Dakota Eden
Cuando era pequeña, mis padres me decían que no había que apresurarse en juzgar a las personas y que había que darles siempre una segunda oportunidad. Me esforcé en perdonar a Tara e hice cuanto pude para que nuestra amistad siguiera adelante.
Tras la crisis financiera de 2008, Gerald Scalini, que había perdido muchísimo dinero, tuvo que renunciar al piso enfrente de Central Park, a la casa de los Hamptons y al tren de vida que llevaba. Comparados con una gran mayoría de los estadounidenses, los Scalini no eran personas a las que hubiera que compadecer: se mudaron a un piso muy bonito del Upper East Side y Gerald se las apañó para que Tara pudiera seguir asistiendo a la misma escuela privada, lo cual no era poco. Pero ya no hacían la vida de antes, con chófer, cocinero y fin de semana en el campo.
Gerald Scalini se esforzaba en dar el pego, pero la madre de Tara le decía a quien quisiera escucharla: «Lo hemos perdido todo. Ahora vivo como una esclava, tengo que llevar la ropa corriendo a la tintorería y, luego, recoger a mi hija del colegio y preparar la comida para toda la familia».
En el verano de 2009, estrenamos El Jardín de Eden, nuestra fantástica casa de Orphea. No digo «fantástica» porque quiera presumir: de aquel sitio se desprendía una esencia maravillosa. Se había construido y decorado todo con gusto. Cada mañana de aquel verano desayuné frente al océano. Me pasaba los días leyendo y, sobre todo, escribiendo. Me parecía que esa casa era una casa de escritor como las que salían en los libros.
A finales del verano, mi madre me convenció para que invitase a Tara a pasar unos días en Orphea. A mí no me apetecía nada.
—La pobre lleva todo el verano metida en Nueva York —dijo mi madre, defendiéndola.
—No hay motivo para tenerle lástima, mamá.
—Cariño, hay que saber compartir las cosas. Y tener paciencia con los amigos.
—No la aguanto —expliqué—. Va de sabihonda.
—A lo mejor es que, en el fondo, se siente amenazada. A los amigos hay que cuidarlos.
—Ya no es mi amiga —dije.
—Ya conoces el dicho: un amigo es alguien a quien conoces bien y a quien, a pesar de eso, sigues queriendo. Y, además, bien que te gustaba cuando te invitaba ella a East Hampton.
Acabé por invitar a Tara. Mi madre tenía razón: volver a vernos nos sentó bien. Recobré aquella energía de los primeros tiempos de nuestra amistad. Nos pasamos veladas enteras tendidas en el césped charlando. Una noche, llorando, me confesó que había amañado el robo de su ordenador para que me echasen a mí la culpa. Reconoció que le había dado envidia mi texto, dijo que no volvería a pasar, que me quería por encima de todo. Me suplicó que la perdonase y la perdoné. Todo era ya agua pasada.
Tras reanudar nuestra amistad, la relación entre nuestros padres, que se había deshecho al mismo tiempo que la nuestra, volvió a estrecharse. Los Scalini incluso vinieron a pasar un fin de semana, durante el que Gerald, siempre igual de insoportable, no paró de criticar las preferencias de mis padres: «¡Ay, qué lástima que os decidierais por este material!»; o: «¡La verdad es que yo no lo habría hecho así!». Tara y yo volvimos a ser inseparables y nos pasábamos la vida o en casa de una, o en casa de otra. También volvimos a escribir juntas. Aquella temporada coincidió con mi pasión por el teatro, que acababa de descubrir. Me encantaba: leía obras teatrales con avidez. Pensé hasta en escribir una. Tara decía que podíamos intentar hacerla juntas. Al trabajar en Channel 14, a mi padre le enviaban invitaciones para todos los preestrenos. Así que íbamos continuamente al teatro.
En la primavera de 2010, mis padres me regalaron el portátil con el que tanto había soñado. No era posible ser más feliz. Me pasé todo el verano escribiendo en la terraza de la casa de Orphea. Mis padres se preocupaban.
—¿No quieres ir a la playa, Dakota? ¿O a dar una vuelta por el centro? —me preguntaban.
—Estoy escribiendo —les explicaba yo—. Estoy muy ocupada.
Era la primera vez que escribía una obra de teatro, a la que había puesto el título de El señor Constantin y cuyo argumento era el siguiente: el señor Constantin es un anciano que vive solo en una casa inmensa de los Hamptons y cuyos hijos nunca van a verlo. Un día, harto de que lo tengan abandonado, les hace creer que se está muriendo: sus hijos, que tienen todos ellos la esperanza de heredar la casa, acuden a toda prisa para atenderlo en su enfermedad y le dan todos los caprichos.
Era una comedia. Estaba entusiasmada; le dediqué un año entero. Mis padres me veían siempre delante del ordenador.
—¡Trabajas demasiado! —me decían.
—No trabajo, me divierto —les explicaba.
—Bueno, pues te diviertes demasiado.
Aproveché el verano de 2011 para terminar El señor Constantin y, a comienzos de curso, en septiembre, se la di a leer a mi profesora de literatura, a la que admiraba mucho. Su primera reacción, tras acabar la lectura, fue citarnos a mis padres y a mí.
—¿Han leído el texto de su hija? —preguntó a mis padres.
—No —contestaron—. Ella prefería que lo leyera primero usted. ¿Hay algún problema?
—¿Algún problema? No lo dirán en serio, ¡es magnífico! ¡Qué texto tan extraordinario! Creo que su hija tiene un don. Por eso quería verlos; como es posible que sepan, estoy metida en el club de teatro del colegio. Todos los años, en el mes de junio, se representa una obra y querría que este año fuera la de Dakota.
No podía creérmelo: mi obra iba a representarse. De pronto en el colegio no se habló ya de otra cosa. Yo era una alumna tirando a discreta, pero mi popularidad se puso por las nubes.
Los ensayos iban a empezar en enero. Me quedaban unos meses para pulir el texto. Me dediqué en exclusiva a eso, incluso en las vacaciones de invierno. Tenía muchísimo empeño en que fuera perfecto. Tara venía a casa a diario; nos encerrábamos en mi cuarto. Sentada ante mi escritorio, como pegada con cola a la pantalla del ordenador, leía la parte de cada actor en voz alta. Tara, echada en mi cama, me escuchaba atentamente y me daba su opinión.
Todo dio un vuelco el último domingo de las vacaciones. La víspera del día en que tenía que entregar el texto, Tara estaba en mi casa como todos los días anteriores. Era media tarde. Dijo que tenía sed y fui a la cocina a buscarle agua. Cuando volví a mi cuarto, se disponía a irse.
—¿Te marchas ya?
—Sí, no me había fijado en qué hora es. Tengo que volver a casa.
De repente la encontré rara.
—¿Todo va bien, Tara? —le pregunté.
—Sí, todo bien —me aseguró—. Nos vemos mañana en el colegio.
La acompañé a la puerta. Cuando volví al ordenador, el texto no estaba ya en la pantalla. Creí que se trataba de un problema informático, pero, cuando quise volver a abrir el documento, me di cuenta de que había desaparecido. Entonces pensé que lo estaba buscando en el directorio que no era. Pero no tardé en advertir que no había manera de encontrar el texto. Y, cuando fui a mirar en la papelera del ordenador y vi que acababan de vaciarla, lo entendí todo en el acto: Tara había borrado mi obra de teatro y ya no había forma de recuperarla.
Me eché a llorar y luego me dio un ataque de nervios. Mis padres acudieron a mi cuarto.
—No me asustes —dijo mi padre—. ¿Tienes una copia en algún sitio?
—¡No! —dije a voces—. ¡Lo tenía todo ahí! Lo he perdido todo.
—Dakota —empezó a sermonearme mi padre—, te tengo dicho que…
—Jerry —lo interrumpió mi madre, que se había hecho cargo de la gravedad de la situación—, creo que no es el momento.
Expliqué a mis padres lo que había sucedido: Tara me pide agua y yo salgo de habitación un instante; luego ella se marcha precipitadamente y la obra ya no está. Era imposible que mi obra de teatro hubiera salido volando de pronto. Solo podía haber sido Tara.
—Pero ¿por qué iba a hacer algo así? —se preguntó mi madre, que quería intentar entenderlo a toda costa.
Llamó por teléfono a los Scalini y les explicó la situación. Defendieron a su hija, juraron que nunca haría algo así y censuraron a mi madre por acusarla sin pruebas.
—Gerald —dijo mi madre por teléfono—, esa obra no se ha borrado sola. ¿Puedo hablar con Tara, por favor?
Pero Tara no quería hablar con nadie.
Mi última esperanza era la copia impresa de la obra que le había dado en septiembre a mi profesora de literatura. Pero no la encontró. Mi padre le llevó mi ordenador a uno de los técnicos informáticos de Channel 14, pero dijo que no podía hacer nada. «Cuando se vacía la papelera, vacía se queda —le dijo a mi padre—. ¿No hicieron nunca una copia del documento?».
Mi obra ya no existía. Me habían robado un año de trabajo. Se había esfumado un año de trabajo. Era una sensación indescriptible. Como si algo se me hubiera apagado por dentro.
A mis padres y a mi profesora solo se les ocurrían soluciones estúpidas: «Intenta volver a escribir la obra basándote en lo que recuerdes. Te la sabías de memoria». Se veía que nunca habían escrito. Era imposible que volviera a surgir en pocos días un año de creación. Me propusieron escribir otra obra para el año siguiente. Pero, en cualquier caso, yo ya no tenía ganas de escribir. Estaba deprimida.
De los meses siguientes, solo recuerdo una sensación de amargura. Un dolor en lo más hondo del alma; el que causaba una profunda injusticia. Tara tenía que pagar las consecuencias. Ni siquiera quería saber por qué lo había hecho, solo buscaba una reparación. Deseaba que sufriera como había sufrido yo.
Mis padres fueron a ver al director del colegio, pero este no admitió ninguna responsabilidad:
—Si no he entendido mal —dijo—, ha ocurrido fuera del ámbito escolar, así que no puedo intervenir. Hay que solucionar esta leve discrepancia con los padres de Tara Scalini.
—¿Leve discrepancia? —dijo mi madre, irritada—. ¡Tara se ha cargado un año de trabajo de mi hija! Las dos son alumnas del colegio, tiene usted que tomar medidas.
—Mire, señora Eden, es posible que ambas necesiten dejar de verse, no paran de hacerse trastadas. Primero, Dakota le roba el ordenador a Tara…
—¡No robó ese ordenador! —se indignó mi madre—. ¡Tara lo maquinó todo!
El director suspiró:
—Señora Eden… Solucione eso con los padres de Tara. Vale más…
Los padres de Tara no quisieron saber nada del asunto. Defendieron a su hija con uñas y dientes y me llamaron fantasiosa.
Pasaron los meses.
A todo el mundo se le olvidó lo ocurrido, menos a mí. Tenía la herida de aquella cuchillada en el corazón, un corte profundo que no quería cicatrizar. Lo mencionaba continuamente, pero mis padres acabaron por decirme que tenía que dejar de darle vueltas a esa historia, que tenía que seguir adelante.
En junio, el club de teatro del colegio representó por fin una adaptación de Jack London. Me negué a asistir al estreno. Esa noche me quedé encerrada en mi cuarto llorando. Y mi madre, en vez de consolarme, me dijo: «Dakota, ya han pasado seis meses. Tienes que seguir adelante».
Pero yo no lo conseguía. Me quedaba quieta ante la pantalla del ordenador sin saber qué escribir. Me sentía vacía. Vacía de todo deseo y de toda inspiración.
Me aburría. Reclamaba atención a mis padres, pero mi padre andaba ocupado con su trabajo y mi madre nunca estaba en casa. Nunca me había dado cuenta de verdad de lo ocupados que estaban.
Aquel verano, en El Jardín de Eden, me pasé todo el tiempo metida en internet. Dedicaba el día a las redes sociales, sobre todo a Facebook. Era eso o aburrirme. Me di cuenta de que, al margen de Tara, no había hecho muchas amistades en los últimos tiempos. Seguramente por estar demasiado ocupada escribiendo. Ahora intentaba recuperar el tiempo perdido por el camino de lo virtual.
Varias veces al día iba a husmear en la página de Facebook de Tara. Quería saber lo que hacía y a quién veía. Desde aquel domingo de enero en que había ido a mi casa por última vez, no nos habíamos vuelto a dirigir la palabra. Pero la espiaba en su cuenta de Facebook y odiaba cuanto escribía en ella. Era, quizá, mi forma de exorcizar toda la pena que me había causado. ¿O sería que estaba cultivando mi resentimiento?
En noviembre de 2012 se cumplieron diez meses sin hablarnos. Una noche, encerrada en mi cuarto chateando con varias personas en Facebook, recibí un mensaje de Tara. Era una carta muy larga.
Me di cuenta enseguida de que era una carta de amor.
Tara me contaba lo que llevaba sufriendo desde hacía años. Que no se perdonaba lo que me había hecho; que desde la primavera estaba yendo a un psiquiatra que la ayudaba a ver las cosas más claras. Decía que había llegado el momento de que se aceptase tal y como era. Y me revelaba su homosexualidad; y, también, que me quería; que me lo había dicho en muchas ocasiones, pero que nunca la había entendido. Me explicó que había acabado por tener celos de la obra de teatro, porque ella estaba echada en mi cama y se me ofrecía, pero yo solo tenía ojos para mi texto. Me contaba cuánto le costaba expresar su verdadera identidad y pedía perdón por su comportamiento. Decía que quería repararlo todo y que tenía la esperanza de que, al confesarme sus sentimientos, quizá yo llegara a entender aquel acto insensato por el que, decía, se odiaba a diario. Lamentaba que ese amor que sentía por mí, demasiado fuerte, demasiado difícil de manejar y del que nunca se había atrevido a hablar, la hubiera descontrolado.
Leí la carta varias veces. Me sentía turbada e incómoda. No me apetecía perdonarla. Creo que había atizado en exceso aquella ira y no podía desaparecer de golpe. Y, entonces, tras una breve vacilación, mandé la carta de Tara por Messenger a todas mis compañeras de clase.
Al día siguiente, todo el colegio había leído la carta y Tara era ya «Tara la lesbiana», con todos los derivados peyorativos de la palabra habidos y por haber. No creo que fuese eso lo que yo había querido en un principio, pero me di cuenta de lo bien que me sentaba ver a Tara en la picota. Y, sobre todo, confesaba que había destruido mi texto. Por fin salía la verdad a la luz. La culpable quedaba confundida y la víctima, algo consolada. Pero, de la carta que había enseñado, con lo que todo el mundo se quedó fue con la orientación sexual de Tara.
Esa misma noche, Tara me volvió a escribir en Facebook: «¿Por qué me has hecho eso?». Le contesté a vuelta de correo: «Porque te odio». Creo que en ese momento la odiaba de verdad. Y ese odio me consumía. Tara no tardó en convertirse en objeto de todas las burlas y de todas las pullas y, cuando me cruzaba con ella por los pasillos del colegio, me decía a mí misma que le estaba bien empleado. Me seguía obsesionando aquella tarde de enero en que había borrado mi texto. Aquella tarde en que me había robado mi obra de teatro.
Fue por entonces cuando me hice amiga de Leyla. Estaba en otra clase de mi mismo curso; era la chica en la que se fijaba todo el mundo, carismática y siempre bien vestida. Se me acercó un día en la cafetería. Me dijo que le había parecido genial que le diera difusión a la carta de Tara. Siempre le había parecido una presumida. «¿Qué haces el sábado por la noche? —me preguntó—. ¿Quieres venir a mi casa?».
Los sábados en casa de Leyla se convirtieron en un ritual invariable. Nos reuníamos varias chicas del colegio, nos encerrábamos en su habitación, bebíamos alcohol que le birlaba a su padre, fumábamos cigarrillos en el cuarto de baño y le escribíamos a Tara mensajes insultantes en Facebook. «Guarra, puta, bollera.» Le decíamos de todo. Que la odiábamos. Y la llamábamos de todo. Nos encantaba. «Te vamos a machacar, puta. Zorra. Puta.»
Esa era la clase de chica en que me había convertido. Un año atrás, mis padres me animaban a que saliera, a que tuviera amigas, pero yo prefería pasar los fines de semana escribiendo. Ahora, iba a empinar el codo al cuarto de Leyla y me pasaba las veladas insultando a Tara. Cuanto más me metía con ella, más parecía encogerse. Yo, que la había admirado tanto, disfrutaba ahora teniéndola dominada. En los pasillos del colegio, empecé a darle empujones. Un día, Leyla y yo la llevamos a la fuerza al aseo y le dimos una paliza. Yo nunca había pegado a nadie. Al darle la primera bofetada, tuve miedo de su reacción, de que se defendiera, de que pudiera más que yo. Pero dejó que le pegásemos. Me sentí fuerte al verla llorar, suplicar que dejase de golpearla. Me gustó. Esa sensación de poder. Verla hundida en la miseria. Seguimos maltratándola siempre que se presentaba la ocasión. Un día, mientras le estaba pegando, se meó encima. Y, por la noche, en Facebook, seguí insultándola. «Ojalá la palmaras, puta. Es lo mejor que puede pasarte.»
Aquello duró tres meses.
Una mañana, a mediados de febrero, había coches patrulla delante del colegio. Tara se había ahorcado en su cuarto.
*
No tuvo que pasar mucho tiempo para que la policía siguiera la pista hasta mí.
Pocos días después de la tragedia, cuando me disponía a irme al colegio, fueron unos inspectores a buscarme a casa. Me enseñaron decenas de páginas en donde estaban impresos los mensajes que le había mandado a Tara. Mi padre llamó a su abogado, Benjamin Graff. Cuando se fueron los policías, dijo que podíamos estar tranquilos, que la policía no conseguiría probar el vínculo de causalidad entre mis mensajes en Facebook y el suicidio de Tara. Me acuerdo de que dijo algo así como:
—Por suerte, esa niña no ha dejado una carta de despedida explicando por qué lo hacía; de lo contrario, Dakota lo tendría muy crudo.
—¿«Por suerte»? —voceó mi madre—. Pero ¿sabes lo que estás diciendo, Benjamin? ¡Me dais todos ganas de vomitar!
—Solo intento cumplir con mi trabajo —se justificó Benjamin Graff— y evitar que Dakota acabe en la cárcel.
Pero Tara sí que había dejado una carta, que sus padres encontraron pocos días después, ordenando su cuarto. Explicaba en ella con todo detalle que prefería morir a que yo siguiera humillándola a diario.
Los padres de Tara se querellaron.
Otra vez la policía. Fue en ese momento cuando cobré conciencia de verdad de lo que había hecho. Había matado a Tara. Las esposas. La comisaría. La sala de interrogatorios.
Cuando llegó, a Benjamin Graff se le habían bajado los humos; hasta estaba preocupado. Decía que el fiscal quería hacer un escarmiento y enviar un aviso rotundo a quienes aterrorizaban a sus compañeros en internet. Tal y como lo enfocaba, la incitación al suicidio podía incluso considerarse homicidio.
—Podrían juzgarte como a una adulta —me recordó Graff—. Y, en ese caso, te enfrentas a una pena de entre siete y quince años de cárcel. A menos que lleguemos a un acuerdo con la familia de Tara y retiren la querella.
—¿Un acuerdo? —preguntó mi madre.
—Dinero —aclaró Graff—. Y que, a cambio, desistieran de llevar a Dakota ante el juez. No habría juicio.
Mi padre le encargó a Graff que hablase con el abogado de los Scalini. Y Graff volvió con su petición.
—Quieren vuestra casa de Orphea —explicó a mis padres.
—¿Nuestra casa? —repitió mi padre, incrédulo.
—Sí —confirmó Graff.
—Pues suya es entonces —dijo mi padre—. Llama a su abogado ahora mismo y confírmale que, si los Scalini renuncian al procedimiento judicial, estoy mañana a primera hora en el notario.