Jesse Rosenberg

Lunes 4 de agosto de 2014

Nueve días después de la inauguración

A las siete de la mañana, nos presentamos en el domicilio de los Bird. Michael había podido al final volver a casa la noche anterior.

Miranda nos abrió la puerta y Derek le puso en el acto las esposas.

—Miranda Bird —le dije—, está detenida por haber mentido a un oficial de la policía y por obstrucción a una investigación criminal.

Michael salió de la cocina, con las niñas detrás.

—¡Están locos! —exclamó, intentando interponerse.

Las niñas se echaron a llorar. No me gustaba actuar así, pero no nos quedaba elección. Tranquilicé a las niñas mientras mantenía apartado a Michael y Derek se llevaba a Miranda.

—La situación es muy seria —le expliqué a Michael, como si le estuviera confesando algo—. Las mentiras de Miranda han tenido consecuencias graves. El fiscal está furioso. No se va a librar de una pena de prisión incondicional.

—¡Pero esto es una pesadilla! —exclamó Michael—. Déjenme hablar con el fiscal, tiene que tratarse de un malentendido.

—Lo siento, Michael. Por desgracia no hay nada que pueda usted hacer. Tendrá que ser fuerte. Por sus hijas.

Salí de la casa para reunirme con Derek en el coche. Entonces Michael nos siguió muy deprisa.

—¡Suéltenla! —exclamó—. Dejen libre a mi mujer y lo confesaré todo.

—¿Qué tiene que confesar? —le pregunté.

—Se lo diré, si promete dejar a mi mujer en paz.

—Trato hecho —le contesté.

Derek le quitó a Miranda las esposas.

—Quiero un trato con el fiscal, por escrito —especificó Bird—. Una garantía de que Miranda no corre ningún riesgo.

—Eso puedo arreglarlo —le aseguré.

Una hora después, en una sala de interrogatorios del centro regional de la policía estatal, Michael Bird repasaba una carta con la firma del fiscal que exoneraba a su mujer de cualquier procedimiento por el hecho de habernos inducido de forma voluntaria a error durante la investigación. La firmó y nos confesó, casi con tono de alivio:

—Maté a Meghan Padalin. Y a la familia Gordon. Y a Stephanie. Y a Cody. Y a Costico. Los maté a todos.

Hubo un prolongado silencio. Veinte años después, por fin conseguíamos una confesión. Animé a Michael a que nos dijera más.

—¿Por qué lo hizo? —le pregunté.

Se encogió de hombros.

—Ya he confesado. Eso es lo que cuenta, ¿no?

—Queremos entenderlo. No tiene un perfil de asesino, Michael. Es usted un bondadoso padre de familia. ¿Cómo puede ser que un hombre como usted haya matado a siete personas?

Titubeó un instante.

—Ni siquiera sé por dónde empezar —murmuró.

—Comience por el principio —le sugerí.

Buceó en sus recuerdos y dijo:

—Todo empezó una noche a finales del año 1993.

*

Principios de diciembre de 1993

Era la primera vez que Michael Bird iba al Ridge’s Club. Por lo demás, no era ni de lejos la clase de sitio al que le gustaba ir. Pero uno de sus amigos se había puesto muy pesado para que lo acompañara. «Hay una cantante con una voz extraordinaria», le aseguró. Pero, una vez allí, no fue la cantante la que subyugó a Michael, sino la recepcionista de la entrada. Era Miranda. Se produjo un flechazo instantáneo. Para Michael fue como un embrujo. Estaba locamente enamorado.

Al principio, Miranda rechazó las insinuaciones de Michael. Le dio a entender que no debía acercarse a ella. Él pensó que se trataba de un juego para seducirlo. No vio el peligro. Al final, Costico se fijó en él y obligó a Miranda a tenderle una trampa en el motel. Ella, al principio, se negó. Pero una sesión de barreño la obligó a aceptar. Una noche de enero citó por fin a Michael en el motel. Él acudió al día siguiente por la tarde. Se desvistieron y Miranda, desnuda encima de la cama, le dijo: «Soy menor, todavía voy a instituto. ¿A que te pone?». Michael se quedó cortado: «Me habías dicho que tenías diecinueve años. Es una locura que me hayas mentido. No puedo estar en esta habitación contigo». Quiso volver a vestirse, pero se fijó entonces en un individuo robusto que estaba detrás de una cortina: era Costico. Hubo un forcejeo; Michael consiguió escapar de la habitación, desnudo, pero con las llaves del coche. Costico lo persiguió por el aparcamiento, pero a Michael le dio tiempo a abrir la puerta del coche y coger un espray de pimienta. Neutralizó a Costico y escapó. Sin embargo, Costico no tuvo dificultades para encontrarlo y le dio una paliza en toda regla en su casa antes de llevarlo a la fuerza, en plena noche, al Ridge’s Club, que ya había cerrado. Michael acabó en «el despacho». Con Jeremiah. También estaba Miranda. Jeremiah le explicó a Michael que, en adelante, tenía que trabajar para él. Que era su «lacayo». Le dijo: «Mientras hagas lo que se te diga, tu amiguita no se mojará». En ese momento, Costico agarró a Miranda por el pelo y la llevó a rastras hasta el barreño. Mantuvo metida la cabeza de esta en el agua durante un buen rato y lo repitió hasta que Michael prometió que colaboraría.

*

—Y se convirtió en uno de los «lacayos» de Jeremiah Fold —dije.

—Sí, Jesse —me contestó Michael—. Incluso en su «lacayo» favorito. No podía negarle nada. Si me mostraba reticente, lo pagaba Miranda.

—Y ¿no intentó avisar a la policía?

—Era demasiado peligroso. Jeremiah tenía fotos de toda mi familia. Un día fui a casa de mis padres y estaba en su salón, tomándose un té. Y también tenía miedo por Miranda. Yo estaba loco por ella. Y ella, por mí. Por las noches iba a reunirme con ella en su habitación del motel. Quería convencerla de que huyese conmigo, pero estaba demasiado asustada. Decía que Jeremiah daría con nosotros. Decía: «Si Jeremiah sabe que nos vemos, nos matará a los dos. Nos hará desaparecer, nadie encontrará nuestros cuerpos». Le prometí que la sacaría de ahí. Pero las cosas se me estaban complicando, porque Jeremiah había puesto los ojos en el Café Athéna.

—Había empezado a chantajear a Ted Tennenbaum.

—Exactamente. Y adivinen a quién le había encargado ir a buscar el dinero todas las semanas. A mí. Yo conocía un poco a Ted. Todos se conocen en Orphea. Cuando fui a decirle que me enviaba Jeremiah, sacó una pistola y me puso la boca del cañón en la frente. Creí que iba a matarme. Se lo conté todo. Le dije que la vida de la mujer a quien amaba dependía de mi cooperación. Fue el único error que cometió Jeremiah Fold. Él, tan minucioso, tan pendiente de los detalles, ni se había imaginado que Ted y yo pudiéramos aliarnos contra él.

—Decidieron matarlo —dijo Derek.

—Sí, pero resultaba complicado. No sabíamos cómo hacerlo. Ted era bastante peleón, pero no un asesino. Y, además, había que pillar a Jeremiah solo. No podíamos atacarlo ni delante de Costico, ni de nadie más. Entonces decidimos estudiar sus rutinas: ¿paseaba solo a veces? ¿Le gustaba correr por el bosque? Había que encontrar el mejor momento para matarlo y librarse del cuerpo. Pero descubrimos que Jeremiah era intocable. Tenía mucho más poder que el que habríamos podido suponer Ted y yo. Sus «lacayos» se espiaban entre sí, tenía una red de información impresionante, estaba compinchado con la policía. Se enteraba de todo.

*

Mayo de 1994

Michael llevaba dos días espiando cerca del domicilio de Jeremiah, escondido en el coche, observándolo, cuando de repente se abrió la puerta; antes de poder reaccionar, recibió un puñetazo en la cara. Era Costico. Tras sacarlo del coche a empellones, lo llevó a la fuerza al club. Jeremiah y Miranda lo estaban esperando en «el despacho». Jeremiah parecía furioso. «Me espías —le dijo a Michael—. ¿Piensas ir a la policía?». Michael le juró que no, pero Jeremiah no le hizo caso. Le ordenó a Costico que le diera una paliza. Luego las pagó con Miranda. Un suplicio interminable. Miranda quedó en tan mal estado que no pudo salir de su habitación durante varias semanas.

Tras este episodio, temiendo que los tuvieran vigilados, Michael y Ted Tennenbaum siguieron reuniéndose, pero muy en secreto y en lugares imprevisibles, lejos de Orphea, para no arriesgarse a que los vieran juntos. Ted le comentó a Michael:

—Es imposible que nosotros podamos matar a Jeremiah. Tenemos que encontrar a alguien que no sepa nada de él y convencerlo para que lo haga.

—¿Quién aceptaría hacer algo así?

—Alguien que necesite un favor del mismo tipo. Mataremos nosotros a alguien a cambio. Alguien a quien no conozcamos nosotros. La policía nunca nos relacionará con ello.

—¿Alguien que no nos haya hecho nada? —preguntó Michael.

—Créeme —contestó Ted Tennenbaum—, se me hace cuesta arriba proponer algo así, pero no veo ninguna otra salida.

Después de pensárselo, Michael consideró que era, quizá, la única solución para salvar a Miranda. Por ella, estaba dispuesto a lo que fuera.

El problema consistía en encontrar un socio, alguien que no tuviera relación con ellos. ¿Cómo se hacía eso? No podían poner un anuncio por palabras.

Transcurrieron seis semanas. Cuando ya habían perdido cualquier esperanza de dar con alguien, a mediados de junio Ted contactó con Michael y le dijo:

—Creo que tengo a nuestro hombre.

—¿Quién?

—Vale más que no lo sepas.

*

—¿Así que no sabía quién era el socio que había encontrado Ted Tennenbaum?

—Eso es —contestó Michael—. Ted Tennenbaum era el intermediario, el único que sabía quiénes eran los ejecutores. Así se confundían todas las pistas. La policía no podía relacionarnos, porque ni siquiera nosotros sabíamos la identidad del otro. Dejando aparte a Tennenbaum; pero él era hombre de sangre fría. Para tener la seguridad de que no hubiera ningún vínculo, Tennenbaum acordó con el socio un sistema de intercambio de los nombres de las víctimas. Le dijo algo así como: «No tenemos ni que hablarnos, ni que vernos. El 1 de junio, vaya a la librería. Hay un cuarto en el que no entra nadie, con libros de escritores locales. Escoja uno y escriba dentro el nombre de la persona. No directamente. Rodee las palabras cuya primera letra se corresponda con una letra de su nombre y de su apellido. Luego, doble una esquina del libro. Esa será la señal».

—Y usted puso el nombre de Jeremiah Fold —intervino Anna.

—Exacto; en la obra de Kirk Harvey. Nuestro socio escogió un libro sobre el festival de teatro. Puso el nombre de Meghan Padalin. Esa librera tan simpática. A la que teníamos que matar era a ella. Empezamos a estudiar sus hábitos. Salía a correr todos los días hasta el parque de Penfield Crescent. Pensábamos atropellarla. Nos quedaba por decidir cuándo. Quedó claro que a nuestro socio se le ocurrió la misma idea: el 16 de julio Jeremiah murió en un accidente de tráfico. Pero habíamos estado al borde del desastre, había pasado tiempo agonizando, podría haberse salvado. Era el tipo de inconveniente que teníamos que evitar. Ted y yo éramos buenos tiradores. A mí mi padre me enseñó de pequeño a disparar con carabina. Me decía que se me daba bien. Así que decidimos matar a Meghan a tiros.

*

20 de julio de 1994

Ted se reunió con Michael en un aparcamiento desierto.

—Tenemos que hacerlo, chico. Hay que matar a esa joven.

—¿No podríamos dejarlo pasar? —dijo Michael, torciendo el gesto—. Ya tenemos lo que queríamos.

—Qué más quisiera yo, pero hay que cumplir el trato. Si nuestro socio piensa que nos hemos reído de él, podría tomarla con nosotros. He oído lo que decía Meghan en la librería. No va a ir a la inauguración del festival. Saldrá a correr como todas las tardes y el barrio estará desierto. Es una ocasión perfecta.

—Entonces será la tarde de la inauguración —dijo Michael en un murmullo.

—Sí —dijo Tennenbaum metiéndole discretamente en la mano una Beretta—. Toma, coge esto. El número de serie está limado. Nadie podrá relacionarte.

—¿Por qué yo? ¿Por qué no lo haces tú?

—Porque yo sé quién es el otro. Tienes que ser tú, es la única manera de confundir las pistas. Aunque te preguntase la policía, no podrías decirle nada. Se trata de un plan perfecto. Y, además, me has dicho que eras muy buen tirador, ¿no? Basta con matar a esa chica y quedaremos completamente libres. Por fin.

*

—Así que el 30 de julio pasó usted a la acción —dijo Derek.

—Sí. Tennenbaum me dijo que me acompañaría y me pidió que fuera a buscarlo al Gran Teatro. Era el bombero de servicio esa tarde. Aparcó la camioneta delante de la entrada de artistas para que todo el mundo la viera y le sirviera de coartada. Fuimos juntos al barrio de Penfield. Todo se hallaba desierto. Meghan estaba ya en el parque. Me acuerdo de que miré la hora: las siete y diez. «30 de julio de 1994, las siete y diez de la tarde», iba a quitarle la vida a un ser humano. Cogí aire y luego me abalancé como un loco sobre Meghan. No entendió qué pasaba. Disparé dos veces. Fallé. Salió huyendo hacia la casa del alcalde. Empuñé la pistola, esperé a tenerla en el visor y volví a disparar. Se desplomó. Me acerqué y le pegué un tiro en la cabeza. Para tener la seguridad de que estaba muerta. Casi sentí alivio. Todo era irreal. En ese momento vi al hijo del alcalde, que me miraba desde detrás de la cortina del salón. ¿Qué hacía ahí? ¿Por qué no estaba en el Gran Teatro con sus padres? Todo ocurrió en una fracción de segundo. No me paré a pensar. Fui corriendo hasta la casa, presa del pánico. La adrenalina me daba fuerzas y rompí la puerta de una patada. Me encontré frente a la mujer del alcalde, Leslie, que estaba llenando una maleta. El tiro salió solo. Cayó al suelo. Luego apunté al niño, que quería esconderse. Le disparé varias veces, y también otra vez a la madre, para tener la seguridad de que habían muerto. Después, oí ruido en la cocina. Era el alcalde Gordon, que intentaba escapar por la parte de atrás. ¿Qué podía hacer que no fuera dispararle también a él? Cuando salí, Ted había huido. Fui al Gran Teatro para mezclarme con el público de la inauguración del festival y para que se me viera. Me quedé con el arma, no sabía cómo librarme de ella, ni dónde.

Hubo un momento de silencio.

—¿Y luego? —preguntó Derek—. ¿Qué sucedió?

—No volví a ver a Ted. Según la policía, la persona a quien querían matar era el alcalde; Meghan no era más que una víctima indirecta. La investigación se encarrilaba en otra dirección. Estábamos seguros. No había forma de relacionarnos.

—Pero Charlotte le había cogido la camioneta a Ted sin pedírsela para ir a ver al alcalde Gordon justo antes de que llegasen ustedes.

—Seguramente no nos cruzamos con ella por un pelo y llegamos al poco de que se fuera. Fue después de que un testigo reconociera el vehículo delante del Café Athéna cuando todo empezó a torcerse. Ted comenzó a asustarse mucho. Volvió a ponerse en contacto conmigo. Me dijo: «¿Por qué has matado a todas esas personas?». Le contesté: «Porque me habían visto». Y, entonces, Ted me dijo: «¡El alcalde Gordon era nuestro socio! ¡Fue él quien mató a Jeremiah! ¡Era él quien quería que matásemos a Meghan! ¡Ni él ni su familia hubieran hablado nunca!». Ted me contó entonces cómo, a mediados de junio, el alcalde y él se habían aliado.

*

Mediados de junio de 1994

Ese día, Ted Tennenbaum fue a ver al alcalde Gordon para hablar del Café Athéna. Quería enterrar el hacha de guerra. No podía seguir soportando aquellas tensiones permanentes. El alcalde Gordon lo recibió en el salón. Era media tarde. Por la ventana, Gordon vio a alguien en el parque. Desde donde estaba, Ted no pudo reconocer quién era. El alcalde dijo entonces, con expresión sombría:

—Hay personas que no deberían estar vivas.

—¿Quién?

—Da lo mismo.

Ted notó en ese momento que Gordon podría ser la clase de hombre que buscaba. Decidió hablarle de su proyecto.

*

En el centro regional de la policía estatal, Michael nos dijo:

—Había matado a nuestro socio sin saberlo. Nuestro plan genial se había convertido en un fracaso. Pero estaba convencido de que la policía no podría pillar a Ted, puesto que no era el asesino. Pero no pensé que llegarían hasta el vendedor del arma. Y, luego, hasta Ted. Estuvo escondido una temporada en mi casa. No me dejó elección. Su camioneta estaba en mi garaje. Al final la iban a descubrir. Yo me moría de miedo; si la policía lo encontraba, yo también estaba perdido. Acabé por echarlo, amenazándolo con el arma con la que me había quedado. Salió huyendo y, media hora después, la policía ya lo perseguía. Murió ese mismo día. La policía concluyó que era el asesino. Me había salvado. Para siempre. Me reuní con Miranda y no nos volvimos a separar ya más. Nadie supo nada de su pasado. A su familia le dijo que se había quedado dos años de okupa antes de volver a casa.

—¿Miranda sabía que había matado usted a Meghan y a la familia Gordon?

—No, no sabía nada. Pero pensaba que me había cargado a Jeremiah.

—Por eso me mintió el otro día cuando la interrogué —confirmó Anna.

—Sí, se inventó esa historia del tatuaje para protegerme. Se encontraba al tanto de que la investigación también incluía a Jeremiah Fold y le daba miedo que lo relacionasen conmigo.

—¿Y Stephanie Mailer? —preguntó Derek.

—Ostrovski le costeaba una investigación. Se presentó un día en Orphea para hablarme de eso y para repasar los archivos del periódico. Le propuse un puesto en el Orphea Chronicle para poder vigilarla. Tenía la esperanza de que no descubriera nada. Estuvo estancada varios meses. Intenté despistarla haciéndole varias llamadas anónimas desde cabinas de teléfono. La encarrilé hacia los voluntarios y el festival, que era una pista falsa. La citaba en el Kodiak Grill y no iba a la cita, para ganar tiempo.

—Y también intentó embarcarnos a nosotros en la pista del festival —comenté.

—Sí —reconoció él—. Pero Stephanie encontró el rastro de Kirk Harvey, quien le dijo que era a Meghan a quien querían matar y no a Gordon. Me lo contó. Quería hablar de ello con la policía estatal, pero no antes de haber tenido acceso al expediente de la investigación. Tenía que hacer algo, iba a descubrirlo todo. Le hice una última llamada anónima, en la que le anunciaba una gran revelación para el 23 de junio y la citaba en el Kodiak Grill.

—El día en que fue al centro regional de la policía estatal —dije.

—Yo no sabía qué hacer aquella tarde. No sabía si debía hablar con ella y escapar. Pero sabía que no quería perderlo todo. Fue al Kodiak Grill a las seis, como habíamos quedado. Me senté aparte, en una mesa del fondo. Estuve observándola todo el rato. Por fin, a las diez, se fue. Tenía que hacer algo. La llamé desde la cabina. Quedé con ella en el aparcamiento de la playa.

—Y fue usted.

—Sí, me reconoció. Le dije que se lo iba a explicar todo, que iba a enseñarle algo muy importante. Se subió al coche.

—¿Quería llevarla a la isla de los Castores y matarla?

—Sí, allí nadie la habría encontrado. Pero se dio cuenta de lo que iba a hacer cuando estábamos llegando al lago de los Ciervos. No sé cómo lo supo. Por instinto, quizá. Se tiró del coche y echó a correr por el bosque; la perseguí y la alcancé en la orilla. La ahogué, empujé el cuerpo hasta el agua y se hundió. Volví al coche. Un automovilista pasó en ese momento por la carretera. Me entró miedo y me fui. Stephanie se había dejado el bolso en mi coche. Dentro estaban las llaves. Fui a su piso para registrarlo.

—Quería echarle mano a su investigación, claro —dijo Derek—. Pero no encontró nada. Así que se envió a usted mismo un mensaje con el teléfono de Stephanie para que pareciera que se había ido de viaje y ganar tiempo. Después fingió el robo en el periódico para llevarse su ordenador, hecho que no se descubrió más que unos cuantos días después.

—Sí —asintió Michael—. Esa noche me libré de su bolso y de su teléfono. Me quedé con las llaves, que podían serme útiles. Luego, cuando tres días después llegó usted a Orphea, Jesse, me entró el pánico. Esa noche volví al piso de Stephanie y lo registré a fondo. Pero resulta que llegó usted, aunque yo creía que se había ido de la ciudad. No tuve más remedio que atacarlo con un espray de pimienta para poder escapar.

—Y más adelante se las apañó para estar lo más cerca posible de la obra y de la investigación —dijo Derek.

—Sí. Y tuve que matar a Cody. Sabía que les había hablado del libro de Bergdorf. Había sido en un ejemplar de ese libro en donde el alcalde Gordon había escrito el nombre de Meghan. Empecé a suponer que todo el mundo sabía lo que yo había hecho en 1994.

—Y mató a Costico también, porque podía llevarnos hasta usted.

—Sí. Cuando Miranda me dijo que la había interrogado usted, pensé que iría a hablar con Costico. No sabía si recordaría mi nombre, pero no podía correr riesgos. Lo seguí a su casa desde el club para saber dónde vivía. Llamé y lo amenacé con el arma. Esperé a que se hiciera de noche para obligarlo a llevarme al lago de los Castores y a remar hasta el islote. Luego le disparé y lo enterré allí.

—Y después vino lo del estreno de la obra —dijo Derek—. ¿Creía que Kirk Harvey estaba enterado de su identidad?

—Quería prever todas las posibilidades. Metí un arma en el Gran Teatro la víspera del estreno. Antes del registro. Después presencié la representación oculto en la pasarela, encima del escenario, dispuesto a disparar a los actores.

—Le disparó a Dakota creyendo que iba a revelar su nombre.

—Me había vuelto paranoico. Había dejado de ser yo.

—Y ¿qué pasó conmigo? —preguntó Anna.

—El sábado por la noche, cuando fuimos a mi casa, solo quería ver a mis hijas. Te vi salir del cuarto de baño y mirar aquella foto. Enseguida intuí que te habías dado cuenta de algo. Cuando conseguí escapar del lago de los Castores, dejé tu coche en el bosque. Me di con una piedra en la cabeza y me até las manos con un trozo de cuerda que había encontrado.

—Entonces, ¿hizo todo eso para proteger su secreto? —dije.

Michael me miró a los ojos.

—Cuando has matado una vez, puedes matar dos veces. Y cuando has matado dos veces, puedes matar a toda la humanidad. Ya no hay límites.

*

—Teníais razón desde el principio —nos dijo McKenna al salir de la sala de interrogatorios—. Ha quedado claro. Ted Tennenbaum era culpable. Pero no el único culpable. ¡Bravo!

—Gracias, mayor —contesté.

—Jesse, ¿podemos albergar la esperanza de que te quedes un poco más en la policía? —preguntó el mayor—. Te he dejado libre el despacho. Y tú, Derek, si quieres volver a la brigada criminal, tienes un sitio esperándote.

Derek y yo prometimos pensárnoslo.

Según salíamos del centro regional de la policía estatal, Derek nos propuso a Anna y a mí:

—¿Queréis cenar en casa esta noche? Darla está haciendo un asado. Podríamos celebrar el final de la investigación.

—Es todo un detalle —dijo Anna—, pero le he prometido a mi amiga Lauren que cenaría con ella.

—¡Qué lástima! —se lamentó Derek—. ¿Y tú, Jesse?

Sonreí:

—Yo tengo una cita esta noche.

—¿De verdad? —preguntó Derek, extrañado.

—¿Con quién? —quiso saber Anna.

—Ya os lo contaré en otra ocasión.

—Así que con secretitos, ¿eh? —dijo, divertido, Derek.

Me despedí y me metí en el coche para irme a casa.

*

Esa noche fui a un restaurante francés pequeñito de Sag Harbor que me gustaba mucho. La esperé fuera, con flores. Luego la vi llegar: Anna. Estaba radiante. Me abrazó. Con mucha ternura, puse la mano en el vendaje que llevaba en la cara. Ella me sonrió y nos dimos un beso muy largo. Luego, me preguntó:

—¿Tú crees que Derek sospecha algo?

—No creo —contesté, alegre.

Y volví a besarla.

La desaparición de Stephanie Mailer
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