Derek Scott
La noche en que nos humilló el abogado de Ted Tennenbaum, a mediados del mes de agosto de 1994, Jesse y yo condujimos hasta Queens por invitación de Darla y Natasha que estaban completamente decididas a hacernos pensar en otras cosas. Nos habían dado una dirección en Rego Park. Era una tiendecita en obras cuyo rótulo ocultaba una sábana. Darla y Natasha nos esperaban en la acera. Estaban radiantes.
—¿Dónde estamos? —pregunté con curiosidad.
—Frente a nuestro futuro restaurante.
Jesse y yo nos quedamos maravillados y nos olvidamos en el acto de Orphea, de los asesinatos y de Ted Tennenbaum. Su proyecto de restaurante estaba a punto de llegar a buen puerto. Todas aquellas horas de duro trabajo iban por fin a dar fruto: pronto podrían irse del Blue Lagoon para vivir su sueño.
—¿Cuándo pensáis abrir? —preguntó Jesse.
—A finales de año —nos contestó Natasha—. Dentro está todavía todo por hacer.
Sabíamos que iban a tener muchísimo éxito. La cola de gente daría la vuelta a la manzana esperando a que se quedase una mesa libre.
—Por cierto —preguntó Jesse—, ¿cómo se va a llamar vuestro restaurante?
—Por eso os hemos invitado a venir —nos explicó Darla—. Nos han colocado el rótulo. Estábamos seguras del nombre y nos hemos dicho que así a la gente del barrio le empezaría a sonar ya.
—¿No trae mala suerte destapar el rótulo del restaurante antes de que exista de verdad? —les dije para hacerlas rabiar.
—No digas tonterías, Derek —me contestó Natasha, riéndose.
Sacó de una bolsa un botella de vodka y cuatro vasitos que nos repartió antes de llenarlos hasta arriba. Darla agarró un cordel que iba unido a la sábana que tapaba el rótulo y, tras ponerse de acuerdo con una señal, dieron un tirón seco. La sábana flotó por los aires hasta caer al suelo como un paracaídas y vimos encenderse en la oscuridad el nombre del restaurante:
LA PEQUEÑA RUSIA
Levantamos los vasos por La Pequeña Rusia. Bebimos otros cuantos vodkas y luego visitamos el local. Darla y Natasha nos enseñaron los planos para que pudiéramos imaginárnoslo tal y como iba a ser. Había una planta alta muy estrecha en la que pensaban poner un despacho. Por una escalera de mano se podía subir al tejado y allí nos pasamos buena parte de aquella calurosa noche de agosto bebiendo vodka y tomando un pícnic que habían preparado las chicas, a la luz de unas cuantas velas, contemplando la silueta de Manhattan que se erguía a lo lejos.
Miré a Jesse y a Natasha enlazados. Estaban tan guapos los dos juntos, parecían tan felices. Era una pareja de la que cabía esperar que nada conseguiría separarlos. Fue al verlos en ese momento cuando noté el deseo de vivir algo así. Darla estaba a mi lado. Hundí la mirada en la suya. Ella adelantó la mano para rozar la mía. Y la besé.
Al día siguiente estábamos de regreso al trabajo, de plantón delante del Café Athéna. Teníamos una resaca de mil demonios.
—¿Qué? —me preguntó Jesse—. ¿Has dormido en casa de Darla?
Por toda respuesta, sonreí. Soltó la carcajada. Pero no estábamos para bromas: teníamos que volver a empezar la investigación a partir de cero.
No nos cabía duda de que era la camioneta de Ted Tennenbaum la que Lena Bellamy había visto en la calle inmediatamente antes de los asesinatos. El logo del Café Athéna era una creación única: Tennenbaum lo había mandado poner en el cristal trasero del vehículo para dar a conocer su establecimiento. Pero era la palabra de Lena contra la de Ted. Necesitábamos algo más.
Era un círculo vicioso. En el ayuntamiento nos contaron que el alcalde Gordon se había puesto furioso con el incendio del edificio de Ted Tennenbaum. Gordon estaba convencido de que el propio Tennenbaum le había prendido fuego. La policía de Orphea, también. Pero no había nada que lo demostrase. Estaba claro que Tennenbaum tenía el don de no dejar huellas. Teníamos una esperanza: destruir su coartada consiguiendo probar que había salido del Gran Teatro en cierto momento de la noche de los asesinatos. Había estado de guardia desde las cinco de la tarde hasta las once de la noche. Es decir, seis horas. Veinte minutos le habrían bastado para ir a casa del alcalde y volver. Veinte minutitos de nada. Interrogamos a todos los voluntarios que estuvieron entre bastidores la noche del estreno: todo el mundo afirmaba que había visto una y mil veces a Tennenbaum aquella noche. Pero de lo que se trataba era de saber si había estado en el Gran Teatro cinco horas con cuarenta minutos o seis horas. Ahí residía toda la diferencia. Y, por supuesto, nadie lo sabía. Lo habían visto unas veces por la zona de los camerinos, otras por la zona de los decorados y algunas yendo un momento al bar a comprarse un bocadillo. Lo habían visto por todos lados y en ningún lado en concreto.
La investigación estaba completamente empantanada y nosotros, a punto de perder las esperanzas, cuando una mañana nos llamó por teléfono una empleada de un banco de Hicksville que iba a cambiar el curso de la investigación.