Introducción

UNA VIDA INTERRUMPIDA

En las primeras horas del 25 de agosto de 79 d. C., la lluvia de lapilli que caía sobre Pompeya empezó a escampar. Parecía un buen momento para abandonar la ciudad e intentar salvarse. Un grupo atropellado de más de veinte fugitivos, que habían buscado refugio detrás de las murallas, mientras arreciaba aquel terrible chaparrón, se aventuró a salir por una de las puertas situadas al este de la ciudad con la esperanza de librarse de aquel bombardeo volcánico.

Otros pocos habían emprendido la marcha unas horas antes. Una pareja había salido huyendo sin llevar consigo más que una pequeña llave (presumiblemente esperaban regresar algún día y abrir con ella lo que quiera que cerrase: una casa, un piso, un arca o una caja fuerte) y una lámpara de bronce (fig. 1). No debió de servir de mucho en medio de la oscuridad de la noche y de la nube de escorias. Pero era un objeto caro y elegante, en forma de cabeza de negro africano, muestra de las múltiples manifestaciones de creatividad, a cual más desconcertante (para nosotros), con las que a menudo nos encontraremos en Pompeya. La pareja no logró su propósito. Vencida por la lluvia de lapilli, fue encontrada en 1907 en el lugar en el que cayó, junto a una de las grandiosas tumbas que flanqueaban aquel camino, como tantos otros, a las afueras de la ciudad. Sucumbieron de hecho al pie del ostentoso monumento erigido en honor de una mujer fallecida tal vez unos cincuenta años antes, Esquilia Pola, esposa de Numerio Herennio Celso. Con apenas veintidós años (como podemos leer en la lápida), debía de tener menos de la mitad de la edad de su acaudalado marido, perteneciente a una de las familias más notables de Pompeya, que había prestado servicio como oficial en el ejército romano y había sido elegido en dos ocasiones para el cargo más elevado del gobierno municipal.

La capa de lapilli alcanzaba ya más de un metro de espesor cuando el otro grupo decidió arriesgarse a huir en la misma dirección. La marcha era lenta y dificultosa. La mayor parte de los fugitivos eran hombres jóvenes; muchos de ellos no llevaban nada encima, o bien porque no tuvieran nada que llevar o bien porque no habían podido echar mano a ninguna de sus cosas de valor. Un hombre había tomado la precaución de armarse con un puñal, metido en una elegante vaina (llevaba consigo otra, vacía, quizá tras perder el arma que guardaba en su interior o tras prestársela a alguien). Las pocas mujeres que integraban el grupo llevaban más cosas consigo. Una llevaba una estatuilla de plata de la diosa Fortuna, la «Buena Fortuna», sentada en un trono, y un puñado de anillos de oro y de plata, uno de ellos con un diminuto falo de plata atado con una cadena, como si fuera un talismán (otro objeto que encontraremos a menudo a lo largo delpresente libro). Otras llevaban sus pequeñas provisiones de baratijas preciosas: un pastillero de plata, el diminuto pedestal de una estatuilla (perdida), y un par de llaves, todo guardado en una bolsa de tela; un joyero de madera, con un collar, pendientes y una cuchara de plata, y más llaves. Habían cogido también todo el dinero que habían podido encontrar. Algunos sólo un poco de calderilla; otros, todo lo que atesoraban en su casa, o las ganancias de su tienda. Pero no era mucho. En total, entre todos los integrantes del grupo no llegaban a los quinientos sestercios, cantidad que, en términos pompeyanos, era el equivalente a lo que costaba una mula.

Parte del grupo llegó un poco más lejos que la primera pareja. Quince de ellos más o menos lograron avanzar hasta el siguiente gran monumento, situado unos veinte metros más adelante, la tumba de Marco Obelio Firmo, cuando fueron arrastrados por lo que ahora llamamos la «onda piroclástica» proveniente del Vesubio, una mezcla letal de gases, escorias volcánicas y piedra fundida a altísima temperatura, que se desplaza a una enorme velocidad y a la que nadie puede sobrevivir. Se han encontrado sus cuerpos y algunos estaban mezclados con ramas de árboles, a las que, al parecer, se habían agarrado. Quizá los más ágiles se subieran a los árboles que rodeaban las tumbas en un intento desesperado de salvarse; lo más probable es que la onda que mató a los fugitivos arrastrara también los árboles y que éstos los aplastaran.

La tumba de Obelio Firmo corrió mejor suerte. Se trataba de otro gran personaje de Pompeya, muerto hacía algunas décadas, en cualquier caso el tiempo suficiente para que su monumento funerario se utilizara para escribir mensajes en sus paredes. Todavía podemos leer anuncios de varios espectáculos de gladiadores, y numerosos grafitos de individuos ociosos aficionados a pintarrajear las paredes de las tumbas: «¡Hola, Isa! De parte de Hábito». «¡Hola, Ocaso! De parte de Escepsiniano», etc. (Al parecer, los amigos de Hábito respondieron dibujando un falo enorme y unos testículos, con el mensaje: «¡Hola, Hábito! De parte de tus amigos de cualquier sitio».) Más arriba, el texto del epitafio oficial de Obelio Firmo declaraba que su funeral había sido sufragado por el consejo municipal, y que había costado cinco mil sestercios, más otros mil sestercios aportados por otros funcionarios locales para pagar el incienso y «un escudo» (probablemente con un retrato del difunto, recordatorio típicamente romano). En otras palabras, los gastos ocasionados por el funeral fueron diez veces superiores a la cantidad que logró reunir todo el grupo de fugitivos en su afán de salvarse de la catástrofe. Pompeya era una ciudad de pobres y ricos.

FIGURA 1. Las lamparitas en forma de cabeza humana (o de pies humanos) estaban de moda en el siglo I d. C. En ésta el aceite se vertía por el agujero de la frente y la llama ardía por la boca. Si se incluyen los pétalos que forman el asa, mide apenas 12 centímetros de largo.

FIGURA 2. Los moldes de yeso de los cuerpos de las víctimas constituyen un recordatorio constante de su humanidad, de que eran como nosotros. Esta escayola memorable de un hombre moribundo, con la cabeza entre las manos, ha sido colocada para su salvaguardia en un almacén de las excavaciones. Ahora parece lamentar su encierro.

FIGURA 3. ¿Se trata de la propiedad preciosa de alguien? Esta figurita rechoncha de ámbar rojo del Báltico fue encontrada con uno de los fugi- tivos que no lograron escapar. De apenas 8 centímetros de alto, quizá quisiera representar algún personaje de repertorio del mimo romano, espectáculo muy popular en Pompeya (p. 360).

Podemos reconstruir muchas otras historias de intento de fuga. En los estratos de piedra pómez se han descubierto casi cuatrocientos cadáveres, y cerca de setecientos entre los restos solidificados del flujo piroclástico, muchos de ellos recuperados vívidamente en el momento de su muerte gracias a una curiosa técnica inventada en el siglo XIX, consistente en rellenar los huecos dejados por la carne y las ropas en descomposición con yeso, que nos permite contemplar las túnicas remangadas, los rostros mudos, y las expresiones lúgubres de las víctimas (fig. 2). Un grupo de cuatro cadáveres, encontrados en una calle cerca del Foro, probablemente corresponda a toda una familia que intentaba huir. El padre iba delante, un hombre corpulento, de cejas grandes y espesas (como pone de manifiesto el molde de yeso). Se había echado el manto sobre la cabeza para protegerse de la lluvia de ceniza y escorias, y llevaba encima algunas joyas de oro (un simple anillo y varios pendientes), un par de llaves y, en este caso, una cantidad considerable de dinero en metálico, casi cuatrocientos sestercios. Tras él iban dos hijas suyas de corta edad, y cerraba la marcha su mujer. Ésta se había remangado el vestido para facilitar la marcha, y llevaba más objetos domésticos valiosos en una pequeña bolsa: la plata de la familia (unas cucharas, un par de vasos, un medallón con la efigie de la diosa Fortuna, y un espejo), y una figurilla achaparrada que representa a un niño, envuelto en un manto, por debajo del cual asoman sus piececitos (fig. 3). Se trata de una obra de factura bastante tosca, pero es de ámbar, material que debió de haber viajado muchos kilómetros desde su fuente de aprovisionamiento más próxima en el mar Báltico; de ahí su carácter de objeto costoso.

Otros hallazgos nos hablan de diferentes tipos de vida. Tenemos a un médico que intentaba escapar agarrando fuertemente la caja de su instrumental y que fue alcanzado por la onda mortífera cuando atravesaba la palaestra (la gran explanada destinada al ejercicio físico), próxima al anfiteatro, mientras se dirigía a una de las puertas situadas al sur de la ciudad; al esclavo encontrado en el jardín de una gran mansión del centro, cuyos movimientos sin duda alguna se vieron obstaculizados por los grilletes de acero que atenazaban sus tobillos; o al sacerdote de Isis (o tal vez algún servidor del templo de la diosa), que había recogido parte de los objetos valiosos del templo para huir con ellos, aunque no pudo recorrer más de cincuenta metros antes de encontrar la muerte. Y por supuesto tenemos luego a la señora ricamente enjoyada que apareció en una habitación del cuartel de los gladiadores. A menudo ha sido presentada como una prueba elocuente de la atracción de las damas de la alta sociedad por los cuerpos atezados de estos luchadores. Da la impresión de que tenemos aquí a una de ellas, que se encontraba en el lugar equivocado en el momento menos oportuno, exponiendo su adulterio a la vista de la historia. En realidad, la explicación es mucho más inocente. Es casi totalmente seguro que la mujer no había acudido a una cita amorosa, sino que había buscado refugio en el cuartel de los gladiadores al ver que la situación se ponía fea cuando intentaba escapar de la ciudad. Desde luego, si estuviéramos efectivamente ante una cita de la mujer con su hombre objeto, habría sido un encuentro al que habrían asistido otras diecisiete personas y un par de perros (cuyos restos se han encontrado en la misma habitación).

FIGURA 4. Los personajes ilustres que visitaban Pompeya hicieron que las excavaciones se volvieran a escenificar para ellos. Aquí vemos al emperador de Austria en 1796 examinando un esqueleto encontrado en una casa, llamada en memoria suya «Casa del Emperador José II». La señora que forma parte de la comitiva reacciona con un interés más evidente.

Los muertos de Pompeya han sido siempre una de las imágenes más contundentes -y a la vez más atractivasde la ciudad destruida. En el curso de las primeras excavaciones de los XVIII y XIX, los esqueletos fueron convenientemente «encontrados» en presencia de personajes de sangre real y de otros dignatarios que habían acudido a visitar las ruinas (fig. 4). Los viajeros de los tiempos del Romanticismo se estremecían ante la idea del cruel desastre que se había abatido sobre las pobres almas cuyos restos mortales tenían ante sus ojos, por no hablar de las reflexiones más generales acerca de la peligrosa fragilidad de la existencia humana que pudiera inspirarles semejante experiencia. Hester Lynch Piozzi -la escritora inglesa que debe su sonoro apellido al matrimonio contraído con un maestro de música italiano- captó (y en cierto modo parodió) ese tipo de reacción tras la visita que realizó al yacimiento en 1786: «¡Qué espantosos son los pensamientos que suscita semejante visión! ¡Qué horrible la certeza de que una escena como aquella podría repetirse mañana y de que quienes hoy somos espectadores podríamos convertirnos en espectáculo de los viajeros de siglos futuros, que, confundiendo nuestros huesos con los de los napolitanos, podrían llevárselos consigo a su país natal!».

En efecto, uno de los objetos más célebres encontrados durante las primeras excavaciones es la huella de un pecho de mujer que apareció en una gran mansión (la llamada Villa de Diomedes), fuera de las murallas de la ciudad, en la década de 1770. Casi un siglo antes de que se perfeccionara la técnica de los moldes de yeso rellenando las cavidades del cuerpo, los restos sólidos permitieron a los excavadores contemplar la silueta completa de los muertos, sus vestidos e incluso su pelo, todo ello estampado en la lava. El único ejemplo de ese material que lograron extraer y conservar fue ese único pecho, exhibido en el museo vecino, que no tardó en convertirse en una atracción turística. Con el tiempo, se convertiría también en fuente de inspiración del famoso relato de Théophile Gautier «Arria Marcella», de 1852. Se cuenta en él la historia de un joven francés que, enamorado del busto que ha visto en el museo, regresa a la ciudad antigua (en una inquietante combinación de viaje en el tiempo, deseo y fantasía) con el fin de encontrar o reinventar a su amada, la mujer de sus sueños, una de las últimas ocupantes de la Villa de Diomedes. Por desgracia, y a pesar de su popularidad, el busto en cuestión ha desaparecido y la gran búsqueda emprendida hacia 1950 no logró encontrar el menor rastro de su paradero. Según cierta teoría, la multitud de pruebas invasivas llevadas a cabo por científicos curiosos del siglo XIX provocó su desintegración; como si dijéramos, ceniza a las cenizas.

La fuerza de los muertos de Pompeya ha pervivido también hasta nuestros días. El poema de Primo Levi «La niña de Pompeya» utiliza el molde de yeso de una chiquilla, que apareció agarrada al cadáver de su madre («Te abrazaste convulsamente al regazo de tu madre, como si quisieras penetrar de nuevo en ella, cuando el cielo se puso negro a mediodía»), para meditar sobre el destino de Anna Frank y de una escolar anónima de Hiroshima, víctimas de catástrofes provocadas por la mano del hombre, no ya de desastres naturales («Nos bastan y nos sobran las aflicciones que nos manda el cielo. Antes de apretar el botón, pensadlo y reflexionad»). Dos de esos moldes desempeñan incluso un papel de estrellas invitadas en una pelicula de Roberto Rosselini de 1953, Te querré siempre (v. o. Viaggio in Italia, de ahí la confusión), aclamada como «la primera obra del cine moderno», aunque fue un fracaso comercial. Abrazadas, enamoradas incluso en la muerte, estas víctimas del Vesubio suponen para los dos turistas modernos que protagonizan la pelicula (interpretados por Ingrid Bergman, casada a la sazón con Rossellini, y George Sanders) un recordatorio inequívoco y turbador a un tiempo de cuán distante y vacía ha llegado a ser su relación. Pero no son sólo víctimas humanas las que han sobrevivido de esa forma. Uno de los moldes más famosos y más evocadores es el de un perro guardián que se encontró atado aún a su poste en la casa de un rico batanero. Murió intentando frenéticamente liberarse de sus ataduras.

Voyeurismo, patetismo y lubricidad macabra, todos estos elementos contribuyen a aumentar el atractivo de estos moldes. Incluso los arqueólogos más rancios pueden recrearse en morbosas descripciones de la agonía de esas víctimas, o en el alto precio en vidas humanas que se cobró el flujo piroclástico («sus cerebros debieron de cocerse»). En los visitantes de las propias ruinas, donde aún se exhiben algunos de esos moldes, cerca de los lugares donde fueron encontrados, producen una especie de «efecto de momia egipcia»: los niños aplastan sus naricillas contra las vitrinas de cristal entre exclamaciones de horror, mientras que los adultos echan mano a sus cámaras fotográficas, sin poder disimular la fascinación igualmente tétrica que les producen esos restos mortuorios.

Pero no todo es macabro. Y es que el impacto que producen esas víctimas (tanto si están esculpidas íntegramente en moldes de yeso como si no) proviene también de la sensación de contacto inmediato con el mundo antiguo que transmiten, de los relatos humanos que nos permiten reconstruir, y de las opciones, decisiones y esperanzas de unos personajes reales con los cuales podemos compenetramos a través de los siglos. No necesitamos ser arqueólogos para imaginar lo que supondría abandonar nuestras casas sin nada más que lo que pudiéramos llevar encima. Podemos compadecemos del médico que decidió llevarse consigo sus instrumentos de trabajo, y casi compartir la pena que sentiría por lo que dejaba atrás. Podemos comprender el vano optimismo de los que se metieron en el bolsillo la llave de su casa antes de emprender la marcha. Incluso la tosca figurilla de ámbar adquiere un significado especial cuando nos damos cuenta de que era el objeto valioso favorito de alguien, y que lo cogió cuando abandonaba precipitadamente su casa por última vez.

La ciencia moderna puede aportar más elementos a esas biografías concretas. Podemos tener más suerte que las generaciones anteriores a la hora de arrancar información personal a los propios esqueletos que se nos han conservado: desde cálculos relativamente sencillos, como la estatura y la altura de la población (los antiguos pompeyanos eran, si acaso, ligeramente más altos que los napolitanos modernos), o elocuentes huellas de enfermedades infantiles y huesos rotos, hasta los indicios de relaciones familiares y orígenes étnicos que empiezan a ofrecernos los análisis de ADN y otras pruebas biológicas. Probablemente forcemos un tanto los testimonios disponibles si afirmamos, como han hecho algunos arqueólogos, que el desarrollo particular del esqueleto de un adolescente basta para demostrar que había pasado buena parte de su corta vida haciendo de pescador, y que la erosión de los dientes de la parte derecha de su mandíbula se debía a que mordía la cuerda con la que sujetaba sus capturas. Pero en otros casos el suelo que pisamos es más firme.

En dos estancias traseras de una rica mansión, por ejemplo, se descubrieron los restos de doce personas, probablemente el propietario con su familia y esclavos. Seis niños y seis adultos, entre ellos una joven de casi veinte años, que estaba embarazada de nueve meses cuando murió. (Los huesos del feto se encuentran todavía dentro de su vientre.) Tal vez fuera su avanzado estado de gestación lo que indujo a todo el grupo a refugiarse en el interior de la casa, con la esperanza de salir con bien, en vez de arriesgarse a emprender una huida precipitada. Los esqueletos no se han conservado con excesivo cuidado desde que se produjo su descubrimiento en 1975. (Como ha señalado recientemente un científico, el hecho de que «los premolares de la mandíbula inferior [de una calavera] hayan sido pegados con cola erróneamente en los alvéolos de los incisivos centrales de la mandíbula superior» no demuestra la actuación chapucera de un dentista de la Antigüedad, sino una labor chapucera de restauración moderna.) No obstante, si juntamos las diversas pistas que se han conservado -la edad relativa de las víctimas, las ricas joyas de la joven embarazada, y el hecho de que tanto ella como un niño de nueve años padecieran una misma anomalía espinal genética de menor importancia-, podemos empezar a reconstruir la imagen de la familia que vivía en la casa. Un matrimonio ya mayor, él sesentón y ella de unos cincuenta años, con claros signos de artritis, probablemente sean los propietarios de la casa, además de los padres o los abuelos de la muchacha embarazada. Por la cantidad de joyas que llevaba ésta podemos afirmar con bastante seguridad que no se trataba de una esclava, y el problema espinal que tenía en común con otros individuos indica que estaba emparentada con la familia por nacimiento, no por matrimonio (el niño de nueve años habría sido su hermano menor). De ser así, la joven y su marido (probablemente un individuo de veintitantos años, cuya cabeza, según indica el esqueleto, tenía una pronunciada inclinación hacia la derecha que lo desfiguraba y sin duda alguna debía de resultarle dolorosa) o bien vivían con la familia de ella o bien habían vuelto a la casa de los padres de la chica para que ella diera a luz, o bien se hallaban en ella simplemente de visita en aquel día funesto. Los demás adultos, un hombre de sesenta y tantos años y una mujer de treinta y tantos, quizá fueran también esclavos o parientes.

Una ojeada más atenta a sus dientes, independientemente de que hayan sido pegados con cola o no, nos ayuda a aclarar otros detalles. La mayoría de los integrantes del grupo tiene una serie de reveladores cercos en el esmalte producidos por repetidos ataques de enfermedades infecciosas durante la niñez, circunstancia que viene a recordarnos una vez más lo peligrosa que era la infancia en el mundo romano, cuando la mitad de los niños moría antes de cumplir los diez años. (Lo bueno era que si se sobrevivía a los diez años, uno podía vivir otros cuarenta o más.) La presencia evidente del deterioro de la dentadura, aunque inferior al nivel alcanzado actualmente en Occidente, nos habla de una dieta abundante en azúcar y fécula. Entre los adultos, sólo el marido de la chica embarazada no muestra signos de deterioro. Pero, a juzgar una vez más por el estado de sus dientes, queda de manifiesto que padecía una intoxicación por fluoruro, por lo que probablemente se había criado fuera de Pompeya, en alguna zona en la que se dieran niveles excepcionalmente altos de esta sustancia. Lo más sorprendente es que todos los esqueletos, incluso los de los niños, tenían grandes concentraciones de cálculos, en algunos casos de un par de milímetros. La razón es evidente. Puede que existieran palillos, puede incluso que se fabricaran ciertos brebajes para la limpieza y el blanqueo de los dientes. (En un libro de recetas farmacéuticas, el médico particular del emperador Claudio anota la mezcla que, según se dice, daba a la emperatriz Mesalina su hermosa sonrisa: cuerno quemado, resina y sal gema.) Pero era un mundo en el no existían los cepillos de dientes. Pompeya debía de ser una ciudad con muy mal aliento.