El primer éxito

A pesar de las mejoras introducidas en el reclutamiento y el entrenamiento de los comandos, el estrepitoso fracaso de la incursión sobre la isla de Guernsey reveló que una fuerza de este tipo requería de una organización más compleja, capaz de trabajar de manera coordinada con la RAF y la Marina Real (Royal Navy).

Así, tres días después de esa operación, el 17 de julio de 1942, se puso al veterano almirante sir Roger Keyes al frente del Cuartel General de Operaciones Combinadas (Combined Operations Headquarters), que debía coordinar ese tipo de ataques realizados por los comandos. La avanzada edad de Keyes no supuso un obstáculo para su elección, aunque no dejaba de sorprender que un cuerpo de reciente creación, que tendría que regirse por criterios innovadores, fuera encomendado a alguien que podía verse lastrado por su pasado. A cambio de ese supuesto punto débil, Keyes gozaba de un enorme prestigio en el estamento militar y además era sumamente popular entre la gente, lo que podía servir para dar un fuerte impulso de salida a esta nueva unidad.

El flamante jefe de Operaciones Combinadas podía presentar un currículum tan abultado como brillante, que se remontaba a principios de siglo. Keyes había luchado en China durante la rebelión de los bóxers y se convertiría en un héroe durante la Primera Guerra Mundial. Fue oficial de submarinos y mandó un acorazado. En la primavera de 1918, Keyes dirigió una incursión marítima contra la base de submarinos alemanes en Ostende, en la que consiguió bloquear la salida del puerto hundiendo en la bocana unos barcos de cemento.

A pesar de la escasez de armas y materiales, Keyes confiaba en reeditar la gloria obtenida durante la Gran Guerra, en este caso al frente de los comandos, y en acciones similares a la que él protagonizó en Ostende. Sin embargo, inesperadamente, el prestigio de Keyes no le sirvió para obtener el apoyo total de la Oficina de Guerra en su tarea, lo que obligó a la intervención personal de Churchill, quien logró que el almirante saliera reforzado de su disputa con los burócratas.

Dentro del proceso de organización de la unidad llevado a cabo por el almirante Keyes, en noviembre de 1940 se constituyó la Brigada de Servicios Especiales (Special Service Brigade), formada por dos mil hombres y organizada en comandos, numerados del 1 al 12. Los voluntarios fueron sometidos a un durísimo entrenamiento en las Highlands escocesas. Tras varios meses de adiestramiento, los hombres estaban deseosos de entrar en acción, pero los sucesivos aplazamientos acabaron minando la moral, extendiéndose entre los comandos un sentimiento de frustración.

Pero en febrero de 1941 llegaría el esperado momento de poner en práctica las habilidades entrenadas una y otra vez en Escocia. Los comandos 3 y 4 participarían en un asalto a las islas Lofoten, situadas en la costa noruega, cerca del Círculo Polar Ártico. El objetivo de la incursión era destruir las fábricas de aceite de pescado que había allí instaladas. En estas fábricas, además de producir aceite de arenque y de bacalao, se procesaba gran parte de él para obtener glicerina, que se empleaba en la fabricación de los explosivos alemanes. Además, también se preparaban unas píldoras de vitaminas A y B que eran suministradas a las fuerzas armadas alemanas, la Wehrmacht. El objetivo era modesto, pero podía resultar un excelente banco de pruebas para comprobar si los comandos estaban preparados para afrontar empresas más ambiciosas y, en todo caso, siempre y cuando la operación fuera un éxito, iba a suponer un golpe psicológico a los alemanes además de una inyección de moral para los británicos.

Así, la fuerza de asalto zarpó de la base naval escocesa de Scapa Flow en la medianoche del 1 de marzo de 1941. El convoy constaba de dos buques de transporte de tropas, con medio millar de comandos a bordo, y cinco destructores. El viaje fue largo y pesado; durante los tres días que duró la travesía los hombres sufrieron un frío intenso, imposible de atemperar a pesar de toda la ropa de abrigo que llevaban encima, y tuvieron que soportar mareos a causa del balanceo de los buques en las agitadas aguas del mar del Norte.

Los barcos alcanzaron su objetivo en la madrugada del 4 de marzo. Los comandos bajaron a las lanchas de desembarco y se dirigieron a las dos islas en donde se levantaban las fábricas de aceite de pescado. Aunque estaba todo en calma, los soldados británicos no las tenían todas consigo, pensando que podían ser objeto de una emboscada por parte de los alemanes.

La tensión iba en aumento conforme se acercaban más al muelle en el que tenían previsto desembarcar. Existía un fundado temor entre los comandos a que esa tranquilidad fuera debida a que se estuvieran dirigiendo hacia una trampa urdida por los defensores germanos. Pero cuando los británicos llegaron al puerto se encontraron con una sorpresa que nadie había podido imaginar: cientos de noruegos se arremolinaban en el muelle para dar la bienvenida a los incursores. Ante la estupefacción de los comandos, los civiles les tendían la mano para ayudarles a salir a tierra.

Los británicos nunca hubieran soñado con disfrutar de un desembarco tan plácido. Mientras tanto, no había ni rastro de las tropas alemanas. Inexplicablemente, la guarnición germana de las Lofoten se limitaba a dos centenares de hombres de los que la mayoría eran marinos mercantes; todos ellos se entregarían sin combatir. La única resistencia al asalto la protagonizó un pesquero artillado alemán que, sin ser consciente de su inferioridad en esas circunstancias, intentó plantar cara él solo a los cinco destructores; su gesto suicida le valió ser atacado y hundido en apenas unos minutos.

Los comandos británicos se apoderaron de la estación de telégrafos y de la central telefónica, mientras el Cuerpo de Ingenieros iniciaba los trabajos de demolición de las dieciocho fábricas de pescado que había en la zona, junto a unos grandes tanques de almacenamiento de fueloil. Así, comenzaron a retumbar las explosiones que iban convirtiendo en ruinas humeantes las plantas procesadoras de aceite y los depósitos de combustible. Con el desembarco de los británicos, los habitantes de las Lofoten vieron llegada su hora de tomarse la revancha por las humillaciones pasadas bajo la ocupación germana y se aprestaron a denunciar a los colaboracionistas.

En la operación hubo también lugar para el proverbial humor inglés. Antes de destruirla, a un teniente se le ocurrió enviar desde la estación de telégrafos acabada de capturar un telegrama con un destinatario singular:

Adolf Hitler, Berlín. En su último discurso usted dijo que las tropas alemanas saldrían al encuentro de los ingleses donde quiera que estas desembarcasen. ¿Dónde están sus tropas?

Se desconoce si el telegrama llegó finalmente a manos de su destinatario, pero es de suponer que, de haber sido así, con toda seguridad el führer tuvo que sufrir uno de esos irrefrenables ataques de cólera a los que era tan propenso cuando venían mal dadas.

Poco después del mediodía, la misión se dio por concluida. Los soldados regresaron a sus botes; mientras las lanchas de desembarco se alejaban del puerto, los noruegos permanecían en el muelle eufóricos cantando su himno nacional, a pesar de que los incursores acababan de destruir su principal fuente de sustento. Los barcos británicos regresarían con muchos más pasajeros que los que iban en el viaje de ida; a los comandos había que sumar doscientos dieciséis prisioneros alemanes y trescientos catorce noruegos que se habían ofrecido voluntarios a luchar junto a los aliados.

El asalto a las Lofoten no pudo ser más exitoso. Todos los objetivos se habían cumplido y el único precio que se pagó fue el de un oficial herido en el muslo, al disparársele la pistola que llevaba en el bolsillo del pantalón. Curiosamente, el enemigo más encarnizado que se encontraron los británicos esa madrugada invernal en las Lofoten no fue la guarnición alemana, sino el frío glacial y entumecedor contra el que era inútil combatir a pesar de llevar encima varias capas de ropa de abrigo. De todos modos, los comandos regresaron felices y satisfechos a suelo británico.

El excelente balance de la incursión sobre las Lofoten parecía que iba a suponer la consolidación del almirante Keyes al frente del Cuartel General de Operaciones Combinadas y un empuje decisivo a sus ambiciosos proyectos, pero no sería así. Los aplazamientos sucesivos de nuevas operaciones, como un proyectado asalto a las islas Canarias que nunca tendría lugar, acabaron con la paciencia de Keyes, cuya relación con los burócratas de la Oficina de Guerra y los jefes de las otras fuerzas militares empeoraba día a día.

Churchill optó finalmente por sustituir al controvertido almirante Keyes por alguien con un perfil más diplomático, el capitán Louis Mountbatten, primo del rey, quien poseía una mayor habilidad para superar ese tipo de obstáculos, además de un carisma que le hacía extraordinariamente popular entre sus subordinados. Así, como jefe de Operaciones Combinadas, lord Mountbatten se aprestó a poner nuevamente a prueba a los comandos que tenía ahora bajo su mando.

Operaciones secretas de la Segunda Guerra Mundial
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