Jesse Rosenberg
Martes 22 de julio de 2014
Cuatro días antes de la inauguración
Esa mañana, cuando Derek y yo nos encontramos a Anna en la sala de archivos del Orphea Chronicle, se le veía una sonrisa triunfante. La miré, divertido, y le alargué el café que le había llevado.
—Has dado con una pista, ¿a que sí? —le dije.
Anna asintió con expresión misteriosa y nos enseñó un artículo dedicado a la librería de Cody fechado el 15 de junio de 1994.
—Mirad la foto —nos dijo—. Al fondo, a la derecha, en una estantería, se ve un ejemplar de La noche negra. Con lo que es más que probable que el alcalde Gordon se hiciera con el texto en la librería.
—Así pues, a principios de junio —resumió Derek—, el alcalde Gordon rompe la obra de Kirk. Y luego va a recuperar ese mismo texto a la librería. ¿Por qué?
—Eso no lo sé —contestó Anna—. En cambio, he hallado una relación entre la obra que está preparando Kirk Harvey ahora mismo en el Gran Teatro y Jeremiah Fold. Volviendo de una cena ayer, me detuve en la comisaría y pasé parte de la noche rebuscando en las bases de datos. Jeremiah Fold tuvo un hijo que nació justo antes de que él muriera. He logrado averiguar cómo se llama la madre: Virginia Parker.
—¿Y…? —preguntó Derek—. ¿Debería sonarnos ese nombre?
—No, pero he hablado con ella. Y me ha contado cómo murió Jeremiah.
—Accidente de tráfico —recordó Derek, que no veía adónde quería ir a parar Anna—. Ya lo sabemos.
—Accidente de moto —especificó Anna—. Se estrelló contra un árbol yendo en moto.
—¿Quieres decir exactamente igual que en el principio de la obra de Harvey? —pregunté.
—Exactamente, Jesse —me contestó Anna.
—Hay que ir de inmediato a interrogar a Kirk Harvey —decidí—. Vamos a obligarlo a que nos cuente todo lo que sabe.
—El mayor no te dejará mover ni un dedo, Jesse —me hizo notar Derek—. Si te metes con Harvey, te relevarán y te apartarán de la investigación. Intentemos actuar de forma metódica. Y vamos a empezar procurando entender por qué la policía de Ridgesport ni siquiera tenía el expediente del accidente cuando hablamos con ella.
—Porque la que se encarga de los accidentes mortales es la policía de tráfico de Nueva York —contestó Anna.
—Entonces hablemos ahora mismo con la policía de tráfico para que nos mande copia del informe.
Anna nos alargó unas cuantas hojas.
—Ya está hecho, caballeros. Aquí lo tienen.
Derek y yo empezamos a leerlo en el acto. El accidente había ocurrido en la noche del 15 al 16 de julio de 1994. El atestado de la policía era muy conciso: «El señor Fold perdió el control de la moto. Circulaba sin casco. Unos testigos lo vieron salir del Ridge’s Club alrededor de las doce de la noche. Lo encontró un automovilista hacia las siete de la mañana. Inconsciente, pero vivo. Falleció en el hospital». El expediente incluía unas fotos de la moto; no quedaba más que un amasijo de metal y fragmentos dispersos en la parte baja de un barranco no muy hondo. Se indicaba también que se había enviado copia del expediente, tras haberla solicitado, al agente especial Grace de la ATF.
—El agente especial Grace fue el que nos permitió llegar hasta Ted Tennenbaum al detener al hombre que le había proporcionado el arma del crimen —le explicó Derek a Anna.
—No hay más remedio que hablar con él —dije—. Seguramente ya no es policía, debía de tener unos cincuenta años por entonces.
—Mientras tanto deberíamos ir a interrogar a Virginia Parker, la antigua compañera de Jeremiah Fold —sugirió Derek—. A lo mejor puede contarnos más cosas.
—Nos está esperando en su casa —nos comunicó entonces Anna, que, definitivamente, iba varios pasos por delante—. Vamos allá.
Virginia Parker vivía en una casita muy descuidada a la entrada de Ridgesport. Era una mujer de cincuenta años que parecía haber sido muy guapa, aunque ya no lo era.
—Jeremiah era muy mala persona —nos contó en el salón en donde nos recibió—. Lo único que hizo bien fue al crío. Nuestro hijo es un buen chico, trabaja en una empresa de jardinería en donde lo aprecian mucho.
—¿Cómo conoció a Jeremiah? —pregunté.
Antes de contestar, encendió un cigarrillo y dio una calada honda. Tenía unos dedos largos y finos que remataban unas uñas aceradas de color rojo sangre. Hasta que no expulsó una larga nube blanca no nos dijo:
—Yo cantaba en el Ridge’s Club. Un club que entonces estaba de moda y que ahora es un antro. Miss Parker. Ese era mi nombre artístico. Todavía canto allí algunas veces. En aquella época, yo era algo así como la gran estrella. Tenía a todos los hombres a mis pies. Jeremiah era uno de los dueños. Tirando a guapo. Aquel estilo de tío duro de pelar me gustaba mucho al principio. Me atraía su lado peligroso. Hasta que no me dejó embarazada no me di cuenta de cómo era Jeremiah en realidad.
*
Ridgesport, junio de 1993
Seis de la tarde
Desmadejada después de pasar el día entero vomitando, Virginia estaba echada en el sofá cuando llamaron a la puerta de su casa. Creyó que era Jeremiah, que iba a ver cómo se encontraba. Le había dejado un recado en el club hacía veinte minutos para anunciarle que esa noche no se hallaba en condiciones de cantar.
—Pasa —gritó—. Está abierto.
El visitante obedeció. No era Jeremiah, sino Costico, su esbirro. Un armario de luna con unas manos grandes como palas. Virginia lo aborrecía y lo temía a partes iguales.
—¿Qué haces aquí, Costico? —le preguntó—. Jeremiah no está.
—Ya lo sé, me manda él. Tienes que ir al club.
—No puedo, me he pasado el día vomitando.
—Date prisa, Virginia. No te he pedido tu opinión.
—Mírame, Costico. No estoy en condiciones de cantar.
—Arreando, Virginia. Los clientes van al club a oírte cantar. Que Jeremiah te la meta por el culo no te da derecho a favores.
—Como puedes ver, si me miras la tripa —replicó Virginia—, no me la mete solo por el culo.
—¡Cierra el pico y muévete! —le ordenó él—. Te espero en el coche.
*
—¿Y fue usted? —preguntó Anna.
—Pues claro. No tenía elección. Mi embarazo fue un infierno. Me vi obligada a cantar en el club hasta el día antes del parto.
—¿Jeremiah le pegaba?
—No, era peor. Y en eso consistía toda la maldad de Jeremiah. No se consideraba un criminal, sino «un empresario», y Costico, su esbirro, era «su socio». La trastienda, donde hacía sus chanchullos, se llamaba «el despacho». Jeremiah se creía más listo que nadie. Decía que, para ser intocable ante la justicia, no había que dejar rastro. No tenía libro de cuentas y sí permiso de armas y nunca daba órdenes por escrito. Las extorsiones y el trapicheo con drogas o con armas se los hacía «el servicio posventa». Llamaba así a unos cuantos «lacayos» que estaban a su merced. Eran sobre todo padres de familia contra los que tenía pruebas comprometedoras que podían arruinarles la vida: fotos con prostitutas en posturas poco dignas, por ejemplo. A cambio de que él no dijera nada, los «lacayos» tenían que estar a su disposición. Los mandaba a recoger el dinero a casa de sus chantajeados o a entregar la droga a los camellos y, después, a cobrar su parte; todo eso se lo hacían esos tíos tan decentes de los que nadie sospecharía. Jeremiah nunca estaba en primera línea. Los «lacayos» iban luego al club como si fueran clientes y le dejaban al camarero un sobre dirigido a Jeremiah. Nunca había contactos directos. También usaba el club para blanquear todo el dinero sucio. Y eso lo hacía igualmente como Dios manda: lo traspasaba entero al club. Todo se quedaba disuelto en esa contabilidad y, como el club iba viento en popa, era imposible encontrar nada. Después Jeremiah pagaba por esas ganancias un montón de impuestos. Era intocable. Podía apostar tanto como quisiera: todo estaba declarado a Hacienda. Sé que la policía intentó investigarlo, pero nunca encontró nada. Los únicos que habrían podido hundirlo eran los «lacayos», pero ya sabían lo que se les venía encima si lo denunciaban: en el mejor de los casos, quedarse sin vida social, ni profesional. Por no hablar del riesgo de ir a la cárcel por haber participado en actividades delictivas; ni del escarmiento que se llevaban los que se resistían para volver a meterlos en vereda. Como siempre, sin dejar rastro.
*
Ridgesport, 1993
Trastienda del club
Jeremiah acababa de llenar de agua un barreño cuando se abrió la puerta del «despacho». Alzó la vista y Costico metió a empujones a un hombre endeble con traje y corbata.
—¡Ah, hola, Everett! —lo saludó cordialmente Jeremiah—. Me alegro de verte.
—Hola, Jeremiah —contestó el hombre, que temblaba como una hoja.
Everett era un padre de familia modélico al que Costico había grabado con una prostituta menor de edad.
—Vamos a ver, Everett —le dijo muy amablemente Jeremiah—, me cuentan que ya no quieres trabajar en mi empresa.
—Mira, Jeremiah, no puedo seguir corriendo esos riesgos. Es una locura. Si me pescan, pasaré varios años en la cárcel.
—No muchos más de los que te caerán por tirarte a una chica de quince años —le aclaró Jeremiah.
—Estaba convencido de que era mayor de edad —se defendió Everett sin mucha convicción.
—Escucha, Everett, eres un mierda al que le gusta follar con niñas. Hasta que yo decida lo contrario, trabajarás para mí, a menos que prefieras acabar en la cárcel con unos tipos que le sacarán punta a tu polla con una cuchilla.
Antes de que Everett pudiera contestar, Costico lo agarró con fuerza, lo dobló por la cintura y le metió la cabeza en el barreño de agua helada. Lo sujetó unos veinte segundos y, luego, la sacó. Everett cogió una enorme bocanada de aire.
—Curras para mí, Everett —le susurró Jeremiah—, ¿te enteras?
Costico volvió a meterle la cabeza en el agua al infeliz y el suplicio duró hasta que Everett prometió fidelidad.
*
—¿Jeremiah ahogaba a la gente? —le pregunté a Virginia, viendo en el acto un paralelismo con la forma en que habían matado a Stephanie.
—Sí, capitán Rosenberg —asintió Virginia—. Él y Costico habían convertido esos ahogamientos simulados en su especialidad. Solo se lo hacían a tipos corrientes, asustadizos y que se dejaban explotar. Pero yo, en el club, cuando veía a un pobre hombre salir del «despacho» con la cabeza chorreando y llorando, ya sabía de qué iba la cosa. Ya le digo, Jeremiah machacaba a la gente por dentro, sin dejar pistas visibles.
—Y ¿Jeremiah mató así a alguien?
—Probablemente. Era capaz de todo. Sé que hubo gente que desapareció sin dejar rastro. ¿La ahogó? ¿La quemó? ¿La enterró? ¿La echó a comer a los cerdos? No lo sé. Jeremiah no le tenía miedo a nada, menos a ir a la cárcel. Por eso era tan prudente.
—Y ¿qué pasó luego?
—Di a luz en enero de 1994. Entre Jeremiah y yo no cambió nada. Nunca se habló de boda, ni de vivir juntos. Pero me daba dinero para el niño. ¡Ojo, nada de efectivo contante y sonante! ¡Me extendía cheques o me hacía transferencias bancarias! Todo muy oficial. La cosa duró hasta julio. Hasta que murió.
—¿Qué ocurrió la noche en que murió?
—Creo que Jeremiah tenía miedo a la cárcel porque padecía claustrofobia. Decía que no soportaba la idea de estar encerrado. Siempre que podía se desplazaba, mejor que en coche, en una moto enorme y nunca se ponía el casco. Hacía el mismo trayecto todas las noches: salía del club hacia la medianoche y regresaba a casa por la carretera 34, que en ese tramo es casi recta. Corriendo siempre como un loco. Se creía libre e invencible. La mayoría de las veces estaba borracho. Siempre pensé que acabaría matándose con la moto. Nunca se me ocurrió que se fuera a partir la cabeza yendo solo y a palmarla como un perro al borde de la carretera, con una agonía de horas. En el hospital dijeron que, si lo hubieran encontrado antes, habría podido salir del paso. Nunca me he sentido tan aliviada como cuando me comunicaron su muerte.
—¿Le dice algo el nombre de Joseph Gordon? —pregunté—. Era el alcalde de Orphea hasta julio de 1994.
—¿Joseph Gordon? —repitió Virginia—. No, no me suena de nada, capitán. ¿Por qué?
—Era un alcalde corrupto y me pregunto si tendría algún trato con Jeremiah.
—Yo no me inmiscuía nunca en sus asuntos, ¿sabe? Cuanto menos me metía, mejor me iba.
—Y ¿qué hizo después de que él muriese?
—Lo único que sabía hacer: seguí cantando en el Ridge’s Club. Pagaban bien. El imbécil de Costico todavía anda por allí.
—¿Se quedó con los negocios?
—Se quedó con el club. Los negocios de Jeremiah acabaron con su muerte. Costico es un individuo que no está a la altura, no es inteligente. Todos los empleados meten la mano en la caja y él es el único que no se entera. Incluso ha estado en la cárcel por trapichear.
Después de hablar con Virginia Parker, fuimos al Ridge’s Club. El local no abría hasta media tarde, pero dentro había unos empleados que limpiaban sin gran entusiasmo. Se encontraba en un sótano, como los clubs de antes. Solo por la decoración saltaba a la vista que aquel sitio había estado en la cresta de la ola en 1994 y que, en 2014, era un antro. Al lado de la barra vimos a un hombre robusto que andaría por los sesenta años, uno de esos cachas que envejecen mal; estaba recibiendo un pedido de bebidas alcohólicas.
—¿Quién los ha dejado entrar? —dijo, irritado al vernos—. No abrimos hasta las seis.
—Apertura especial para la pasma —le dijo Derek enseñando la placa—. ¿Es usted Costico?
Nos dimos cuenta de que era él porque salió por pies. Cruzó el local y se metió por un pasillo que llevaba a una salida de emergencia. Corría deprisa. Anna y yo lo perseguimos, mientras Derek se decantaba por las escaleras principales. Costico, tras subir un tramo de peldaños muy estrechos, salió por una puerta que daba al exterior y desapareció en la luz cegadora del día.
Cuando Anna y yo llegamos a la calle, Derek ya tenía inmovilizado al corpulento Costico y lo estaba esposando.
—Bueno, Derek —le dije—. ¡Está visto que has recuperado todos los reflejos!
Sonrió. De pronto, parecía radiante.
—Qué bien sienta volver a la calle, Jesse.
Costico se llamaba Costa Suarez. Había estado en la cárcel por tráfico de drogas y, si había salido huyendo, era porque llevaba en la chaqueta una bolsita con bastante cocaína. Vista esa cantidad, resultaba claro que seguía vendiendo. Pero no era eso lo que nos interesaba. Queríamos aprovechar el sobresalto para interrogarlo y eso fue lo que hicimos en el club. Había una trastienda, en cuya puerta, en una placa, ponía DESPACHO. La habitación era tal y como nos la había descrito Virginia: fría y sin ventanas. En una esquina, un lavabo y, debajo, un viejo barreño de cobre.
El interrogatorio lo dirigió Derek.
—Nos importa un carajo que trafiques en tu club, Costico. Tenemos cosas que preguntarte sobre Jeremiah Fold.
Costico pareció sorprendido.
—Hace veinte años que no oía hablar de él.
—Y, sin embargo, conservas recuerdos suyos —replicó Derek—. ¿Así que es aquí en donde os dedicabais a putear a la gente?
—A quien le gustaban esas chorradas era a Jeremiah. Si me hubiera hecho caso, los habríamos reventado a puñetazos.
Costico nos mostró los gruesos nudillos provistos de anillos grandes y cromados de afiladas aristas. Desde luego, no era un individuo que rebosara inteligencia. Pero tenía suficiente sentido común para preferir contarnos lo que queríamos saber, antes de que lo detuviésemos por posesión de drogas. Y quedó claro que Costico nunca había oído mencionar al alcalde Gordon.
—¿El alcalde Gordon? No, ese nombre no me suena de nada —nos aseguró.
Como Costico nos explicó que tenía mala memoria para los nombres, le enseñamos una foto del alcalde. Pero siguió en sus trece.
—Puedo jurarles que ese tipo nunca puso los pies aquí. Créanme, si me hubiera cruzado con él, me acordaría.
—¿Así que no tenía nada que ver con Jeremiah Fold?
—Seguro que no. Por entonces, yo lo llevaba todo. Jeremiah ya no hacía nada. Todo el mundo se ríe a mis espaldas diciendo que soy un estúpido, pero en aquellos tiempos Jeremiah se fiaba de mí.
—Si Joseph Gordon no hacía negocios con vosotros, ¿podría haber sido uno de los «lacayos»?
—No, imposible. Me acordaría de su cara. Le digo que tengo memoria de elefante. Por eso me valoraba tanto Jeremiah: no quería dejar nunca nada por escrito. Nada de nada. Pero a mí se me quedaba todo: las consignas, las caras, los números. Y, además, de todas formas, Orphea no era nuestro territorio.
—Y, sin embargo, chantajeabais a Ted Tennenbaum, el dueño del Café Athéna.
A Costico le sorprendió volver a oír ese nombre. Asintió:
—Ted Tennenbaum era un tío duro de pelar. Nada que ver con la clase de gente con la que Jeremiah se metía. Él nunca se arriesgaba. Su objetivo eran solo los tíos que se meaban encima al verme llegar. Pero lo de Tennenbaum parecía diferente, un asunto personal. Ese le había pegado una paliza delante de una chica y Jeremiah quería vengarse. Sí que fuimos a zurrarlo a su casa, pero a Jeremiah no le bastó y decidió sacarle los cuartos. Salvo en esa ocasión, Jeremiah se quedaba en su territorio. Mandaba en Ridgesport, aquí conocía a todo el mundo.
—¿Se acuerda de quién le prendió fuego al futuro restaurante de Ted Tennenbaum?
—Eso ya es pedirme demasiado. Tuvo que ser a la fuerza algún «lacayo». Esos se encargaban de todo. Nosotros no nos mojábamos nunca. A menos que hubiera que zanjar algún problema. Pero, si no, todos los trabajillos eran cosa de ellos. Recibían la droga, se la llevaban a los camellos, le traían luego la pasta a Jeremiah. Nosotros dábamos las órdenes.
—Y ¿de dónde sacaban a esos tipos?
—Todos eran aficionados a las putas. Había un motel cochambroso en la carretera 16 con la mitad de las habitaciones alquiladas a putas para hacer servicios. Todo el mundo lo sabía en la zona. Yo conocía al dueño y a las putas, y teníamos un acuerdo. Los dejábamos en paz a cambio de poder usar con tranquilidad una de las habitaciones. Cuando Jeremiah necesitaba «lacayos», mandaba a una chica menor de edad a hacer la calle. Yo le había encontrado a una muy guapa. Sabía exactamente qué tipo de cliente tenía que escoger. Padres de familia asustadizos. Se los llevaba a esa habitación y le decía al cliente: «Soy menor, todavía voy al instituto. ¿A que te pone?». El tío decía que sí y la chica le pedía entonces cosas indecentes. Yo andaba escondido por algún sitio de la habitación, en general detrás de una cortina, con una cámara. En el momento oportuno, aparecía gritando: «¡Sorpresa!» y apuntaba al tipo con la cámara. ¡No vea qué cara se le ponía! Me encantaba. Me descojonaba de risa. Le decía a la chica que se fuera y luego miraba al tío en bolas, feísimo, temblando. Empezaba por amenazarle con darle una paliza y, después, le decía que podíamos llegar a un acuerdo. Le cogía los pantalones y sacaba la cartera. Le miraba las tarjetas de crédito, el permiso de conducir, las fotos de su mujer y de sus hijos, me quedaba con todo y acto seguido le explicaba que o trabajaba para nosotros, o le llevaría la grabación a su mujer y a su jefe. Quedaba con el tío al día siguiente en el club. Y, los días posteriores, este me veía todas las mañanas y todas las tardes plantado delante de su casa. Estaban aterrados. Andaban muy derechos.
—¿Así que guardaba una lista con todos esos individuos que tenía dominados?
—No. Les dejaba creer que lo conservaba todo, pero me libraba enseguida de su cartera. Lo mismo que nunca había cinta en la cámara para no correr el riesgo de incriminarnos. Jeremiah decía que lo más importante era que no hubiese ninguna prueba. Yo tenía mi pequeña red de tíos y los usaba por turno para no levantar sospechas. En cualquier caso, una cosa es segura: el tipo, Gordon, nunca tuvo nada que ver con Jeremiah, ni de cerca, ni de lejos.
*
En el Gran Teatro, el ensayo iba más bien mal. Alice tenía cara de entierro y Dakota, una pinta cadavérica.
—¿Qué pasa? —chilló Kirk Harvey, exasperado—. Faltan cuatro días para el estreno y parecéis moluscos hervidos. ¡No estáis en lo que tenéis que estar! ¡Si hace falta, puedo sustituiros a todos!
Quiso repetir otra vez la primera escena, pero Dakota no respondía.
—Dakota, ¿qué te pasa? —preguntó Harvey.
—No lo sé, Kirk. No lo consigo.
Y se echó a llorar. Parecía superada.
—¡Ay, qué infierno! —volvió a chillar Kirk Harvey, pasando páginas en su texto—. Bueno, vamos con la segunda escena entonces. Es tu escena clave, Charlotte. Espero que estés en forma.
Charlotte Brown, que esperaba en una butaca de la primera fila, subió al escenario y se acercó a Kirk.
—Estoy lista —aseguró—. ¿Cómo es la escena?
—Una escena en un bar —explicó Harvey—. Interpretas a una cantante.
Colocaron otro decorado: unas cuantas sillas, un telón rojo al fondo. Jerry era un cliente, estaba sentado en la parte delantera del escenario y sorbía un cóctel. Samuel Padalin era ahora el dueño del bar y miraba a su cantante, de pie y en segundo plano.
Sonó una música de piano bar.
—Muy bien —aprobó Harvey—. El decorado está bien. Pero habrá que darse más prisa en el cambio. Charlotte, te colocarán un micrófono con soporte; sales y cantas. Cantas como una diosa, tienes locos a todos los clientes del bar.
—Muy bien —asintió Charlotte—. Pero ¿qué tengo que cantar?
—Aquí tienes el texto —le dijo Harvey, alargándole una hoja.
Charlotte leyó y los ojos, incrédulos, se le salieron de las órbitas al ver qué texto era. Luego dijo a voces:
—¿«Soy la puta del vicealcalde»? ¿Esa es la canción?
—Esa misma.
—No voy a cantar eso. Estás chalado.
—Pues entonces te despido, ¡estúpida! —contestó Harvey.
—¡A mí no me hables así! —le ordenó Charlotte—. Te estás vengando de todos nosotros, ¿no? ¿Así que esa es la supuesta obra magistral? ¿Un ajuste de cuentas con una vida que has pasado dándole vueltas a tus agravios? Contra Ostrovski, contra Gulliver, contra mí.
—¡No sé de qué me estás hablando, Charlotte!
—¿La «danza del carcayú»? ¿La «puta del vicealcalde»? ¿En serio?
—¡Lárgate, Charlotte, si no estás conforme!
Fue Michael Bird quien nos avisó de la situación, mientras Anna, Derek y yo volvíamos de Ridgesport. Nos lo encontramos en la sala de archivos del Orphea Chronicle.
—Charlotte ha intentado convencer a toda la compañía de que renunciaran a interpretar La noche negra —nos explicó Michael—. Al final, votaron y todos los demás actores quisieron quedarse.
—¿Y Charlotte? —preguntó Anna.
—Se queda también. Kirk ha aceptado quitar la frase «Soy la puta del vicealcalde».
—No puede ser —dijo Derek—. Entre eso y La danza de la muerte cualquiera diría que Kirk Harvey solo quiere montar la obra para vengarse de quienes lo humillaron en su momento.
Pero Michael nos mostró entonces la segunda escena, que había grabado con discreción durante la jornada de trabajo, en la que Charlotte interpretaba a una cantante de la que están enamorados todos los clientes.
—¡No puede ser una coincidencia! —exclamó Derek—. ¡Es el Ridge’s Club!
—¿El Ridge’s Club? —preguntó Michael.
—Era el local de Jeremiah Fold.
El accidente de tráfico, luego el club. Todo aquello no era invención, ni casualidad. Y, por si fuera poco, según podíamos ver, el mismo actor hacía el papel de cadáver en la primera escena y, después, de dueño del bar en la segunda.
—La segunda escena es un flash-back —me cuchicheó Derek—. Ese personaje es Jeremiah Fold.
—Entonces, ¿la respuesta a la investigación está de verdad en esa obra? —susurró Michael.
—Michael —dije entonces—, no sé lo que está pasando, pero sobre todo no le quites ojo a Harvey.
Queríamos hablar con Cody del texto de La noche negra que estaba en venta en su librería en 1994. Como Anna no conseguía localizarlo por teléfono, fuimos a la tienda. Pero la dependienta nos dijo que no había visto a su jefe en todo el día.
Era muy raro. Anna sugirió que nos pasásemos por su casa. Al llegar, se fijó en el acto en que el coche de Cody se hallaba aparcado delante de la fachada. Tenía que estar allí. Sin embargo, por mucho que llamamos, no acudió a abrirnos la puerta. Anna giró el picaporte; estaba abierto. En ese momento tuve la impresión de que aquello ya lo había vivido antes.
Entramos. Reinaba un silencio gélido. Las luces seguían encendidas, aunque era pleno día.
Lo encontramos en el salón.
Desplomado sobre la mesita baja, en medio de un charco de sangre.
Habían asesinado a Cody.