Steven Bergdorf

El fin de semana que pasé con Alice en Orphea en mayo de 2013 fue absolutamente maravilloso y me inspiró, de paso, un artículo ditirámbico para la Revista que titulé «El más pequeño de los grandes festivales» y en el que invitaba a los lectores a ir para allá corriendo.

En agosto tuve que separarme de Alice para ir a pasar las vacaciones familiares en la asquerosa cabaña del lago Champlain. Tres horas de coche con retenciones, los niños pegando voces y mi mujer de mal humor, para descubrir con espanto, al entrar en la casa, que una ardilla se había metido por la chimenea y se había quedado atrapada dentro. Había causado unos pocos desperfectos, al roer las patas de algunas sillas y los cables de la televisión, y había ensuciado la alfombra; al final había acabado muerta de hambre en el salón. Su cadáver, aunque pequeño, impregnaba toda la casa de una peste horrible.

Las vacaciones empezaron con tres horas de limpieza intensiva.

—¡A lo mejor tendríamos que haber ido a «la ciudad del mundo donde más grato resulta vivir»! —renegó mi mujer, con la frente cubierta de sudor de tanto frotar como una posesa la porquería de la alfombra.

Aún me guardaba rencor por el fin de semana en Orphea. Y yo estaba empezando a preguntarme si no sospechaba algo. Por mucho que me dijera a mí mismo que estaba dispuesto a divorciarme por Alice, la situación actual me convenía: estar con Alice sin tener que pasar por todas las jodiendas que implica un divorcio. A veces, pensaba que era un cobarde. Igual que todos los hombres, en el fondo. Si Dios nos había dado un par de cojones, era precisamente porque no teníamos huevos.

Aquellas vacaciones fueron un infierno para mí. Echaba de menos a Alice. Todos los días, salía a correr mucho rato para poder escaparme y telefonearle. Me iba al bosque y me detenía pasado un cuarto de hora. Me sentaba en un tocón, de cara al río, la llamaba y hablábamos siempre más de una hora. Las conversaciones podrían haber durado más, si no me hubiera sentido en la obligación de regresar a la casa porque difícilmente podía justificar más de hora y media de ejercicio físico.

Por fortuna, una urgencia auténtica en la Revista me obligó a volver en autobús a Nueva York un día antes que el resto de la familia. Disponía de una noche de libertad total con Alice. La pasé en su casa. Cenamos pizzas en la cama e hicimos el amor cuatro veces. Acabó por quedarse dormida. Eran casi las doce de la noche. Me entró sed y salí del dormitorio, sin más ropa que una camiseta raquítica y los calzoncillos para ir a beber agua a la cocina. Me di de bruces con la chica con la que compartía piso y vi, espantado, que se trataba de una de mis periodistas: Stephanie Mailer.

—¿Stephanie? —dije, atragantándome.

—¿Señor Bergdorf? —dijo ella, tan sorprendida como yo.

Me miró con aquel atuendo ridículo y se contuvo para no echarse a reír.

—¿Así que la otra inquilina eres tú? —dije.

—¿Así que el novio al que oigo a través de las paredes es usted?

Me sentí muy apurado y la cara se me puso roja de vergüenza.

—No se preocupe, señor Bergdorf —me prometió saliendo de la habitación—, no diré nada. Lo que usted haga es solo cosa suya.

Stephanie Mailer era una mujer con clase. Cuando volví a verla en la redacción al día siguiente, hizo como si no hubiera sucedido nada. Por lo demás, no volvió a mencionarlo nunca, en ninguna circunstancia. Yo, en cambio, le reproché a Alice que no me hubiera avisado.

—¡La verdad, ya podrías haberme dicho que compartías piso con Stephanie! —le dije, cerrando la puerta del despacho para que no nos oyera nadie.

—Y ¿qué habría cambiado eso?

—No habría ido a tu casa. ¿Te imaginas si alguien se entera de lo nuestro?

—¿Y qué? ¿Te avergüenzas de mí?

—No, pero soy tu superior jerárquico. Podría tener un disgusto muy serio.

—A ti todo te parece un drama, Stevie.

—¡No, no todo me parece un drama! —me indigné—. Por lo demás, no pienso volver por tu casa; se acabaron las chiquilladas. Nos veremos en otro sitio. Ya decidiré dónde.

Fue en ese momento, tras cinco meses de relación, cuando todo empezó a dar un vuelco y descubrí que Alice podía tener unos ataques de ira tremendos.

—¿Cómo que «no quieres volver a mi casa»? Pero ¿quién te has creído que eres, Stevie? ¿Te piensas que eres tú el que decide?

Tuvimos la primera pelea a la que ella puso fin diciendo: «Me he equivocado contigo, no estás a la altura, Stevie. Eres un acojonado de mierda, como todos los hombres de tu clase». Salió del despacho y decidió cogerse en el acto los quince días de vacaciones que le quedaban.

Estuvo diez días sin dar señales de vida, ni contestar a mis llamadas. Aquel episodio me afectó y me hizo sentirme muy desgraciado. Y, sobre todo, me permitió caer en la cuenta de que estaba equivocado desde el principio: tenía la impresión de que Alice parecía dispuesta a todo por mí y para satisfacer mis deseos, pero era exactamente lo contrario. La que mandaba era ella, yo obedecía. Creía que ella era mía cuando, en realidad, yo era suyo. Desde el primer día era ella la que dominaba por completo nuestra relación.

Mi mujer me notó muy raro.

—¿Qué pasa, cariño? —me preguntó—. Te noto muy preocupado.

—Nada, cosas del trabajo.

En realidad, estaba al mismo tiempo muy triste por haber perdido a Alice y preocupadísimo por si me hacía una putada al revelarles nuestra relación a mi mujer y a los compañeros de la Revista. Yo, que un mes antes, muy gallito, lo hubiera mandado todo a la porra por ella, ahora estaba cagado: iba a perder a mi familia y mi trabajo, a quedarme sin nada. Mi mujer se esforzó en entender qué era lo que iba mal, se portó de forma tierna y dulce, y, cuanto más cariñosa era conmigo, más pensaba yo que no quería perderla.

Al final no aguanté más y decidí ir a casa de Alice después del trabajo. No sé ya si era porque necesitaba oírle decir que nunca le iba a contar lo nuestro a nadie o porque tenía ganas de volver a verla. Eran las siete de la tarde cuando llamé al telefonillo del edificio. No contestó nadie. Parecía claro que no estaba y decidí esperarla sentado en los escalones de la puerta de entrada. Esperé tres horas sin moverme. Había un café pequeño enfrente, en donde habría podido cobijarme, pero tenía miedo de no verla llegar. Por fin apareció. Vi su silueta por la acera: llevaba pantalones de cuero y tacones. Estaba despampanante. Después me fijé en que no iba sola: la acompañaba Stephanie Mailer. Habían salido las dos juntas.

Al verlas acercarse, me puse de pie. Stephanie me saludó muy amable, pero sin detenerse, y se metió en el edificio para dejarnos a solas a Alice y a mí.

—¿Qué quieres? —me preguntó Alice con tono distante.

—Pedirte perdón.

—Y ¿así es como me pides perdón?

No sé qué me entró, pero me arrodillé delante de ella en plena acera. Me dijo entonces con esa voz amorosa con la que yo me derretía:

—¡Ay, Stevie, eres una monada!

Me hizo ponerme de pie y me dio un lánguido beso. Luego me llevó a su casa, me metió en su dormitorio y me ordenó que le hiciera el amor. En plena penetración, me dijo, arañándome los hombros con las uñas:

—Sabes que te quiero, Stevie, pero tienes que hacer méritos para que te perdone. Quedamos mañana en el Plaza a las cinco y ven con un regalo bonito. Ya sabes qué cosas me gustan, no seas tacaño.

Se lo prometí y, al día siguiente, a las cinco, en el Plaza, tomando champán gran reserva, le regalé una pulsera de brillantes pagada con el dinero procedente de la cuenta que habíamos abierto mi mujer y yo para nuestros hijos. Sabía que mi mujer no la comprobaba nunca y que me daría tiempo a reponer esa cantidad antes de que notase algo.

—Está bien, Stevie —me dijo Alice con tono condescendiente poniéndose la pulsera en la muñeca—. Por fin has entendido cómo tienes que tratarme.

Apuró la copa de champán de un trago y se puso de pie.

—¿Adónde vas? —le pregunté.

—He quedado con unos amigos. Nos vemos mañana en la oficina.

—Pero yo creía que pasábamos la noche juntos —me oí quejarme—. He reservado una habitación.

—Bueno, pues aprovéchala para descansar bien, Stevie.

Se fue. Y yo me pasé la velada en la habitación, que ya no podía anular, atiborrándome de hamburguesas y viendo la televisión.

Desde el principio, Alice había marcado la pauta. Yo, sencillamente, no quise enterarme. Y fue para mí el principio de un largo descenso a los infiernos. Ahora me sentía prisionero de Alice. Me daba una de cal y otra de arena. Si no me portaba como un cordero, amenazaba con contarlo todo y destruirme. Además de avisar a la Revista y a mi mujer, iría a la policía. Diría que había mantenido relaciones sexuales a la fuerza por imposición de un jefe retorcido y tiránico. A veces, durante unos días, era de una dulzura exquisita que me desarmaba por completo y me impedía odiarla de verdad. Sobre todo me recompensaba, aunque ahora de forma muy ocasional, con sesiones de sexo extraordinarias que yo esperaba ansiosamente y que habían forjado en mí un terrible lazo de dependencia.

Fue finalmente durante el mes de septiembre de 2013 cuando caí en la cuenta de que los motivos de Alice no solo eran económicos. Cierto es que yo me arruinaba comprándole regalos y ya tenía cuatro tarjetas de crédito, tras haberme gastado más de la cuarta parte de la cuenta de ahorros familiar, pero habría podido seducir a hombres ricos y sacarles cien veces más que a mí. Lo que le interesaba de verdad era su carrera de escritora y pensaba que yo podría ayudarla. La idea de convertirse en la siguiente escritora de moda en Nueva York la tenía obsesionada. Estaba decidida a quitar de en medio a cualquiera que pudiera hacerle la competencia. Me acuerdo en particular del sábado 14 de septiembre de 2013 por la mañana. Yo había salido de compras con mi mujer y mis hijos cuando me llamó por teléfono. Me alejé un momento para coger la llamada y la oí vociferar:

—¿La has puesto en portada? ¡Eres un cabrón!

—¿De qué hablas, Alice?

Hablaba de la primera plana del nuevo número de otoño de la Revista. Stephanie Mailer había escrito un texto tan bueno que le había hecho los honores mencionándola en portada, cosa que Alice acababa de descubrir.

—Pero, vamos a ver, Alice, ¿estás loca? ¡Stephanie ha escrito un texto increíble!

—¡Me importan un bledo tus explicaciones, Stevie! ¡Te va a costar caro! Quiero verte, ¿dónde estás?

Me las apañé para verla a última hora de la tarde en el café de abajo de su casa. Temeroso de su ira, le llevé un fular muy bonito de una marca de lujo francesa. Se presentó fuera de sí y me tiró el regalo a la cara. Nunca la había visto tan furiosa.

—Te ocupas de que ella haga carrera, la pones en primera plana de la Revista y ¿yo qué? ¡Yo sigo siendo una ridícula empleaducha del correo!

—¡Pero, vamos a ver, Alice, si tú no escribes artículos!

—Sí que los escribo. Tengo mi blog de escritora y me has dicho que estaba muy bien. ¿Por qué no publicas extractos de mi blog en la Revista?

—Alice, yo…

Me hizo callar con un ademán rabioso, azotando el aire con el fular como si estuviera domando un caballo.

—¡Deja de discutir! —ordenó—. ¿Quieres impresionarme con esta birria de trapo? ¿Me tomas por una puta? ¿Te crees que puedes comprarme así como así?

—Alice, ¿qué quieres de mí? —acabé por gimotear.

—¡Quiero que prescindas de esa idiota de Stephanie! ¡Quiero que la despidas ahora mismo!

Se levantó de la silla para indicarme que ya me había dicho lo que me tenía que decir. Quise cogerle el brazo con suavidad para retenerla. Me hincó los dedos en la carne.

—¡Podría sacarte los ojos, Stevie! Así que escúchame bien: el lunes por la mañana, la Revista va a despedir a Stephanie Mailer, ¿me oyes? Si no, todo el mundo se enterará de lo mal que me tratas.

Cuando lo pienso ahora, podría no haber cedido. No habría despedido a Stephanie, Alice me habría denunciado a la policía y a mi mujer, a quien le guardaba rencor, y yo habría pagado las consecuencias de mis actos. Al menos, habría asumido mis responsabilidades. Pero era demasiado cobarde para hacerlo. Así que el lunes siguiente despedí a Stephanie de la Revista de Letras de Nueva York, alegando problemas económicos. Cuando ya se iba, pasó por mi despacho, llorando y con sus cosas metidas en una caja de cartón.

—No entiendo por qué me hace esto, Steven. ¡Con todo lo que he trabajado para usted!

—Lo siento muchísimo, Stephanie. Esta maldita coyuntura… nos han recortado mucho el presupuesto.

—Está mintiendo —me dijo—. Sé que Alice lo manipula. Pero no se preocupe, no le diré nunca nada a nadie. Puede dormir tranquilo, no le voy a causar ningún perjuicio.

El despido de Stephanie aplacó a Alice, que en ese momento estaba entregada en cuerpo y alma a su novela. Decía que se le había ocurrido la idea del siglo y que el libro iba a ser bueno de verdad.

Pasaron tres meses hasta diciembre de 2013 y las Navidades, en las que me gasté mil quinientos dólares en un colgante para Alice y ciento cincuenta en bisutería para mi mujer, quien, por su parte, me dio la sorpresa de regalar a toda la familia una semana de vacaciones al sol. Nos lo anunció un viernes por la noche, durante la cena, radiante, mientras nos enseñaba el folleto: «Miramos tanto los gastos que nunca nos damos un capricho. Llevo desde Pascua ahorrando de mi sueldo para que podamos pasar juntos el Año Nuevo en el Caribe». Lo que llamaba el Caribe era Jamaica, en uno de esos hoteles con todo incluido para que la gente de clase más que media, mediocre, pueda dárselas de marqueses, con una enorme piscina de agua insalubre y un bufé libre infumable. Pero en el calor húmedo de la costa jamaicana, resguardado del sol ardiente bajo unas palmeras, tomando a sorbitos cócteles hechos con licores de tercera categoría, lejos de Alice y de cualquier otra preocupación, me sentí a gusto. Sereno por primera vez desde hacía mucho. Me di cuenta de que quería irme de Nueva York, comenzar de nuevo mi vida en otro sitio a partir de cero y no volver a cometer esos errores que me habían descarriado. Acabé por contárselo a mi mujer y preguntarle:

—¿No te gustaría irte de Nueva York?

—¿Cómo? ¿Por qué ibas a querer irte de Nueva York? Se está bien, ¿no?

—Sí, pero ya sabes a lo que me refiero.

—Pues no, precisamente, no sé a qué te refieres.

—Podríamos vivir en una ciudad más pequeña, no pasarnos la vida en los transportes públicos sin coincidir nunca los dos en casa.

—¿Qué nueva locura es esa, Steven?

—No es una locura, es una idea que comento contigo, nada más.

Mi mujer, como todos los neoyorquinos de pura cepa, no se veía viviendo en ningún otro sitio, y mi idea de huida y de una vida nueva no tardó en quedar olvidada.

*

Transcurrieron seis meses.

En el mes de junio de 2014, en la cuenta de ahorros de mis hijos no quedaba nada. Intercepté una llamada del banco para avisarnos de que no podíamos conservar una cuenta vacía e hice una transferencia para quitarme de encima esa preocupación. No me quedaba más remedio que dar con una forma de meter más dinero para reflotarla y, de paso, dejar de cavar mi propia tumba económica. Debía zanjar todo aquello. No dormía y, cuando por fin me vencía el sueño, tenía unas pesadillas insufribles. Aquella historia me estaba corroyendo por dentro.

Alice acababa de terminar su novela. Me pidió que la leyera y que fuera totalmente sincero. «Como en la cama —me dijo—; sé duro, pero justo». Me costó leer el libro y acabé por saltarme pasajes enteros porque le corría prisa saber mi opinión, que, por desgracia, estaba clarísima: era un texto tan malo que daba pena. Pero no podía decírselo. Y en un sofisticado restaurante del SoHo brindamos con champán por el gran éxito que se avecinaba.

—Estoy tan contenta de que te haya gustado, Stevie —dijo, muy alegre—. No lo dices para hacerme feliz, ¿a que no?

—No, de verdad que me ha encantado. ¿Cómo puedes dudarlo?

—Porque se la he ofrecido a tres agentes literarios que se han negado a representarme.

—Bah, no te desanimes. Si supieras cuántos libros hay que al principio rechazaron varios agentes y editores…

—Pues por eso mismo quiero que me ayudes a darla a conocer y que le pidas a Meta Ostrovski que la lea.

—¿Ostrovski, el crítico? —pregunté inquieto.

—Sí, claro. Podría escribir algo en el próximo número de la Revista. Todo el mundo hace caso de su opinión. Puede convertir este libro en un éxito incluso antes de que se publique, si escribe sobre él un artículo elogioso. Los agentes y los editores vendrán a suplicarme que acepte su oferta.

—No estoy seguro de que sea una buena idea. Ostrovski puede ser muy duro e incluso perverso.

—Eres su jefe, ¿no? Lo que tienes que hacer es exigirle que lo ponga bien en un artículo.

—Las cosas no funcionan exactamente así, Alice, y lo sabes de sobra. Cada cual puede elegir libremente lo que…

—No empieces con la moralina, Stevie. Exijo que Ostrovski escriba un artículo muy entusiasta sobre mi libro y eso es lo que hará. Apáñatelas.

El camarero llegó en ese momento con nuestros bogavantes del Maine, pero ella le indicó con la mano que se los llevara.

—Se me ha quitado el hambre, está siendo una velada espantosa. Quiero irme a casa.

Durante los diez días siguientes, me exigió regalos que yo ya no podía costear. Cuando no la obedecía, me hacía pasar por mil penalidades. Al final la apacigüe asegurándole que Ostrovski leería su libro y que escribiría una crítica elogiosa.

Le entregué el texto a Ostrovski, quien me prometió leerlo. Al cabo de quince días en que no me dijo nada, le pregunté si había podido empezar la novela y me comunicó que ya la había terminado. Alice exigió que lo llamase a mi despacho para que me hiciera un informe de viva voz y quedamos para el 30 de junio. Ese día, Alice se escondió en el armario del despacho justo antes de que Ostrovski llegara. Su opinión fue muy ofensiva.

—¿Le he hecho algún daño sin querer, Steven? —me preguntó de entrada cuando tomó asiento en mi despacho—. Si es así, le pido disculpas.

—No —le contesté extrañado—. ¿A qué viene eso?

—¡Porque tiene que guardarme mucho rencor por algo para imponerme semejante lectura! Y, por si fuera poco, aquí estoy perdiendo aún más tiempo en comentarla. Aunque, al final, he comprendido por qué insistía tanto para que leyese esa ignominia.

—¡Ah! Y ¿por qué? —pregunté algo intranquilo.

—Porque ese libro lo ha escrito usted y necesitaba una opinión. Sueña con ser escritor, ¿no es así, Steven?

—No, no soy el autor de ese texto —le aseguré.

Pero Ostrovski no me creyó y me dijo:

—Steven, voy a hablarle como a un amigo porque no quiero darle falsas esperanzas: no tiene ningún talento. ¡Es malísimo! ¡Malo, malo, malo! Diré incluso que ese libro es la definición perfecta de lo malo. Hasta un mono lo haría mejor. Hágale un favor a la humanidad, ¿quiere? No siga por ese camino. Pruebe a pintar, quizá. O a tocar el oboe.

Se fue. En cuanto cruzó la puerta de mi despacho, Alice salió de un salto del armario.

—Alice —le dije para calmarla—, no pensaba lo que decía.

—¡Quiero que lo eches!

—¿Echarlo? Pero no puedo echar a Ostrovski. Los lectores lo adoran.

—¡Que lo eches, Stevie!

—¡Que no, Alice, no puedo hacer eso! ¿Te das cuenta? ¿Echar a Ostrovski?

Me apuntó con un dedo amenazador.

—Te prometo que tu vida va a ser un infierno, Stevie. Ruina y cárcel. ¿Por qué no me obedeces? ¡Me obligas a castigarte luego!

No podía despedir a Ostrovski. Pero Alice me forzó a llamarlo delante de ella por el intercomunicador. Me causó un gran alivio que no contestase. Decidí dejar el asunto como estaba con la esperanza de que la ira de Alice amainase. Pero dos días después, el 2 de julio, entró en mi despacho hecha una furia.

—¡No has despedido a Ostrovski! ¿Te has vuelto loco? ¿Te atreves a desafiarme?

—Intenté llamarlo delante de ti y no me contestó.

—¡Inténtalo otra vez! Está en su despacho, me he cruzado con él hace un rato.

Lo llamé por la línea directa, pero no cogió el teléfono. La llamada se desvió a una secretaria que me informó de que un periódico francés le estaba haciendo una entrevista telefónica.

Alice, roja de ira, me echó de mi silla con un ademán rabioso y se sentó ante mi ordenador.

—Alice —dije, intranquilo al ver que abría mi cuenta de correo—, ¿qué haces?

—Hago lo que tendrías que haber hecho tú si tuvieras huevos.

Pinchó en redactar y escribió: «Meta, como no se digna coger el teléfono, le escribo para decirle que queda usted despedido de la Revista con efecto inmediato. Steven Bergdorf». Pulsó «Enviar» y salió de mi despacho con expresión satisfecha.

En ese momento pensé que aquello no podía seguir así. Estaba perdiendo el control de la Revista y de mi vida. Entre las tarjetas de crédito y la sangría total de la cuenta de ahorros familiar, estaba lleno de deudas.

La desaparición de Stephanie Mailer
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