Derek Scott
Aquella noche del 30 de julio de 1994, en Orphea, pasó un buen rato hasta que por fin llegaron a la escena del crimen nuestros primeros colegas de la brigada criminal, así como nuestro jefe, el mayor McKenna. Tras evaluar la situación, me llevó aparte y me preguntó:
—Derek, ¿has sido tú el primero en llegar?
—Sí, mayor —le contesté—. Llevo aquí más de una hora con Jesse. Como era el oficial de mayor rango, he tenido que tomar unas cuantas decisiones, sobre todo la de poner controles en las carreteras.
—Has hecho bien. Y me parece que la situación está bien gestionada. ¿Te sientes capaz de hacerte cargo de este caso?
—Sí, mayor. Me sentiré muy honrado.
Notaba que McKenna no las tenía todas consigo.
—Sería tu primer caso importante —dijo— y Jesse es aún un inspector con poca experiencia.
—Rosenberg tiene buen instinto policial —le aseguré—. Confíe en nosotros, mayor. No lo decepcionaremos.
Tras pensárselo un momento, el mayor acabó por asentir.
—Me apetece daros esta oportunidad, Scott. Os tengo mucho aprecio a Jesse y a ti. Pero no la caguéis. Porque, cuando vuestros compañeros se enteren de que os he dado un caso de esta importancia, se les va a soltar la lengua. Pero, bien pensado, ¡que hubieran llegado a tiempo! ¿Dónde se han metido todos? ¿De vacaciones? Serán cretinos.
El mayor llamó a Jesse y luego dijo, hablando en general, para que nuestros compañeros lo oyesen también:
—Scott y Rosenberg, vais a llevar vosotros el caso.
Jesse y yo estábamos completamente decididos a que el mayor no tuviera que lamentar su decisión. Pasamos la noche en Orphea reuniendo los primeros datos de la investigación. Eran casi las siete de la mañana cuando dejé a Jesse delante de su casa, en Queens. Me ofreció que entrase a tomar un café y acepté. Estábamos exhaustos, pero demasiado emocionados con aquel caso para dormir. En la cocina, mientras Jesse preparaba la cafetera, empecé a tomar notas.
—«¿Quién le tenía tanta inquina al alcalde como para matarlo con su mujer y con su hijo?» —pregunté en voz alta mientras apuntaba esa frase en una hoja que Jesse pegó en la nevera.
—Hay que interrogar a sus allegados —sugirió él.
—¿Qué hacían todos en casa la noche de la inauguración del festival de teatro? Deberían haber estado en el Gran Teatro. Y, además, esas maletas llenas de ropa que han encontrado en el coche… Creo que estaban a punto de irse.
—¿Escapaban? Pero ¿por qué?
—Eso, Jesse —le dije—, es lo que vamos a descubrir.
Pegué otra hoja, en la que él escribió: «¿El alcalde tenía enemigos?».
Natasha, a quien seguramente habían despertado nuestras voces, apareció en la puerta de la cocina, medio dormida aún.
—¿Qué pasó anoche? —preguntó, acurrucándose contra Jesse.
—Una carnicería —contesté.
—«¿Asesinatos en el festival de teatro?» —leyó Natasha en la puerta de la nevera antes de abrirla—. Suena como una buena obra de teatro policíaca.
—Podría serlo —asintió Jesse.
Natasha sacó leche, huevos y harina, y los dejó en la encimera para hacer tortitas; se sirvió café. Entonces miró las notas y nos preguntó:
—Y ¿cuáles son vuestras primeras hipótesis?