Precisión quirúrgica

Ese apoyo de las más altas autoridades al plan ideado por Wallis se traduciría en un incremento de los medios con los que podría contar el científico para su proyecto. Así, se llegó a poner a su disposición una presa fuera de servicio situada en las montañas de Gales. La Confederación Hidrográfica de la zona le autorizó a emplearla en sus ensayos, e incluso a volarla si era necesario.

No obstante, Wallis seguiría encontrándose con dificultades. La primera sería obtener el acero necesario para la fabricación de las bombas, entonces escaso en Gran Bretaña, lo que se conseguiría finalmente no sin poco esfuerzo. Una vez establecido el tamaño definitivo de la bomba, se vio que el único aparato capaz de transportarla hasta el objetivo era el cuatrimotor Lancaster, pero —al igual que pasaba con el Wellington— la escotilla de lanzamiento no tenía el tamaño suficiente para soltar la bomba. Después de las modificaciones pertinentes, que implicaron una laboriosa reforma de la parte inferior del fuselaje y la colocación de dos garras de sujeción en las que posar el artefacto, este problema también se vio superado.

Por último, Wallis observó en sus experimentos que si a las bombas se les imprimía un movimiento rotatorio hacia atrás, se facilitaba el avance a saltos por la superficie del agua, haciendo que recorriese una mayor distancia antes de hundirse. Para conseguir ese movimiento, Wallis recurrió a unas correas impulsadas por un motor hidráulico perteneciente al sistema de dirección de un submarino, y que se encargarían de hacer rotar las bombas antes de que fueran arrojadas al agua.

Mientras se acababan de solucionar los aspectos técnicos de la operación, era necesario pensar en el factor humano. Los aviadores encargados de lanzar las bombas debían ser especialmente hábiles y experimentados, puesto que la precisión en el bombardeo era fundamental para el éxito de la misión.

A principios de marzo de 1943, el joven pero ya veterano comandante Guy Gibson recibió el encargo de formar una nueva escuadrilla, que tendría como primera misión el bombardeo de las presas. Para ello, Gibson tuvo carta blanca para escoger a los mejores pilotos entre la flor y nata de los escuadrones de bombardeo de la RAF. Este trabajó lo tuvo que realizar en tan sólo cuarenta y ocho horas; Gibson convocó a veintiún aviadores a los que, una vez reunidos, se les comunicó que habían sido elegidos para llevar a cabo una misión que, según les explicaría, tal vez precipitaría el final de la guerra. Tan sólo una semana después, la nueva unidad de élite, con sus aparatos, dotaciones, personal de tierra y talleres, se vio instalada en la base de Scampton, y se le asignó la denominación de Escuadrilla 617.ª.

Wallis debió de verse sorprendido por la brusca aceleración que había sufrido el proyecto, después de más de tres años en los que este se había visto ralentizado hasta casi quedar paralizado, para desesperación suya. Pero no había tiempo que perder; las autoridades británicas deseaban que el bombardeo de las presas del Ruhr se produjese lo más pronto posible, por lo que era necesario ultimar a toda prisa los detalles de la operación. Gibson recibió de Wallis las indicaciones para conseguir romper los diques, que implicaban dejar caer las bombas a sólo dieciocho metros de altura sobre el agua.

Gibson no pudo reprimir su inquietud ante la ejecución de esa tarea. Sus aviones debían soltar una bomba, de la que en ese momento se desconocían las características definitivas y cuyo efecto en esas circunstancias también se desconocía, a una velocidad de más de trescientos cincuenta kilómetros por hora y prácticamente a ras de la superficie del agua. Además, el lanzamiento debía hacerse de noche y sólo cuando el avión sobrevolase exactamente un punto previamente determinado.

A pesar de ese panorama tan incierto, Gibson se puso manos a la obra. Echando mano de un sentido de la improvisación más propio de una mentalidad latina que de una anglosajona, Gibson fue superando los sucesivos obstáculos que se fueron presentando durante los ensayos. Así, un problema surgió a la hora de reproducir las condiciones de iluminación en las que debía llevarse a cabo el ataque: de noche y con luna llena. La falta de tiempo y el hecho de que los cielos británicos se hallasen frecuentemente nublados hizo que se recurriese a pintar de azul los cristales de la cabina de los bombarderos, a fin de simular el entrenamiento nocturno a la luz de la luna durante las horas diurnas.

Otro problema más importante se presentó ante el reto de soltar las bombas en el lugar y el momento preciso. Para que la misión tuviera éxito, era necesario actuar con una precisión quirúrgica. Sin embargo, en aquellos momentos no se disponía de los instrumentos que permitían esa exactitud. Así, los británicos acabaron recurriendo a un instrumental tan tosco como efectivo; un telémetro improvisado que constaba únicamente de dos maderas en forma de «V», con un visor en el vértice y dos clavos en los extremos. El ángulo de abertura se graduó para que coincidiese con dos torres que había en los pantanos. Así, en el momento en el que el observador divisase las dos torres, sabía que se encontraba a la distancia correcta para efectuar el lanzamiento de la bomba. Con el fin de practicar con ese insólito telémetro de madera, se levantaron dos torres junto al muro de contención de una presa escocesa. En pocos días, todas las tripulaciones eran ya capaces de lanzar en el momento oportuno el proyectil de ensayo.

Día y noche, durante un mes y medio, los bombarderos pesados de la Escuadrilla 617.ª atronaron con su presencia los bucólicos lagos y valles escoceses, ensayando una y otra vez la misión. Sin embargo, los miembros de la escuadrilla aún se enfrentaban a un problema sin resolver: determinar con exactitud la altura a la que volaban, para calcular los dieciocho metros de altitud sobre el nivel del agua a que debían arrojar las bombas. Hay que tener presente que los altímetros que se utilizaban entonces sólo podían indicar alturas superiores a los cincuenta metros. Existían aparatos eléctricos que sí podían medir alturas inferiores, pero sólo funcionaban bien en mar abierto o terrenos despejados, no al volar sobre valles rodeados de montañas, como era el caso de las presas alemanas. La consecuencia era que los bombarderos debían efectuar los vuelos rasantes sobre el agua mediante observación directa, lo que produjo que en más de una ocasión durante los ensayos se bordease la tragedia al rozar la superficie.

Pero un día se encontró también una solución sencilla e imaginativa a este problema. En la proa y en la popa de los bombarderos se colocaron sendos focos, calibrados cuidadosamente para que al juntarse sobre el agua a dieciocho metros de altura sus haces luminosos dibujasen la figura de un «8»; cuando el piloto conseguía que se viese esa figura sobre el agua, sabía que en ese momento estaba volando a la altura requerida. Como se puede comprobar, donde no llegaba la tecnología lo hacía el ingenio.

Operaciones secretas de la Segunda Guerra Mundial
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