Jesse Rosenberg

Miércoles 2 de julio de 2014

Veinticuatro días antes del festival

En la carretera 117 un tropel de vehículos de emergencia, de camiones de bomberos, de ambulancias y de coches de policía procedentes de toda la comarca tenía taponado el acceso al lago de los Ciervos. La policía desviaba el tráfico de la autopista y había acordonado con cinta de balizamiento los prados colindantes, de un extremo a otro del bosque, tras la cual unos agentes montaban guardia e impedían el paso a los curiosos y los periodistas que iban llegando.

A pocas decenas de metros de allí, al pie de una pendiente suave, entre hierbas altas y arbustos de arándanos, Anna, Derek y yo, así como el jefe Gulliver y un puñado de policías, contemplábamos en silencio el paisaje de cuento de hadas del extenso lago cubierto de plantas acuáticas. En pleno centro, se veía claramente una mancha de color entre la vegetación: era un montón de carne blanca. Un cuerpo humano estaba enganchado en los nenúfares.

Era imposible decir a distancia si se trataba de Stephanie. Estábamos esperando a los submarinistas de la policía estatal. Mientras tanto, observábamos, impotentes y silenciosos, la extensión de agua mansa.

En una de las orillas de enfrente, unos policías, al querer acercarse, se habían quedado empantanados en el barro.

—¿Esta zona no la habían registrado? —le pregunté al jefe Gulliver.

—No llegamos hasta aquí. Es un sitio poco accesible. Y, además, entre el barro y los juncos, las orillas están intransitables…

Oímos sirenas a lo lejos. Acudían refuerzos. Luego llegó el alcalde Brown, a quien acompañaba Montagne, que había ido a buscarlo al ayuntamiento para traerlo aquí. Por fin se presentaron también las unidades de la policía estatal y fue el principio del zafarrancho de combate: algunos policías y bomberos trajeron botes neumáticos, y detrás llegaron los submarinistas, que llevaban pesadas cajas de material.

—¿Qué está pasando en esta ciudad? —susurró el alcalde mientras se reunía con nosotros sin apartar la vista de las suntuosas extensiones de nenúfares.

Los submarinistas se pusieron deprisa el equipo y echaron al agua los botes neumáticos. El jefe Gulliver y yo nos subimos a uno. Avanzamos por el lago y, rápidamente, nos siguió otro bote en que iban los submarinistas. Las ranas y las aves acuáticas se callaron de repente y, cuando pararon los motores de las embarcaciones, reinó un penoso silencio. Los botes, aprovechando el impulso, hendieron la alfombra de nenúfares en flor y no tardaron en llegar a la altura del cuerpo. Los submarinistas se metieron en el agua y desaparecieron entre una nube de burbujas. Me puse en cuclillas en la proa de la embarcación y me incliné hacia el agua para observar mejor el cuerpo, que estaban desenganchando los hombres rana. Cuando consiguieron por fin darle la vuelta, me eché hacia atrás bruscamente. La cara deformada por el agua que me estaban poniendo delante era, en efecto, la de Stephanie Mailer.

La noticia del hallazgo del cuerpo de Stephanie Mailer ahogada en el lago de los Ciervos se adueñó de la comarca. Acudieron los curiosos y se agolparon a lo largo del cordón policial. También abundaban los medios de comunicación locales. Todo el arcén de la carretera 17 se convirtió en algo así como una verbena gigantesca y ruidosa.

En la orilla, adonde habían llevado el cuerpo, el médico forense, el doctor Ranjit Singh, procedió a las primeras comprobaciones antes de reunirnos a Anna, a Derek, al alcalde Brown, al jefe Gulliver y a mí para hacer una recapitulación.

—Creo que la han estrangulado —nos dijo.

El alcalde Brown se tapó la cara con las manos. El forense siguió diciendo:

—Habrá que esperar los resultados de la autopsia para saber exactamente qué ocurrió, pero ya he encontrado unos grandes hematomas en el cuello y señales de cianosis generalizada. Presenta también arañazos en brazos y rostro, así como rasguños en codos y rodillas.

—¿Por qué no la vieron antes? —preguntó Gulliver.

—A los cuerpos sumergidos hay que darles tiempo para que suban a la superficie. A juzgar por el estado de este, el fallecimiento ocurrió hace ocho o nueve días. Más de una semana, en cualquier caso.

—Lo que nos lleva a la noche de la desaparición —dijo Derek—. Así que a Stephanie la raptaron y la mataron.

—¡Dios mío! —susurró Brown pasándose la mano por el pelo, aterrado—. ¿Cómo es posible? ¿Quién ha podido hacerle eso a esta pobre chica?

—Eso es lo que vamos a descubrir —contestó Derek—. Se halla usted ante una situación muy grave, señor alcalde. Hay un asesino en la región y quizá en su ciudad. Todavía no sabemos nada de por qué lo ha hecho y no podemos descartar que vuelva a actuar. Hasta que lo detengamos, habrá que ser muy prudentes. Quizá activar un plan de seguridad in situ con la policía estatal para que le sirva de apoyo a la de Orphea.

—¿Un plan de seguridad? —se encrespó Brown—. ¡Cómo se le ocurre, va a alarmar a todo el mundo! ¿No lo entiende? Orphea es una ciudad de veraneo. ¡Si corre el rumor de que anda rondando por aquí un asesino, la temporada de verano se va al carajo! ¿Se da cuenta de lo que eso supone para nosotros?

El alcalde Brown se volvió entonces hacia el jefe Gulliver y Anna:

—¿Cuánto tiempo pueden retener esta información? —les preguntó.

—Ya está enterado todo el mundo, Alan —le dijo Gulliver—. El rumor ya ha corrido por toda la comarca. Eche un vistazo allí arriba, al borde de la carretera, ¡es un auténtico circo!

De repente, nos interrumpieron unos gritos: acababan de llegar los padres de Stephanie. Aparecieron en lo alto de la orilla. «¡Stephanie!», chilló Trudy Mailer, espantada; la seguía su marido. Derek y yo, al verlos correr cuesta abajo, nos abalanzamos para impedirles que avanzasen más y ahorrarles que vieran el cadáver de su hija, que yacía en la orilla y a punto de que lo metiesen en una bolsa.

—No puede ver algo así, señora —le dije en voz baja a Trudy Mailer, que se abrazaba a mí.

Rompió a gritar y a llorar. Llevamos a Trudy y a Dennis Mailer a una unidad móvil de la policía adonde iría a verlos una psicóloga.

Había que hablar con los medios de comunicación. Yo prefería dejar que el alcalde se hiciera cargo del asunto. Gulliver, que no quería perder ni una oportunidad de salir por televisión, insistió en acompañarlo.

Subieron los dos hasta el perímetro de seguridad tras el que se impacientaban periodistas que habían acudido de toda la zona. Había cadenas de televisión regionales, fotógrafos y también prensa escrita. Cuando llegaron el alcalde Brown y Gulliver, una selva de micrófonos y de objetivos se volvió hacia ellos. Con una voz que sobresalía sobre todas las demás, Michael Bird hizo la primera pregunta:

—¿Han asesinado a Stephanie Mailer?

Hubo un silencio escalofriante.

—Hay que esperar a que avancen las investigaciones —contestó el alcalde Brown—. Nada de conclusiones apresuradas, por favor. A su debido tiempo, emitiremos un comunicado oficial.

—Pero a quien han encontrado en el lago es a Stephanie Mailer, ¿verdad? —siguió preguntando Michael.

—No puedo decirle más.

—Todos hemos visto llegar a sus padres, señor alcalde —insistió Michael.

—Parece, en efecto, que se trata de Stephanie Mailer —a Brown, acorralado, no le quedó más remedio que confirmarlo—. Sus padres no la han identificado todavía de manera oficial.

Lo asaltó en el acto un barullo de preguntas procedentes de todos los demás periodistas que estaban allí. Volvió a alzarse la voz de Michael entre la gente apiñada.

—Así que han asesinado a Stephanie —dijo a modo de conclusión—. No vaya ahora a decirnos que el incendio de su piso es una coincidencia. ¿Qué pasa en Orphea? ¿Qué les está usted ocultando a los vecinos, señor alcalde?

Brown mantuvo la sangre fría y contestó con voz serena.

—Comprendo que se haga esas preguntas, pero es importante que deje trabajar a los investigadores. De momento, no voy a hacer comentarios, no quiero arriesgarme a perjudicar el trabajo de la policía.

Michael, visiblemente alterado y con nuevos bríos, volvió a exclamar:

—Señor alcalde, ¿piensa mantener las celebraciones del Cuatro de Julio con la ciudad de luto?

El alcalde Brown, desprevenido, no tuvo sino una fracción de segundo para contestar:

—De momento, dispongo que los fuegos artificiales del Cuatro de Julio se cancelen.

Un murmullo corrió entre los periodistas y los curiosos.

Mientras, Anna, Derek y yo estábamos mirando las orillas del lago para tratar de entender cómo había llegado hasta aquí Stephanie. Derek opinaba que había sido un crimen precipitado.

—A mí me parece —dijo— que cualquier asesino un poco meticuloso le habría puesto un lastre al cuerpo para asegurarse de que tardara mucho tiempo en subir. La persona que lo hizo no había previsto matarla aquí, ni de esta forma.

La mayor parte de las orillas del lago de los Ciervos —y por eso eran un paraíso ornitológico— resultaban inaccesibles a pie porque las cubría un cañaveral extensísimo y denso, que se erguía como una muralla. En esa auténtica selva virgen anidaban y vivían, muy tranquilas, decenas de especies de aves. Otra de las zonas la bordeaba directamente un pinar tupido que bordeaba la carretera 17 hasta llegar al océano.

De entrada, nos pareció que a pie solo se podía llegar por la orilla por la que habíamos venido nosotros. Pero, al observar con atención la topografía del lugar, nos fijamos en que las hierbas altas, por el lado del bosque, las habían aplastado hacía poco. Nos costó mucho trabajo acercarnos, el suelo era blando y pantanoso. Descubrimos entonces una zona llana, que salía del pinar, donde estaba removido el barro. Resultaba imposible afirmarlo, pero hubiérase dicho que eran huellas de pasos.

—Aquí ha ocurrido algo —afirmó Derek—. Pero dudo mucho de que Stephanie tomase el mismo camino que nosotros. Es escarpadísimo. Creo que la única forma de llegar a esta orilla…

—¿Es cruzar por el pinar? —sugirió Anna.

—Eso mismo.

Con la ayuda de un puñado de policías de Orphea, emprendimos un registro minucioso de esa franja del pinar. Descubrimos ramas rotas y señales de que había pasado alguien. Enganchado en un matorral, había un trozo de tela.

—Podría ser un trozo de la camiseta que llevaba Stephanie el lunes —les dije a Anna y a Derek, recogiéndolo con unos guantes de látex.

Tal y como la había visto en el agua, Stephanie llevaba un zapato nada más. En el pie derecho. Encontramos el zapato izquierdo en el pinar, enganchado detrás de un tocón.

—Así que iba corriendo por el pinar —fue la conclusión a la que llegó Derek—; estaba intentando huir de alguien. En caso contrario se habría parado para calzarse.

—Y su perseguidor seguramente la alcanzó al llegar al lago y luego la ahogó —añadió Anna.

—Es probable que tengas razón, Anna —asintió Derek—. Pero ¿vino corriendo hasta aquí desde la playa?

Había más de cinco millas entre ambos lugares.

Siguiendo las huellas del paso por el pinar, fuimos a dar a la carretera. A unos doscientos metros del cordón policial.

—Debió de entrar por ahí —dijo Derek.

En ese lugar, aproximadamente, nos llamaron la atención en el arcén huellas de neumáticos. Así que su perseguidor iba en coche.

*

En ese mismo momento, en Nueva York

En las oficinas de la Revista de Letras de Nueva York, Meta Ostrovski miraba por la ventana de su despacho una ardilla que brincaba por el césped de un parque. En un francés casi perfecto, estaba contestando a la entrevista telefónica de una revista intelectual parisina de muy segunda fila que sentía curiosidad por saber su opinión acerca de la acogida de la literatura europea en Estados Unidos.

—¡Por supuesto! —exclamó Ostrovski con tono festivo—. Si hoy soy uno de los críticos más eminentes del mundo es porque llevo treinta años siendo intransigente. La disciplina de una mente insensible, ese es mi secreto. Y, sobre todo, nunca tiene que gustar nada. ¡Eso es una muestra de debilidad!

—Sin embargo —objetó la periodista desde París—, hay algunas malas lenguas que afirman que los críticos literarios son escritores fracasados…

—Sandeces, querida amiga —respondió Ostrovski con risa sarcástica—. Nunca, repito, nunca he conocido a un crítico que soñase con escribir. Los críticos están por encima de tal cosa. Escribir es un arte menor. Escribir es juntar palabras que luego forman frases. ¡Incluso un mono medio amaestrado puede hacerlo!

—¿Cuál es el papel del crítico entonces?

—Dejar establecida la verdad. Permitir a las masas que separen lo bueno de lo que no vale nada. Ya sabe que solo una ínfima parte de la población puede darse cuenta por sí sola de qué es bueno de verdad. Por desgracia, como actualmente todo el mundo quiere opinar de todo y hemos visto cómo ensalzaban auténticas birrias, a nosotros, los críticos, no nos queda más remedio que poner un poco de orden en ese circo. Somos la policía de la verdad intelectual. Así de sencillo.

Tras terminar la entrevista, Ostrovski se quedó pensativo. ¡Qué bien había hablado! ¡Qué interesante era! Y la analogía de los monos y los escritores… ¡qué idea tan brillante! En pocas palabras había resumido la decadencia de la humanidad. ¡Qué orgulloso estaba de que su pensamiento fuera tan ágil y su cerebro, tan portentoso!

Una secretaria exhausta abrió sin llamar la puerta del desordenado despacho.

—¡Llame antes de entrar, joder! —berreó Ostrovski—. Es el despacho de un hombre importante.

Aborrecía a esa mujer porque sospechaba que tenía tendencia a deprimirse.

—El correo de hoy —dijo ella sin tomar siquiera en cuenta el comentario.

Dejó una carta encima de un montón de libros que estaban esperando a que los leyeran.

—¿Una carta solo? —preguntó Ostrovski, decepcionado.

—No hay más —respondió la secretaria saliendo de la habitación y cerrando la puerta tras de sí.

¡Qué desgracia que el correo se hubiera vuelto tan cicatero! En la época de The New York Times, recibía sacos enteros de cartas entusiastas de lectores que no se perdían ni una de sus críticas, ni una de sus crónicas. Pero eso era antes: en los hermosos días de antaño, los de su omnipotencia, un tiempo que había quedado atrás. Ahora ya no le escribían, no lo reconocían ya por la calle, en las salas de espectáculos no recorría un murmullo la cola de espectadores cuando pasaba él, los escritores no se quedaban ya de plantón delante de su casa para darle su libro antes de abalanzarse sobre el suplemento literario del domingo siguiente con la esperanza de leer una reseña. ¡Cuántas carreras había propiciado con la irradiación de sus críticas, cuántos nombres había destruido con sus frases asesinas! ¡Había elevado al cielo, había echado por tierra! Pero eso era antes. Ahora ya no lo temían como lo habían temido. Sus críticas solo las leían ya los lectores de la Revista, muy prestigiosa, cierto es, pero con mucha menos difusión.

Al despertarse aquella mañana, Ostrovski había tenido un presentimiento. Iba a acontecer algo importante que daría un impulso nuevo a su carrera. Se dio cuenta entonces de que era la carta. Esa carta era importante. Su instinto no lo engañaba nunca, a él, que podía saber si un libro era bueno solo por la impresión que le daba al cogerlo. Pero ¿qué podía haber en aquella carta? No quería darse demasiada prisa en abrirla. ¿Por qué una carta y no una llamada telefónica? Pensó con ahínco: ¿y si fuera un productor que quería hacer una película sobre su vida? Tras haber mirado un rato más, con el corazón palpitante, el sobre maravilloso, lo rasgó y sacó con cuidado la hoja de papel que había dentro. Fue directamente a la firma: «Alan Brown, alcalde de Orphea».

Querido señor Ostrovski:

Nos colmaría de satisfacción acogerlo este año en el XXI festival de teatro de Orphea, en el estado de Nueva York. Su reputación de crítico es de sobra conocida y su presencia en el festival sería un inmenso honor para nosotros. Hace veinte años nos hizo felices con su presencia en la primera edición de nuestro festival. Sería una extraordinaria alegría poder celebrar nuestros veinte años con usted. Por supuesto, todos los gastos de su estancia corren por nuestra cuenta y lo alojaremos con las mayores comodidades.

La carta concluía con las habituales expresiones de respeto. La acompañaba un programa del festival y también un folleto de la oficina de turismo de la ciudad.

¡Qué decepción aquella carta de mala muerte! ¡Carta de mala muerte, ni pizca de importante, de un alcalde de mala muerte de una ciudad de mala muerte en el quinto pino! ¿Por qué no lo invitaban a acontecimientos más prestigiosos? Tiró el correo a la papelera.

Para pensar en otra cosa, decidió escribir su siguiente crítica para la Revista. Como solía hacer, antes de entregarse a ese ejercicio, cogió la última relación de libros más vendidos de Nueva York, fue subiendo por la lista con el dedo hasta el de mayores ventas y escribió un texto asesino sobre aquella novela lamentable que ni siquiera había abierto. Lo interrumpió la alarma del ordenador anunciándole que acababa de llegar un correo electrónico. Ostrovski alzó los ojos hacia la pantalla. Era Steven Bergdorf, el redactor jefe de la Revista, quien le escribía. Se preguntó qué demonios querría Bergdorf: había intentado llamarlo antes, pero estaba ocupado con la entrevista. Ostrovski abrió el mensaje:

Meta, como no se digna coger el teléfono, le escribo para decirle que queda usted despedido de la Revista con efecto inmediato. Steven Bergdorf.

Ostrovski se levantó de la silla de un brinco y se abalanzó fuera del despacho, cruzó el pasillo y abrió de golpe la puerta del redactor jefe, que estaba sentado ante su escritorio.

—¡HACERME ESTO A MÍ! —vociferó.

—¡Anda, mira, Ostrovski! —dijo plácidamente Bergdorf—. Llevo dos días queriendo hablar con usted.

—¿Cómo se atreve a despedirme, Steven? ¿Ha perdido la cabeza? ¡La ciudad de Nueva York va a crucificarlo! La multitud enfurecida lo llevará a rastras por todo Manhattan hasta Times Square y allí lo colgará de una farola, ¿me oye? Y yo no podré ya hacer nada por usted. Les diré: «¡Deteneos! ¡Dejad a ese pobre hombre, que no era consciente de lo que hacía!», y ellos me responderán, locos de rabia: «Solo la muerte puede vengar la afrenta hecha al Gran Ostrovski».

Bergdorf miró atentamente a su crítico con expresión de duda:

—¿Me está amenazando de muerte, Ostrovski?

—¡Ni-mu-cho-me-nos! —se defendió Ostrovski—. Todo lo contrario: le salvo la vida mientras está aún en mi mano hacerlo. ¡El pueblo de Nueva York quiere a Ostrovski!

—Vamos, hombre, ¡déjese ya de camelos! A los neoyorquinos les importa usted un carajo. No saben ni quién es. Es una antigualla.

—¡He sido el crítico más temido en estos últimos treinta años!

—Pues por eso mismo; ya es hora de cambiar.

—¡Los lectores me adoran! Soy…

—«Dios, pero en mejor» —lo interrumpió el redactor jefe—. Ya me sé su eslogan, Ostrovski. Usted, más que nada, es demasiado viejo. Retírese. Ya es hora de que le ceda el sitio a la nueva generación. Lo siento.

—¡Los actores se meaban encima solo con saber que yo estaba en el teatro!

—¡Sí, pero eso era antes, en tiempos del telégrafo y de los dirigibles!

Ostrovski se contuvo para no cruzarle la cara. No quería rebajarse llegando a las manos. Dio media vuelta sin despedirse, la peor de las ofensas según él. Volvió a su despacho, pidió a la secretaria una caja de cartón y amontonó dentro sus más valiosos recuerdos antes de salir huyendo con ella. Nunca en la vida lo habían humillado tanto.

*

Orphea se encontraba en plena ebullición. Entre el hallazgo del cadáver de Stephanie y el anuncio del alcalde de que se cancelaban los fuegos artificiales del Cuatro de Julio, los vecinos estaban fuera de sí. Mientras Derek y yo seguíamos con la investigación a orillas del lago de los Ciervos, llamaron a Anna de refuerzo al ayuntamiento, donde acababa de empezar una manifestación. Delante del edificio municipal, un grupo de manifestantes, todos ellos comerciantes de la ciudad, se había reunido para pedir que se mantuvieran los fuegos artificiales. Esgrimían pancartas y se quejaban de la situación.

—Si no hay fuegos artificiales el viernes por la noche, yo ya puedo ir echando el cierre —protestó un individuo bajo y calvo que regentaba un puesto de comida mexicana—. Es mi mejor noche de toda la temporada.

—Yo me he gastado mucho en alquilar un espacio en el paseo marítimo y en contratar personal —explicó otro—. ¿El ayuntamiento me va a devolver el dinero si se cancelan los fuegos artificiales?

—Lo que le ha sucedido a la jovencita esa es espantoso, pero ¿qué tiene que ver con la fiesta nacional? Todos los años van miles de personas al paseo para ver los fuegos artificiales. Llegan temprano, aprovechan para dar una vuelta por las tiendas de la calle principal y luego comen en los restaurantes de la ciudad. ¡Si los quitan, la gente no vendrá!

Era una manifestación muy tranquila. Anna decidió reunirse con el alcalde Brown en su despacho de la segunda planta. Se lo encontró de pie ante la ventana. La saludó sin dejar de observar a los manifestantes.

—Las alegrías de la política, Anna —le dijo—. Con este asesinato que tiene conmocionada a la ciudad; si sigo adelante con los festejos, soy un insensible. Y, si los cancelo, soy un inconsciente que lleva a los comerciantes a la ruina.

Hubo un momento de silencio. Anna, finalmente, intentó animarlo un poco:

—La gente de por aquí lo quiere mucho, Alan…

—Por desgracia, Anna, corro el riesgo de que no me vuelvan a elegir en septiembre. Orphea no es ya la ciudad que era y los vecinos piden cambios. Necesito un café. ¿Quieres un café?

—Con mucho gusto —contestó ella.

Anna pensaba que el alcalde iba a pedirle dos cafés a su auxiliar, pero se la llevó al pasillo, al final del cual había una máquina de bebidas calientes. Metió una moneda. Un líquido negruzco cayó en un vasito de cartón.

Alan Brown tenía muy buena planta, una mirada profunda y un porte de actor. Iba siempre hecho un pincel y llevaba el pelo entrecano impecablemente peinado. El primer café estaba listo, se lo alargó a Anna y repitió la operación para él.

—Y, si no lo reeligieran —le preguntó Anna tras humedecer los labios en aquel café infame—, ¿sería tan grave?

—Anna, ¿sabes lo que me gustó de ti la primera vez que te vi en el paseo marítimo, el verano pasado?

—No…

—Compartimos unos ideales firmes y las mismas ambiciones para nuestra sociedad. Habrías podido hacer una carrera soberbia de policía en Nueva York. Y yo hace mucho que habría podido dejar que me convencieran las sirenas de la política e intentar que me eligieran para el Senado o para el Congreso. Pero, en el fondo, a nosotros son cosas que no nos interesan, porque lo que podemos hacer en Orphea nunca podríamos hacerlo en Nueva York, ni en Washington, ni en Los Ángeles, es decir, la idea de una ciudad justa, de una sociedad que funcione sin demasiadas desigualdades. Cuando el alcalde Gordon me ofreció la vicealcaldía, en 1992, estaba todo por hacer. Esta ciudad era como una página en blanco. Me ha sido dado moldearla ciñéndome a mis convicciones, intentando siempre pensar en lo que fuera «justo», en lo que fuera lo mejor para el bien de nuestra comunidad. Desde que soy alcalde, la gente se gana mejor la vida, ha visto mejorar su existencia cotidiana gracias a servicios de mayor calidad y más prestaciones sociales, y todo eso sin subir los impuestos.

—Entonces, ¿por qué piensa que los ciudadanos de Orphea no lo van a volver a elegir este año?

—Porque el tiempo pasa y se les ha olvidado. Ha transcurrido casi una generación desde mi primer mandato. Ahora han cambiado las expectativas y también las exigencias, porque todo se considera un derecho adquirido. Y, además, Orphea, al haberse transformado en una ciudad próspera, despierta los apetitos y hay un montón de ambiciosillos que aspiran a un poco de poder y ya se ven en el ayuntamiento. Las próximas elecciones podrían ser el comienzo del fin de esta ciudad, que se va a echar a perder por culpa de un sucesor al que moverán el ansia de poder y la sed egoísta por gobernar.

—¿Su sucesor? ¿Quién es?

—Todavía no lo sé. Pero pronto le veremos las orejas al lobo, créeme. Hasta finales de mes se pueden presentar candidaturas a la alcaldía.

El alcalde Brown poseía una capacidad de recuperación increíble. Anna se dio cuenta de ello cuando lo acompañó a casa de los padres de Stephanie, en Sag Harbor, al final del día.

Delante de la casa de los Mailer, que protegía un cordón policial, el ambiente echaba chispas. Se había aglomerado en la calle una muchedumbre compacta. Unos eran curiosos, a los que atraía el jaleo, y otros querían hacer partícipe de su solidaridad a la familia. Muchos de los presentes llevaban una vela. Habían improvisado un altar contra una farola a cuyo alrededor amontonaban flores, mensajes y peluches. Algunas personas cantaban, otras rezaban, y también estaban las que hacían fotos. Había asimismo muchos periodistas, llegados de toda la comarca, de hecho parte de la acera la tenían invadida las furgonetas de las televisiones locales. En cuanto apareció el alcalde Brown, los periodistas se abalanzaron hacia él para preguntarle por la cancelación de los fuegos artificiales del Cuatro de Julio. Anna quiso apartarlos para que pudiera pasar sin tener que responder, pero él la detuvo. Quería hablar con los medios. El hombre que, poco antes, se hallaba acorralado en su despacho estaba ahora brioso y seguro de sí mismo.

—He atendido a las preocupaciones de los comerciantes de nuestra ciudad —manifestó—. Los comprendo perfectamente y me hago cargo de que cancelar los festejos del Cuatro de Julio podría poner en peligro una economía local que está ya muy tocada. Así que, después de consultar con mis asesores, he decidido mantener los fuegos artificiales y dedicarlos a la memoria de Stephanie Mailer.

Satisfecho del efecto causado, el alcalde no contestó a las preguntas y siguió su camino.

A última hora de aquella tarde, tras haber acompañado a Brown a su casa, Anna se detuvo en el aparcamiento del puerto deportivo, frente al océano. Eran las ocho. Por las ventanillas bajadas, el calor delicioso del atardecer entró en el coche. No le apetecía quedarse sola en casa y menos aún ir a cenar sin compañía a un restaurante.

Llamó a su amiga Lauren. Pero estaba en Nueva York.

—No lo entiendo, Anna —le dijo Lauren—. Cuando cenamos juntas te largas en cuanto puedes y, cuando estoy en Nueva York, quieres quedar para cenar.

Anna no estaba de humor para explicaciones. Colgó y fue a comprar comida para llevar a un snack-bar del paseo marítimo. Luego se marchó a su despacho de la comisaría y cenó mientras miraba la pizarra de la investigación. De repente, cuando tenía los ojos clavados en el nombre de «Kirk Harvey» escrito en la pizarra, se acordó de lo que había dicho Lewis Erban la víspera sobre la mudanza forzosa al sótano del antiguo jefe de la policía. Había, efectivamente, un local que hacía las veces de trastero y decidió bajar en el acto. Al abrir la puerta, notó una extraña sensación de malestar. Se estaba imaginando a Kirk Harvey allí mismo veinte años atrás.

La luz no funcionaba, tuvo que alumbrarse con la linterna. El lugar estaba atestado de sillas, armarios, mesas cojas y cajas de cartón. Se abrió camino por ese cementerio de muebles hasta llegar a un escritorio de madera lacada, cubierto de polvo y con varios objetos desperdigados por encima, entre los que le llamó la atención una placa de mesa metálica con el nombre JEFE K. HARVEY grabado. Era su escritorio. Abrió los cuatro cajones. Tres se encontraban vacíos. El cuarto ofrecía resistencia. Tenía cerradura y estaba echada la llave. Cogió una palanqueta del taller contiguo y la emprendió con el resbalón, que cedió con facilidad, y el cajón se abrió con un golpe seco. Dentro había una hoja de papel amarillento en que habían escrito a mano:

LA NOCHE NEGRA.

La desaparición de Stephanie Mailer
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