¿UNA HABITACIÓN CON VISTAS?

La decoración de las casas de Pompeya ha tenido ocupados durante siglos a los especialistas, que se han visto obligados a descifrar su cronología, las decisiones estéticas y funcionales tomadas, o el significado de los mitos representados en las paredes. Incluso hoy día siguen descubriéndose detalles fascinantes sobre todo tipo de cosas, desde la lógica de los diseños hasta los procedimientos técnicos de los pintores que ejecutaron las obras (la Casa de los Pintores Trabajando no empezó a ser excavada hasta finales de los años ochenta, y los trabajos de desescombro no han sido concluidos todavía). Pero en el estilo de las casas de esta ciudad romana hay un rasgo tan importante como evidente que a menudo pasa desapercibido entre tanto detalle.

A juzgar por sus planos y los restos conservados, muchas casas de Pompeya, por no decir todas, podrían considerarse lugares claustrofóbicos. Sólo unas pocas entre las más ricas aprovechaban algún tipo de vista al mundo exterior; la inmensa mayoría de ellas miraban hacia adentro, y apenas tenían más que un par de ventanucos a la calle para dejar pasar la luz. Casi todas las habitaciones eran pequeñas y oscuras. Y aunque algunas (de nuevo las más opulentas) estaban dotadas de suntuosos atrios y de amplios jardines y paseos interiores, en muchas hasta el atrio debió de resultar relativamente angosto (especialmente cuando estuviera lleno de todos esos armarios y telares), y el jardín no era mucho más grande que un pañuelo, más semejante a un patio de luces que a un lugar de recreo y de sosiego.

Pero la decoración pintada nos cuenta otra historia. Los hábiles trucos de ilusionismo sugieren vistas inexistentes más allá de los confines de la casa. En los casos más extravagantes, los muros internos parecen disolverse en una visión de perspectivas contrapuestas, atisbos más allá del horizonte y vistas en lontananza. En torno a los límites de los pequeños jardines, a veces debía de costar trabajo decidir a primera vista dónde cesaban las plantas domésticas y dónde empezaban los paisajes silvestres o el río Nilo. Incluso en el Primer Estilo, mucho más austero, el espectador se enfrenta al enigma de descubrir en qué consiste en realidad la pared que está contemplando: ¿es yeso pintado y estuco o los sillares de mármol que pretende ser?

Esta sensación de que hay algo más allá de la casa se ve reforzada poderosamente por los temas que trata la pintura mural. Al fin y al cabo, Pompeya era una pequeña ciudad del sur de Italia. Sin embargo, resulta sorprendente comprobar qué lejos llegaban sus puntos de referencia culturales y visuales: iban de un extremo a otro del Mediterráneo, incluyendo todo el repertorio de la literatura y del arte antiguo, y llegaban hasta los territorios exóticos situados más allá. El mundo imaginario de la decoración no era claustrofóbico en lo más mínimo. Abarcaba una galaxia de mitología y literatura grecorromana, empezando por la poesía homérica; evocaba y adaptaba las obras maestras de la pintura griega clásica; explotaba las creaciones culturales más notables de Egipto, desde las esfinges o la diosa Isis hasta la sátira y la parodia de sus habitantes y de sus extrañas costumbres. Naturalmente no todo ello es multiculturalismo benevolente. Los pigmeos estereotipados cazando cocodrilos o realizando estridentes actividades sexuales son retratados con una mezcla de humor agresivo y de xenofobia. Pero lo fundamental es que esos horizontes tan lejanos fueran efectivamente plasmados. Por encima de sus raíces culturales mixtas de ciudad del sur de Italia, Pompeya formaba parte del imperio global de Roma, y lo demuestra.

Lo demuestra además en las demás formas de ornamentación y en los múltiples cachivaches que se han encontrado en sus casas. La estatuilla india de Lakshimi (fig. 11) quizá sea un caso exagerado e insólito de «envergadura» cultural. Pero hay muchísimos otros elementos que indican cuán abierto al exterior podía llegar a ser el mundo de la casa pompeyana, al menos para los que disponían de dinero suficiente para gastarlo en decoración. Por ejemplo, hay columnas, baldosas y tablas de mesa de costosos mármoles de colores, importados de los rincones más apartados del Imperio, del Peloponeso y de las islas griegas, de Egipto, Numidia y Tunicia en África, o de las costas de la actual Turquía. Grecia y su historia ocupaban en todo momento el primer plano: una tosca estatuilla de terracota identificada en su base como una efigie de «Pítaco de Mitilene» (sabio y moralista griego del siglo VI a. C.) y hallada en la Villa de Julia Félix; un elegante mosaico con un grupo de filósofos griegos conversando debajo de un árbol y al fondo lo que parece la Acrópolis de Atenas, encontrado en una villa a las afueras de la ciudad; y naturalmente el famoso Mosaico de Alejandro.

Uno de los descubrimientos más sorprendentes proviene de la Casa de Julio Polibio. Guardada junto con otros objetos de valor en el momento de la erupción en la gran sala que albergaba la pin- tura del castigo de Dirce, apareció una jarra griega de bronce del siglo V a. C. Según afirma la inscripción que lleva en su superficie, había formado parte originalmente de los premios concedidos en los juegos atléticos que se celebraban en honor de la diosa Hera en Argos, en el Peloponeso. Tras una accidentada historia en el curso de la cual llegó a perder las asas (según una teoría fue utilizada en un enterramiento) y se le añadió una espita, acabó en Pompeya. Ya fuera una adquisición costosa o una herencia de familia, constituía un hermoso recordatorio de un mundo y de una historia que se situaban fuera de Pompeya.

Nunca sabremos cómo los artesanos de la Casa de los Pintores Trabajando tenían pensado rellenar los grandes paneles aún sin decorar que había en las paredes de la finca. Tampoco podemos saber si en su precipitada huida lograron salvarse. Pero prácticamente no cabe duda de que su tarea habría consistido en crear, a través de la pintura, «una habitación con vistas».