Jesse Rosenberg

Domingo 13 de julio de 2014

Trece días antes de la inauguración

Ese domingo de verano Derek y Darla nos habían invitado a Anna y a mí a disfrutar de su piscinita. Era la primera vez que nos reuníamos todos fuera del ámbito de la investigación. Y, para mí, era la primera vez desde hacía mucho que pasaba una tarde en casa de Derek.

La principal finalidad de esa invitación era relajarnos tomando unas cervezas. Pero Darla se ausentó un momento, los niños estaban entretenidos en el agua y no pudimos resistir la tentación de hablar del caso.

Anna nos contó su conversación con Sylvia Tennenbaum. Nos explicó luego con todo detalle cómo a Ted lo presionaba, por una parte, el alcalde Gordon, que quería imponerle las empresas que elegía él, y, por otra, Jeremiah Fold, un conocido cabecilla de una banda de la zona que tenía el firme propósito de extorsionarlo.

La noche negra —nos explicó— podría tener algo que ver con Jeremiah Fold. Fue él quien le prendió fuego al Café Athéna en febrero de 1994 para presionar a Ted y para que pagase.

—¿La noche negra podría ser el nombre de una banda criminal? —sugerí.

—Es una pista que hay que tener en cuenta, Jesse —me contestó Anna—. No me ha dado tiempo a pasar por comisaría para investigar más a fondo al tal Jeremiah Fold. Lo que sé es que el incendio convenció a Ted de que tenía que pagar.

—¿Así que los movimientos de dinero que localizamos por entonces en las cuentas de Tennenbaum eran, en realidad, para Jeremiah Fold? —dijo Derek, cayendo en la cuenta.

—Sí —asintió Anna—. Tennenbaum quería asegurarse de que Jeremiah iba a dejarlo hacer las obras en paz y que el Café Athéna podría abrir a tiempo para el festival. Y, como ahora sabemos que a quienes pedía sobornos Gordon era a las constructoras, ya podemos entender por qué recibió dinero en las mismas fechas. Seguramente exigió a las empresas escogidas para construir el Café Athéna que le pagasen una comisión asegurándoles que, si habían conseguido esas obras, era gracias a él.

—¿Y si hubiera algún vínculo entre el alcalde Gordon y Jeremiah Fold? —dijo entonces Derek—. A lo mejor el alcalde Gordon tenía relaciones con el hampa local.

—¿Se os ocurrió esa pista entonces? —preguntó Anna.

—No —le contestó Derek—. Pensábamos que el alcalde era nada más que un político corrupto. No que cobrase comisiones a cuatro manos.

—Supongamos que La noche negra —siguió diciendo Anna— fuera el nombre de una banda criminal. ¿Y si el asesinato del alcalde Gordon fuese ese trascendental anuncio que apareció en todas las paredes de Orphea los meses anteriores a los asesinatos? Un asesinato anunciado a las claras, pero que nadie vio.

—¡Lo que nadie vio! —exclamó Derek—. ¡Lo que teníamos ante los ojos y que no vimos! ¿Qué te parece, Jesse?

—Eso querría decir que por entonces Kirk Harvey estaba investigando a esa organización —respondí tras pararme a pensar un rato—. Y que estaba enterado de todo. Y por esa razón se llevó el expediente al irse.

—Mañana lo primero que tenemos que hacer es ahondar en eso —sugirió Anna.

—A mí lo que me fastidia —continuó diciendo Derek— es por qué, en 1994, Ted Tennenbaum no nos dijo nunca que lo extorsionaba Jeremiah Fold cuando lo interrogamos sobre los movimientos de dinero.

—¿Por miedo a las represalias? —se preguntó Anna.

Derek torció el gesto.

—Puede. Pero, si se nos pasó esa historia de Jeremiah Fold, a lo mejor se nos pasó también algo más. Yo querría volver a examinar desde cero el contexto del caso y saber lo que decían por entonces los periódicos locales.

—Le puedo pedir a Michael Bird que nos prepare todo lo que haya archivado y lo que pueda disponer sobre el cuádruple asesinato.

—Buena idea —aprobó Derek.

Al final del día, nos quedamos a cenar. Derek encargó unas pizzas como todos los domingos. Cuando nos estábamos acomodando en la cocina, Anna se fijó en una foto que había en la pared: se nos veía en ella a Darla, a Derek, a Natasha y a mí delante de La Pequeña Rusia en obras.

—¿Qué es La Pequeña Rusia? —preguntó Anna con total inocencia.

—El restaurante que nunca abrí —le contestó Darla.

—¿Te gusta cocinar? —le preguntó Anna.

—Hubo una época en que vivía para eso.

—Y ¿quién es la chica que está contigo, Jesse? —preguntó Anna señalando a Natasha.

—Natasha —le contesté.

—¿Natasha, tu novia de entonces?

—Sí —dije.

—Nunca me has dicho qué ocurrió entre vosotros…

Darla, al darse cuenta por la avalancha de preguntas de que Anna no estaba al corriente de nada, me dijo al final, meneando la cabeza:

—Dios mío, Jesse, ¿es que no le has contado nada?

*

En el Palace del Lago, Steven Bergdorf y Alice acababan de acomodarse en unas tumbonas junto a la piscina. El día era tremendamente caluroso y, entre los bañistas que se refrescaban allí, chapoteaba Ostrovski. Cuando tuvo los dedos completamente arrugados, salió del agua y fue a su tumbona para secarse. Entonces descubrió con espanto que, en la tumbona de al lado, estaba Steven Bergdorf poniéndole crema solar en la espalda a una joven que no era su mujer.

—¡Steven! —exclamó Ostrovski.

—¿Meta? —dijo Bergdorf, atragantándose al ver ante sí al crítico—. ¿Qué hace aquí?

Es verdad que había visto de lejos a Ostrovski en la rueda de prensa, pero ni se le había ocurrido que pudiera alojarse en el Palace.

—Permítame que le devuelva la pregunta, Steven. ¡Me voy de Nueva York para que me dejen en paz y me lo tengo que encontrar aquí!

—He venido para enterarme de más cosas sobre esa obra misteriosa que van a representar.

—Yo llegué primero, Steven; vuélvase a Nueva York con viento fresco.

—Vamos donde queremos, vivimos en una democracia —le contestó Alice, muy seca.

Ostrovski la reconoció; trabajaba en la Revista.

—Vaya, Steven —dijo con voz sibilante—, ya veo que sabe aunar trabajo y diversión. Su mujer debe de estar encantada.

Recogió sus cosas y se marchó, furioso. Steven se apresuró a darle alcance.

—Espere, Meta…

—No se preocupe, Steven —dijo Ostrovski, encogiéndose de hombros—. No le diré nada a Tracy.

—No se trata de eso. Quería decirle que lo siento mucho. Me arrepiento de la forma en que me porté con usted. No…, no me encuentro en mi estado normal ahora mismo. Le pido perdón.

A Ostrovski le dio la impresión de que Bergdorf era sincero y aquellas disculpas lo emocionaron.

—Gracias, Steven —dijo.

—Se lo digo como lo pienso, Meta. ¿Lo ha mandado aquí The New York Times?

—No, ¡vive el cielo!; estoy sin empleo. ¿Quién querría volver a contar con un crítico obsoleto?

—Es usted un gran crítico, Meta; cualquier periódico lo contrataría.

Ostrovski se encogió de hombros y luego suspiró:

—A lo mejor ahí está el problema.

—¿Y eso? —preguntó Bergdorf.

—Desde ayer me tiene obsesionado una idea; me apetece presentarme a la audición de La noche negra.

—Y ¿por qué no?

—¡Porque es imposible! ¡Soy crítico literario y crítico de teatro! No puedo ser ni escritor, ni intérprete.

—Creo que me he perdido, Meta…

—¡Hombre, Steven, esfuércese un poquito, por Dios! Explíqueme por qué milagro un crítico de teatro iba a poder actuar en una obra. ¿Se imagina qué pasaría si los críticos literarios se pusieran a escribir y los escritores se hicieran críticos literarios? ¿Se imagina a Don DeLillo escribiendo en The New Yorker una crítica de la última obra de David Mamet? ¿Se imagina qué habría pasado si Pollock hubiera hecho la crítica de la última exposición de Rothko en The New York Times? ¿Se imagina a Jeff Koons desmenuzando la última creación de Damien Hirst en The Washington Post? ¿Puede concebir que Spielberg escriba la crítica de lo último de Coppola en Los Angeles Times? «No vayan a ver esa porquería. Es una abominación.» A todo el mundo le parecería, con razón, escandaloso y falto de objetividad. No se puede hacer la crítica de un arte que se ejerce.

Bergdorf, captando el derrotero intelectual de Ostrovski, le comentó entonces:

—Técnicamente, Meta, usted ya no es crítico, puesto que lo he despedido.

A Ostrovski se le iluminó el rostro: Bergdorf tenía razón. El excrítico se fue en el acto a su habitación y cogió los ejemplares del Orphea Chronicle que hablaban de la desaparición de Stephanie Mailer.

«¿Y si estuviera escrito en alguna parte que tengo que cambiar de bando?», pensó Ostrovski. ¿Y si Bergdorf, al despedirlo, le hubiese devuelto la libertad? ¿Y si llevase todo ese tiempo siendo un creador, sin saberlo?

Recortó los artículos y los colocó encima de la cama. En la mesilla de noche, lo miraba la foto de Meghan Padalin.

Cuando volvió junto a la piscina, Steven regañó a Alice.

—No provoques a Ostrovski —le dijo—; no te ha hecho nada.

—Y ¿por qué no? ¿Tú has visto con qué desdén me mira? Como si fuera una puta. La próxima vez le digo que lo echaron porque yo quise.

—¡No puedes ir contando por ahí que el despido fue cosa tuya! —bramó Steven.

—Pero ¡si es la verdad, Stevie!

—Bueno, pues por tu culpa yo estoy bien jodido.

—¿Por mi culpa? —dijo indignada Alice.

—¡Sí, por tu culpa y por la de tus estúpidos regalos! El banco ha llamado a mi casa y es solo cuestión de tiempo que mi mujer se entere de que tenemos problemas de pasta.

—¿Tienes problemas de pasta, Stevie?

—¡Por supuesto! —ladró Steven, exasperado—. ¿Tú has visto todo lo que gastamos? ¡Tengo las cuentas vacías y me he entrampado como un gilipollas!

Alice lo miró con expresión afligida:

—¡Nunca me lo has dicho! —le reprochó.

—Que nunca te he dicho ¿qué?

—Que no podías pagar los regalos que me hacías.

—¿Habría cambiado algo?

—¡Todo! —dijo Alice, enfadada—. ¡Habría cambiado todo! No habríamos gastado tanto. ¡Ni habríamos ido a hoteles de lujo! Pero, hombre, Stevie, hay que ver… Yo creía que eras un cliente habitual del Plaza, veía que seguías comprando como un loco y pensaba que tenías dinero. Nunca supuse que vivieras a crédito. ¿Por qué no me lo comentaste nunca?

—Porque me daba vergüenza.

—Pero ¿vergüenza de qué? Vamos, Stevie, que no soy ni una puta, ni una guarra. No estoy contigo para que me hagas regalos, ni para causarte complicaciones.

—Entonces, ¿por qué estás conmigo?

—¡Pues porque te quiero! —exclamó Alice.

Miró a la cara a Steven y le corrió una lágrima por la mejilla.

—¿Tú a mí no me quieres? —dijo rompiendo a llorar—. Me guardas rencor, ¿no es eso? Porque te he jodido.

—Como te dije ayer en el coche, Alice, tal vez deberíamos reflexionar, por separado, y tomarnos un descanso —se atrevió a sugerir Steven.

—¡No, no me dejes!

—Quiero decir…

—¡Deja a tu mujer! —suplicó Alice—. Si me quieres, deja a tu mujer. Pero no a mí. Solo te tengo a ti, Steven. No tengo a nadie más que a ti. Si te vas, me quedo sin nadie.

Lloraba a mares y con las lágrimas se le corría el rímel por las mejillas. Todos los clientes del hotel que tenían alrededor los estaban mirando. Steven se apresuró a calmarla.

—Eh, vamos, Alice, ya sabes cuánto te quiero.

—¡No, no lo sé! ¡Así que dímelo, demuéstramelo! No nos iremos mañana, vamos a quedarnos unos días más aquí, juntos, son los últimos. ¿Por qué no dices en la Revista que nos presentamos a las audiciones para hacer el reportaje sobre la obra desde dentro? Camuflados entre los bastidores de la obra de la que va a hablar todo el mundo. Te pagarán los gastos. ¡Por favor! Unos pocos días nada más.

—Está bien, Alice —le prometió Steven—. Nos quedaremos el lunes y el martes, lo que se tarde en presenciar las audiciones. Escribiremos un artículo juntos para la Revista.

*

Después de cenar, en casa de Derek y Darla.

El barrio estaba envuelto en la oscuridad. Anna y Derek recogieron la mesa. Darla estaba fuera, fumando un cigarrillo junto a la piscina. Me reuní con ella. Todavía hacía mucho calor. Cantaban los grillos.

—Ya ves, Jesse —dijo Darla con tono sarcástico—. Quería abrir un restaurante y me veo pidiendo pizzas todos los domingos.

Noté su desasosiego e intenté consolarla:

—La pizza es una tradición.

—No, Jesse. Y tú lo sabes. Estoy cansada. Cansada de esta vida, cansada de mi trabajo, que es odioso. Cada vez que paso delante de un restaurante, ¿sabes lo que pienso? «Podría haber sido el mío.» Y, en vez de eso, me deslomo bregando como auxiliar sanitaria. Derek aborrece lo que hace. Lleva veinte años odiando su trabajo. Y, desde hace una semana, desde que cabalga de nuevo contigo, desde que ha vuelto a la calle, está como unas pascuas.

—Su sitio está en la calle, Darla. Derek es un policía fantástico.

—Ya no puede ser policía, Jesse. No puede después de lo que ocurrió.

—¡Pues que dimita! Que haga otra cosa. Tiene derecho a cobrar su pensión.

—La casa no está pagada.

—¡Pues vendedla! De todas formas, de aquí a dos años vuestros hijos se habrán ido a la universidad. Buscaos un rincón tranquilo, lejos de esta jungla urbana.

—Y ¿qué haremos? —preguntó Darla con tono desesperado.

—Vivir —le contesté.

Se quedó con la mirada perdida. Yo solo le veía la cara a la luz de la piscina.

—Ven —le dije por fin—. Te quiero enseñar una cosa.

—¿Qué?

—El proyecto que tengo entre manos.

—¿Qué proyecto?

—Ese por el que voy a dejar la policía y del que no quería decirte nada. Todavía no estaba preparado. Ven.

Dejamos a Derek y a Anna y cogimos el coche. Fuimos en dirección a Queens, y luego a Rego Park. Cuando aparqué en la callejuela, Darla lo entendió. Bajó del coche y miró la tiendecita.

—¿La has alquilado? —me preguntó.

—Sí. Aquí había una mercería que no iba muy bien. El traspaso me ha salido barato. Estoy empezando a reformarla.

Darla miró el rótulo, que tenía una sábana por encima.

—No me digas que…

—Sí —le contesté—. Espera aquí un momento…

Entré para encender el rótulo y coger una escalera; luego salí, me encaramé para llegar a la sábana y la quité. Las letras brillaron en la oscuridad.

LA PEQUEÑA RUSIA

Darla no decía nada. Me sentí incómodo.

—Mira, todavía tengo el libro rojo con todas vuestras recetas —le dije, enseñándole la valiosa recopilación, que había sacado al mismo tiempo que la escalera.

Darla seguía callada. Dije, para que reaccionase:

—Es verdad, soy un desastre cocinando. Haré hamburguesas. Es lo único que sé hacer. Hamburguesas con salsa Natasha. A menos que quieras ayudarme, Darla. Embarcarte en este proyecto conmigo no deja de ser una locura, ya lo sé, pero…

Acabó por exclamar:

—¿Una locura? ¡Querrás decir que es una insensatez! ¡Estás loco, Jesse! ¡Has perdido la cabeza! ¿Por qué has hecho una cosa así?

—Por la reparación —le contesté con suavidad.

—Pero, Jesse —dijo a voces—, ¡nada de todo eso podrá repararse nunca! ¿Me oyes? ¡Nunca podremos reparar lo que sucedió!

Rompió a llorar y echó a correr en la oscuridad.

La desaparición de Stephanie Mailer
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