Jesse Rosenberg

Lunes 23 de junio de 2014

Treinta y tres días antes de la inauguración del XXI festival de Orphea

La primera y última vez que vi a Stephanie Mailer fue cuando se coló en la recepción amistosa que me organizó la policía estatal de Nueva York con motivo de mi retirada del cuerpo.

Aquel día, una multitud de policías de todas las brigadas se había reunido bajo el sol del mediodía frente a la tarima de madera que colocaban en las grandes ocasiones en el aparcamiento del centro regional de la policía estatal. Yo me encontraba allí subido, junto a mi superior, el mayor McKenna, que había sido mi jefe durante toda mi carrera y me estaba tributando un ferviente homenaje.

—Jesse Rosenberg es un capitán de policía joven, pero por lo visto le corre mucha prisa irse —dijo el mayor, dando pie a las risas de los asistentes—. Nunca habría imaginado que pudiera irse antes que yo. La verdad es que la vida está mal hecha: a todo el mundo le gustaría que yo me fuera, pero aquí sigo; y a todo el mundo le gustaría que Jesse se quedara, pero Jesse se nos va.

Tenía cuarenta y cinco años y dejaba la policía sereno y feliz. Después de veintitrés años de servicio, había decidido aceptar la pensión que ya me correspondía para sacar adelante un proyecto que llevaba mucho tiempo acariciando. Aún me quedaba una semana de trabajo, hasta el 30 de junio. Luego empezaría un capítulo nuevo de mi vida.

—Me acuerdo del primer caso importante de Jesse —siguió diciendo el mayor—. Un cuádruple asesinato espantoso que resolvió brillantemente, cuando nadie lo creía capaz de hacerlo. Era aún un policía muy joven. A partir de ese momento todo el mundo se percató del temple de Jesse. Todos los que se han codeado con él saben que ha sido un investigador excepcional; incluso creo que puedo decir que ha sido el mejor de todos nosotros. Lo bautizamos «capitán cien por cien» porque resolvió todas las investigaciones en las que participó, lo que lo convierte en un investigador único. Policía admirado por sus colegas, experto al que muchos consultan e instructor de la academia durante largos años. Te lo voy a decir, Jesse: ¡hace veinte años que te envidiamos todos!

Los asistentes volvieron a soltar la carcajada.

—No hemos entendido muy bien cuál es ese nuevo proyecto que te espera, Jesse, pero te deseamos suerte en esa empresa. Has de saber que te echaremos de menos, que la policía te echará de menos; pero sobre todo te echarán de menos nuestras mujeres que se pasaban las verbenas de la policía mirándote como si fueran a comerte vivo.

Un torrente de aplausos celebró el discurso. El mayor me dio un cordial abrazo y luego me bajé del estrado para ir a saludar a cuantos habían tenido el detalle de acudir antes de que se abalanzasen sobre el bufé.

Me quedé solo por un momento y se me acercó una mujer muy guapa de unos treinta años a la que no recordaba haber visto en la vida.

—¿Así que es usted el famoso «capitán cien por cien»? —me preguntó con tono seductor.

—Por lo visto —contesté sonriente—. ¿Nos conocemos?

—No. Me llamo Stephanie Mailer. Soy periodista del Orphea Chronicle.

Nos dimos la mano. Stephanie me dijo:

—¿Le molesta si lo llamo «capitán noventa y nueve por ciento»?

Fruncí el ceño.

—¿Está usted insinuando que he dejado sin resolver alguna de mis investigaciones?

Por toda respuesta sacó del bolso la fotocopia de un recorte del Orphea Chronicle fechado el 1 de agosto de 1994 y me lo alargó:

CUÁDRUPLE ASESINATO EN ORPHEA:
MATAN AL ALCALDE Y A SU FAMILIA

El sábado, a última hora de la tarde, el alcalde de Orphea, Joseph Gordon, su mujer y su hijo de diez años aparecieron muertos en su domicilio. La cuarta víctima se llama Meghan Padalin, de treinta y dos años. La joven, que había salido a correr en el momento de los hechos, fue seguramente un testigo desafortunado. La mataron de varios tiros en plena calle, delante de la casa del alcalde.

Ilustraba el artículo una foto mía y de mi compañero a la sazón, Derek Scott, en el lugar del crimen.

—¿Adónde quiere ir a parar? —le pregunté.

—No resolvió este caso, capitán.

—¿Qué me está contando?

—En 1994 se equivocó de culpable. Pensaba que querría saberlo antes de dejar la policía.

Al principio creí que se trataba de una broma de mal gusto de mis colegas, antes de advertir que Stephanie iba muy en serio.

—¿Está usted investigando por su cuenta? —le pregunté.

—En cierto modo, capitán.

—¿«En cierto modo»? Va a tener que decirme algo más si pretende que la crea.

—Digo la verdad, capitán. Tengo una cita dentro de una hora que debería permitirme conseguir la prueba irrefutable.

—¿Una cita con quién?

—Capitán —me dijo con tono divertido—, no soy una principiante. Es la clase de exclusiva que un periodista no quiere arriesgarse a perder. Le prometo que lo haré partícipe de lo que descubra en cuanto llegue el momento. Mientras tanto, tengo que pedirle un favor: que me permita consultar el informe de la policía estatal.

—¡Usted lo llama un favor y yo lo llamo chantaje! —repliqué—. Empiece por enseñarme su investigación, Stephanie. Esas alegaciones son muy graves.

—Me hago cargo, capitán Rosenberg. Y, precisamente por eso, no me apetece que se me adelante la policía estatal.

—Le recuerdo que tiene la obligación de compartir con la policía toda la información de interés que obre en su poder. Es lo que marca la ley. También podría ir yo a hacer una inspección en su periódico.

A Stephanie pareció decepcionarla mi reacción.

—Qué se le va a hacer, «capitán noventa y nueve por ciento» —dijo—. Suponía que le iba a interesar, pero debe de estar usted pensando ya en su jubilación y en ese nuevo proyecto que ha mencionado el mayor en el discurso. ¿De qué se trata? ¿Va a arreglar un barco viejo?

—No es asunto suyo —contesté, muy seco.

Se encogió de hombros e hizo como que se iba. Yo estaba seguro de que era un farol y, en efecto, se detuvo tras dar unos pocos pasos y se volvió hacia mí.

—Tenía la respuesta ante los ojos, capitán Rosenberg. Sencillamente, no la vio.

Yo me sentía intrigado y molesto a la vez.

—Creo que me he perdido, Stephanie.

Ella alzó entonces la mano y me la colocó a la altura de los ojos.

—¿Qué ve, capitán?

—Su mano.

—Le estaba enseñando los dedos —me enmendó.

—Pero yo veo su mano —respondí, sin entenderla.

—Ese es el problema —me dijo—. Ha visto lo que quería ver y no lo que le han enseñado. Y eso fue lo que se perdió hace veinte años.

Fueron sus últimas palabras. Se marchó, dejándome, junto con su enigma, su tarjeta de visita y la fotocopia del periódico.

Al divisar en el bufé a Derek Scott, mi antiguo compañero, que en la actualidad vegetaba en la brigada administrativa, me apresuré a acercarme a él y le enseñé el recorte.

—No has cambiado nada, Jesse —me dijo, sonriente y divertido al ver de nuevo aquel antiguo caso—. ¿Qué quería esa chica?

—Es una periodista. Según ella, nos colamos en 1994. Afirma que no acertamos en la investigación y que nos equivocamos de culpable.

—¿Qué? —dijo Derek, atragantándose—. Pero eso es de locos.

—Ya lo sé.

—¿Qué ha dicho exactamente?

—Que teníamos la respuesta ante los ojos y que no la vimos.

Derek se quedó perplejo. Él también parecía alterado, pero decidió quitarse esa idea de la cabeza.

—No me lo creo ni por asomo —masculló, al cabo—. No es más que una periodista de segunda que quiere destacar sin esforzarse mucho.

—Puede que sí —contesté pensativo—. Y puede que no.

Recorrí el aparcamiento con la vista y divisé a Stephanie que se estaba metiendo en su coche. Me hizo una seña y me gritó: «Hasta pronto, capitán Rosenberg».

Pero no hubo ningún «hasta pronto».

Porque ese fue el día en que desapareció.

La desaparición de Stephanie Mailer
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