Jesse Rosenberg
Jueves 13 de octubre de 1994
Aquel día, cuando estamos persiguiendo a Ted Tennenbaum y Derek pierde el control del coche y destroza la barandilla del puente, nos veo a cámara lenta cayendo al río. Como si de pronto se hubiera parado el tiempo. Veo la superficie del agua acercarse al parabrisas. Me parece que la caída se prolonga durante muchos minutos; en realidad, no dura sino unos pocos segundos.
En el momento en que el coche va a tocar el agua, me doy cuenta de que no me había puesto el cinturón. Con el impacto, doy con la cabeza en la guantera. Un agujero negro. Me pasa la vida ante los ojos. Recupero los años pasados.
Vuelvo a verme a finales de la década de 1970, cuando tenía nueve años y, tras fallecer mi padre, mi madre y yo nos mudamos a Rego Park para estar más cerca de mis abuelos. Mi madre tenía que trabajar más horas para llegar a fin de mes y, como no quería que pasase mucho tiempo solo después de clase, al salir de la escuela tenía que ir a casa de los abuelos, que vivían a una calle de distancia, y allí me quedaba hasta que volvía ella.
Aunque desde un punto de vista objetivo mis abuelos fueran unos impresentables, yo les guardaba mucho cariño por motivos sentimentales. No eran ni dulces, ni afectuosos y, sobre todo, carecían de la capacidad necesaria para comportarse como es debido en cualquier circunstancia. La frase preferida del abuelo era: «¡Panda de tarados!». La de la abuela: «¡Menuda mierda!». Se pasaban el día renegando como dos loros encanijados.
Por la calle, se metían con los niños e insultaban a los transeúntes. Primero se oía «¡Panda de tarados!». Y, a continuación, la abuela: «¡Menuda mierda!».
En las tiendas, volvían locos a los dependientes. «¡Panda de tarados!», dictaminaba el abuelo. «¡Menuda mierda!», añadía la abuela.
En la caja del supermercado, se colaban con todo el descaro del mundo. Cuando los clientes protestaban, el abuelo les decía: «¡Panda de tarados!». Cuando esos mismos clientes se callaban por respeto a los mayores, el abuelo les decía: «¡Panda de tarados!». Y, cuando el cajero, tras pasar por la caja registradora los códigos de barras de los productos, les indicaba el importe final, la abuela le decía: «¡Menuda mierda!».
En Halloween, a los niños que se equivocaban y llamaban a su puerta para pedir caramelos, el abuelo les abría con malos modos y les gritaba: «¡Panda de tarados!», antes de que la abuela les tirase a la cara un cubo de agua helada para espantarlos, chillando: «¡Menuda mierda!». Podían verse esos cuerpecillos disfrazados huyendo entre llantos, calados hasta los huesos, por las frías calles del otoño neoyorquino, abocados, en el mejor de los casos, a una gripe y, en el peor, a una neumonía.
Mis abuelos tenían los reflejos de las personas que han pasado hambre. En el restaurante, la abuela vaciaba el cestillo del pan en el bolso de forma sistemática. El abuelo le pedía en el acto al camarero que lo volviera a llenar y la abuela seguía almacenando. ¿A alguien le ha pasado que en un restaurante el camarero dijese a sus abuelos: «A partir de ahora, vamos a tener que cobrarles el pan, si piden más»? A mí, sí. Y lo que venía después resultaba aún más bochornoso. «¡Menuda mierda!», le soltaba la abuela al camarero con su boca desdentada. «¡Panda de tarados!», añadía el abuelo, tirándole rebanadas de pan a la cara.
La mayor parte de las conversaciones de mi madre con sus padres consistía en: «¡Ya vale!», o «¡Comportaos!», o «¡Por favor, no me avergoncéis!», o también: «¡Por lo menos haced un esfuerzo cuando esté Jesse delante!». Muchas veces, cuando volvíamos a casa, mamá me decía que se avergonzaba de sus padres. Yo no veía que a mis abuelos se les pudiese reprochar nada.
La mudanza a Rego Park me supuso, además, cambiarme de escuela. Pocas semanas después de llegar al nuevo centro, uno de mis compañeros de clase dijo: «Te llamas Jesse…, ¡como Jessica!». Bastó un cuarto de hora para que mi reciente mote se difundiera. Y tuve que aguantar todo el día que me llamaran «¡Jesse, la niña!» o «¡Jessica, la chica!».
Ese día, dolido por las humillaciones, volví de la escuela llorando.
—¿Por qué lloras? —me preguntó, muy seco, el abuelo al verme entrar por la puerta—. Los hombres que lloran son chicas.
—Mis compañeros de la escuela me llaman Jessica —me quejé.
—Bueno, pues ya ves que tienen razón.
El abuelo me llevó a la cocina, en donde la abuela me estaba preparando la merienda.
—Y este ¿por qué lloriquea? —le preguntó la abuela al abuelo.
—Porque sus compañeros le dicen que es una niña —explicó el abuelo.
—¡Pfff! Los hombres que lloran son niñas —dictaminó la abuela.
—¡Ah! ¿Lo ves? —me dijo el abuelo—. Por lo menos, estamos todos de acuerdo.
Como no se me pasaba el disgusto, los abuelos se pusieron a darme buenos consejos.
—¡Arréales! —me recomendó la abuela—. ¡No te aguantes!
—¡Eso, arréales! —le dio la razón el abuelo, revolviendo en la nevera.
—Mamá no me deja que me pelee —aclaré, para que pensaran en alguna reacción más digna—. A lo mejor podríais ir a hablar con la profesora.
—¡Hablar! ¡Menuda mierda! —zanjó la abuela.
—¡Panda de tarados! —añadió el abuelo, que había encontrado la carne ahumada en la nevera.
—¡Dale al abuelo en la barriga! —me ordenó entonces la abuela.
—¡Eso, ven a darme en la barriga! —dijo entusiasmado el abuelo, soltando perdigones de la carne fría con la que se estaba atiborrando.
Me negué rotundamente.
—¡Si no lo haces, eres una niña! —me avisó el abuelo.
—¿Prefieres pegar al abuelo o ser una niña? —me preguntó la abuela.
Enfrentado a semejante elección, dije que prefería ser una niña antes que hacerle daño al abuelo y los abuelos se pasaron el resto de la tarde llamándome «niña».
Al día siguiente, cuando llegué a su casa, me estaba esperando un regalo encima de la mesa de la cocina. «Para Jessica», ponía en una pegatina rosa. Deshice el paquete y me encontré con una peluca rubia de niña.
—A partir de ahora, llevarás esta peluca y te llamaremos Jessica —me explicó la abuela, muerta de risa.
—No quiero ser una niña —protesté, mientras el abuelo me la colocaba en la cabeza.
—Pues, entonces, demuéstralo —me desafió la abuela—. Si no eres una niña, serás capaz de sacar la compra del maletero del coche y de meterla en la nevera.
Me apresuré a hacerlo; pero después exigí que me dejasen quitarme la peluca y recobrar mi dignidad de chico. La abuela consideró que no había sido suficiente. Necesitaba otra demostración. Le pedí en el acto otro reto, que superé también con brillantez, aunque la abuela siguió sin convencerse. Hasta que no pasé dos días ordenando el garaje, preparándole al abuelo el pastillero para la semana, recogiendo la ropa en la tintorería —en donde tuve que usar el dinero de mi paga—, fregando todos los cacharros que se habían quedado sin lavar y limpiando todos los zapatos de la casa, no caí en la cuenta de que Jessica no era sino una niña prisionera esclava de la abuela.
La liberación llegó con algo que ocurrió en el supermercado, adonde fuimos en el coche del abuelo. Al entrar al aparcamiento, el abuelo, que conducía fatal, le dio un golpe sin importancia al parachoques de un coche que iba marcha atrás. La abuela y él se bajaron para examinar los desperfectos, mientras yo me quedaba en el asiento trasero.
—¡Panda de tarados! —les dijo a voces el abuelo a la conductora con cuyo coche había chocado y a su marido, que estaba pasando revista a la carrocería.
—Cuide un poco esa forma de hablar —dijo, irritada, la conductora— o aviso a la policía.
—¡Menuda mierda! —intervino la abuela, que tenía el don de la oportunidad.
La mujer que iba al volante se puso más nerviosa aún y la pagó con su marido, que no decía nada y que se limitaba a pasar un dedo desganado por el arañazo del parachoques para ver si se había deteriorado o solo ensuciado.
—Qué pasa, Robert —lo increpó—, ¡di algo, joder!
Se detuvieron unos cuantos curiosos con sus carritos para contemplar la escena, mientras Robert miraba a su mujer sin despegar los labios.
—Señora —le sugirió el abuelo a la conductora—, mire en la guantera a ver si encuentra los huevos de su marido.
Robert se enderezó y alzó un puño amenazador:
—¿Que no tengo huevos? ¿Que yo no tengo huevos? —gritó.
Al verlo dispuesto a pegar al abuelo, me bajé en el acto del coche sin quitarme la peluca de la cabeza. «¡No le ponga la mano encima a mi abuelo!», le ordené a Robert que, con los nervios, dejó que lo engañaran aquellas greñas rubias y me contestó:
—Y esta niña ¿qué quiere?
Ya estaba bien. ¡Se iban a enterar todos por fin de que no era una niña!
—¡Toma, tus huevos, aquí los tienes! —le grité con mi voz infantil, pegándole un puñetazo tremendo, tan bien dirigido que se cayó al suelo.
La abuela me agarró, me metió en el asiento trasero y se subió ella también al coche, mientras el abuelo, que ya estaba en el asiento del conductor, arrancaba como una exhalación. «¡Panda de tarados!» «¡Menuda mierda!», les dio tiempo aún a oír a los testigos, que apuntaron la matrícula del coche del abuelo antes de llamar a la policía.
Este suceso me reportó varias cosas. Una de ellas fue la aparición en mi vida de Ephram y de Becky Jenson. Eran vecinos de los abuelos y yo los veía de cuando en cuando. Sabía que Becky, a veces, le hacía recados a la abuela y que Ephram ayudaba al abuelo, cuando, por ejemplo, cambiar una bombilla se convertía en un ejercicio de equilibrista. También sabía que no tenían hijos porque un día la abuela les había preguntado:
—¿No tienen hijos?
—No —contestó Becky.
—¡Menuda mierda! —le dijo la abuela, compasiva.
—Estamos completamente de acuerdo.
Pero fue poco después del asunto de los huevos de Robert y del precipitado regreso del centro comercial cuando comenzó de verdad mi relación con ellos, la tarde en que la policía llamó a la puerta de los abuelos.
—¿Se ha muerto alguien? —les preguntó el abuelo a los dos policías que estaban en el umbral.
—No, señor. Pero, en cambio, parece ser que usted y una niña rubia se han visto envueltos en un incidente en el aparcamiento del supermercado de Rego.
—¿En el aparcamiento del supermercado? —repitió el abuelo, indignado—. ¡No he pasado por allí en toda mi vida!
—Señor, varios testigos han identificado un coche, con una matrícula que está a su nombre y que corresponde al que se encuentra aparcado delante de su casa, después de que una niña rubia agrediera a un hombre.
—Aquí no hay ninguna niña rubia —aseguró el abuelo.
Como no estaba enterado de lo que sucedía, me acerqué a ver, con la peluca puesta, con quién hablaba el abuelo.
—¡Esa es la niña! —exclamó el compañero del policía que hablaba.
—¡No soy una niña! —exclamé sacando a relucir un vozarrón.
—¡No le ponga la mano encima a mi Jessica! —gritó el abuelo tapando con el cuerpo el hueco de la puerta.
Fue en ese momento cuando se presentó Ephram Jenson, el vecino de los abuelos. Lo alertaron las voces y apareció en el acto, enarbolando una placa de policía. No me enteré de qué les contó a los otros dos agentes, pero me di cuenta de que Ephram era un policía importante. Le bastó con una frase para que sus compañeros se disculpasen con el abuelo y se fueran.
Desde ese día, la abuela, que les tenía cierto miedo a la autoridad y a los uniformes desde los pogromos de Odessa, ascendió a Ephram a la categoría de Justo. Y, para darle las gracias, todos los viernes por la tarde le hacía una exquisita tarta de queso, una receta secreta suya, cuyo delicioso olor notaba yo en la cocina al volver de la escuela, aunque sabía que para mí no era ni un trocito. Una vez terminada y envuelta la tarta, la abuela me decía: «Vete corriendo a llevarla, Jesse. ¡Ese hombre es nuestro Raoul Wallenberg![1]». Yo me presentaba en casa de los Jenson y, alargándoles la tarta, tenía órdenes de decirles: «Mis abuelos les agradecen que les salvasen la vida».
A fuerza de ir todas las semanas a casa de los Jensen, empezaron a invitarme a que pasase y a que me quedase un rato. Becky me decía que la tarta era enorme y que ellos eran solamente dos; y, pese a mis protestas, cortaba un trozo y me lo comía en su cocina con un vaso de leche. Les tenía mucho cariño: Ephram me fascinaba y en Becky hallaba un amor de madre que echaba de menos porque no veía lo suficiente a la mía. Becky y Ephram no tardaron en proponerme que fuera con ellos los fines de semana a Manhattan para dar un paseo o para ir a ver alguna exposición. Me sacaban de casa de los abuelos. Cuando llamaban a la puerta y le preguntaban a la abuela si podía ir con ellos, me embargaba una inmensa sensación de alegría.
En cuanto a la niña rubia que daba puñetazos en los cataplines, nunca la encontraron. Así fue como Jessica desapareció para siempre y no tuve ya que llevar aquella horrorosa peluca. A veces, en momentos de confusión, Jessica volvía a aparecer en la mente de la abuela. En plena comida familiar, cuando éramos alrededor de veinte personas sentadas a la mesa, decía de pronto:
—Jessica murió en el aparcamiento del supermercado.
Por lo general, venía a continuación un prolongado silencio. Luego, algún primo se atrevía a preguntar:
—¿Quién era Jessica?
—Quizá una historia de la guerra —susurraba otro.
Todo el mundo adoptaba en el acto un tono grave y reinaba en la habitación un silencio prolongado, porque de Odessa no se hablaba nunca.
Tras el asunto de los huevos de Robert, el abuelo consideró que yo era desde luego un chico, y hasta un chico valiente, y, para recompensarme, me llevó una tarde a la trastienda de una carnicería kósher, en donde un anciano, oriundo de Bratislava, daba clases de boxeo. El anciano había sido el carnicero —el comercio lo llevaban ahora sus hijos— y dedicaba sus días a dar clases gratis de pelea a puñetazos a los nietos de sus amigos; aquellas consistían principalmente en que golpeásemos contra unas carcasas resecas al compás del relato —en una lengua teñida de un remoto acento— de la final del campeonato de boxeo de Checoslovaquia de 1931.
Así fue como me enteré de que todas las tardes, en Rego Park, un puñado de ancianos, con el falso pretexto de querer pasar un rato con sus nietos, se escapaban del domicilio conyugal para acudir a la carnicería. Se acomodaban en unas sillas de plástico, arropados en los abrigos y tomando café solo muy caliente, mientras una pandilla de niños un poco atemorizados golpeaba los trozos de carne colgados del techo. Y, cuando estábamos ya rendidos, escuchábamos, sentados en el suelo, las historias del anciano de Bratislava.
Durante meses, pasé la última parte del día boxeando en la carnicería en el mayor de los secretos. Corría la voz de que tal vez tenía un don para el boxeo y ese rumor atraía a diario a una multitud de abuelos que olían a mil cosas y se apiñaban en la fría sala para mirarme, mientras compartían conservas de productos del este con las que untaban rebanadas de pan negro. Oía cómo me animaban: «¡Adelante, muchacho!», «¡Pega! ¡Pega fuerte!»; y el abuelo, rebosante de orgullo, repetía a todo el que quisiera oírlo: «Es mi nieto».
El abuelo me había recomendado mucho que no le dijese nada a mi madre de nuestra nueva actividad; y yo sabía que tenía razón. En vez de la peluca, me había dado ropa deportiva nuevecita que yo guardaba en su casa y que la abuela lavaba todas las noches para que la tuviera limpia al día siguiente.
Durante meses, mi madre no sospechó nada. Hasta aquella tarde de abril en que los servicios de sanidad municipales junto con la policía dieron una batida en la insalubre carnicería tras una oleada de intoxicaciones. Recuerdo la cara de incredulidad de los inspectores al entrar en la trastienda, en donde los miraban fijamente una pandilla de mocosos con ropa de boxeo y una muchedumbre de ancianos que fumaban y tosían, en medio de un olor agrio a sudor mezclado con tabaco.
—¿Venden ustedes la carne después de que la golpeen los críos? —preguntó un policía que no se lo podía creer.
—Pues claro —contestó con naturalidad el anciano de Bratislava—. Es bueno para la chicha, la vuelve más tierna. Y ¡ojo!; antes de la clase se lavan las manos.
—No es verdad —gimoteó un niño—. ¡No nos lavamos las manos antes!
—¡Tú te has quedado fuera del club de boxeo! —gritó, tajante, el anciano de Bratislava.
—¿Es un club de boxeo o una carnicería? —preguntó, rascándose la cabeza, un policía que no entendía nada.
—Un poco de cada —contestó el anciano de Bratislava.
—La habitación ni siquiera está refrigerada —decía, escandalizado, un inspector de sanidad mientras tomaba notas.
—Fuera hace frío y dejamos las ventanas abiertas —fue la respuesta que le dieron.
La policía había avisado a mi madre. Pero ella no podía salir del trabajo y llamó a Ephram, el vecino, que llegó enseguida y me llevó a casa.
—Me voy a quedar contigo hasta que vuelva tu madre —me dijo.
—¿Qué clase de policía eres? —le pregunté entonces.
—Inspector de la criminal.
—¿Un inspector importante?
—Sí. Soy capitán.
Me quedé muy impresionado. Luego le conté lo que me preocupaba:
—Espero que el abuelo no tenga problemas con la policía.
—Con la policía, no —me contestó con una sonrisa reconfortante—. Pero, en cambio, con tu madre…
Tal y como Ephram había intuido, mamá se pasó días enteros gritándole al abuelo por teléfono: «¡Papá, te has vuelto loco del todo!». Le decía que yo me podía haber herido o intoxicado; o cualquier otra cosa. Yo estaba feliz; el abuelo, bendito sea, me había llevado ni más ni menos que al camino de la existencia. Y no iba a pararse ahí, pues, tras iniciarme en el boxeo, hizo aparecer en mi vida, igual que un mago, a Natasha.
Ocurrió unos años después, cuando yo acababa de cumplir los diecisiete. Por entonces, había convertido el cuarto grande del sótano de los abuelos en un gimnasio en donde había reunido un montón de pesas y había colgado un saco de arena. Me entrenaba a diario. Un día, en plenas vacaciones de verano, la abuela me comunicó: «Llévate tu mierda del sótano. Necesitamos sitio». Al preguntarle por qué me expulsaba, la abuela me explicó que iban a alojar generosamente a una prima lejana que venía de Canadá. ¡Generosamente! ¡Y un cuerno! Seguro que le cobrarían un alquiler. Como compensación, me ofrecieron trasladar mis sesiones de gimnasia al garaje, en donde olía a aceite y a polvo. Me pasé los días siguientes maldiciendo a esa prima vieja, gorda y apestosa que me robaba mi sitio y ya me la imaginaba con pelos en la barbilla, cejas pobladas, dientes amarillentos, boca maloliente y vestida con una ropa soviética espantosa. Peor aún: el día de su llegada tuve que ir a buscarla a la estación de Jamaica, en Queens, adonde llegaba en tren desde Toronto.
El abuelo me obligó a llevar un cartel con su nombre en caracteres cirílicos.
—¡No soy su chófer! —dije, muy irritado—. Ya puestos, ¿no quieres también que lleve gorra?
—¡Sin el cartel no la encontrarás!
Me marché furioso, pero con el cartel, aunque jurando que no iba a usarlo.
Ya en el vestíbulo de la estación de Jamaica, sumergido en la muchedumbre de viajeros, tras haberme dirigido a unas cuantas viejas desorientadas que no eran la asquerosa prima, no me quedó más remedio que recurrir al ridículo trozo de cartón.
Me acuerdo del momento en que la vi. Aquella veinteañera de ojos risueños, delicados y preciosos rizos, y dientes deslumbrantes, se me puso enfrente y leyó el cartel.
—Lo has cogido al revés —me dijo.
Me encogí de hombros.
—Y a ti ¿qué te importa? ¿Eres de la policía de carteles?
—¿No sabes ruso?
—No —contesté, poniendo el cartel al derecho.
—Krassavtchik —se burló la chica.
—Y tú ¿quién eres? —acabé por preguntar, irritado.
—Yo soy Natasha —me dijo sonriendo—. Es el nombre de tu cartel.
Natasha acababa de entrar en mi vida.
*
Cuando llegó Natasha a casa de los abuelos, nos trastornó la vida a todos. Esa que yo había imaginado vieja y espantosa resultaba ser una joven fascinante y extraordinaria que había venido para matricularse en una escuela de cocina de Nueva York.
Ponía patas arriba nuestras costumbres. Se apropió el salón, en donde nunca entraba nadie, y se instalaba allí después de las clases para leer o repasar los apuntes. Se ovillaba en el sofá con una taza de té y encendía velas aromáticas que perfumaban deliciosamente el ambiente. Aquella habitación, lúgubre hasta entonces, se convirtió en el sitio en donde todo el mundo quería estar. Cuando volvía del instituto, me encontraba a Natasha con la nariz metida en sus carpetas de anillas y, enfrente de ella, a los abuelos, tomando té en sus sillones, mientras la miraban completamente arrobados.
Cuando no estaba en el salón, cocinaba. A cualquier hora del día o de la noche. La casa se llenaba de aromas que yo no había olido nunca. Siempre se cocía algo, la nevera estaba siempre llena. Y cuando Natasha cocinaba, los abuelos, sentados a su mesita, la miraban con devoción, mientras se atiborraban con los platos que les ponía delante.
Transformó la habitación del sótano, que ahora era su cuarto, en un palacio pequeño y confortable, empapelado con colores cálidos y en el que quemaba incienso continuamente. Se pasaba allí los fines de semana, tragándose montones de libros. Yo bajaba con frecuencia hasta su puerta, intrigado por lo que estaría sucediendo dentro de la habitación, pero sin atreverme a llamar. Al final, era la abuela la que me reñía al verme dando vueltas por la casa.
—No vayas por ahí sin hacer nada —me decía, poniéndome en las manos una bandeja con una tetera humeante y unas galletas recién salidas del horno—. Sé hospitalario con nuestra invitada y llévale esto, ¿quieres?
Yo me apresuraba a bajar con mi preciosa carga y la abuela me miraba, sonriente y conmovida, sin que yo me hubiera fijado en que había puesto dos tazas en la bandeja.
Llamaba a la puerta de la habitación de Natasha y, al oírla decir que entrase, me aumentaban las pulsaciones.
—La abuela te ha preparado té —decía yo tímidamente, abriendo la puerta a medias.
—Gracias, Krassavtchik —me decía ella, sonriendo.
La mayor parte de las veces estaba echada en la cama, leyendo con avidez montones de libros. Tras depositar la bandeja en una mesa baja que había delante de un sofá pequeño, solía quedarme de pie, un poco fuera de lugar.
—¿Entras o sales? —me preguntaba ella entonces.
El corazón se me salía del pecho.
—Entro.
Me sentaba a su lado. Ella servía el té para ambos; luego, se liaba un porro y yo la miraba fascinado enrollar el papel de fumar con los dedos de uñas pintadas y lamer después el borde con la punta de la lengua para pegarlo.
Su belleza me cegaba, su dulzura me derretía, su inteligencia me subyugaba. No había ningún tema del que no pudiera hablar, ningún libro que no hubiera leído. Lo sabía todo de todo. Y, sobre todo, por fortuna y en contra de lo que afirmaban los abuelos, no era una prima de verdad, a menos que nos remontásemos un siglo largo para dar con un antepasado común.
Según pasaban los días y los meses, la presencia de Natasha creó un inusitado buen ambiente en casa de los abuelos. Jugaba al ajedrez con el abuelo, charlaba con él sin parar de política y se convirtió en la mascota de la pandilla de ancianos de la carnicería, que ahora vivía desterrada en un café de Queens Boulevard y con quienes hablaba solo en ruso. Iba con la abuela de compras y la ayudaba en la casa. Guisaban juntas y Natasha resultó ser una cocinera fuera de lo común.
La casa se animaba con frecuencia con las conversaciones telefónicas de Natasha con sus primas de verdad, repartidas por todo el mundo. A veces me decía: «Somos como las semillas de un diente de león, redondo y espléndido; y el viento nos ha llevado a cada una a un rincón diferente de la tierra». Vivía colgada del teléfono, el de su cuarto, o el del vestíbulo, o el de la cocina, con su cable extensible, y se pasaba las horas charlando en todo tipo de idiomas y a cualquier hora del día o de la noche, consecuencia inevitable de la diferencia horaria. Había una prima en París, otra en Zúrich, otra en Tel-Aviv, otra en Buenos Aires. Tan pronto hablaba en francés como en hebreo o en alemán, pero la mayor parte del tiempo era el ruso lo que predominaba.
Esas llamadas debían de costar cantidades desorbitadas, pero el abuelo no decía nada. Al contrario. Muchas veces, sin que ella lo supiera, descolgaba el auricular en otra habitación y escuchaba con deleite la conversación. Yo me sentaba a su lado y él me la iba traduciendo en voz baja. Fue así como me enteré de que les hablaba muchas veces de mí a sus primas y de que les decía que era guapo y maravilloso y que me brillaban los ojos.
—Krassavtchik —me explicó un día el abuelo, tras haberla oído llamarme así— quiere decir «chico guapo».
Y entonces llegó Halloween.
Esa noche, cuando el primer grupo de niños llamó a la puerta para pedir caramelos y la abuela se disponía a abrir corriendo con un cubo de agua helada en la mano, Natasha dijo, con voz firme:
—¿Qué haces, abuela?
—Nada —respondió avergonzada la abuela, frenando en seco antes de llevarse el cubo a la cocina.
Natasha, que había preparado unos cuencos llenos de caramelos multicolores, les dio uno a cada uno de mis abuelos y los mandó a abrir la puerta. Los niños, muy contentos, soltando gritos de emoción, se sirvieron a manos llenas antes de desvanecerse en la oscuridad. Y los abuelos, al verlos correr, exclamaron alegres: «¡Feliz Halloween, niños!».
En Rego Park, Natasha era como un huracán de energía positiva y de creatividad. Cuando no se encontraba en clase, ni cocinando, hacía fotos por el barrio o iba a la biblioteca municipal. Dejaba continuamente notas para avisar a los abuelos de lo que iba a hacer. A veces dejaba una nota sin motivo, solo para saludar.
Un día, al volver del instituto, según entraba por la puerta, la abuela me apuntó con un dedo amenazador y exclamó:
—¿Dónde estabas, Jessica?
La abuela, cuando estaba muy enfadada conmigo, me llamaba a veces Jessica.
—En el instituto, abuela —contesté—. Como todos los días.
—¡No has dejado una nota!
—¿Y por qué iba a dejar una nota?
—Natasha siempre deja una nota.
—¡Pero si ya sabéis que durante la semana estoy todos los días en el instituto! ¿Dónde queréis que esté?
—¡Panda de tarados! —dijo el abuelo, que salía por la puerta de la cocina con un tarro de pepinos en salmuera.
—¡Menuda mierda! —le contestó la abuela.
Uno de los cambios radicales que trajo la presencia de Natasha fue que los abuelos dejaron de renegar, al menos cuando ella estaba delante. El abuelo, además, dejó de fumar sus infames cigarrillos de tabaco de liar durante las comidas, y descubrí incluso que los abuelos podían comportarse como es debido en la mesa y tener conversaciones interesantes. Por primera vez vi al abuelo con camisas nuevas («Las ha comprado Natasha, dice que las otras tenían agujeros»). Y vi incluso a la abuela con pasadores en el pelo («Me ha peinado Natasha. Me ha dicho que estaba guapa»).
En lo que a mí se refiere, Natasha me inició en lo que nunca había conocido: la literatura, el arte. Me abrió los ojos al mundo. Cuando salíamos era para ir a librerías, a museos, a galerías. Con frecuencia cogíamos el metro los domingos hasta Manhattan; íbamos a visitar un museo: el Metropolitan, el MoMA, el Museo de Ciencias Naturales, el Whitney. O, si no, íbamos a cines desiertos y deslucidos a ver películas en idiomas que yo no entendía. Pero me daba igual: no miraba la pantalla, la miraba a ella. Me la comía con los ojos, turbado por aquella mujercita tan excéntrica, tan extraordinaria, tan erótica. Vivía las películas: se indignaba con los actores, lloraba, se irritaba, volvía a llorar. Y, al acabar la sesión, me decía: «¿A que ha estado bien?», y yo le contestaba que no me había enterado de nada. Se reía y decía que iba a explicármelo todo. Y entonces me llevaba al café más cercano, pues consideraba que no podía quedarme sin haber comprendido la película, y me la contaba desde el principio. Por lo general, no la escuchaba. Me fijaba solo en sus labios. La adoraba.
Luego íbamos a las librerías —era una época en que aún florecían las librerías en Nueva York—, Natasha compraba montones de libros y regresábamos a su cuarto en casa de los abuelos. Me obligaba a leer, se echaba, arrimada a mí, se liaba un porro y fumaba tranquilamente.
Una noche de diciembre, cuando estaba con la cabeza apoyada en mi pecho mientras yo tenía que leer un ensayo sobre la historia de Rusia por haberme atrevido a hacerle una pregunta acerca de la separación de las antiguas repúblicas soviéticas, me palpó los abdominales.
—¿Cómo puedes tener el cuerpo tan duro? —me preguntó, incorporándose.
—No lo sé —contesté—. Me gusta hacer deporte.
Le dio una calada larga al porro antes de dejarlo en un cenicero.
—¡Quítate la camiseta! —me ordenó de repente—. Me apetece verte de verdad.
Obedecí sin reflexionar. Notaba que el corazón me retumbaba en todo el cuerpo. Me quedé ante ella, con el torso desnudo; me examinó en la penumbra el cuerpo esculpido, me puso la mano en los pectorales y me recorrió el pecho, rozándome con la yema de los dedos.
—Creo que nunca he visto a nadie más guapo —me dijo Natasha.
—¿Yo? ¿Yo soy guapo?
Se echó a reír.
—¡Pues claro, idiota!
Le dije entonces:
—Yo no me veo tan guapo.
Mostró entonces esa sonrisa magnífica y dijo esa frase que aún hoy tengo grabada en la memoria.
—Las personas guapas nunca se ven guapas, Jesse.
Me contempló, sonriente. A mí me fascinaba ella y me paralizaba la indecisión. Por fin, en el colmo del nerviosismo y sintiéndome en la obligación de romper el silencio, tartamudeé:
—¿No tienes un chico?
Frunció el ceño con expresión traviesa y me contestó:
—Creía que mi chico eras tú…
Acercó la cara a la mía y me rozó brevemente los labios con los suyos, luego me besó como nunca me habían besado. Su lengua y la mía se enredaron de un modo tan erótico que noté que una sensación y una emoción como nunca antes había vivido me atravesaban.
Fue el principio de nuestra historia. A partir de aquella noche y durante todos los años siguientes, no me separé de Natasha.
Iba a ser el centro de mi vida, el centro de mis pensamientos, el centro de mis atenciones, el centro de mis preocupaciones, el centro de mi amor absoluto. Y a ella le iba a pasar lo mismo conmigo. Yo iba a quererla y ella me iba a querer como pocas personas se han querido. En el cine, en el metro, en el teatro, en la biblioteca, en la mesa de los abuelos, mi sitio a su lado era el paraíso. Y las noches se convirtieron en nuestro reino.
Para ganar algo de dinero mientras seguía estudiando, Natasha había encontrado un trabajo de camarera en Katz, el restaurante adonde les gustaba ir a los abuelos. Allí fue donde conoció a una chica de su edad que también trabajaba en el restaurante y que se llamaba Darla.
Por mi parte, tras terminar en el instituto con muy buenas calificaciones, ingresé en la universidad de Nueva York. Me gustaba estudiar, me había visto durante mucho tiempo como profesor o como abogado. Pero en los bancos de la universidad entendí por fin el sentido de una frase que me habían repetido los abuelos: «Conviértete en alguien importante». ¿Qué quería decir «importante»? A mí, la única imagen que se me venía a la cabeza entonces era la del vecino, Ephram Jenson, el capitán de policía. El reparador. El protector. A nadie habían tratado con más respeto y deferencia los abuelos. Quería ser policía. Como él.
Tras cuatro años de estudios y con un título en el bolsillo, ingresé en la academia de la policía estatal, fui número uno de mi promoción, demostré lo que valía en la calle y no tardé en convertirme en inspector y en incorporarme al centro regional de la policía estatal en donde iba a transcurrir toda mi carrera. Me acuerdo del primer día, cuando me vi en el despacho del mayor McKenna, sentado al lado de un joven algo mayor que yo.
—Inspector Jesse Rosenberg, número uno de tu promoción, ¿crees que me impresionas con todas tus recomendaciones? —bramó McKenna.
—No, mayor —contesté.
Se volvió hacia el otro joven.
—Y tú, Derek Scott, el sargento más joven de la policía estatal, ¿te crees que me deslumbras?
—No, mayor.
McKenna nos miró detenidamente a los dos.
—¿Sabéis lo que dicen en el cuartel general? Dicen que sois dos ases. Así que vamos a poneros juntos y ya veremos si saltan chispas.
Asentimos con la cabeza al mismo tiempo.
—Bien —dijo McKenna—. Vamos a buscar dos despachos uno enfrente del otro y a daros las investigaciones de las abuelitas que han perdido el gato. Ya veremos cómo salís del paso.
Natasha y Darla, que habían seguido muy unidas desde que se conocieran en el Katz, no habían conseguido despegar en su profesión. Tras unas cuantas experiencias que no habían llegado a buen puerto, acababan de contratarlas en el Blue Lagoon, teóricamente como auxiliares de cocina, pero el dueño, al final, las había puesto de camareras alegando que andaba corto de personal.
—Deberíais iros —le dije a Natasha una noche—. No tiene derecho a haceros eso.
—Bah —me contestó—, el sueldo es bueno. Puedo pagar las facturas y ahorrar. Además, sobre eso, a Darla y a mí se nos ha ocurrido una idea: vamos a abrir nuestro propio restaurante.
—¡Qué maravilla! —exclamé—. ¡Vais a tener muchísimo éxito! ¿Qué clase de restaurante? ¿Habéis encontrado ya un local?
Natasha se echó a reír.
—No te embales, Jesse. Todavía falta. Tenemos que empezar por ahorrar. Y madurar el proyecto. Pero es una buena idea, ¿no?
—Es una idea fantástica.
—Sería mi sueño —dijo, sonriendo—. Jesse, prométeme que tendremos un restaurante un día.
—Te lo prometo.
—Promételo bien. Dime que un día tendremos un restaurante en un sitio tranquilo. Ni más policía, ni más Nueva York, solo la tranquilidad y la vida.
—Te lo prometo.