Un dilema moral
En la mañana del 17 de abril de 1943, una estación de escucha emplazada en las islas Aleutianas interceptó un mensaje del acorazado Yamato destinado a la base de la marina nipona de la isla de Truk, en las Carolinas. Siguiendo el protocolo establecido, el mensaje fue retransmitido por teleimpresora a los servicios de inteligencia de la Marina en Washington para que fuera descodificado. En él se anunciaba que el almirante Yamamoto iba a realizar una gira de inspección por las bases japonesas de las islas Salomón desde el aeródromo de Rabaul, en la isla de Nueva Bretaña. Para sorpresa de los norteamericanos, en el mensaje se especificaban las horas de partida y llegada del avión, el plan de vuelo e incluso la composición de la escolta que iba a llevar.
Los descodificadores percibieron de inmediato la enorme relevancia del mensaje interceptado. Esa misma mañana, en cuanto el secretario de Marina Frank Knox tuvo conocimiento de la comunicación japonesa, convocó una reunión de urgencia para deliberar sobre la posibilidad de atacar el avión de Yamamoto. Sin embargo, la base norteamericana más cercana, situada en la isla de Guadalcanal, se hallaba a quinientos kilómetros de la ruta que iba a seguir el almirante; los únicos aviones con autonomía suficiente para cubrir esa distancia que estaban disponibles en ese momento en Guadalcanal eran los bimotores Lockheed P-38 Lightning de la 339.ª Escuadrilla de Caza. El ingeniero de la Lockheed que asistió a la reunión confirmó que esos aparatos podrían llevar a cabo la misión, aunque para ello iba a ser necesario añadir unos depósitos de combustible suplementarios; el único problema era que en Guadalcanal no había existencias y que el lugar más próximo en el que habían depósitos de ese tipo era una lejana base australiana.
Pero existía un condicionante que no podía pasarse por alto; si se optaba por llevar a cabo la misión, se corría el riesgo de que los japoneses descubriesen que los servicios de inteligencia norteamericanos podían descifrar sus códigos navales. Si acababan cambiando su sistema de claves a consecuencia de la operación para eliminar a Yamamoto, los norteamericanos habrían renunciando a una ventaja que había sido decisiva en la batalla de Midway. Sin embargo, la posibilidad de asestar ese golpe a Japón, arrebatándole su cerebro militar más privilegiado, era demasiado sugestiva para dejarla pasar. Cuando se determinó que Yamamoto iba a quedar al alcance de los aviones estadounidenses, se consultó al presidente Roosevelt y al jefe de la Marina, el almirante Ernest King, para que fueran ellos los encargados de dar luz verde a la operación.
Pero esa decisión no podía ser tomada solamente en base a criterios técnicos y a la conveniencia de que el secreto norteamericano quedase al descubierto, sino que también había que sopesar los condicionantes éticos. Acabar con la vida del almirante japonés, ¿era una acción de guerra o un asesinato? Era dudoso que la operación, al centrarse en la eliminación de una persona determinada que en ese momento se hallaba en la retaguardia, formase parte de los usos y costumbres de la guerra. Además, se abría la puerta a que Japón emprendiese acciones selectivas del mismo tipo.
El debate planteaba muchas dudas, pero sería el almirante Chester Nimitz el que expondría el argumento definitivo a favor de lanzar la operación, al afirmar que Japón no tendría con quién reemplazar la falta de Yamamoto. Todos coincidieron en que el almirante nipón no tenía sustituto; según el razonamiento del resolutivo Nimitz, puesto que Yamamoto era vital para el enemigo, no había que dudar en eliminarlo.
Derribadas las últimas barreras morales, el presidente Roosevelt y el almirante King dieron finalmente la orden de poner en marcha el ataque. Había comenzado la denominada Operación Vengeance (‘Venganza’), un nombre que revelaba la intención de ajustar cuentas con el artífice del ataque a Pearl Harbor.