LOS MITOS VISTEN MUCHO CUALQUIER HABITACIÓN

Cuando los excavadores del siglo XVIII descubrieron las pinturas de Pompeya, fueron las escenas figurativas del centro de numerosas paredes del Tercer y del Cuarto Estilo, y no las extravagantes y caprichosas fantasías arquitectónicas, las que cautivaron su imaginación. Pues eran las primeras representaciones visuales del mito antiguo que se descubrían con tanta profusión. Es más, ofrecían un primer atisbo de la tradición pictórica perdida que Plinio y otros autores de la época elogiaban como uno de los grandes logros del arte antiguo. Bien es verdad que Plinio se refería habitualmente a obras maestras de la pintura de caballete de los famosos artistas griegos de los siglos V y IV a. C., posesiones preciosas de santuarios y monarcas, mientras que éstos eran paneles pintados directamente sobre el estuco húmedo en las paredes de viviendas de una pequeña ciudad romana. Pero, a falta de las obras originales de Apeles, Nicias, Polignoto y demás, eran el mejor testimonio del que se disponía. Muchos de los ejemplos más llamativos fueron arrancados de la pared en la que habían sido encontrados y trasladados al museo próximo, donde naturalmente parecerían aún más formar una «pinacoteca».

La variedad de los mitos elegidos por los pintores y sus clientes es muy grande. Por supuesto que hay algunas ausencias enigmáticas. Por ejemplo, ¿por qué hay tan pocas huellas del mito de Edipo en Pompeya? No obstante, algunos temas de la pintura pompeyana son también viejos favoritos nuestros: Dédalo e Ícaro, Acteón contemplando accidentalmente a la diosa Diana en el baño (accidente que tendría consecuencias desastrosas), Perseo salvando a Andrómeda de la roca en que había sido expuesta, Narciso mirándose en la fuente, y una gran variedad de escenas famosas del mito de la guerra de Troya (el Juicio de Paris, el caballo de madera, etc.).

Otros, aunque evidentemente eran favoritos del público de Pompeya, resultan para nosotros más misteriosos. Se han encontrado ni más ni menos que nueve pinturas similares que representan un episodio que se contaba como «antecedente» de la guerra de Troya: Aquiles en la isla de Esciro. A primera vista su tema recuerda al de cualquier otra disputa heroica. Pero detrás hay una curiosa historia. El héroe griego, todavía adolescente, había sido ocultado por su madre, Tetis, para que permaneciera al margen del conflicto; lo había disfrazado de niña y lo había mandado a vivir con las hijas de Licomedes, rey de la isla de Esciro. Sabiendo que Troya sólo podría ser conquistada con la ayuda de Aquiles, Odiseo llega a Esciro disfrazado de vendedor ambulante y consigue obligar al héroe a «salir del armario» mediante un astuto ardid. Cuando expone sus mercancías -bisutería, adornos y diversas armas-, las verdaderas «chicas» se lanzan sobre los adornos, mientras que Aquiles revela su masculinidad al preferir las armas. Odiseo, como vemos en la imagen (fig. 53), aprovecha la ocasión para atrapar al desertor.

FIGURA 53. Episodio de travestismo, tema favorito de la pintura pompeyana. Aquiles, en el centro, intenta no ser reclutado para la guerra de Troya escondiéndose vestido de mujer entre las hijas del rey de Esciro. Pero es obligado a «salir del armario» por Odiseo, que lo agarra del brazo para que cumpla con su deber como guerrero.

Un episodio incluso más extraño aparece al menos en cuatro pinturas, y además en un par de figuritas de terracota (fig. 54). Es la imagen de una de las formas más exageradas de piedad filial imaginable. Un anciano, Micón, ha sido encarcelado y privado de comida y está a punto de morir de inanición. Según la leyenda, recibe la visita de su hija, Pero, que acaba de tener un niño. Para mantener vivo a su padre, la joven lo alimenta con la leche de sus pechos. En una versión conservada en la Casa de Marco Lucrecio Frontón (así llamada por el nombre de su presunto dueño), la escena es explicada y su mensaje es ilustrado con unos versos añadidos junto a las figuras: «Mira cómo en su pobre cuello las venas del viejo laten ahora con el flujo de la leche. Pero acaricia a Micón cara a cara. Es una triste combinación de modestia [pudor] y de amor filial [pietas]». Quizá se trate de una explicación superflua, pues las imágenes de este episodio eran famosas en Roma por su impacto visual: «Atónitos y asombrados se quedan los ojos de los hombres cuando ven la representación de esta escena y, admirados, ven renovado en la nueva imagen lo que sucedió en el pasado», según las palabras de un escritor latino más o menos contemporáneo.

FIGURA 54. Una hija piadosa alimenta a su padre encarcelado. Este mito de piedad filial cautivó la imaginación de los pompeyanos. Lo vemos representado aquí en una estatuilla de terracota. Constituye por otra parte un importante tema pictórico.

FIGURA 55. El rey Agamenón, a la izquierda, no puede soportar ver cómo su hija, Ifigenia, es conducida al altar para ser sacrificada a la diosa Artemis, que aparece en el cielo. Este dibujo (como la figura 53) procede de la famosa guía de Pompeya publicada en el siglo XIX por sir William Gell, Pompeiana.

¿Por qué tantas versiones de la misma escena? Casi con toda seguridad, en algunos casos, porque se inspiraban en un mismo viejo maestro de la pintura griega. Los arqueólogos del siglo XVIII no se equivocaban del todo al imaginar que las pinturas de Pompeya podían ofrecernos un atisbo, por vago que fuera, de las obras maestras perdidas del arte griego. En efecto, ocasionalmente existen sorprendentes similitudes entre las imágenes que encontramos en estas paredes y las descripciones de pinturas mucho más antiguas que nos ofrecen Plinio y otros autores.

Uno de los paneles más famosos de la Casa del Poeta Trágico, por ejemplo, muestra el sacrificio de la joven Ifigenia por su padre, Agamenón, antes de que la flota griega zarpe rumbo a la Guerra de Troya; Ifigenia es ofrecida como víctima a la diosa Ártemis a cambio de vientos favorables (fig. 55). La muchacha, casi desnuda, es conducida al altar mientras su padre, consternado por el horrible acto que acaba de autorizar, se cubre la cabeza lleno de angustia. Así es exac- tamente como Plinio y Cicerón describen una pintura del sacrificio de Ifigenia realizada por Timantes, artista griego del siglo IV a. C.: «El pintor… pensó que la cabeza de Agamenón debía estar cubierta por un velo, pues su intenso dolor no podía ser plasmado por el pincel». Pero, en general, la versión que vemos en Pompeya no era ni de lejos una copia exacta de la obra maestra de Timantes, en la que aparecían representados también Odiseo y Menelao, el tío de la joven, y ésta, en vez de ser conducida al ara, como aquí, permanecía en pie ante el altar esperando serenamente que se cumpliera su destino. Parece también muy probable que algunas escenas de Aquiles disfrazado entre las mujeres de Esciro se remonten en último término a una famosa pintura de caballete de cierto Atenión: «Aquiles disfrazado con vestidos de doncella cuando Ulises [i. e. Odiseo] lo descubre», según la breve descripción de la obra que hace Plinio; no obstante, las diferencias de detalle entre una versión pompeyana y otra indican de nuevo que son variaciones sobre un mismo tema, y no copias exactas del original.

Lo más probable es que los pintores pompeyanos trabajaran basándose en diversas obras maestras bien conocidas y «susceptibles de ser citadas» que habían pasado a formar parte de su repertorio. No existe razón alguna para suponer que hubieran visto nunca las pinturas originales, ni siquiera que tuvieran libros de muestra o plantillas exactas para copiarlas. Esas imágenes famosas formaban parte del acerbo artístico común lo mismo que sucede hoy día con la Gioconda de

PLANO 12. La Casa de Julio Polibio. Tiene una curiosa estructura de grandes vestíbulos, junto con el atrio de rigor. Fue en esta casa donde se descubrieron las doce víctimas de la erupción (p. 23), en las habitaciones que daban al peristilo.

Leonardo o los Girasoles de Van Gogh en Occidente. Como tales, podían ser adaptadas a capricho a nuevos escenarios, repetidas e improvisadas, haciendo que evocaran el original en vez de reproducirlo exactamente. Y no sólo en pintura. Aquiles en Esciro aparece también en mosaico y, según cierta teoría bastante popular, el Mosaico de Alejandro de la Casa del Fauno es una versión de una pintura de un artista griego, Filoxeno de Eretria, mencionada por Plinio.

La gran pregunta, sin embargo, es qué pensaban los habitantes de Pompeya de todos esos mitos que decoraban los muros de sus casas. ¿Era el equivalente antiguo del papel de pared, contemplado de vez en cuando y tal vez admirado, pero siempre un mero telón de fondo? ¿Les habría costado de hecho a muchos pompeyanos, tanto a como a nosotros, explicar con exactitud lo que se contaba en muchas de esas escenas? ¿O eran estudiadas cuidadosamente, estaban cargadas de significado, y se suponía que transmitían un mensaje concreto al espectador? Y de ser así, ¿cuál era ese mensaje?

Los arqueólogos están divididos al respecto. Unos no ven en la mayoría de esas imágenes nada más que una decoración atractiva. A otros les gusta detectar en las paredes estucadas y pintadas significados complejos, e incluso místicos. Naturalmente, es indudable que las pinturas decían cosas distintas a las distintas personas, y algunos espectadores eran más observadores que otros. Pero contamos con varios indicios de que los espectadores se fijaban a veces en las imágenes que los rodeaban, o de que al menos se esperaba que así lo hicieran. Aunque las tesis modernas más ingeniosas -que verían en la decoración de interiores de muchas casas de Pompeya un complejo «código» mitológico- son a todas luces poco convincentes, algunos pintores y sus clientes planificaban con gran minuciosidad su contenido y su disposición.

Los autores antiguos cuentan vívidas anécdotas del efecto que podía tener sobre el espectador una pintura mitológica. Se dice que una matrona romana, que estaba a punto de separarse de su marido, se echó a llorar al ver una imagen de Héctor, el héroe troyano, despidiéndose para siempre de su esposa Andrómaca (Héctor se disponía a salir al campo de batalla, para librar un combate del que no había de volver). En Pompeya no hay lágrimas. Pero un hombre -probablemente fuera un hombre- que conocía bastante bien lo que estaba viendo y que se tomó tiempo para pensar en ello, nos ha dejado un recuerdo de sus reflexiones garabateadas en una pared de la Casa de Julio Polibio (plano 12). En la sala más suntuosa del peristilo hay una gran pintura de otra escena favorita del repertorio de mitos de los pompeyanos: el castigo de Dirce, reina de Tebas, historia truculenta en la que (por contarla brevemente, pues se trata de un mito bastante largo) sus víctimas se vengan de ella atándola a los cuernos de un toro salvaje y haciéndole sufrir una muerte lenta, dolorosa y cruel. En el contexto de Pompeya esta pintura no tiene nada particularmente notable, pues no es más que una de las ocho que sobre el mismo asunto se han descubierto en las casas de la ciudad. Pero esta versión en particular causó suficiente impresión a nuestro espectador para que hablara de ella y garabateara un grafito hallado en una de las zonas de servicio de la finca: «Fíjate. No sólo existen esas tebanas, sino también Dioniso y la regia ménade».

Desenterrado antes de que apareciera la pintura, el mensaje dejó perplejos en un principio a los arqueólogos que excavaron la casa en la década de 1970. ¿Qué hacía nadie escribiendo un grafito en la cocina y divagando acerca de las mujeres de Tebas? No tuvo sentido hasta que se puso en relación con la imagen hallada más tarde en sus inmediaciones. Pues, además del castigo final de Dirce a manos del toro, la pintura representa también la escena de su captura vestida de seguidora de Dioniso (la «regia ménade» del grafito), así como una capilla del dios y, en primer plano, un grupo mayor de ménades («esas tebanas»). Quienquiera que escribiera el grafito no sólo había prestado cuidadosa atención a la pintura, sino que conocía la historia lo bastante como para identificar la escena, y saber que representaba a Tebas y a Dirce como seguidora de Dioniso (según recalcan las versiones escritas del mito). ¿Quién sabe lo que lo impulsó a escribir su comentario? Fuera lo que fuese, se habría sorprendido al descubrir que, dos mil años después, sus palabras se han convertido en una prueba tan rara como irrebatible de que algunos habitantes de la ciudad miraban con conocimiento de causa las imágenes pintadas en las paredes. En otras ocasiones, un tema en concreto en un lugar concreto implica a todas luces una selección meditada por parte del pintor o de su cliente. Quien decidiera decorar la pared situada sobre uno de los le chos del comedor al aire libre existente en la Casa de Octavio Cuartión con una pintura del mítico Narciso contemplando el reflejo de su imagen en la fuente debió de pensar que a los comensales les haría gracia la broma. Pues se trataba de una de esas lujosas instalaciones (como la de la Casa del Brazalete Dorado, véase p. 311) que tenían un espléndido canal de agua corriendo entre los dos lechos en los que se reclinaban los comensales. Se supone que, al contemplar la propia imagen reflejada en el agua, se habría dibujado presumiblemente una sonrisa irónica en los labios del sujeto que viera cómo se solapaban el mito y la vida real, meditando quizá de paso en la enseñanza que impartía el mito acerca de las trágicas consecuencias de enamorarse de la propia imagen.

Quizá se oculte una agudeza similar tras la pintura de Micón y Pero descubierta en la Casa de Lucrecio Frontón, con los versos que subrayan las virtudes de la modestia o sentido del decoro (pudor) y la piedad (pietas) ensalzadas por la historia en cuestión. Aunque algunos arqueólogos han pensado que se trata de una decoración adecuada para la alcoba de un niño (una decisión harto extraña, diría yo, si pidieran mi opinión), puede que la imagen tenga una resonancia política más concreta. ¿Es sólo una coincidencia que en un par de versos pintados en el exterior de esta misma casa a modo de eslogan electoral, se dé preeminencia al pudor de Marco Lucrecio Frontón?

Si se cree que el decoro [pudor] ayuda a un hombre a triunfar en la vida, El alto cargo que pretende recaerá en nuestro Lucrecio Frontón.

Si Marco Lucrecio Frontón era realmente el propietario de esta vivienda (y la combinación de grafitos dentro y fuera de ella hace que esta hipótesis sea bastante verosímil), da la impresión de que la pintura pretendía reflejar una de las virtudes públicas que lo caracterizaban.

Pero incluso más a menudo parece significativa esa combinación de los temas escogidos para decorar una estancia. La retirada de los paneles figurativos de su emplazamiento original con el fin de trasladarlos al museo para su seguridad ha contribuido sin duda a la conservación de su color y de sus detalles. Pero también nos impide verlos en su contexto original y apreciar la relación existente entre ellos y su primitivo emplazamiento. En la Casa del Poeta Trágico, por ejemplo, muchas de las pinturas exhibidas hoy día en el Museo de Nápoles, como si fueran obras aisladas de una pinacoteca, en otro tiempo estaban relacionadas con otras y formaban parte de un ciclo de temas de la Guerra de Troya: Helena partiendo hacia Troya en compañía de Paris; el sacrificio de Ifigenia; Briseida, preciada cautiva y concubina de Aquiles, siendo separada de éste (causa de la cólera del héroe contra Agamenón que se relata en la Ilíada de Homero y episodio que era representado en otra pared de la casa). En todo ello había más que una simple coherencia de temas. En su emplazamiento original, las hábiles yuxtaposiciones visuales y las «provocativas correspondencias» entre cada pintura y su ciclo temático debían de suscitar preguntas de todo tipo.

Parece que originalmente las escenas de Helena y Briseida estaban en sendos paneles contiguos en el atrio (lámina 23). Se trataba de dos viñetas que representaban la marcha de dos mujeres, cada una de las cuales constituye un eje fundamental del mito de la guerra de Troya, y el paralelismo se ve subrayado por el vestido similar que lucen ambas heroínas, la postura inclinada de su cabeza y el grupo de soldados que las rodea. Sin embargo, a cualquiera que estuviese familiarizado con la historia de la guerra de Troya, la comparación lo habría inducido a pensar tanto en las diferencias como en las similitudes que había entre las dos escenas. Por un lado, Helena, la heroína griega, abandonaba a su marido, Menelao, y se embarcaba para emprender por voluntad propia y con toda libertad un viaje adúltero, convirtiéndose así en el catalizador de la catastrófica guerra entre griegos y troyanos. Por otra parte, Briseida, la prisionera de guerra troyana, abandonaba a Aquiles a la fuerza para ser entregada al rey Agamenón contra su voluntad, y la cólera de Aquiles por su pérdida conduciría directamente, como cuenta el poema de Homero, a la muerte de su amigo Patroclo y a la de Héctor, príncipe de Troya. En esta pareja de cuadros se habla de la virtud, la culpa, el estatus, el sexo, las motivaciones y las causas del sufrimiento. Quien concibiera esta serie de imágenes conocía indudablemente los mitos troyanos y debía esperar que los espectadores también los conocieran.

FIGURA 56. Un pequeño Cupido asoma por la puerta mientras Paris y Helena deciden fugarse, desencadenando así la guerra de Troya. Pero esta pintura procedente de la Casa de Jasón está más cargada de significado de lo que podría parecer a primera vista. Paris aparece sentado, como si asumiera el papel femenino, mientras Helena permanece de pie; el fondo arquitectónico nos recuerda además a la propia Pompeya, y da a entender que el mito del adulterio, la fuga y la catástrofe doméstica tenía que ver también con la «vida real».

Podemos detectar un eco inquietante en otra serie de pinturas que también representan el adulterio de Helena y Paris. Hay tres paneles que decoran una pequeña sala de la Casa de Jasón, así llamada por una imagen de este héroe griego que hay en otra habitación. Cada una de las pinturas representa un momento de calma antes de que se desencadene la tragedia: Medea contempla a sus hijos mientras juegan, antes de matarlos para vengarse de su marido, que la ha abandonado; Fedra conversa con su nodriza antes de suicidarse, enamorada de su hijastro Hipólito sin que su amor sea correspondido, y de acusar al jo- ven inocente de incesto; y por otro lado Helena agasaja a Paris en el palacio de su esposo antes de ser raptada, suceso posterior al que hace alusión el amorcillo que asoma por la puerta (fig. 56).

Como ocurre con la serie de la Casa del Poeta Trágico, las rimas visuales entre las pinturas inducen al espectador a comparar y contrastar las distintas versiones del desastre doméstico exhibido. Por ejemplo, Medea y Fedra aparecen sentadas, como cabría esperar de una matrona romana respetable; pero en la otra escena, es Helena la que está de pie, mientras que su afeminado amante «oriental» ocupa el lugar de la mujer. Pero el fondo arquitectónico ante el que se desarrollan las escenas añade una dimensión inquietante. En todas ellas su semejanza no sólo une las tres historias, sino que el tipo de arquitectura y las grandes y pesadas puertas que se muestran guardan un parecido más que casual con el tipo de arquitectura doméstica suntuosa de la propia Pompeya. Es casi como si el pintor quisiera decir algo acerca de la relevancia del mito en la vida romana de la época, exponiendo la disfunción trágica -desde el adulterio al infanticidio- que puede acechar en el seno de cualquier familia y en cualquier rincón del mundo.