UNA VISITA AL LUPANAR
La cultura sexual romana era distinta de la nuestra. La mujer, como hemos visto en Pompeya, era mucho más visible en el mundo romano que en muchos otros lugares del Mediterráneo antiguo. Salían de compras, podían cenar con los hombres, disponían de fortuna y realizaban grandiosas obras de beneficencia. Sin embargo, no dejaba de ser un mundo de hombres, tanto en el sexo como en la política. El poder, el estatus y la buena suerte se expresaban a través del miembro viril. De ahí la presencia de la imaginería fálica con variaciones casi inimaginables por toda la ciudad.
Para los visitantes modernos éste es uno de los aspectos más enigmáticos, cuando no desconcertantes de Pompeya. Los especialistas de generaciones anteriores reaccionaron retirando de la vista del público muchos de esos objetos y depositándolos en el «Gabinete Secreto» del Museo de Nápoles o poniéndolos a buen recaudo. (La primera vez que visité las ruinas en la década de 1970, la figura fálica situada a la entrada de la Casa de los Vetios había sido cubierta con un velo, y sólo se mostraba si alguien lo pedía.) Más recientemente se ha puesto de moda distraer la atención de su carácter sexual calificándolos de símbolos «mágicos», «apotropaicos» o «imágenes contra el mal de ojo». Pero no pueden dejar de ser sexuales. Hay miembros viriles saludándola a una en las puertas de las casas, sobre los hornos de pan, tallados en la superficie de la calzada, y más y más miembros viriles con campanillas y algunos hasta con alas (fig. 81). Una de las creaciones más imaginativas, que tintineaba al ser movida por el viento de la antigua Pompeya, es la graciosa ave-pene, una combinación (supongo yo) de chiste y de celebración impúdica de este componente esencial de la virilidad.
En este mundo, las principales funciones de las mujeres casadas respetables de clase acomodada -es decir, las que habitaban en las grandes mansiones de Pompeya- eran dos: en primer lugar la peligrosa tarea de traer hijos al mundo (el parto era una de las principales causas de muerte en la antigua Roma, como lo fue en todas las épocas hasta nuestros días); y en segundo lugar, la administración de la casa y la familia. Una célebre lápida funeraria encontrada en Roma da perfectamente en el clave. Se trata del epitafio puesto por un individuo a su esposa, Claudia. Se alaba en él su belleza, su conversación y su elegancia; pero el último verso dice: «Dio a luz a dos hijos varones… llevaba su casa y tejía la lana». La vida de las mujeres con menos recursos económicos habría sido también en la práctica más variada -ya fueran tenderas, taberneras o prestamistas-, pero dudo mucho que las ideas básicas acerca de su papel fueran muy diferentes. No era una sociedad en la que la mujer controlara su vida, su destino ni su sexualidad. Las anécdotas contadas por los poetas y los historiadores latinos acerca de las mujeres de vida desahogada, licenciosas y aparentemente «liberadas» de la capital son en parte una fantasía, y en parte serían aplicables sólo a personajes tan excepcionales como las princesas de la propia casa imperial. La emperatriz Livia no era la típica mujer romana.
Para los hombres de la élite, el mensaje fundamental era que la penetración sexual estaba en correlación con el placer y el poder. Los integrantes de la pareja sexual podían ser de uno y otro sexo. En el mundo romano era frecuentísima la actividad sexual entre varones, pero hay poquísimos indicios de que la «homosexualidad» fuera considerada una opción sexual exclusiva, y menos aún un estilo de vida elegido libremente. A menos que murieran jóvenes, todos los varones romanos se casaban. La fidelidad sexual a la esposa no era muy apreciada, ni siquiera particularmente admirada. En la búsqueda del placer, estaba prohibido acercarse a las esposas, las hijas y los hijos de otros miembros de la élite (y traspasar ese límite podía ser castigado duramente por la ley). El cuerpo de los esclavos y, hasta cierto punto, de los individuos inferiores socialmente, tanto hombres como mujeres, estaba ahí para disponer de él. No sólo era que a nadie le importaba si un hombre se acostaba con su esclavo o con su esclava. Para eso era, en parte al menos, para lo que estaban los esclavos. Es indudable que los ciudadanos más pobres, con unas reservas de mano de obra sexual esclava menos accesible, recurrirían en su lugar a la prostitución. Lo mismo que sucedía con la comida, los ricos satisfacían sus necesidades «en casa», mientras que los pobres tenían que buscar su satisfacción fuera.

FIGURA 81. El «ave pene» era una de las criaturas míticas más extraordinarias del mundo romano. Impresionante, potente… ¿o simplemente una tontería?
No es que esta situación supusiera un paraíso sexual totalmente libre de preocupaciones, ni siquiera para los varones. Como en la mayoría de las culturas agresivamente fálicas, el poder del pene lleva aparejadas muchas ansiedades: con respecto a la fidelidad sexual de la propia esposa (y por lo tanto con respecto a la paternidad de los propios hijos) o respecto a la capacidad del sujeto de responder al ideal de masculinidad. En la mismísima Roma, la insinuación de que un hombre había desempeñado sexualmente el papel de una mujer, de que había sido penetrado por otro hombre, podía bastar para acabar con su carrera política. En efecto, muchos de los insultos que los estudiosos han visto a veces como signos de la desaprobación de la homosexualidad como tal por parte de los romanos van dirigidos únicamente contra aquellos que desempeñaban un papel pasivo. Y, volviendo a Pompeya, al margen de cualesquiera otras asociaciones que pueda tener el diminuto pigmeo de bronce citado, pillado in fraganti en el momento de arremeter contra su gigantesco pene, representa con toda seguridad algún tipo de dificultad sexual. Puede que fuera divertido, imaginativo o carnavalesco. Pero cuesta trabajo no ver también un mensaje más incómodo.
Tampoco es que las relaciones concretas entre los romanos de uno y otro sexo fueran tan poco matizadas y mecánicas como este breve resumen pudiera dar a entender. Florecieron relaciones de ternura y atención de todo tipo, tanto entre marido y mujer, como entre amo y esclavo, y entre el amante y el ser amado. Por ejemplo, una costosa pulsera de oro encontrada en el cadáver de una mujer en una villa a las afueras de Pompeya, llevaba grabada la siguiente inscripción: «Del amo para su esclava». Este detalle nos recuerda que el afecto puede existir incluso dentro de estas estructuras de explotación (aunque naturalmente no sabemos hasta qué punto era correspondido ese afecto por la «esclava» en cuestión). Y los muros de Pompeya, tanto en el interior como en el exterior de las casas, conservan numerosísimos testimonios de pasión, celos y desengaños con los que nos resulta difícil no identificamos, aunque sea de un modo un tanto anacrónico: «Marcelo ama a Prestina y a ella le importa un bledo» o «Restituto ha puesto los cuernos a montones de chicas». En cualquier caso, la estructura básica de las relaciones sexuales de los romanos era bastante brutal y no precisamente favorable a la mujer.
En este contexto, la prostitución tenía un lugar tanto en la calle (o en el burdel) como en la imaginación de los romanos. Para el gobierno de Roma, la prostitución podía representar una fuente de ingresos. Se cuenta, por ejemplo, que el emperador Calígula creó un impuesto sobre las prostitutas, aunque a cuánto ascendía en concreto la tasa, dónde tenía aplicación y por cuánto tiempo permaneció en vigor es materia de conjetura. Rentas aparte, la principal preocupación de las autoridades no era controlar las actividades cotidianas de las prostitutas, sino trazar una línea divisoria firme entre ellas y los ciudadanos «respetables», especialmente las mujeres casadas de la élite. La prostitución formaba parte de un heterogéneo grupo de actividades (entre ellas las de los gladiadores y los actores) que eran consideradas oficialmente infames o «vergonzosas», estigma que comportaba ciertas desventajas legales. Si bien algunas prostitutas habrían sido esclavas, ni siquiera las que eran ciudadanas libres gozaban, por ejemplo, de la protección frente a los castigos corporales que comportaba la ciudadanía romana. Los rufianes y los hombres que se prostituían (que, según la lógica de la sexualidad romana, eran de hecho mujeres) no podían presentar su candidatura a ningún cargo público. Según la tradición, las prostitutas no podían ni siquiera llevar el atuendo habitual de las mujeres, sino que debían vestir una toga de hombre. Era una forma de traspasar los límites entre los sexos que las distinguía claramente de sus congéneres respetables.
La amenaza de las prostitutas probablemente fuera en la imaginación de los romanos mayor que en la realidad, desde las imágines de la «puta feliz» hasta las trágicas víctimas de rapto vendidas como mano de obra sexual o como objetos de abominación y de escarnio público. En la comedia latina de los siglos III y II a. C., la prostitución constituye un tema importante. Una trama romántica habitual en estas obras consiste en presentar a un joven de buena familia que se enamora de una prostituta de condición servil, controlada por un rufián perverso. A pesar de su amor, a la pareja le sería imposible contraer matrimonio aunque el joven lograra reunir el dinero necesario para comprarla, porque su padre no toleraría dar a su hijo una esposa semejante. Sin embargo, la obra acaba siempre con un final feliz. Pues resulta que el objeto de los deseos del muchacho es en realidad una chica totalmente respetable: ha sido víctima de un secuestro y ha sido vendida al rufián, de modo que al final no es una prostituta «de verdad». Al menos en la comedia se nos permite vislumbrar la cruda realidad y deducir que los limites entre respetabilidad y prostitución quizá no estuvieran tan claros como pensamos.
Es en este contexto en el que los arqueólogos han intentado situar a las prostitutas de Pompeya e identificar los restos físicos de los lupanares. El número total de burdeles que presentan depende enteramente de los criterios que decidan adoptar. Para algunos, la presencia de pinturas eróticas puede bastar para indicar que estamos ante un lugar de comercio del sexo. Así, pues, según esta interpretación, una pequeña habitación junto a la cocina de la Casa de los Vetios, decorada con tres pinturas de una pareja, hombre y mujer, haciendo el amor en una cama, sería un lugar dedicado a la prostitución (una vía de ingresos subsidiaria para los dueños de la casa…, o para el cocinero). Podría asociarse en buena parte con un pequeño grafito garabateado en el pórtico de la fachada de la casa que tal vez ofrece los servicios de «Eutíquide» por dos ases. Por supuesto, otra alternativa es que la habitación se decorase de esa forma para satisfacer los deseos de un cocinero favorito (cuyo dormitorio, situado junto a la cocina, sería precisamente ese cuarto), y la información suministrada por el grafito acerca de Eutíquide (o el insulto que se le infiere) no tuviera nada que ver con dicha habitación.
Otros ponen más condiciones para distinguir un burdel. Un estudioso cita tres condiciones que constituirían un indicio más fiable de que estamos ante un lugar utilizado primordialmente para el sexo venal: una cama de fábrica en una habitación pequeña fácilmente accesible al público; pinturas con escenas de contenido sexual explícito; y un grupo de grafitos del tipo «Aquí follé yo». Ni qué decir tiene que si se exige la presencia de estas tres condiciones, el número de burdeles existentes en la ciudad disminuye drásticamente y se reduce… a uno. Según esta tesis, las habitaciones del piso superior o los cuartos traseros de las tabernas habrían sido lugares en los que algunas personas tal vez habrían pagado por mantener una relación sexual, pero eso es algo muy distinto de un lupanar, en el sentido estricto del término.
En este terreno las trampas que acechan a los arqueólogos son incontables. Ya hemos señalado las dificultades que conlleva interpretar los grafitos eróticos y decidir si las simples habitaciones individuales con camas de ladrillo y entradas que dan directamente a la calle eran lugares destinados a la prostitución o simplemente viviendas pequeñísimas destinadas a los pobres (al fin y al cabo, ¿por qué íbamos a tener que suponer que una cama de ladrillo era particularmente apta para el ejercicio de la prostitución?). La cuestión trascendental tiene que ver con la diferencia entre el burdel dedicado exclusivamente a esa actividad y cualquiera de los múltiples lugares de la ciudad en los que el sexo y el dinero no estaban totalmente separados.
Probablemente nos hemos dejado engañar con demasiada facilidad por los propios intentos de los romanos en insistir en que las prostitutas eran una clase de mujeres (o de hombres) claramente separada, y por la imagen institucional del Lupanar y el rufián que ofrece la comedia latina. La mayoría de las «prostitutas» de Pompeya probablemente fueran las camareras o las taberneras (o de hecho las floristas, o las porqueras, o las tejedoras) que en ocasiones se acostarían con los clientes después de cerrar el negocio, unas veces por dinero, unas veces en el propio local, y otras veces no. Dudo bastante que muchas de ellas vistieran realmente la toga (clásico detalle de la mitología elaborada por los miembros de la élite de Roma), que se consideraran prostitutas, o que definieran su lugar de trabajo como burdel, del mismo modo que hoy día tampoco es un burdel una sala de masajes, o un hotel donde, previa reserva, cualquiera puede alquilar una habitación por horas. En otras palabras, la búsqueda del Lupanar en Pompeya comporta una categoría equivocada. El sexo a cambio de dinero estaba tan repartido por la ciudad como la comida, la bebida o la vivienda.
Excepto en un caso: un edificio situado a unos cinco minutos a pie del Foro, hacia el este, justo detrás de las Termas Estabianas, en el que se dan los criterios más estrictos establecidos para llevar a cabo semejante identificación. Tiene cinco pequeños cubículos, cada uno de ellos provisto de una cama empotrada y una serie de pinturas de contenido erótico explícito que muestran parejas haciendo el amor en varias posturas distintas (fig. 82). Contiene además casi ciento cincuenta grafitos. Entre ellos bastantes del tipo «Aquí follé yo» (aunque no todos son de ese estilo: al menos una persona sintió el impulso de garabatear una cita de Virgilio). Se trata de un lugar más bien oscuro y lóbrego. Situado en una esquina, tiene una puerta que da a dos calles (plano 17). La que en la actualidad es la entrada principal según el sistema de una sola dirección del tráfico ideado para hacer frente a la multitud de turistas, probablemente fuera también la puerta principal en la Antigüedad. Si se entra por ahí en la casa, se llegará a un amplio pasillo con tres cubículos a la derecha y dos a la izquierda. Al fondo del pasillo, un tabique de ladrillo impide ver lo que hay detrás. Y lo que hay detrás no es ni más ni menos que una letrina: así, pues, alguien se tomó claramente la molestia de asegurar la privacidad de los usuarios del retrete, o, alternativamente, de que los clientes que entraran en el local no se encontraran con la visión de otro cliente sentado en la letrina.

FIGURA 82. Esta imagen de una pareja haciendo el amor procedente del Lupanar se sitúa en un ambiente más lujoso del que, al parecer, ofrecía el propio burdel. La cama está cómodamente equipada con un grueso almohadón. Al lado de la cama, a la izquierda, hay una lámpara de pie, indicio de que debemos imaginar que la escena se desarrolla en plena noche.

PLANO 17. El Lupanar. No hay nada lujoso en él. El burdel era pequeño y estrecho. Aparte de la letrina, no había más que cinco diminutos cubículos que daban directamente al vestíbulo. No está tan claro dónde se pagaba, como tampoco sabemos el uso que se daba al piso de arriba. ¿Era un piso de alquiler aparte? ¿O era la vivienda del rufián y de las muchachas?
Las paredes están en su mayoría pintadas de blanco, en lo que pro- bablemente fuera una obra de redecoración relativamente reciente llevada a cabo poco antes de la erupción (en el estuco se ha encontrado la impronta de una moneda de 72 d. C.). Dentro de los cubículos, bastante por encima del nivel de la entrada, se encuentran las pinturas eróticas, que muestran a unos hombres haciendo el amor con mujeres por detrás, debajo de ellas, encima de ellas, etc. Hay dos variantes significativas. Una de las pinturas representa a un hombre no con uno, sino con dos grandes miembros en erección (presumiblemente según el principio que afirma «dos mejor que uno»); otra muestra a un hombre en una cama y a una mujer de pie a su lado, no haciendo el amor, sino contemplando una especie de tabla, que quizá representa, en una graciosa autorreferencia, una pintura erótica.
Los cubículos son muy pequeños, provistos de unos lechos de fábrica bastante cortos, que (es de suponer) estarían cubiertos con almohadones y colchas, o al menos con algo más blando que la dura piedra. Actualmente no queda indicio alguno de cómo se cerraban los cubículos, pero ello quizá sea sólo consecuencia de las toscas técnicas de excavación empleadas en la década de 1860. Si la vista de la letrina había sido vedada de un modo tan expeditivo mediante la interposición de un tabique, cuesta trabajo imaginar que no hubiera al menos una cortina que impidiera la visión del interior de los cubículos. La mayoría de los grafitos, aunque no todos, se encuentran dentro de los propios cubículos, y gracias a ellos tenemos alguna pista sobre quiénes eran los que utilizaban el Lupanar y cómo lo hacían.
Los hombres que acudían a aquel sitio no tenían miedo alguno de dejar su nombre escrito en la pared. Por lo que sabemos, entre esos nombres no hay ninguno que pertenezca a personajes conocidos de la élite pompeyana. Como ya hemos comentado, las prostitutas probablemente estuvieran reservadas a aquellos que no tenían fácil acceso a los servicios sexuales de su propia servidumbre. El único individuo que especifica claramente su oficio es un «vendedor de ungüentos». De hecho, esta colección de grafitos es una de las mejores pruebas que tenemos de que podía darse cierto dominio de la lectura y la escritura entre los habitantes relativamente humildes de Pompeya. La mayoría de ellos firma con su nombre sin más: «Floro», «Félix estuvo con Fortunata» o «Fósforo estuvo aquí follando». Pero ocasionalmente parece que los clientes iban al Lupanar en grupo como quien hace una excursión: «Hérmero estuvo aquí follando, junto con Filetero y Cafiso». Es posible que se trate de un caso de sexo en grupo, pero es más probable que estemos ante una salida nocturna de unos jovenzuelos.
Más difícil resulta situar a las propias prostitutas. Entre los nombres que aparecen en las paredes hay varios de origen griego u oriental (incluida, curiosamente, una «Mínale» [p. 269]), hecho que a menudo indicaría la condición servil del personaje. Pero tal vez sean nombres «profesionales», adoptados para el trabajo, y por lo tanto no nos dicen nada acerca de los verdaderos orígenes de las chicas en cuestión. No existen pruebas claras de prostitutos, aunque en los grafitos hay ciertas referencias a prácticas sexuales (como la sodomía; en latín paedicare suele hacer alusión a hombres) que no excluirían en absoluto la posibilidad de que trabajaran de esa forma tanto hombres como mujeres. Cuando hay algún indicio de precios, suelen estar por encima de los «dos ases» que a menudo encontramos en las paredes de las tabernas. Un hombre, por ejemplo, afirma que había «echado un buen polvo por un denario [es decir, dieciséis ases]». Esto tal vez signifique que un servicio adicional de sexo con una camarera salía más barato que ir al Lupanar. Podría ser un indicador más de que el estribillo de los «dos ases» era más un insulto convencional que un precio real.
La distribución de los grafitos dentro del edificio quizá nos proporcione aún más datos. Un estudio reciente ha señalado que los dos primeros cubículos, los que están situados más cerca de la puerta principal, contienen entre los dos casi tres cuartas partes de la totalidad de los grafitos. ¿Por qué? Posiblemente porque eran utilizados no sólo para el sexo propiamente dicho, sino como salas de espera, de modo que los clientes habrían tenido tiempo de garabatear en el yeso de las paredes sus pensamientos y sus palabras de jactancia. Lo más probable y lo más sencillo también es que los cubículos que estaban más cerca de la calle fueran los que más se utilizaban. Los clientes entraban y aprovechaban el primer «hueco» que pillaban.
Sólo podemos conjeturar cómo estaba organizado el Lupanar. ¿Eran las chicas que trabajaban en él esclavas cuyo propietario era el rufián que llevaba un negocio bien organizado? ¿O la cosa se desarrollaba de un modo mucho más informal? ¿Era más bien un trabajo por cuenta propia? Un factor relevante es la existencia de un piso superior al que se accedía por una entrada independiente desde una calle lateral. Había en él cinco habitaciones, una considerablemente mayor que las otras, unidas por un balcón que hacía de pasillo. No hay en ellas camas fijas, ni pinturas eróticas ni se conservan grafitos de ningún tipo (aunque en general la decoración que queda de esta parte de la casa es mucho menor). No hay nada que demuestre lo que sucedía en esta planta. Puede que hubiera más prostitución. O quizá fuera la vivienda de las chicas (y en tal caso, siempre según esta hipó- tesis, el rufián habría ocupado la estancia más grande). O, por el contrario, acaso no tuviera nada que ver directamente con el burdel, sino que fuera un piso de alquiler independiente (dirección: «Encima del Lupanar»). En tal caso, las chicas que trabajaran en el burdel no sólo habían desarrollado su trabajo en los pequeños cubículos, sino que también habrían vivido y dormido en ellos.
Francamente hablando, se trata de un lugar bastante siniestro. Y no lo mejora la corriente de turistas que -desde que fue restaurado hace unos cuantos años- actualmente hacen cola para visitarlo. Por lo general sólo ofrece al turista un placer muy breve. Se ha calculado que su visita dura por término medio unos tres minutos. Mientras tanto, los guías locales hacen todo lo que pueden por convertirlo en un sitio atractivo, contando anécdotas no del todo exactas acerca de los singulares encuentros que en otro tiempo tenían lugar en él. Alguien les ha oído contar la siguiente historia: «Las pinturas tienen una finalidad práctica. Las prostitutas no sabían hablar latín, ¿saben ustedes?, así que los clientes mostraban una imagen antes de entrar para que las chicas entendieran qué era lo que deseaban».