Penosa travesía
Al tercer día de camino hacia la costa sur de la isla, las fuerzas entre el grupo formado por el general Kreipe y sus secuestradores ya flaqueaban. El avance a través de las abruptas montañas cretenses era especialmente penoso. Pero la hospitalidad de los naturales de la isla surgía en el momento más inesperado; el grupo tuvo la suerte de llegar a una cabaña de pastores donde fueron recibidos calurosamente, siendo obsequiados con cordero asado, queso y vino. El general, exhausto, se quedó dormido al poco de sentarse junto al fuego.
Al día siguiente llegaron malas noticias: los alemanes sabían que se hallaban en esa zona gracias a los informantes que tenían por toda la isla, y la habían rodeado para evitar que pudieran escapar, como si del juego del gato y el ratón se tratase. Además, estaban a punto de lanzar una batida con cientos de soldados para dar con su escondite, cerrando así el círculo sobre ellos. Así, para ponerse a salvo, los británicos no tenían otra alternativa que atravesar el único sector que no estaba vigilado, el Monte Ida, de dos mil cuatrocientos cuarenta metros de altura, al considerar los alemanes que escapar por allí era imposible.
No había elección. Debían subir esa imponente montaña, en cuya cumbre todavía se acumulaba la nieve caída durante el invierno. La ruta de ascenso se convertiría en una odisea. Tenían que hacer un alto cada diez minutos. Las placas de hielo hacían necesario avanzar con grandes precauciones. Las caídas eran continuas, mientras la lluvia y el frío agravaban las condiciones del ascenso. Al llegar a la cima, a última hora de la tarde, pudieron descansar en el interior de una pequeña cabaña de piedra. Kreipe, con el uniforme empapado, estaba aterido de frío. Pero no podían perder tiempo, por lo que emprendieron de inmediato el camino de descenso, que duró toda la noche y la mitad del día siguiente.
Entonces llegó un mensaje para informar de que los alemanes tenían fuertemente vigilada la costa sur, donde estaba previsto que fueran recogidos por una lancha inglesa. No podían seguir avanzando hacia la costa, por lo que regresaron hacia la falda del Monte Ida para ocultarse hasta que el panorama se aclarase.
Aunque los lugareños odiaban a los alemanes, no faltaba quien prefería tener tratos con ellos para lograr alguna ventaja puntual. Así, las informaciones relativas a la ruta que iban siguiendo los británicos no tardaban en llegar a oídos germanos. Los alemanes supieron de este modo en qué zona se encontraban, por lo que fueron rodeándolos, estrechando el círculo cada vez más.
El desánimo acabó por apoderarse del grupo. Después de tantos sacrificios se encontraban prácticamente en un callejón sin salida. No podían escapar por mar y los alemanes no tardarían en rodearles por completo. Pero la suerte, que parecía haberles abandonado, apareció en forma de un encuentro casual con tres hombres que también se escondían en las montañas. El motivo para mantenerse ocultos, que no tuvieron ningún reparo en revelar, era que se dedicaban a robar ovejas y uno de ellos confesó que incluso había matado a un pastor. Como los bandidos tampoco sentían muchas simpatías por los alemanes, se decidieron a ayudarles. Gracias a su perfecto conocimiento de la comarca, los británicos lograron atravesar el cordón de vigilancia dispuesto por los alemanes y acceder a una zona segura.
Pero faltaba coordinar la evacuación por mar de Kreipe rumbo a El Cairo. Los alemanes controlaban toda la costa sur, lo que hacía imposible el envío de la lancha que debía sacarles de la isla. Al final se acordó marchar en dirección a Rodakino, donde el litoral era poco menos que inaccesible al ser muy accidentado, por lo que la vigilancia era escasa. Leigh-Fermor indicó la posición por radio y desde El Cairo le dijeron que les recogerían allí la noche del 14 al 15 de mayo.
El grupo se dirigió por escarpados pedregales hacia Rodakino, evitando los senderos, que estaban vigilados por las patrullas alemanas. Durante la marcha, la mula que transportaba a Kreipe se resbaló y cayó al suelo, atrapando al general y provocándole una dolorosa fractura en el omoplato. Pese al daño sufrido, el alemán no aprovechó esta circunstancia para ralentizar la marcha, quizás víctima del «síndrome de Estocolmo» fruto de la convivencia diaria en condiciones tan penosas; así, el general germano continuó subiendo y bajando montañas, demostrando una dignidad que sus captores nunca hubieran sospechado.