UNA RELIGIÓN SIN LIBRO

La religión tradicional de la antigua Roma y de Italia era en muchos aspectos distinta de la mayoría de las religiones del mundo moderno. El hecho de que hubiera muchos dioses y de que su número no fuera fijo (siempre cabía descubrir más divinidades en la propia tierra, o importarlas del extranjero) son sólo dos de los rasgos que hacen de la romana una religión tan asombrosamente distinta del judaísmo, el cristianismo o el islam. Resulta además que no había dogmas de creencias a los que cabía esperar que el individuo se atuviera, ni nada parecido al credo cristiano, ni textos sagrados autorizados en los que estuviera escrita la doctrina. Ello no significa que reinara un completo desbarajuste religioso. Indudablemente había muchas más opciones que en una moderna «religión del libro». Pero el hecho trascendental es que la adhesión de la comunidad a su religión se demostraba a través de la acción y del ritual, y no de las palabras. Como veremos en breve, el acto del sacrificio de animales, tanto en Pompeya como en cualquier otro lugar, era el más importante de todos.

El foco de atención del sistema religioso era mucho más la comunidad en general que sus miembros en particular. Bien es verdad que muchos pompeyanos, tanto hombres como mujeres, podían afirmar que tenían algún tipo de relación personal con una o con varias divinidades. Podían detectar la influencia de los dioses en sus vidas y volver sus ojos hacia ellos en momentos de crisis grandes y pequeñas. En la ciudad se han conservado numerosas huellas escritas de esta situación. En uno de los pasillos del teatro, un grafito pide a Venus que mire con ojos propicios a una pareja de jóvenes: «Mete, esclava de Cominia, de Atela, está enamorada de Cresto. Que Venus Pompeyana les sea propicia y que los dos vivan siempre en concordia». Dos personas escribieron en la Casa de Julio Polibio un mensaje haciendo un voto a los dioses del hogar: «Por la salud, el regreso y el éxito de Gayo Julio Filipo, Publio Cornelio Félix y Vital, esclavo de Cuspio, hacen aquí un voto a sus Lares». Se trata de una fórmula estándar utilizada a todos los niveles de la religión romana, pública y privada: un voto hecho a los dioses, que sería pagado con una ofrenda o un sacrificio, en caso de obtener el resultado deseado. Parece aquí que estos humildes servidores ruegan que uno de los dueños de la casa regrese sano salvo del lugar en el que se encuentra. No obstante, a pesar de todas las expresiones de devoción privada que vemos, eran los lazos existentes entre la religión y la ciudad o el estado en su conjunto los que conferían a la religión romana su carácter distintivo.

Por decirlo en los términos más simples, la versión oficial afirmaba que los dioses protegían y apoyaban a Roma o, en menor escala, a Pompeya, siempre y cuando recibieran el culto debido. Si éste era descuidado, el resultado habría sido con toda seguridad alguna catástrofe. En estos términos -lejos de la idea cristiana típicamente decimonónica de que la erupción del Vesubio fue un castigo por el paganismo o la inmoralidad pagana de los habitantes de la ciudad-, es mucho más probable que los pompeyanos tomaran la destrucción final de su ciudad como un signo de que el culto de esos mismos dioses paganos no había sido ejecutado debidamente. En el trato de los romanos con sus dioses se daba cierto grado de instrumentalización: muchas veces da la impresión de que el principio rector más importante de la religión romana era «Amor con amor se paga». Pero quizá lo entenderíamos mejor en los términos de reciprocidad de patrocinio, honor y munificencia que ya hemos visto en las relaciones mantenidas entre la élite de Pompeya y el resto de los ciudadanos. Una de las formas en que los habitantes de Pompeya veían a sus dioses era como duoviri mayores que los de verdad e infinitamente más poderosos.

A qué comunidad exactamente pertenecían los dioses es una cuestión muy resbaladiza. Desde la guerra Social, la religión de Pompeya era romana y pompeyana a un tiempo. Como en otros lugares del mundo romano, se daba un tira y afloja entre las tendencias centralizadoras de Roma y un altísimo grado de diferenciación local. Eso significaba que la que para nosotros es una «misma divi- nidad» (Minerva, Apolo, Juno, o la que fuera) podía en realidad ser significativamente distinta en las distintas ciudades. La Venus de Pompeya (Venus Pompeiana), a la que Mete y su Cresto pedían que bendijera su unión, es un buen ejemplo de lo que acabo de decir. Pues la Venus de Pompeya tenía un aspecto romano clásico que la habría hecho reconocible en todo el mundo romano y en ocasiones era asociada con su papel de diosa patrona de la colonia de Sila. Pero también tenía rasgos diferenciales, asociaciones y poderes específicamente pompeyanos, así como un nombre compuesto, «Venus Física», que quizá se remontara al período osco (sencillamente no podemos determinar con seguridad lo que significa). Encontramos divergencias todavía más sorprendentes en los ritos y en las fiestas religiosas. Aunque Roma y Pompeya se solapaban hasta cierto punto y aunque en todos los rincones del mundo romano se realizaban sacrificios de animales, muchas fiestas eran acontecimientos locales que seguían un calendario local, con arreglo a costumbres locales.

En concomitancia con el axioma político básico que asociaba el éxito de la comunidad con la veneración de los dioses, estaban la estructura y el carácter de los sacerdocios. En la mayoría de los casos (aunque analizaremos algunas excepciones al final del presente capítulo), los sacerdotes no eran individuos que tuvieran una vocación religiosa especial, no eran funcionarios religiosos a tiempo completo, y no asumían responsabilidad pastoral alguna por la moral y las necesidades religiosas de una congregación. Los sacerdotes de los dioses eran habitualmente los mismos individuos que conducían las actividades políticas de la ciudad. Como decía Cicerón, que era a la vez líder político y sacerdote: «Entre las múltiples cosas… que crearon y establecieron nuestros antepasados por inspiración divina, nada es tan notable como su decisión de confiar el culto de los dioses y los máximos intereses del estado a los mismos hombres».

La consecuencia es que la religión aparece en algunos lugares de la vida pompeyana en los que no esperaríamos encontrarla. Por ejemplo, está íntegramente asociada a la política en todos los ámbitos, hasta tal punto que el propio emperador era tratado como un dios y tenía sus sacerdotes. Pero está también ausente de ciertas áreas en las que esperaríamos encontrarla. Por ejemplo, la mayoría de los matrimonios no eran solemnizados por ninguna ceremonia religiosa. En efecto, el matrimonio se contraía normalmente, como decían los romanos, «por el uso»: es decir, según nuestros términos, «por la cohabitación». Si una pareja vivía junta un año, estaba casada.

Éste es el telón de fondo ante el que estudiaremos a lo largo del resto del presente capítulo lo que se nos ha conservado de la vida religiosa de Pompeya. Hay algo de verdad en el viejo chiste que dice que los arqueólogos ponen la etiqueta de «religioso» a todo lo que no son capaces de entender bien, ya sean determinados agujeros en el suelo o unos miembros viriles y unas serpientes pintarrajeados en las paredes. No obstante, intentaremos identificar los lugares o los objetos de la ciudad que se consideraban religiosos, empezando por sus principales templos públicos, los sacerdotes y rituales, y acabando por el aspecto de la religión pompeyana que desde el siglo XVIII ha cautivado más la imaginación de la mayoría de los visitantes del lugar, a saber el culto de la diosa egipcia Isis. Pero nos preguntaremos también qué hacía y qué decía la gente en los templos o en los altares, e incluso ocasionalmente qué habría pasado por sus cabezas cuando estuvieran allí. La cosa más importante que debemos recordar es que las diferencias de respuesta habrían sido enormes, desde el cinismo y el aburrimiento hasta la piedad. Los romanos no mostraban más unanimidad que nosotros ante este tipo de cosas.