Derek Scott

Principios de agosto de 1994. Había transcurrido una semana desde el cuádruple asesinato.

Jesse y yo dedicábamos a la investigación todos nuestros recursos, trabajando en ella día y noche, sin preocuparnos ni de dormir, ni de los días libres, ni de las horas extraordinarias.

Teníamos el centro de operaciones en casa de Jesse y Natasha, mucho más acogedora que el frío despacho del centro de la policía estatal. Estábamos instalados en el salón, donde habíamos colocado dos catres, e íbamos y veníamos a nuestro aire. Natasha nos llevaba en palmitas. A veces se levantaba en plena noche para prepararnos algo de comer. Decía que era una buena forma de probar los platos que iba a tener en la carta de su restaurante.

—Jesse —decía yo con la boca llena y chupándome los dedos con lo que nos había hecho Natasha—, ni se te ocurra no casarte con esta mujer. Es absolutamente fantástica.

—Está previsto —me contestó una noche Jesse.

—¿Para cuándo? —exclamé alegre.

Sonrió:

—Pronto. ¿Quieres ver la sortija?

—¡Ya lo creo!

Desapareció un momento y volvió con un estuche que contenía un diamante espléndido.

—¡Dios mío, Jesse, es magnífica!

—Era de mi abuela —me explicó antes de guardársela de forma precipitada en el bolsillo porque llegaba Natasha.

*

Los análisis balísticos eran concluyentes: habían usado una sola arma, una pistola Beretta. Solo había una persona implicada en los asesinatos. Los expertos consideraban que seguramente se trataba de un hombre, no solo por la violencia del crimen, sino porque la puerta de la casa la habían reventado de un patadón. Por lo demás, ni siquiera estaba cerrada con llave.

A petición de la oficina del fiscal, una reconstrucción de los hechos permitió establecer lo que había acontecido: el asesino había abierto la puerta de la casa de la familia Gordon. La primera con quien se encontró fue Leslie Gordon, en la entrada, y le disparó de frente, en el pecho, casi a quemarropa. Después vio al niño en el salón y lo mató de dos tiros por la espalda, disparados desde el pasillo. El asesino había ido luego a la cocina, sin duda porque oyó ruido. El alcalde Joseph Gordon estaba intentando escapar al jardín por la puerta acristalada de la cocina. Le disparó cuatro veces en la espalda. El tirador había salido por el pasillo y la puerta de entrada. Ninguna bala había errado el blanco, así que era un tirador experto.

Se fue de la casa por la puerta principal y se topó con Meghan Padalin, que pasaba corriendo. Ella seguramente intentó huir y él la derribó con dos tiros por la espalda. Debió de actuar a cara descubierta porque después le disparó una vez más en la cabeza, a quemarropa, como para asegurarse de que estaba muerta y que no hablaría.

Dificultad añadida: había dos testigos indirectos, pero que no se encontraban en condiciones de contribuir de forma provechosa a la investigación. En el momento de los hechos, en Penfield Crescent no quedaba casi ningún vecino. De las ocho casas de la calle, una estaba en venta y quienes vivían en las otras cinco habían ido al Gran Teatro. En la última vivía la familia Bellamy y solo Lena Bellamy, joven madre de tres niños, se había quedado en casa aquella tarde con el más pequeño, que apenas tenía tres meses. Terrence, su marido, había ido al paseo marítimo con los dos mayores.

Lena Bellamy había oído, desde luego, las detonaciones, pero había pensado que eran fuegos artificiales que disparaban en el paseo marítimo con motivo del festival. Le había llamado la atención, sin embargo, inmediatamente antes de las deflagraciones, una camioneta negra que llevaba en el cristal trasero una pegatina grande, pero no la podía describir. Recordaba que había un dibujo, pero no se había fijado lo suficiente para recordar qué representaba.

El segundo testigo era un hombre que vivía solo. Albert Plant, que residía en una casa de una sola planta en una calle paralela. Condenado a desplazarse en silla de ruedas desde que había tenido un accidente, esa tarde no había salido de casa. Había oído los disparos cuando estaba cenando. Una serie de detonaciones le llamaron la atención, tanto como para salir al porche a escuchar lo que sucedía en el barrio. Tuvo la presencia de ánimo de mirar la hora: eran las siete y diez. Pero volvió a reinar un silencio absoluto y pensó que unos niños habían tirado unos petardos. Se quedó en el umbral, disfrutando de la bonanza del atardecer hasta que, una hora después, más o menos, a eso de las ocho y veinte, oyó a un hombre gritar y pedir ayuda. Llamó en el acto a la policía.

Una de nuestras primeras dificultades fue la ausencia de móvil. Para descubrir quién había matado al alcalde y a su familia, necesitábamos saber quién tenía un buen motivo para hacerlo. Ahora bien, los primeros datos de la investigación no arrojaban ningún resultado: habíamos interrogado a los vecinos de la ciudad, a los empleados municipales, a los familiares y a los amigos del alcalde y de su mujer; todo resultó inútil. La existencia de los Gordon parecía absolutamente tranquila. Ni enemigos conocidos, ni deudas, ni dramas, ni un pasado turbio. Nada. Una familia corriente. Leslie Gordon, la mujer del alcalde, era una maestra muy apreciada en la escuela de primaria de Orphea; y, en cuanto al alcalde propiamente dicho, sin que los comentarios acerca de él llegasen a la alabanza exagerada, sus conciudadanos le tenían bastante consideración y todos opinaban que lo volverían a elegir en los comicios municipales de septiembre, en los que el vicealcalde, Alan Brown, también se presentaba en una candidatura rival.

Una tarde en que repasábamos por enésima vez los documentos de la investigación, acabé por decirle a Jesse:

—¿Y si los Gordon no estaban a punto de salir huyendo? ¿Y si nos estuviéramos equivocando desde el principio?

—¿Adónde quieres ir a parar, Derek? —me preguntó Jesse.

—Pues a que nos hemos centrado en el hecho de que Gordon se encontraba en su casa y no en el Gran Teatro y tenía hecho el equipaje.

—Reconocerás —me argumentó Jesse— que es muy raro que el alcalde decida no aparecer en la inauguración de un festival que había fundado él mismo.

—A lo mejor, sencillamente, es que se le había hecho tarde —dije—. Y que estaba a punto de salir para allá. La ceremonia oficial no empezaba hasta las siete y media, aún le quedaba tiempo para ir al Gran Teatro. No hay ni diez minutos en coche. En cuanto a las maletas, a lo mejor los Gordon tenían previsto irse de veraneo. La mujer y el niño estaban de vacaciones todo el verano. Sería de lo más lógico. Tienen pensado irse al día siguiente temprano y quieren dejar hechas las maletas antes de ir al Gran Teatro porque saben que van a volver a las tantas.

—Y ¿cómo explicas que los matasen? —preguntó Jesse.

—Un atraco que se descontroló —sugerí—. Alguien que pensaba que los Gordon estarían ya en el Gran Teatro en aquellos momentos y que podía entrar libremente en la casa.

—Salvo que el supuesto atracador solo cogió, al parecer, sus vidas y nada más. Y ¿para entrar reventó la puerta de una patada? Vaya sistema tan poco discreto. Y, además, ninguno de los empleados municipales ha dicho que estuviera previsto que el alcalde se fuera de vacaciones. No, Derek, es otra cosa. Quien los asesinó quería eliminarlos. Una violencia semejante no deja ninguna duda.

Jesse sacó de la carpeta una foto del cadáver del alcalde tomada dentro de la casa y se quedó mirándola mucho rato antes de preguntarme:

—¿No hay nada que te extrañe en esta foto, Derek?

—¿Quieres decir aparte de que el alcalde esté en un charco de sangre?

—No llevaba ni traje ni corbata —me dijo Jesse—. Iba con ropa informal. ¿Qué alcalde iría a inaugurar un festival así vestido? No tiene ni pies, ni cabeza. ¿Sabes lo que pienso, Derek? Que el alcalde nunca tuvo intención de asistir a esa obra de teatro.

En las fotos de la maleta abierta que tenía Leslie Gordon al lado se veían a medias, dentro, unos álbumes de fotos y un adorno.

—Mira, Derek —añadió entonces Jesse—, Leslie Gordon estaba llenando una maleta con objetos personales cuando la mataron. ¿Quién se lleva de veraneo unos álbumes de fotos? Estaban huyendo. Quizá huían de quien los mató. Precisamente alguien que sabía que no iban a estar en el festival de teatro.

Natasha entró en la habitación en el momento en que Jesse terminaba la frase.

—¿Qué, chicos? —nos dijo con una sonrisa—. ¿Tenéis una pista?

—Nada —suspiré—. Aparte de una camioneta negra con un dibujo en el cristal trasero. Una cosa bastante imprecisa.

Nos interrumpió el timbre de la puerta.

—¿Quién es? —pregunté.

—Darla —me contestó Natasha—. Viene a mirar planos de las obras del restaurante.

Agarré los documentos y los metí en una carpeta.

—No puedes hablar de la investigación —conminé a Natasha cuando se disponía a abrir la puerta.

—De acuerdo, Derek —me aseguró con tono despreocupado.

—En serio, Nat —repetí—. Tenemos que mantener el secreto de la investigación. No deberíamos estar aquí, no deberías ver todo esto. Jesse y yo podríamos meternos en un lío.

—Te lo prometo —me aseguró Natasha—; no diré nada.

Natasha abrió la puerta y Darla, al entrar en el piso, se fijó enseguida en la carpeta que tenía yo en las manos.

—¿Qué? ¿Qué tal va la investigación? —preguntó.

—Bien —contesté.

—Venga, Derek, ¿eso es todo lo que tienes que contarme? —se encrespó Darla con tono travieso.

—La investigación es secreta —me limité a decir.

A mi pesar, la respuesta me había quedado un poco seca. Darla hizo una mueca irritada.

—La investigación es secreta, ¡y un cuerno! Estoy segura de que Natasha sí que está enterada de todo.

La desaparición de Stephanie Mailer
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