastante con nuestros estereotipos modernos de bacanal romana. Una escena (lámina 10) del comedor de la Panadería de los Castos Amantes muestra a dos parejas recostadas en sendos lechos cubiertos de abigarradas colchas y cojines. Aunque no puede decirse que sea una representación de desenfreno sexual, podemos contemplar otro tipo de excesos. La bebida está colocada en un par de mesas auxiliares. Ya se ha consumido una gran cantidad, pues en uno de los lechos hay un tercer hombre que ya ha perdido el conocimiento, mientras que al fondo vemos a una mujer que apenas puede tenerse en pie y es sujetada por su compañero o por un esclavo. En otra pintura de la misma sala vemos una escena parecida, pero en este caso al aire libre, con los lechos cubiertos por toldos y un esclavo mezclando el vino en un gran recipiente (en el mundo antiguo el vino solía mezclarse con agua).

En la Casa del Triclinio, así llamada por las pinturas que hay en su comedor, encontramos otras variaciones sobre el mismo tema. En una escena, un hombre que, al parecer, acaba de llegar a la fiesta, se ha sentado en un lecho y un esclavo le quita los zapatos, mientras que uno de los comensales está ya vomitando (fig. 76). En otra escena, en la que unos artistas están actuando para entretener a los comensales, divisamos apenas un mueble muy curioso. Lo que a primera vista parece un camarero de carne y hueso, es en realidad la estatua de bronce de un joven que sostiene una bandeja de comida y bebida.

FIGURA 76. Copia decimonónica de una pintura de la Casa del Triclinio que representaba un banquete romano. Véase que los criados, esclavos o libres, aparecen representados en un tamaño inferior al de los comensales. Pero constitu- yen una presencia muy útil: uno (a la izquierda) quita los zapatos a un huésped; otro (a la derecha) se ocupa de un individuo que ya empieza a sentirse mal.

Así, pues, ¿coinciden los comedores y las costumbres alimenticias de Pompeya con las imágenes pintadas en las paredes de sus casas de la ciudad? En parte, sí. En el capítulo 3 veíamos que, incluso entre la élite, las cenas formales de este tipo probablemente estuvieran restringidas a ocasiones muy contadas, y que la gente solía comer a salto de mata, sentada a la mesa, o de pie en el peristilo. Dicho esto, se han excavado algunos triclinia que muestran una atención exquisita al detalle y al lujo, como por ejemplo el comedor que da al jardín de la Casa del Brazalete Dorado, con sus mármoles resplandecientes y el murmullo del agua (fig. 35). La vajilla de plata y otras elegantes piezas del servicio de mesa encontradas de vez en cuando en Pompeya y sus alrededores evocan una imagen de ricos banquetes romanos, con todos sus estereotipos, sus chascos y sus clisés culturales.

En la Casa del Menandro se encontraron 118 bandejas de plata, casi todas ellas piezas de vajilla, cuidadosamente envueltas en un paño, escondidas en una caja de madera que había sido depositada en un sótano debajo del balneario privado de la mansión. Tanto si fue ocultada allí cuando los dueños de la casa huyeron, como si fue guardada de manera provisional durante las obras de restauración a las que estaba siendo sometida la casa -lo que es más probable, pues no hay indicios de que fuera embalada precipitadamente-, la colección está formada por un juego de vasos, fuentes, cuencos y cucharas (los cuchillos habrían estado hechos de algún material más duro). Hay incluso un par de pimenteros o especieros de plata, al estilo «Trimalción» de aparentar lo que no son, uno en forma de anforita y otro en forma de frasquito de perfume.

A unos kilómetros fuera de la ciudad, en una finca rústica situada en Boscoreale, fueron desenterradas a finales del siglo XIX más de cien piezas de plata. Casi con toda seguridad habían sido escondidas allí para su salvaguardia cuando se produjo la erupción del volcán, en una cuba de vino bastante honda en la que también se encontró el cuerpo de un hombre, el propietario o tal vez un presunto ladrón. Entre las piezas de la valiosa vajilla había un par de vasos que vuelven a recordarnos la cena de Trimalción. En medio del banquete narrado en el Satiricón un esclavo trae a la mesa un esqueleto de plata, lo que da pie a que Trimalción se ponga a recitar una horrible cancioncilla sobre el tema «Come, bebe y disfruta, que mañana estarás muerto» (tópico favorito de las prédicas moralizantes de origen popular de los romanos). Dos de los vasos de Boscoreale están decorados con una divertida fiesta… de esqueletos (fig. 77). A algunos se les asignan nombres de sabios y filósofos griegos y van acompañados de los correspondientes comentarios filosóficos: «La finalidad de la vida es el placer», etc.

FIGURA 77. Atinado mensaje para el banquete de un rico. Esta copa de plata procedente de Boscoreale muestra a unos divertidos esqueletos al lado de los cuales aparecen escritas diversas máximas morales.

En algunos casos, podemos hablar de una coincidencia casi exacta entre los objetos representados en las pinturas de comida y bebida de las paredes de Pompeya y los encontrados en las excavaciones de la ciudad. La colección de bandejas de plata representada en las paredes de la tumba de un individuo rico podría casi formar parte de la vajilla encontrada en la Casa del Menandro. Más sorprendente aún es la estatua de bronce descubierta en una gran sala de la Casa de Julio Polibio (en otro tiempo un comedor, aunque en el momento de la erupción era utilizada como almacén o depósito). La figura, que imita el característico estilo «arcaico» de la escultura griega del siglo VI a. C., tiene los brazos extendidos como si llevara una bandeja en las manos. Aunque a menudo se ha dado por supuesto que en la bandeja debía de llevar luces, lo que haría de la escultura un elaborado y costoso pie de lámpara, habría podido ser también una especie de «bufet portátil» para poner platos de comida, como el que aparece en las pinturas de la Casa del Triclinio. Esa misma idea se ha visto con toda seguridad, aunque a menor escala, en un grupo de adornos de mesa encontrados en otra casa de la ciudad: cuatro ancianos desnudos, provistos de largos penes colgando, cada uno de los cuales lleva una ban- dejita para poner entremeses, golosinas o bocados delicados de cualquier tipo (lámina 12). El diseño ha tenido en parte una curiosa vida de ultratumba: prescindiendo de los penes colgando, una famosa marca italiana de vajillas de mesa comercializó hace poco una carísima imitación de este tipo de bandeja.

Pero hay motivos suficientes para pensar que incluso en las ocasiones más solemnes, la realidad de las cenas pompeyanas habría sido bastante distinta de las imágenes que las rodeaban, y considerablemente menos suntuosas o elegantes. En otras palabras, las pinturas murales probablemente reflejaran un ideal de banquete (con vomitonas incluidas) y no la realidad del mismo. Es evidente que la dura piedra de los lechos de fábrica habría resultado mucho más cómoda y atractiva si se le hubieran añadido alfombras y almohadas. Y no cabe duda de que, con la práctica, la idea de comer medio tumbado con la mano derecha apoyándose en el brazo izquierdo llegaría a parecer de lo más natural. No obstante, muchos comedores pompeyanos en los que todavía se conservan los lechos dan la impresión, si los miramos con un ojo práctico, de ser incómodos y estrechos para celebrar en ellos un banquete. Incluso en las suntuosísimas estancias de la Casa del Brazalete Dorado, parece que sólo la operación de subirse a los lechos debía de ser bastante complicada, al menos para los que no fueran demasiado ágiles. Un par de escalones de madera o su equivalente humano en forma de esclavos habrían resultado particularmente útiles, pero no habrían servido para resolver por completo el problema. Además, tres personas en uno de esos lechos habrían estado demasiado apretadas. Quizá también se lo pareciera a los propios pompeyanos. El hecho de que los distintos utensilios de las vajillas de plata vayan de dos en dos y no de tres en tres quizá sea un indicio de que la norma de poner a «tres por lecho» no siempre era la práctica habitual en la vida real.

Los detalles del mobiliario de servicio son también bastante enigmáticos. Los lechos móviles habrían proporcionado bastante flexibilidad y mucho sitio en una gran sala de recepción. No así los triclinia «de fábrica». Cuando hay lechos fijos, a menudo hay también una mesa fija en el centro, sobre la cual debía de disponerse la comida y la bebida. Pero no era muy grande y desde luego no habría quedado mucho sitio una vez que se pusieran sobre ella nueve (o aunque sólo fueran seis) platos y copas. Ello nos recuerda que las mesas portátiles y los esclavos tal vez desempeñaron un papel muy importante, pero tampoco quedaría mucho sitio para ellos, sobre todo si los camareros no podían situarse detrás de los comensales para servir la comida y la bebida, como se hace en los restaurantes modernos. Por no hablar de los casos en los que la mesa central es un estanque, como sucede en la Casa del Brazalete Dorado. A este respecto quizá Plinio el Joven, que permaneció lejos de la erupción del Vesubio mientras su tío se iba a investigar lo ocurrido y que por lo tanto pudo vivir para contarlo, nos dé algunas indicaciones en la buena dirección. En una de sus cartas describe la villa que poseía en Toscana. En ella había un elaborado jardín en uno de cuyos extremos tenía una zona habilitada para comedor con un estanque en su parte delantera lleno de surtidores que salían de los propios lechos. El autor cuenta que al borde de la pileta se colocaban los entremeses y los platos principales ante los comensales, mientras que los platos más ligeros se dejaban flotando en el agua sobre bandejas semejantes a pequeñas barcas y pájaros. Quizá fuera ese el principio en el que se basaran las instalaciones de la Casa del Brazalete Dorado. En tal caso, cuesta trabajo no sospechar que, por elegante que fuera teóricamente la sala, la comida, por no hablar de los comensales, se mojaría un poco.

FIGURA 78. Batería de cocina pompeyana, apropiada para la preparación de un banquete. En la parte inferior, grandes cubos y marmitas. En la parte de arriba, otros utensilios más refinados: cazos, sartenes, moldes y lo que parece un recipiente para escalfar huevos.

Esto suscita algunas cuestiones acerca del tipo de comida que se servía en estos comedores hechos a medida. Influidos por Petronio, solemos pensar en grandes platos elaborados: un jabalí entero relleno de pájaros vivos sería sólo una opción entre otras a cuál más extravagantes. Y la verdad es que algunos de los cacharros de cocina encontrados en Pompeya indican que era posible realizar ciertas preparaciones bastante complicadas, aunque no tan espectaculares como las ofrecidas por Trimalción. Entre los descubrimientos podemos citar numerosísimas cacerolas grandes, sartenes, escurridores, coladores y elaborados moldes para flanes (cuyas formas recuerdan curiosamente las utilizadas en las cocinas modernas para hacer diversos tipos de gelatinas: conejos con grandes orejas o cerditos regordetes; véase fig. 78). Probablemente todo esto podía hacerse en una gran habitación provista de lechos móviles. No desde luego en otras salas de dimensiones más reducidas, por elegantes que fueran. En éstas los problemas prácticos planteados por la falta de espacio o por el hecho de tener que comer con una sola mano nos hacen sospechar que los platos que se servían eran a menudo más sencillos y más pequeños, o al menos cortados ya en porciones del tamaño de un bocado. Frente a la aparatosa imagen de los banquetes de las películas de romanos debemos plantear una realidad más estrecha e incómoda, en la que no veríamos nada más sustancioso de lo que encontraríamos en un moderno tentempié informal, en el que comer resulta difícil e incómodo.

No es que estas consideraciones preocuparan demasiado a los pobres, para quienes el jabalí relleno y los lirones con miel probablemente no aparecieran ni siquiera en sus fantasías más exageradas. Las cenas en el triclinio eran para los ricos o para los menos pudientes que ocasionalmente fueran a cenar a un sitio como el comedor de la Panadería de los Castos Amantes, donde podían pagar por celebrar un banquete refinado (aunque estuviera situado en un sitio nada elegante, entre las cuadras de los animales de tiro y los molinos de harina). La comida de diario para la mayoría de los pompeyanos no era ni mucho menos espectacular. En realidad debía de basarse en una dieta repetitiva, pero saludable, de pan, aceitunas, vino, queso (más parecido al requesón que al cheddar), frutas, legumbres y unas cuantas hortalizas. También habría sido posible comer pescado (de la bahía situada en las inmediaciones, menos contaminada que hoy día) y, con menos frecuencia, carne. La más habitual con diferencia habría sido la de cerdo, y más probablemente en forma de salchichas o de morcillas que de lomo asado. El pollo y los huevos, así como la carne de ovino o caprino, habrían aportado alguna variedad.

Tal es la imagen de la distribución de la carne que encontramos en las excavaciones incluso de las casas más grandes. En las investigaciones llevadas a cabo durante todo un año en la Casa de las Vestales, por ejemplo, se encontraron unos doscientos cincuenta huesos identificables de animal (más de mil quinientos no pudieron ser identificados). Casi un tercio eran de cerdo, poco más del 10 por 100 pertenecían a ganado ovino o caprino, y un simple 2 por 100 era de vacuno. Se trata de unas cifras bastante aproximadas, que probablemente no representen como es debido algunos tipos de testimonios (el total de doce huesos claramente identificables de pollo parece una cantidad muy poco plausible); y el gran número de «no identificados» hace que necesariamente tengamos que poner un signo de interrogación detrás de cualquier conclusión. No obstante, encaja bastante bien con el modelo de testimonios que tenemos procedentes de todo el mundo romano, según el cual la carne de cerdo era la consumida con más frecuencia; el cerdo descubierto en Villa Regina (véase p. 225) habría estado destinado a la mesa.

La dieta básica de los pompeyanos normales y corrientes queda vívidamente reflejada en una lista garabateada con toda claridad en la pared del atrio de una casa, que tiene una taberna contigua, situada en el centro de la ciudad. Como suele ocurrir con los grafitos de este tipo, no podemos explicar su finalidad, pero parece que se trata de una lista de alimentos (y otros cuantos artículos de primera necesidad), con sus correspondientes precios, comprados en una serie de ocho días de un mes y un año desconocido, pero que no puede ser demasiado anterior a la erupción. Presumiblemente representa el intento realizado por alguien -un habitante de la casa, o un visitante, hombre o posiblemente mujer- de registrar sus últimos gastos. En la actualidad no podemos descifrar todos los términos latinos empleados para designar las compras: la sittula que cuesta «ocho ases» (cuatro ases eran un sestercio) quizá fuera un cubo; el initynium, al precio de un as, tal vez fuera una lámpara; y los hxeres a un denario (o dieciséis ases) podrían ser nueces o frutos secos (en cuyo caso habrían sido bastante caros).

Si se trata de una lista completa de las compras de la semana (lo cual es mucho suponer), nos hablarían de una dieta muy monótona, a menos que quienquiera que fuese tuviera otros alimentos guardados, o los cultivara por su cuenta. Cada día compraba pan, de uno o de más de tres tipos distintos: «pan», «pan basto», y «pan para el esclavo». El primer día de la lista se gastaron en «pan» ocho ases; el segundo día, ocho en «pan» y dos en «pan para el esclavo»; y el último días, dos ases en «pan» y en «pan basto». El «pan para el esclavo» quizá sea una categoría de cálculo, o tal vez se refiera a algún tipo especial de hogaza; pero no era lo mismo que el «pan basto», pues uno de los días en cuestión se compró pan de los dos tipos. En cualquier caso, la lista no sólo nos permite vislumbrar la diversidad de productos que fabricaba una panadería pompeyana, sino que también subraya la importancia del pan como artículo de primera necesidad en la dieta del pompeyano medio. Con cincuenta y cuatro ases en total (equivalentes a trece sestercios y medio), era el capítulo más importante del gasto semanal.

Después del pan venía el aceite, comprado tres días, por un total de cuarenta ases, y el vino, comprado también tres días, por veintitrés ases en total. Las compras más ocasionales o menos costosas corresponden a «salchicha» (por un as) y queso (comprado en cuatro ocasiones, pero por sólo trece ases en total), cebollas (cinco ases), puerros (un as), boquerones (dos ases), y posiblemente -o al menos eso parece indicar la palabra- algo relacionado con el ganado bovino (bubella), por un as. Se trata fundamentalmente de una dieta a base de pan, aceite, vino y queso, con algún que otro extra, pero casi nada de carne. Otro par de listas más cortas que parecen registrar también compras de comida confirman esta imagen general. En ambas se consigna el gasto en pan. Una incluye vino (un as), queso (un as), aceite (un as), tocino (tres ases), y cerdo (cuatro ases). En la otra, que acaso refleje una reciente visita al mercado de verduras, se habla de col, remolacha, mostaza, menta y sal (todo a razón de un as, menos la col, más cara, a dos ases).

Resulta fácil sentir ternura ante la dieta sencilla y saludable que parecen reflejar estas listas. En efecto, los poetas romanos, gente bastante acomodada, a pesar de sus constantes protestas de pobreza, a menudo se ponen excesivamente románticos hablando de lo sana que es la comida de los campesinos. El vino barato del lugar, comentan, y un poco de pan y queso saben mejor que un gran banquete, si la compañía es la adecuada. Efectivamente puede que así fuera. Pero los hábitos alimenticios del pompeyano corriente estaban muy lejos de la imagen de las cenas de las modernas películas de romanos y de las exhibidas en las paredes de la propia Pompeya. Yo sospecho que, para ser honestos, cualquiera de nosotros, si nos hubieran dado a elegir, habría preferido cenar con Trimalción.