LA CIUDAD QUE NUNCA DUERME
En el año 6 a. C., el emperador Augusto tuvo que juzgar una apelación y dictar sentencia en un espinoso caso planteado por la ciudad griega de Cnido. Una pareja de ciudadanos de la localidad, Eubulo y Trífera, habían sufrido noche tras noche las molestias causadas por un grupo de gamberros que «asediaban» su casa. Finalmente, se le agotó la paciencia y mandaron a un esclavo que se deshiciera de ellos arrojando el contenido de un orinal sobre sus cabezas. Pero las cosas fueron de mal en peor: al esclavo se le escurrió el orinal y se le cayó, matando a uno de los sitiadores. Las autoridades de Cnido acordaron acusar a Eubulo y Trífera de homicidio, pero el emperador se puso de parte de los acusados, víctimas durante largo tiempo, según él, de un comportamiento antisocial.
La sentencia fue grabada en una inscripción y expuesta públicamente en una ciudad vecina; de ahí que hayamos tenido conocimiento del caso.
Al margen del acierto o el desacierto del fallo (y algunos estudiosos sospechan que Eubulo y Trífera quizá no fueran tan inocentes como los consideró el emperador), este caso nos ofrece uno de los pocos atisbos de que disponemos, aparte de las hipérboles poéticas de Juvenal acerca de la propia Roma, de cómo habría sido por la noche una ciudad antigua «corriente y moliente»: oscura, sin vigilancia, casi aterradora. ¿En qué medida lo eran también las calles de Pompeya cuando se ponía el sol?
Una imagen de Pompeya de noche nos mostraría incluso las calles principales oscuras casi como boca de lobo. Aunque los romanos se esforzaran terriblemente por iluminar su mundo durante las horas de oscuridad (como demuestran los millares de lámparas de aceite de bronce y de cerámica encontradas en Pompeya), el resultado de sus afanes era en el mejor de los casos desigual. La mayoría de la gente tenía que vivir adaptándose al ritmo de la luz diurna, desde el amanecer hasta el ocaso. Las tabernas y figones servían a sus clientes durante la noche, iluminadas en parte mediante lámparas colgadas a la entrada, que permitían distinguir en algunos casos sus mercancías. En efecto, un cartel electoral -independientemente de que se trate o no de un ejemplo satírico de
«antipropaganda»- ofrece el apoyo de «los que beben a altas horas de la noche» a cierto candidato a una magistratura: «Todos los que beben a altas horas de la noche apoyan a Marco Cerrinio Vetia para edil». Pero las grandes casas habrían tenido sus puertas cerradas a cal y canto y habrían mostrado al mundo exterior un muro sólido, liso y poco acogedor, salpicado sólo de vez en cuando por alguna ventana diminuta. Las tiendas y los talleres también habrían estado cerrados, asegurados por tablones y postigos cuyas ranuras son todavía visibles en los umbrales, lo mismo que lo es a veces la impronta de la propia madera. Sin alumbrado público y con unas aceras sumamente desiguales, pasaderos irregulares y porquería a diestro y siniestro, los viandantes -provistos sólo de un farol y de la luz que pudiera suministrar la luna- se lo habrían pensado mucho antes de arrostrar el peligro.

FIGURA 30. ¿Tiendas cerradas a cal y canto? Las amplias entradas de los comercios podían cerrarse mediante pesados tablones de madera. Este molde de yeso de un par de postigos de la Via dell'Abbondanza muestra cómo la pequeña sección de la derecha podía hacer de puertecilla de entrada cuando la tienda estaba cerrada.
Pero también por la noche había vida en la calle, y bastante más jaleo por la ciudad de lo que nos haría pensar la lúgubre oscuridad reinante. Además de los ladridos de los perros y de los rebuznos de los asnos, podía haber hombres trabajando. Es seguro, por ejemplo, que en ciertas ocasiones los escritores de letreros encargados de poner los anuncios de los próximos espectáculos de gladiadores que iban a celebrarse en el Anfiteatro, o los carteles electorales solicitando apoyo para tal o cual candidato a una magistratura, realizaban su labor por la noche. Uno de esos rotulistas, Emilio Céler, autor del anuncio de una serie de combates de treinta parejas de gladiadores que iban a celebrarse durante cinco días seguidos, firmó cuidadosamente su obra en los siguientes términos: «Emilio Céler lo escribió solo a la luz de la luna». Es probable que esta actividad solitaria no fuera la norma. Un aviso colocado en lo alto de una pared solicitando apoyo para Gayo Julio Polibio en las próximas elecciones, contiene un comentario jocoso del rotulista a su compañero: «Farolero, sujeta la escalera». ¿Por qué estos hombres preferían trabajar después del anochecer? Acaso porque a veces ponían anuncios sin permiso donde no habrían debido (aunque no siempre sería así; ¿por qué, si no, iban a escribir su nombre?). Tal vez resultara más práctico escribir cuando no hubiera gente alrededor que pudiera molestar o dar un empujón a la escalera.
Quizá hubiera también mucho más tráfico armando ruido por la calle del que pudiéramos imaginarnos en principio. En el mismo documento que contiene la reglamentación relativa al mantenimiento de las aceras de Roma se encontraron también las normas acerca de la entrada del tráfico rodado en la capital. Aunque se indican excepciones de todo tipo (las carretas utilizadas en las obras de construcción de templos, las destinadas a retirar los escombros de las demoliciones de las obras públicas, o aquellas relacionadas con rituales importantes), el principio básico era que el transporte rodado quedaba excluido de la ciudad desde el amanecer hasta la hora décima, es decir, teniendo en cuenta que las horas de luz se dividían en doce, ello significa que estaba prohibido circular hasta última hora de la tarde o primera de la noche. En otras palabras, las horas de oscuridad eran el momento en el que era más probable encontrar carros por las calles de la capital. En efecto, aparte de las quejas por la caída de objetos y la presencia de atracadores, Juvenal habla con mucha dureza del ruido producido por el tráfico nocturno.
No podemos estar seguros de si esta normativa tenía aplicación también en Pompeya, ni de si la tenía exactamente en esos términos; aunque es lógico suponer que más o menos la tendría. Tampoco podemos estar seguros de con cuánto rigor habría sido aplicada. Una cosa es una ley, y otra muy distinta tener la voluntad de aplicarla o disponer de recursos para hacerlo. (Y recordemos que en el friso que representaba las actividades desarrolladas en el Foro, supuestamente a plena luz del día, aparecía una carreta.) No obstante, resulta razonable suponer que una buena parte del tráfico rodado, cuya gestión y control hemos analizado a lo largo de este capítulo, llenara las calles a partir del anochecer. Además de los aullidos de los perros, de las parrandas de «los que beben a altas horas de la noche», y de los silbidos y las bromas de los rotulistas trabajando, debemos imaginarnos el retumbar de las carretas al pasar, el tintineo de los cascabeles de las caballerías, y el ruido de las ruedas recubiertas de hierro al chocar contra el bordillo de las aceras o con los pasaderos. Pompeya era literalmente una ciudad que no dormía nunca; y en la que nunca reinaba el silencio.