Incursión en Creta: El secuestro de un general
Al anochecer del 26 de abril de 1944, el general alemán Heinrich Kreipe, destinado en la isla de Creta, apuraba una copa de cognac francés junto a otros militares en el casino de oficiales de Archanes. La vida de los oficiales germanos en la isla cretense era muy plácida en comparación con los que debían enfrentarse a los soviéticos en el frente oriental o a los anglo-norteamericanos en el frente italiano. Ellos sabían que eran unos privilegiados, y el general Kreipe más que cualquiera, ya que antes de ser premiado con ese tranquilo destino en el Mediterráneo había tenido que sufrir los rigores del invierno ruso, dirigiendo los combates en el frente oriental.
A pesar de que el poderío germano se hallaba en retirada, en esos momentos la mayor parte del continente europeo seguía en manos de Hitler. Los aliados habían desembarcado en Italia el verano anterior y avanzaban ya por la península italiana, pero con crecientes dificultades. Por su parte, los soviéticos habían tomado definitivamente la iniciativa en el este, aunque la denodada resistencia germana les llevaba a insistir una y otra vez a sus aliados occidentales para que abriesen un segundo frente en el oeste.
El general Heinrich Kreipe. Tras sobrevivir a las calamidades del
frente ruso, su nuevo y envidiado destino en Creta sería menos
tranquilo de lo previsto.
Los alemanes sabían que su fortaleza europea iba a ser objeto de una invasión, pero todavía no sabían por dónde. Los aliados podían intentar un desembarco en las costas noruegas, francesas, españolas o en los Balcanes. Aunque Churchill contemplaba con simpatía esta última posibilidad, al servir para cortar la ruta de avance de los soviéticos, la posibilidad cierta de entrar en conflicto con Stalin llevaba a decantarse por las costas francesas. Pero los alemanes sí que consideraban la posibilidad de ese desembarco en los Balcanes; los aliados se dedicaron a alimentar esa hipótesis para que los alemanes se vieran obligados a dividir sus recursos defensivos.
Una pieza clave para esa labor de engaño y de hostigamiento era la isla de Creta, que había sido invadida por los alemanes en mayo de 1941. Gracias a una espectacular operación aerotransportada, la milenaria isla en la que se halla la cuna de Zeus, donde Ícaro realizó su legendario vuelo y que vio pasar a romanos, árabes, venecianos y turcos, cayó bajo el triunfante símbolo de la esvástica.
Probablemente, ese día, el general Kreipe departió con sus colegas sobre la marcha de la guerra, cuyo desenlace era cada vez más incierto para el Reich. Es posible que comentasen las dificultades que estaban atravesando sus seres queridos en Alemania, sometida a una insistente y devastadora campaña de bombardeos, y de la que ellos tenían cumplida cuenta gracias a las cartas que les remitían regularmente sus familiares. Pero todo ello parecía muy lejano desde esa isla, en la que tan sólo debían hacer frente al hostigamiento de los irreductibles partisanos cretenses.
A las nueve en punto de la noche, el general Kreipe se despidió de los otros militares con los que había compartido esos momentos de asueto en el casino de oficiales y se dirigió a su vehículo. Allí, su chófer le esperaba para emprender el camino de regreso a su residencia en Cnosos, como venía haciendo cada día a esa misma hora, ya que Kreipe era un hombre de costumbres fijas.
El chófer puso en marcha el coche y Kreipe se acomodó en el asiento posterior. El vehículo inició el trayecto por la carretera secundaria de Archanes. Pero al doblar la curva que desembocaba en la carretera principal, de la oscuridad surgió una luz roja que alguien hacía oscilar en mitad de la calzada. Kreipe ordenó al conductor que detuviese el vehículo. Dos soldados alemanes se acercaron al vehículo. Tanto el general como su chófer pensaron que se trataba de una de las patrullas encargadas de controlar los caminos de la isla, pero muy pronto se darían cuenta de que estaban muy equivocados.