Jesse Rosenberg

Jueves 17 de julio de 2014

Nueve días antes de la inauguración

La clínica veterinaria de Charlotte Brown se hallaba en la zona industrial de Orphea, cerca de dos grandes centros comerciales. Como todas las mañanas, llegó a las siete y media al aparcamiento, desierto aún, y aparcó en el sitio que tenía reservado delante de la consulta. Salió del coche con un café en la mano. Parecía de buen humor. Se hallaba tan absorta que, aunque yo me encontraba a pocos metros, no se fijó en mí hasta que le dirigí la palabra.

—Buenos días, señora Brown —me presenté—. Soy el capitán Rosenberg, de la policía estatal.

Se sobresaltó y volvió la vista hacia mí.

—Qué susto me ha dado —me dijo, sonriendo—. Sí, sé quién es usted.

Vio entonces a Anna, que estaba detrás de mí, apoyada en el coche patrulla.

—¿Anna? —dijo Charlotte, extrañada, antes de alarmarse de pronto—. ¡Ay, Dios mío! ¿A Alan…?

—Tranquilícese, señora —le contesté—, su marido está perfectamente. Pero necesitamos hacerle unas preguntas.

Anna abrió la puerta trasera de su coche.

—No entiendo… —articuló Charlotte.

—Va a entenderlo enseguida —le aseguré.

Llevamos a Charlotte Brown a la comisaría de Orphea, en donde le dimos permiso para que avisara a su secretaria de que debía anular las citas de ese día y también al abogado al que tenía derecho. Mejor que a un abogado, prefirió llamar a su marido, quien acudió enseguida. Sin embargo, por muy alcalde de la ciudad que fuera, Alan Brown no podía asistir al interrogatorio de su mujer. Estuvo intentando montar un escándalo hasta que el jefe Gulliver consiguió hacerlo entrar en razón. «Alan —le dijo—, os están haciendo un favor interrogando aquí a Charlotte por la vía rápida y de forma discreta, en vez de llevarla al centro regional de la policía estatal».

Sentada en la sala de interrogatorios, con un café delante, Charlotte Brown parecía muy nerviosa.

—Señora Brown —le dije—, un testigo la ha identificado saliendo del Gran Teatro la noche del sábado 30 de julio de 1994, un poco antes de las siete de la tarde, conduciendo un vehículo que pertenecía a Tennenbaum y que vieron, pocos minutos después, delante de la casa del alcalde Gordon a la hora en que lo asesinaban a él y a su familia.

Charlotte Brown bajó la vista.

—Yo no maté a los Gordon —recalcó de entrada.

—Entonces, ¿qué ocurrió esa tarde?

Hubo un momento de silencio. Al principio, Charlotte no reaccionó; luego murmuró:

—Sabía que tendría que llegar este día. Sabía que no podría conservar el secreto toda la vida.

—¿Qué secreto, señora Brown? —pregunté—. ¿Qué es lo que lleva ocultándonos veinte años?

Charlotte titubeó y, por fin, nos dijo con un hilo de voz:

—La noche de la inauguración, cogí, en efecto, la camioneta de Ted Tennenbaum. La había visto aparcada delante de la entrada de artistas. Era imposible no fijarse en ella por esa especie de lechuza que tenía dibujada en la parte de atrás. Sabía que era suya porque unos cuantos actores habíamos pasado las anteriores veladas en el Café Athéna y Ted nos había llevado después al hotel. Así que ese día, cuando tuve que ausentarme un rato, justo a las siete, se me ocurrió enseguida cogérsela prestada. Para ganar tiempo. Nadie de la compañía se había traído el coche a Orphea. Por supuesto, tenía intención de pedirle permiso. Fui a verlo a la garita de bombero que se hallaba al lado de nuestros camerinos. Pero no estaba. Di una vuelta rápida entre bastidores y no lo encontré. Había un problema con los fusibles y pensé que andaría liado con eso. Me fijé en que las llaves estaban en su puesto de guardia, muy a la vista encima de una mesa. Iba mal de tiempo. Faltaba media hora para que empezase el acto oficial y Buzz, el director, no quería que saliéramos del Gran Teatro. Así que cogí las llaves. Creía que no lo notaría nadie. Además, en cualquier caso, Tennenbaum se encontraba de guardia durante el espectáculo, no iba a ir a ningún sitio. Salí con discreción del Gran Teatro por la entrada de artistas y me fui con su camioneta.

—Pero ¿qué era eso tan urgente que tenía que hacer para que no le quedase más remedio que ausentarse media hora antes del comienzo del acto oficial?

—Necesitaba hablar obligatoriamente con el alcalde Gordon. Pasé por su casa pocos minutos antes de que lo asesinaran a él y a toda su familia.

*

Orphea, 30 de julio de 1994, siete menos diez

La tarde de los asesinatos

Charlotte arrancó la camioneta de Tennenbaum y salió del callejón para tomar la calle principal; se quedó asombrada al ver el barullo indescriptible que reinaba en ella. La calle se encontraba abarrotada y cerrada al tráfico. Cuando llegó por la mañana con la compañía, todo se hallaba tranquilo y desierto. Ahora se apelotonaba en ella una muchedumbre compacta.

En el cruce, un voluntario que tenía a su cargo la circulación estaba dando indicaciones a unas cuantas familias visiblemente perdidas. Abrió la barrera de la policía para que pasara Charlotte, indicándole que solo podía ir calle arriba, por un pasillo que habían dejado libre para que pudieran acceder los vehículos de emergencia. Obedeció; de todas formas no le quedaba otra elección. No conocía Orphea y solo tenía para orientarse un plano esquemático de la ciudad que figuraba en la contraportada de un folleto que la oficina de turismo había editado con motivo del festival. No aparecía Penfield Crescent, pero vio el barrio de Penfield. Decidió empezar por ir allí; ya preguntaría luego a algún transeúnte. Así que subió hasta Sutton Street y después fue siguiendo la calle hasta llegar a Penfield Road, que era la entrada al barrio residencial del mismo nombre. Pero se trataba de una zona laberíntica: las calles se cruzaban en todas direcciones. Charlotte fue al azar, dio marcha atrás muchas veces y anduvo perdida un rato. Las calles se hallaban desiertas, parecían casi fantasmales; no pasaba ni un alma. El tiempo apremiaba, tenía que apresurarse. Volvió por fin a Penfield Road, la arteria principal, y fue por ella a toda velocidad. Acabaría por cruzarse con alguien. Fue entonces cuando vio a una joven con ropa deportiva que hacía ejercicio en un parquecillo. Charlotte se detuvo en el acto en el arcén, bajó de la camioneta y cruzó corriendo el césped.

—Disculpe —le dijo a la joven—, estoy completamente perdida. Tengo que ir a Penfield Crescent.

—Ya ha llegado —le dijo ella, sonriendo—. Es esa calle semicircular que rodea el parque. ¿Qué número busca?

—No sé ni el número —confesó Charlotte—. Busco la casa del alcalde Gordon.

—Ah, está ahí mismo —dijo la joven, indicando una casa muy coqueta en el tramo de enfrente del parque y de la calle.

Charlotte le dio las gracias y se subió a la camioneta. Torció en Penfield Crescent y llegó frente a la casa del alcalde; dejó el vehículo en la calle, con el motor en marcha. El reloj del salpicadero marcaba las siete y cuatro minutos. Tenía que darse prisa, el tiempo apremiaba. Fue corriendo hasta la puerta de casa de los Gordon y llamó. No hubo respuesta. Volvió a llamar y pegó el oído a la puerta. Le pareció oír ruido dentro. Golpeó con el puño en la puerta. «¿Hay alguien?», gritó. Pero seguía sin haber respuesta. Bajó los peldaños del porche y vio que las cortinas echadas de una de las ventanas se movían un poco. Divisó entonces a un niño que la miraba y que corrió enseguida la cortina. Lo llamó: «¡Eh, tú, espera…!», y echó a correr por el césped para llegar a la ventana. Pero la hierba se hallaba completamente inundada: Charlotte chapoteó en el agua. Debajo de la ventana, volvió a llamar en vano al chico. No le daba tiempo a insistir más. Tenía que volver al Gran Teatro. Cruzó por el césped de puntillas para volver a la acera. ¡Vaya lata! Los zapatos que usaba en la obra estaban calados. Subió a la camioneta y se fue a toda velocidad. El reloj del salpicadero marcaba las siete y nueve minutos. Tenía que darse prisa.

*

—¿Así que se fue de Penfield Crescent justo antes de que llegase el asesino? —le pregunté a Charlotte.

—Sí, capitán Rosenberg —asintió ella—. Si me llego a quedar un minuto más, me habrían matado también a mí.

—A lo mejor andaba ya por allí —sugirió Derek— y esperaba a que se fuera.

—A lo mejor —dijo Charlotte.

—¿Le llamó la atención algo? —seguí preguntando.

—No, nada. Volví al Gran Teatro tan deprisa como pude. Había muchísima gente en la calle principal, todo se encontraba cortado, creí que no llegaba a tiempo para el principio de la obra. Habría ido más rápido a pie, pero no podía dejar abandonada la camioneta de Tennenbaum. Por fin llegué al Gran Teatro a las siete y media, el acto oficial había empezado ya. Volví a poner en su sitio las llaves de la camioneta y me fui corriendo a mi camerino.

—¿Y Tennenbaum no la vio?

—No y tampoco le dije nada luego. Pero, de todas formas, mi escapada había sido un desastre: no pude ver a Gordon y Buzz, el director, había descubierto mi ausencia, porque se había quemado mi secador de pelo. Bueno, pero no se lo tomó a mal, estábamos a punto de empezar; más que nada se sentía aliviado de verme entre bastidores y la obra fue todo un éxito. Nunca hemos vuelto a hablar de ello.

—Charlotte —le dije entonces, para enterarnos por fin de lo que nos interesaba a todos—, ¿por qué tenía que hablar con el alcalde Gordon?

—Tenía que recuperar La noche negra, la obra de Harvey.

*

En la terraza del Café Athéna, Steven Bergdorf y Alice estaban acabando de desayunar en silencio. Alice fulminaba a Steven con la mirada. Él ni siquiera se atrevía a alzar los ojos hacia ella y los tenía fijos en el plato de patatas salteadas.

—¡Cuando pienso en ese hotelucho en el que me obligas a dormir! —acabó por decir Alice.

Sin la tarjeta de la Revista, a Steven no le había quedado más remedio que tomar una habitación en un motel sórdido a unas cuantas millas de Orphea.

—¿Pues no decías que el lujo no te importaba? —se defendió Steven.

—¡Sí, Stevie, pero todo tiene un límite! ¡No soy tan rústica!

Era hora de ponerse en camino. Steven pagó; luego, cuando cruzaban la calle para llegar al Gran Teatro, Alice se quejó:

—No entiendo qué pintamos aquí, Stevie.

—Quieres la portada de la Revista, ¿sí o no? Pues pon algo de tu parte. Tenemos que hacer un artículo sobre esta obra de teatro.

—Pero si a nadie le importa un bledo esa obra ridícula. ¿No podemos hacer otro artículo sobre un tema diferente, que no implique vivir en un hotel lleno de chinches, y conseguir de todos modos la portada?

Mientras Steven y Alice subían las escaleras del Gran Teatro, Jerry y Dakota salían del coche, aparcado delante del edificio, y el jefe Gulliver, que por fin había podido abandonar la comisaría, llegaba en el coche patrulla.

En la sala, Samuel Padalin y Ostrovski se encontraban ya sentados frente al escenario que presidía Kirk Harvey, radiante. Era el gran día.

*

En la comisaría, Charlotte Brown nos contaba cómo y por qué, en 1994, Kirk Harvey le había encomendado la misión de recuperar el texto de La noche negra de manos del alcalde Gordon.

—Llevaba días atosigándome con el tema —nos dijo—. Aseguraba que el alcalde tenía su obra y no se la quería devolver. El día de la inauguración, vino a darme la murga a mi camerino.

—En aquel momento todavía mantenía una relación con Harvey, ¿verdad? —pregunté.

—Sí y no, capitán Rosenberg. Ya estaba saliendo con Alan y había roto con Harvey, pero él se negaba a ceder. Me amargaba la vida.

*

Orphea, 30 de julio de 1994, diez y diez de la mañana

Nueve horas antes de los asesinatos

Charlotte entró en su camerino y se sobresaltó al encontrarse a Kirk de uniforme, repantigado en el sofá.

—Kirk, ¿qué haces aquí?

—Charlotte, si me abandonas, me suicido.

—¡Ay, por favor, deja de montar numeritos!

—¿Numeritos? —exclamó Kirk.

Se levantó de un salto del sofá, agarró el arma y se la metió en la boca.

—¡Kirk, para, por Dios! —chilló Charlotte, aterrada.

Él obedeció y devolvió el arma al cinturón.

—Ya ves que no bromeo —dijo.

—Ya lo sé, Kirk. Pero tienes que aceptar que lo nuestro ya se ha acabado.

—¿Qué tiene Alan Brown que no tenga yo?

—Todo.

Él suspiró y se volvió a sentar.

—Kirk, es el día de la inauguración, ¿no deberías estar en la comisaría? Vais a estar ocupadísimos.

—No me he atrevido a decirte nada, Charlotte, pero las cosas van muy mal en el trabajo. Muy mal. Precisamente necesito apoyo moral. No puedes dejarme ahora.

—Se acabó, Kirk. Y punto.

—Charlotte, ya no me funciona nada en la vida. Esta tarde tendría que deslumbrar con mi obra. ¡Te iba a dar el papel principal! Si ese borrico de Joseph Gordon me hubiera dejado representarla…

—Kirk, tu obra no era muy buena que digamos.

—Tú lo que quieres es que me pegue un tiro de verdad…

—No, pero intento abrirte los ojos. Vuelve a escribir la obra, mejórala y seguro que podrá representarse el año que viene.

—¿Aceptarías el papel principal? —preguntó Harvey, esperanzado de nuevo.

—Claro —le mintió Charlotte, que quería que se fuese de su camerino.

—Pues, entonces, ¡ayúdame! —suplicó Harvey, poniéndose de rodillas—. ¡Ayúdame, Charlotte, si no, voy a volverme loco!

—Ayudarte ¿a qué?

—El alcalde Gordon tiene el texto de mi obra y se niega a devolvérmelo. Ayúdame a recuperarlo.

—¿Cómo que «Gordon tiene tu obra»? ¿No conservas una copia?

—¡Es que hace como dos semanas tuvimos un pequeño malentendido los chicos y yo, en la comisaría! Como represalia, me desvalijaron el despacho. Destruyeron todos mis textos. Lo tenía todo allí, Charlotte. Todo lo que tenía de La noche negra ya no existe. Solo queda una copia, y la tiene Gordon. ¡Si no me la devuelve, no respondo de nada!

Charlotte miró a aquel hombre vencido, a sus pies, desdichado y a quien en su día había querido. Sabía cuánto había trabajado en esa obra.

—Kirk —le dijo—, si recupero ese texto de manos de Gordon, ¿prometes que nos dejarás tranquilos a Alan y a mí?

—¡Te doy mi palabra, Charlotte!

—¿Dónde vive el alcalde Gordon? Iré a su casa mañana.

—En Penfield Crescent. Pero tienes que ir hoy.

—Kirk, es imposible, vamos a estar ensayando por lo menos hasta las seis y media.

—Charlotte, te lo pido por favor. Con un poco de suerte, podría intentar subir al escenario después de vuestra representación para ofrecer una lectura de la obra; estoy seguro de que la gente se quedará. Vendré a verte en el descanso, para recuperar mi obra. Prométeme que irás a ver a Gordon hoy mismo.

Charlotte suspiró. Harvey le daba lástima. Sabía que aquel festival era toda su vida.

—Te lo prometo, Kirk. Vuelve en el descanso. A eso de las nueve. Tendré tu obra.

*

En la sala de interrogatorios de la comisaría, Derek interrumpió el relato de Charlotte:

—Así que ¿lo que Harvey quería representar era La noche negra?

—Sí —asintió Charlotte—. ¿Por qué?

—Porque Buzz Leonard nos habló de un monólogo: Yo, Kirk Harvey.

—No —explicó Charlotte—. Tras el asesinato del alcalde Gordon, Kirk nunca pudo recuperar su obra. Y, en vista de eso, al día siguiente por la noche interpretó una improvisación sin pies ni cabeza que se llamaba Yo, Kirk Harvey y empezaba así: «Yo, Kirk Harvey, el hombre sin obra».

—Sin obra porque se había quedado sin todos los ejemplares de La noche negra —dijo Derek, entendiéndolo ya todo.

La discusión entre Kirk Harvey y el alcalde Gordon que Buzz Leonard había presenciado en 1994 tenía que ver, de hecho, con La noche negra. Era ese texto el que había roto el alcalde. ¿Qué podía mover a Kirk a pensar que Gordon poseía el único ejemplar de su texto? Charlotte no tenía ni idea. Así que le pregunté:

—¿Por qué no nos dijo entonces que era usted la de la camioneta?

—Porque la relación con la camioneta de Tennenbaum no quedó establecida hasta después del festival y no me enteré de inmediato: me había vuelto a Albany una temporada antes de pasar unos meses de prácticas con un veterinario de Pittsburgh. No volví a Orphea hasta pasados seis meses, para irme a vivir con Alan, y hasta ese momento no me enteré de todo lo que había pasado. Aun así, habían pillado a Tennenbaum. El culpable era él, ¿no?

No contestamos nada. Luego le pregunté:

—¿Y Harvey? ¿Le comentó algo del caso?

—No. Después del festival, nunca volví a saber nada de Kirk Harvey. Cuando me vine a vivir a Orphea, en enero de 1995, me enteré de que había desaparecido de forma misteriosa. Nadie supo nunca por qué.

—Creo que Harvey se fue porque creía que era usted culpable de los asesinatos, Charlotte.

—¿Cómo? —dijo ella, asombrada—. ¿Pensaba que había visto al alcalde, que se había negado a darme la obra y que había matado a todo el mundo como represalia?

—No puedo estar tan seguro —le dije—, pero lo que sí sé es que Ostrovski, el crítico, la vio irse del Gran Teatro al volante de la camioneta de Tennenbaum justo antes de los asesinatos. Nos contó ayer por la noche que, cuando se enteró de que habían incriminado a Tennenbaum por la camioneta, fue a ver al jefe Harvey para contárselo. Eso fue en octubre de 1994. Creo que Kirk se quedó tan destrozado que prefirió desaparecer.

Así que Charlotte Brown era inocente. Tras salir de la comisaría se fue directa al Gran Teatro. Nos enteramos porque nos lo dijo Michael Bird, que estaba allí y nos refirió la escena.

Cuando apareció en la sala del teatro, Harvey exclamó, risueño:

—¡Charlotte llega antes de tiempo! El día no podría ir mejor. Ya le hemos dado el papel de cadáver a Samuel y el del policía, a Jerry.

Charlotte se acercó sin decir nada.

—¿Va todo bien, Charlotte? —le preguntó Harvey—. Tienes una cara muy rara.

Ella se quedó un buen rato mirándolo antes de murmurar:

—¿Saliste huyendo de Orphea por mi culpa, Kirk?

Él no contestó.

—¿Sabías que era yo quien conducía la camioneta de Tennenbaum y creíste que los había matado a todos? —añadió ella.

—Qué más da lo que yo piense, Charlotte. Solo cuenta lo que sé. Se lo he prometido a tu marido: si me deja representar mi obra, lo sabrá todo.

—Kirk, murió una joven. Y su asesino es seguramente el asesino de la familia Gordon. No podemos esperar al 26 de julio, tienes que decírnoslo todo ahora.

—La noche del estreno lo sabréis todo —repitió Harvey.

—Pero ¡eso es descabellado, Kirk! ¿Por qué te portas así? Murieron varias personas, ¿te das cuenta?

—¡Y yo morí con ellas! —exclamó Harvey.

Hubo un largo silencio. Todas las miradas estaban clavadas en Kirk y Charlotte.

—Y, entonces, ¿qué? —dijo Charlotte, exasperada y a punto de echarse a llorar—. ¿El sábado que viene la policía tendrá que esperar sin dar la lata a que acabe la representación para que te dignes revelar lo que sabes?

Harvey la miró, extrañado.

—¿A que acabe la representación? No, será más bien hacia la mitad.

—¿La mitad? ¿La mitad de qué? ¡Kirk, ya no entiendo nada!

Parecía perdida. Entonces Kirk, con mirada aviesa, declaró:

—He dicho que lo sabréis todo la noche del estreno, Charlotte; eso quiere decir que la respuesta está en la obra. La noche negra es la revelación de ese caso. Son los actores los que lo explicarán todo, no yo.

La desaparición de Stephanie Mailer
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