SOCIEDAD DE BARES
La mejor manera de escapar a esa monótona dieta de pan, queso y fruta, consumida en pequeños habitáculos situados encima de una tienda o un taller, que disponían de pocas o nulas instalaciones para cocinar cualquier cosa que pudiera resultar un poco más interesante, era comer fuera. Durante mucho tiempo se ha pensado que Pompeya era una cultura de bares baratos, con tabernas, figones y thermopolia (como a menudo son llamados en las guías modernas, aunque desde luego éste no era el término que se usaba en la Antigüedad) que flanqueaban las calles y atraían a los transeúntes, desde visitantes que tenían todo el tiempo del mundo a su disposición hasta los residentes urbanos que no tenían un techo confortable bajo el que cobijarse. De hecho los mostradores de fábrica que se asoman a las aceras, con sus grandes orzas (dolia) empotradas y sus estantes detrás constituyen uno de los elementos más habituales de la escena callejera de Pompeya (lámina 4).
A menudo profusamente decorados, esos mostradores recorren toda la gama del gusto ornamental pompeyano: unas veces están revestidos de una bonita mezcla de mármoles de colores, en otras ocasiones están elegantemente pintados con temas florales, y en otras muestran lascivas figuras fálicas. Las fachadas de los edificios podían llevar enseñas o prometedores anuncios de lo que había en el interior de los locales. Una taberna situada cerca del Anfiteatro, provista de una pequeña viña contigua, mostraba una maravillosa ave fénix en su pared exterior, junto al siguiente slogan: «El ave fénix está satisfecha y tú también puedes estarlo». Era la taberna de Euxino, «el Buen Huésped» (p. 35). Resulta agradable pensar que Euxino hacía publicidad de la cálida acogida que dispensaba su taberna con una pintura del ave mítica que renacía de sus cenizas. ¿Qué mejor manera de anunciar el tipo de «acogida» que iba a encontrar uno en el Bar Fénix?
Hasta la fecha se han descubierto más de ciento cincuenta establecimientos como éste en las excavaciones de Pompeya (y se calcula que en toda la ciudad su número superaría con creces los doscientos). Resulta fácil sacar la conclusión de que era una ciudad plagada de tugurios de comida rápida que servían a la población hambrienta vino y sustanciosos guisos de los dolia empotrados en los mostradores, aunque en un ambiente menos «ideal para la familia» que el de los modernos McDonald's. Pues los escritores romanos suelen presentar esas tabernas y esos bares como locales sombríos, asociados con toda clase de vicios que iban más allá de la ebriedad y el consumo ex- cesivo de comida barata. Se decía que eran lugares dedicados al sexo, la prostitución, el juego y la delincuencia, llevados por taberneros sin escrúpulos, ladrones y estafadores.
El poeta Horacio, por ejemplo, dice que el capataz de su finca rústica echa de menos los placeres de peor reputación de la ciudad: «el burdel y el grasiento mesón», emparejamiento sin duda significativo e indicio del tipo de menú que ofrecían. Juvenal, en una sátira considerada excesiva por todo el mundo, evoca la imagen de una taberna del puerto romano de Ostia llena de todo tipo de sujetos desagradables, desde ladrones, asesinos y verdugos, hasta fabricantes de ataúdes y sacerdotes castrados de la diosa Cibeles, que aprovechan sus ratos libres para emborracharse. Parece que también los emperadores consideraban que las tabernas necesitaban un control legislati- vo. Se cuenta que Nerón prohibió la venta en ellas de cualquier producto cocinado excepto verduras y habichuelas; Vespasiano la limitó sólo a habichuelas. Sin embargo, no está muy claro cuán efectivas eran esas prohibiciones ni cómo se suponía exactamente que iban a mejorar el clima moral del imperio.
Sexo, prostitución, juego y delincuencia: es obvio que todas estas actividades estaban presentes en Pompeya, tanto en los bares como en otros sitios. Pero la realidad de la vida de muchas tabernas era menos sórdida y más variada de lo que dan a entender esos escritores y legisladores romanos de clase alta, siempre dispuestos a aplicar a los lugares de inocente diversión popular el calificativo de moralmente repugnantes. Los descubrimientos realizados en Pompeya ofrecen una imagen de estos establecimientos bastante más complicada y diversa de lo que a menudo se cree.
Por lo pronto, ¿había realmente doscientos bares en la ciudad? Si calculamos que la población era de unas 12.000 personas, significaría que había uno por cada sesenta habitantes, hombres, mujeres, esclavos y niños. Por supuesto, es posible que la cifra de la población residente no sea demasiado significativa a este respecto, pues los lugares de venta de comida y bebida estarían al servicio de muchos visitantes: de los marineros del puerto, de las personas que acudían desde las zonas rurales a pasar el día en la ciudad, o de los que se detenían en ella en el curso de algún viaje más largo por tierra. Es lógico que una ciudad disponga de instalaciones destinadas no sólo a los que habitan en ella con carácter permanente. No obstante, doscientos bares parecen demasiados (y desde luego no habrían reportado buenos ingresos a sus propietarios), sobre todo si tenemos en cuenta a todas las personas que difícilmente habrían hecho uso de ellos: la mayoría de los esclavos, por ejemplo, o las señoras de la buena sociedad.
El hecho es que un buen número de lo que ahora denominamos «tabernas» (o cualquier otro nombre que queramos darle, como «bares» o «figones») seguramente no tenía de eso. Es indudable que los mostradores, los dolia empotrados y las estanterías habrían estado allí para vender algo, pero habrían sido productos muy variados, no necesariamente comida y bebida destinadas a ser consumidas in situ. En otras palabras, es muy probable que muchas de esas tabernas fueran en realidad tiendas de comestibles o algo parecido, en cuyos mostradores se venderían nueces, lentejas y habichuelas.
En efecto, incluso cuando el establecimiento es con seguridad una taberna, la imagen convencional del tabernero que sirve vino y raciones de guisado de las grandes orzas empotradas en el mostrador tienen que ser necesariamente falsa. Las orzas en cuestión están hechas de cerámica porosa. No queda el menor indicio de que estuvieran impermeabilizadas con pez. Y habría resultado dificilísimo limpiarlas o incluso sacar de ellas los últimos restos de cualquier contenido líquido. En la vecina Herculano, donde más a menudo se han conservado restos de su contenido, parece que estaban llenas de productos áridos -frutos secos, habichuelas o garbanzos-, parte de los cuales al menos habrían sido vendidos como tentempié. El vino era almacenado en tinajas en el suelo o en los estantes de la pared, como sugieren los restos que ocasionalmente se conservan de sus accesorios y soportes, y lo más probable es que fuera decantado directamente en jarras en las que habría sido servido. Los platos calientes habrían sido cocinados en un hornillo aparte y servidos directamente de la sartén.
Cuán sórdidos eran estos lugares es discutible. Los intentos de detectar algún tipo de zonificación rudimentaria en el trazado urbano de la ciudad, y de relacionar las tabernas y los lupanares con barrios de «conducta descarriada» lejos de las zonas públicas oficiales y ceremoniales de la ciudad, sólo resultan convincentes en parte. Bien es verdad, como vimos en el capítulo 2, que hay menos tabernas en las proximidades inmediatas del Foro que en otras zonas más ajetreadas de la población (evidentemente los taberneros más espabilados intentarían elegir un emplazamiento con un acceso óptimo a su potencial clientela). Pero esa relativa ausencia (como dijimos, había tres en el lugar en el que actualmente ha sido instalado el restaurante de las ruinas) no sólo es en parte ilusoria, sino que probablemente se debiera también a diversos factores de todo tipo, como los precios de los locales o los alquileres de los mismos. Dicho esto, no cabe duda -como comprobaremos echando un vistazo a una o dos de ellas-de que las tabernas se asociaban con una combinación de placeres diversos, como la comida, la bebida y el sexo.
Las mujeres cuyos nombres aparecen en los eslóganes electorales de la pared de la taberna de la Via dell'Abbondanza (y que en algún caso fueron borrados de ella, véase p. 269) probablemente trabajaran como camareras o empleadas en el local: Aselina, Esmirna, Egle y María. La taberna fue excavada sólo parcialmente a comienzos del siglo XX, y sabemos hasta dónde se extendían sus instalaciones aparte de la única estancia que podemos visitar hoy día (si había cuatro camareras, el local habría tenido cierta amplitud). No obstante, la decoración que se conserva y el conjunto de objetos que han sido desenterrados en el solar nos dan una buena idea de cuál era el ambiente y el equipamiento de un bar de Pompeya.
En el exterior, la parte inferior de las paredes estaba pintada de rojo, y encima se hallaban los eslóganes electorales. En la fachada no hay ninguna enseña ni anuncio evidente de comercio, pero en la esquina de la calle, dos puertas más allá, una pintura de un par de elegantes vasos de bronce debía de querer decir a los potenciales clientes que allí cerca había un bar. La taberna tiene una amplia puerta a la calle, aunque bloqueada en parte por un mostrador en forma de «L»: una estructura sólida de ladrillo, pintada de rojo en los laterales y cubierta por un remate de fragmentos diversos de mármol. Lleva empotrados cuatro dolia y en un extremo hay un pequeño horno, con un recipiente de bronce empotrado, probablemente para calentar agua (el equivalente antiguo de un calentador de agua puesto en todo momento al fuego). Las tinajas de vino estaban apoyadas contra la pared detrás del mostrador, donde (a juzgar por el lugar en el que fueron encontrados los distintos objetos) había un estante de madera en el que se apoyaban más utensilios del bar. Al fondo de la habitación, unas escaleras conducían al piso superior.

FIGURA 79. ¿De campanillas? Esta extraordinaria lámpara fálica estaba colgada a la entrada de una taberna. Proporcionaba cierta luz por la noche y debía de tintinear, como si fuera un timbre, cuando soplara el viento. La estatuilla central mide poco más de quince centímetros de altura.
Los clientes eran saludados por una lámpara de bronce colgada encima del mostrador al lado de la calle (fig. 79). Esta ingeniosa creación causó tanto estupor a los primeros excavadores que decidieron no comentarla cuando publicaron sus descubrimientos. En efecto, la lámpara propiamente dicha va colgada de una figurilla que representa a un pigmeo prácticamente desnudo y provisto de un miembro enorme, casi tan grande como él. Aunque el brazo derecho está de- teriorado, probablemente sujetara en la mano un cuchillo, como si se dispusiera a cortar aquella exagerada excrecencia, que en la punta lleva otro pequeño pene. Para rematar el conjunto, hay seis campa- nitas que cuelgan de diversos puntos. El objeto, como otros del mismo estilo encontrados en Pompeya o en sus inmediaciones (por eso podemos estar seguros del detalle del cuchillo), colgaba encima del mostrador y hacía a un tiempo las veces de lámpara, campanillero y timbre de servicio. ¿Saludo de bienvenida al mundo de los bares?








El de los bares era un mundo nocturno y diurno a la vez, a juzgar por las otras siete lámparas de cerámica halladas sólo en esta habitación (una de ellas es un elegante ejemplar en forma de pie). El resto de los objetos encontrados eran una mezcla de elementos prácticos y caseros, con ciertos toques de suntuosidad y de capricho. Había una buena colección de ánforas de bronce, para agua y para vino, así como un embudo, también de bronce, que debía de ser un instrumento esencial para trasvasar el vino de las tinajas en las que era almacenado a las jarras en las que se servía. Era un elemento tan característico de cualquier bar que aparece representado junto con los demás objetos para beber en el anuncio pintado que había en la esquina de la calle. Da la impresión de que el vidrio era el material preferido para los vasos, constituyendo en general una presencia mucho más habitual en las mesas de Pompeya de lo que solemos pensar, inducidos por la cantidad relativamente pequeña de piezas que se han conservado. El vidrio no sólo se rompió a menudo durante la erupción, sino que en la actualidad también ha tenido bastante mala suerte. De hecho varias vasijas de vidrio de esta taberna fueron destruidas durante la segunda guerra mundial, pero entre los hallazgos originales cabría citar un bonito juego de delicados tazones y vasos de cristal (así como una misteriosa mini ánfora también de vidrio, con un agujero en el fondo, quizá para derramar pequeñas cantidades de algún condimento especial que se echaba al agua o al vino). Los utensilios del bar incluían por fin algunas copas y platos baratos de cerámica y una encantadora pareja de jarras (una en forma de gallo, y la otra en forma de zorro), y un cuchillo o dos.
Por lo demás, se han conservado bastantes rastros que nos permiten comprobar que el lugar estaba originalmente mucho menos vacío de lo que parece en la actualidad. Algunas guarniciones y goznes de hueso nos hablan de la presencia de ciertos muebles de madera, tal vez armarios o cajas para guardar cosas. También se descubrieron las últimas cantidades cobradas: en total 67 monedas, unas pocas (por un montante de poco más de treinta sestercios) en piezas de mayor valor, y el resto en ases, monedas de dos ases y minúsculos cuartos de as. Por el lugar exacto en el que frieron encontradas las monedas, da la impresión de que el servicio de la barra se pagaba mayoritariamente en ases; un par de monedas aparecieron en los dolia, lo que quizá nos hable de un uso subsidiario de estos recipientes empotrados en el mostrador. Casi todas las piezas de mayor valor habían sido guardadas en la estantería situada detrás. Esta cantidad de dinero encaja bastante bien con otros testimonios que tenemos acerca de los precios vigentes en las tabernas y bares de Pompeya. Un grafito hallado en otro establecimiento indica que podían servirle a una vino peleón (¿un vaso?, ¿una jarra?) por un as, vino de mejor calidad por dos ases, y el mejor vino de Falerno por cuatro ases o un sestercio (aunque si debemos creer a Plinio cuando dice que el Falerno podía prenderse al ponerse en contacto con una llama, debía de ser más parecido al coñac que al vino, a menos que se mezclara con agua). Aparte del pigmeo encargado de dar la bienvenida, lo más parecido a un signo de depravación que podemos encontrar son los fragmentos de un par de espejos.
Pero lo que cuenta es el comportamiento del personal y de la clientela del local; y por fuerza resulta imposible reconstruir la conducta que se daba en el interior del local a partir de su entorno físico. Disponemos de un precioso atisbo de cuál era el ambiente de una taberna, con personas y todo, en dos series de pinturas conservadas en sendos establecimientos de la ciudad, en los que evidentemente las imágenes de las paredes pretendían entretener a la clientela con escenas de la «vida tabernaria» de la que estaban disfrutando. Por humorísticas, paródicas, e idealistas que sean, es la mejor guía que tenemos de la cultura de bares de Pompeya.
La primera serie procede de la llamada Taberna (o el Bar) de Salvio, un pequeño establecimiento en una valiosa esquina en pleno centro de la ciudad: cuatro imágenes, que originalmente recorríanuna pared de la principal sala de entrada, enfrente del mostrador, y ahora a buen recaudo en el Museo de Nápoles (lámina 13). A la izquierda, un hombre y una mujer -los dos vestidos de brillantes colores, ella con un velo amarillo, y él con una túnica roja- se dan un incómodo beso. Encima de las figuras hay un letrero que dice: «No quiero… [por desgracia la palabra clave se ha perdido] con Mirtálide». Nunca sabremos lo que el hombre no quería hacer con Mirtálide ni quién era ésta. Quizá sea una viñeta ilustrativa de la inconstancia de la pasión, más o menos la misma antes y ahora: «Ya no quiero salir con Mirtálide, he ligado con esta chica». O quizá, teniendo en cuenta la rigidez de la postura, «esta chica» sea Mirtálide y el comentario signifique que el hombre no está muy satisfecho del encuentro.
En la escena siguiente, dos bebedores son servidos por una camarera, pero discuten por el vino. Uno de ellos dice. «¡Aquí!», mientras que el otro exclama: «No, es mío». La camarera no está dispuesta a dejarse enredar: «El que lo quiera, que lo coja», responde. Y luego, como si quisiera burlarse de ellos ofreciéndoselo a otro cliente, añade: «¡Océano, ven y toma un trago!». El servicio no parece muy complaciente con la clientela; y se ve que la camarera está más que dispuesta a contestar a quien le rechiste. En la siguiente escena, tras la bebida viene la partidita de dados, y en ella se está larvando otra disputa. Vemos a una pareja de hombres sentados ante una mesa. Uno exclama: «¡He ganado!», mientras que el otro replica: «¡No es un tres, es un dos!» En la escena final comprobamos que han llegado a las manos y a los insultos: «¡Canalla, saqué el tres, he ganado!» «¡Venga ya, cabrón, he ganado yo!» Aquello es ya demasiado para el tabernero, que los echa a la calle sin contemplaciones: «¡Si queréis pelearos, salid fuera!», dice como suelen hacer los taberneros. Al ver las pinturas, se supone que los clientes captaban perfectamente el mensaje.
Las pinturas hablan de una mezcla bien conocida y ligeramente provocativa de sexo, bebida y juego, pero en absoluto sugieren una terrible depravación moral: algunos besos, mucha guasa de gente achispada (pero no las vomitonas que veíamos en las imágenes del comedor elegante), una pelea de jugadores que empieza a desmadrarse, y un tabernero que no quiere que le destrocen el establecimiento. Encontramos más o menos el mismo tipo de imágenes en la otra taberna decorada unas cuantas manzanas más abajo, situada también en una buena esquina y llamada en la actualidad la Taberna de la Via di Mercurio por el nombre de su emplazamiento. Este bar tenía un salón interior con una entrada directa desde la calle y presumiblemente contaba con un servicio de camareras desde el mostrador del local contiguo para unas cuatro o cinco mesas como máximo. Fue en las paredes de ese salón interior donde se pusieron las pinturas, a la altura ideal para que disfrutaran de ellas los clientes que ocupaban las mesas. En algunas hay letreros explicativos, que no forman parte en este caso del diseño original, sino que son grafitos añadidos por los clientes.
Una vez más encontramos a hombres (parece que era un mundo de bebedores de sexo masculino) cuyas copas son rellenadas por camareros complacientes, o quizá no tanto. En una pintura vemos a un camarero (o quizá una camarera, no puede determinarse con claridad) llenando hasta el borde la copa que le tiende un cliente. Alguien garabateó sobre su cabeza la siguiente frase:
«Dame un poco de agua fría» (es decir, para mezclarla con el vino que hay en la copa). En otra escena parecida, el letrero dice: «Otra copa de Setiano», en alusión al vino que había sido el favorito del emperador Augusto y que tenía fama de que estaba especialmente bueno cuando se enfriaba con nieve. Tenemos también escenas de juego (lámina 6), y una vista particularmente evocadora del interior de una taberna (fig. 80). Un grupo, a lo que parece, de viajeros (una pareja lleva unos característicos mantos con capucha) está comiendo sentado alrededor de una mesa. Sobre sus cabezas podemos contemplar una solución al problema de almacenamiento que tenían estos pequeños locales: una selección de productos alimenticios, entre ellos salchichas y verduras, cuelga de unos clavos incrustados en un estante, o incluso de una especie de estructura colgada del techo.

FIGURA 80. La vida en la taberna. Este dibujo del siglo XIX muestra a cuatro hombres bebiendo sentados alrededor de una mesa, servidos por un camarero diminuto. Sobre sus cabezas cuelgan algunos de los alimentos almacenados en el local.
Pero en una pintura que en otro tiempo decoraba la pared del fondo de esta sala y que se perdió o fue destruida hace ya tiempo (toda menos los pies y las pantorrillas de una persona) de modo que sólo la conocemos a través de los grabados del siglo XIX (lámina 11), aparece un tema curiosamente distinto. Representa, según parece, un extraordinario número de equilibrismo. Un hombre y una mujer prácticamente desnuda se mantienen en pie en la cuerda floja, cada uno de ellos sujetando en la mano una gran copa de vino o bebiendo de ella. Y como si no fuera ya bastante difícil, el hombre introduce al mismo tiempo su descomunal miembro a la mujer por detrás. De hecho, sentimos una especie de alivio al descubrir que la pintura original no era tan extraña como nos da a entender este grabado decimonónico, pues con bastante verosimilitud todos los elementos de funambulismo fueron introducidos por el artista moderno, que no supo entender las huellas medio borradas de las lineas maestras del pintor antiguo o quizá algún tipo de sombra, y en su lugar puso este curioso artilugio. Pero incluso sin ese extraño acto de funambulismo, el contraste de esta escena con el casto beso de la pintura del otro bar es muy provocativo. ¿Qué es lo que representa? Algunos arqueólogos han pensado que se trata de un acto obsceno realizado en el teatro de la ciudad (y por lo tanto el enorme miembro del varón quizá fuera un apéndice añadido de carácter cómico). Otros, teniendo en cuenta que las imágenes que la acompañan pertenecen todas a la vida tabernaria, concluyen que ésta debía de ser una de las actividades que podían verse en el propio bar, ya se tratara de un cabaret con actuaciones de espontáneos o algo que los bebedores podían acabar haciendo (o que cabía esperar que acabaran haciendo) con las camareras al final de la noche.
¿Indica esta pintura que deberíamos tomarnos más en serio las acusaciones de los autores latinos? Desde luego, además de ofrecer comida y bebida, juego y flirteos de borrachines, tenemos muchos indicios de que, al menos en algunas tabernas, los contactos sexuales permitidos iban más allá del simple besuqueo. En la pared exterior de un bar, por ejemplo, un pequeño grafito (escrito todo él en el interior de una gran «O» de un anuncio electoral) dice: «Me tiré a la tabernera». En otros casos, vemos nombres de mujer escritos en las paredes en un contexto claramente erótico, y a veces con un precio: «Felicia la esclava, dos ases», «Sucesa, la esclava, tiene un buen polvo», e incluso encontramos lo que algunos han pensado que es una lista de precios: «Acria, cuatro ases; Epafra, diez ases; Firma, tres ases».
Debemos tener mucho cuidado a la hora de interpretar los materiales de este tipo. Si hoy día viéramos garabateadas en la pared de un bar o en la marquesina de una parada de autobús frases como «Fulanita es una puta» o «Menganita te la chupa por tres euros», no deduciríamos automáticamente que las aludidas son realmente prostitutas. Tampoco deduciríamos que «tres euros» era un reflejo exacto de los precios que se cobrarían por este tipo de prestaciones sexuales en la zona. Lo mismo podría tratarse de un insulto que de una realidad. Lo mismo ocurriría en Pompeya, a pesar de los intentos de algunos estudiosos modernos particularmente optimistas que han querido utilizar estos testimonios para elaborar listas de prostitutas de Pompeya o incluso deducir cuál era el precio medio que se pagaba por este tipo de servicios. En realidad puede que esa «lista de precios» no sea nada de eso. La inclusión del término «ases» es un añadido moderno; en el original sólo aparecen tres nombres y sendas cifras.
No obstante, no podemos ignorar la acumulación de grafitos explicitamente eróticos alrededor de determinadas tabernas, sobre todo cuando se combinan con decoraciones en consonancia. Esta circunstancia ha llevado a sacar la conclusión de que, aunque algunos despachos de bebidas de la ciudad ofrecían simplemente eso, y de paso algo de sexo, otros no eran tanto tabernas cuanto burdeles propiamente dichos. Tanto el bar de la Via dell'Abbondanza que acabamos de analizar como la Taberna de la Via di Mercurio han sido identificados a menudo como tales: la primera deducción se basa sobre todo en la presencia de la lámpara del pigmeo, y la segunda en la pintura de los funámbulos (y quizá en otra de la que sólo queda una cabeza, pero que originalmente tal vez representara a una pareja haciendo el amor). Según ciertos cálculos recientes, éstos serían sólo dos del total de treinta y cinco lupanares existentes en la ciudad. En otras palabras, Pompeya era una ciudad en la que más o menos había un burdel por cada setenta y cinco varones adultos de condición libre. Aun añadiendo a los visitantes, los habitantes de las zonas rurales y los esclavos que decidieran gastar su dinero de bolsillo de esa manera, a primera vista parece una proporción bastante exagerada, o un nivel de prestaciones sexuales que justificaría los peores temores de los moralistas cristianos respecto a los excesos de los paganos.
Ese es, en resumen, el «Problema del Lupanar de Pompeya». ¿Podemos creer realmente que había treinta y cinco burdeles en una ciudad tan pequeña? ¿O, como señalan los cálculos más moderados, había sólo uno? ¿Cómo reconocemos un burdel cuando lo encontramos? ¿Cómo vemos la diferencia entre un burdel y una taberna?