LA ECONOMÍA ROMANA

Los historiadores llevan generaciones discutiendo acerca de la vida económica del Imperio Romano, de su comercio y su industria, de sus instituciones financieras, sus sistemas de crédito y sus márgenes de beneficio. Por un lado están los que ven la economía antigua en términos muy modernos. El Imperio Romano era de hecho un vasto mercado único. Se podían labrar grandes fortunas a partir de la demanda de bienes y servicios, que aumentaba la productividad y estimulaba el comercio hasta niveles desconocidos hasta entonces. El testimonio favorito esgrimido para defender esta postura procede -por inverosímil que parezca- del fondo del casquete de hielo de Groenlandia, donde todavía pueden encontrarse residuos de la polución provocada por la metalurgia romana, cuyos niveles no volvieron a alcanzarse hasta la Revolución Industrial. La arqueología submarina viene a contarnos más o menos la misma historia. En el fondo del Mediterráneo se han encontrado más barcos naufragados fechados entre el siglo II a. C. y el siglo II d. C. que de cualquier otro período hasta el siglo XVI. No estamos ante un indicio de la mala calidad ni de la construcción naval ni de la navegación durante el período romano, sino del elevado nivel de tráfico marítimo.

Por otra parte, están también los que sostienen que la vida económica romana era totalmente distinta de la nuestra, y de hecho decididamente «primitiva». La riqueza combinada con el prestigio social seguía radicada en la tierra y el principal objetivo de cualquier comunidad era comer, no explotar sus recursos para obtener beneficios o con vistas a la inversión. El transporte de mercancías a larga distancia era arriesgado por mar (prueba de ello son los numerosos barcos naufragados) y alcanzaba unos precios prohibitivos por tierra. El comercio constituía sólo una mínima parte de la actividad económica, se desarrollaba a pequeña escala y no se consideraba particularmente respetable. Las inscripciones descubiertas en los pavimentos de mosaico quizá celebren los ventajosos márgenes de beneficio, pero son pocos los escritores romanos, como buenos miembros de la élite, que hablan bien del comercio o de los comerciantes. En general, el comercio era considerado una actividad vulgar y los comerciantes gentes de las que uno no se podía fiar. De hecho, desde finales del siglo III a. C., los estratos superiores de la sociedad romana, los senadores y sus hijos, tenían prohibido explícitamente poseer «naves marítimas», definidas como aquellas con capacidad para trescientas ánforas o más.

FIGURA 57. En el atrio de la Casa de Umbricio Es-cauro un mosaico que representa cuatro vasijas de salsa de pescado proclama la fuente de la riqueza de la familia. Esta vasija anuncia: «La mejor salsa de pescado», en latín Liqua(minis) flos, literalmente «Flor de liquamen». El liquamen era una variedad del preparado más conocido (entre nosotros) como garum.

Por otro lado, Roma no desarrolló ninguna de las instituciones financieras necesarias para sostener una economía sofisticada. En Pompeya, como veremos, la «actividad banca» era muy limitada. Ni siquiera está claro si existían las cartas de crédito o si tenía uno que andar por la calle con una carretilla cargada de monedas cada vez que se hacía una gran compra, por ejemplo una casa. Y, si bien es posible que la metalurgia romana contaminara Groenlandia, hay muy pocas huellas del tipo de innovaciones tecnológicas que acompañaron a la Revolución Industrial del siglo XVIII. El invento más importante de la época romana probablemente fuera el molino hidráulico, lo cual no es decir mucho (afirman los que defienden esta postura). ¿Pero para qué preocuparse de las nuevas tecnologías, cuando se tenían enormes cantidades de mano de obra esclava para alimentar las calderas, accionar las palancas o hacer girar las ruedas?