Jesse Rosenberg

Lunes 21 de julio de 2014

Cinco días antes de la inauguración

Orphea estaba en ebullición. La noticia de que una obra de teatro iba a revelar la identidad de un asesino impune había corrido por la zona como un reguero de pólvora. Durante el fin de semana, los medios de comunicación habían llegado en masa, al mismo tiempo que hordas de turistas que buscaban sensacionalismo y se mezclaban con los vecinos, a quienes también devoraba la curiosidad. La calle principal, abarrotada, la habían tomado por asalto los vendedores ambulantes que aprovechaban la oportunidad para vender refrescos, comida e incluso camisetas en las que ponía: «Yo estaba en Orphea. Sé lo que pasó en 1994». Un tumulto indecible reinaba en las inmediaciones del Gran Teatro, cuyo acceso tenía completamente cortado la policía y ante el que se alineaban decenas de corresponsales de televisión que emitían en directo resúmenes regulares:

«¿Quién mató a la familia Gordon, a una joven que hacía footing y, además, a una periodista que estaba a punto de descubrirlo todo? La respuesta, dentro de cinco días, aquí, en Orphea, en el estado de Nueva York…»

«Dentro de cinco días, una de las obras teatrales más extraordinarias representadas en muchos años va a revelarnos los secretos…»

«Un asesino anda suelto por una tranquila ciudad de los Hamptons y es una obra de teatro la que va a revelarnos su nombre…»

«La realidad supera a la ficción aquí en Orphea, en donde las autoridades municipales han anunciado que la ciudad quedará acordonada la tarde del estreno. Se espera la llegada de refuerzos de la zona; y el Gran Teatro, donde en este momento se está ensayando la obra, cuenta con vigilancia las veinticuatro horas…»

A la policía local la tenía desbordada por completo la sobrecarga de trabajo. Por si eso no bastara, como Gulliver estaba ocupado ensayando la obra, era Montagne quien se encontraba al mando, con la ayuda de los refuerzos que procedían de las policías locales de la zona y de la policía estatal.

Para que el ambiente fuera aún más irreal, también cundía la agitación política: tras las últimas revelaciones, Sylvia Tennenbaum exigía que exculpasen de forma oficial a su hermano. Había constituido un comité de apoyo que gesticulaba delante de las cámaras de televisión con pancartas en donde ponía JUSTICIA PARA TED. Sylvia Tennenbaum pedía, además, la dimisión del alcalde Brown y que se convocasen elecciones municipales anticipadas, a las que comunicó que pensaba presentarse. Les repetía a los medios de comunicación en cuanto le hacían algo de caso: «Al alcalde Brown lo está interrogando la policía en relación con el cuádruple asesinato de 1994. Está completamente desacreditado».

Pero el alcalde Brown, como buen político nato, no tenía ni mucho menos intención de dejar el cargo. Y el alboroto reinante le venía bien: Orphea necesitaba más que nunca una cabeza rectora. Pese a las preguntas que había suscitado el interrogatorio de la policía, Brown gozaba aún de una gran credibilidad y los ciudadanos a quienes preocupaba la situación lo que menos querían era quedarse sin su alcalde en un momento de crisis. Los comerciantes de la ciudad, por su parte, no podían sentirse más afortunados: los restaurantes y los hoteles estaban a rebosar y las tiendas de recuerdos hablaban ya de que empezaban a quedarse sin existencias; para aquella edición del festival se barajaban cifras récord de negocio.

Lo que no se sabía era que, en la intimidad del Gran Teatro, en donde no podía entrar ya nadie que no perteneciese a la compañía, la obra de Kirk Harvey se iba convirtiendo en un tremendo desbarajuste. Nada presagiaba las extraordinarias revelaciones que esperaba el público. Lo supimos por Michael Bird, que se había convertido en un aliado indispensable para la investigación. Como Michael gozaba de la confianza de Kirk Harvey, era la única persona ajena a la compañía que podía entrar en el Gran Teatro. A cambio de la promesa de no revelar nada del contenido antes del estreno, Harvey le había concedido una acreditación especial. «Es indispensable que algún día un periodista pueda dar testimonio de lo que sucedió en Orphea», le explicó Kirk. De modo que le encargamos que se convirtiera en nuestros ojos dentro de la sala y que nos grabase en vídeo cómo transcurrían los ensayos. Aquella mañana nos invitó a su casa para ver juntos las secuencias tomadas el día anterior.

Vivía con su familia en una casa muy bonita a las afueras de Orphea, en la carretera de Bridgehampton.

—¿Puede permitirse esto con un sueldo de redactor jefe de un periódico local? —le preguntó Derek a Anna, según llegábamos delante de la casa.

—El padre de su mujer tiene dinero —nos explicó ella—. A lo mejor os suena el nombre de Clive Davis. Fue candidato a la alcaldía de Nueva York hace unos años.

Fue la mujer de Michael la que nos recibió. Una rubia muy guapa que no debía de llegar a los cuarenta y, por tanto, bastante más joven que su marido. Nos ofreció un café y nos llevó al salón, en donde nos encontramos a Michael forcejeando con los cables de la televisión para conectarla a un ordenador.

—Os agradezco que hayáis venido —nos dijo.

Parecía preocupado.

—¿Qué pasa, Michael? —pregunté.

—Creo que Kirk está como una cabra.

Trasteó en el ordenador y, de pronto, vimos en la pantalla el escenario del Gran Teatro, con Samuel Padalin haciendo de cadáver y Jerry, de policía. Harvey los miraba con un grueso volumen en rústica en las manos.

—¡Está bien! —gritó Harvey, que aparecía en pantalla—. ¡Impregnaos del personaje! ¡Samuel, eres un muerto muy muerto! ¡Jerry, tú eres un policía orgulloso!

Harvey abrió el cuadernillo y empezó a leer:

Es una mañana lúgubre. Llueve. En una carretera de campo está paralizado el tráfico: se ha formado un atasco gigantesco.

—¿Qué es ese mazo de hojas que tiene en la mano? —le pregunté a Michael.

—La obra entera. Por lo visto ahí dentro está todo. He intentado echarle una ojeada, pero Harvey no la suelta. Dice que el contenido es tan delicado que va a repartir las escenas sobre la marcha. Aunque los actores tengan que leerlas la noche del estreno, porque no les haya dado tiempo a estudiarse el papel.

HARVEY: Los automovilistas, exasperados, tocan rabiosamente la bocina.

Alice y Steven fingieron ser los irritados conductores atrapados en el embotellamiento.

De pronto, apareció Dakota.

HARVEY: Una joven va siguiendo por el arcén la hilera de coches parados. Llega hasta el cordón policial y pregunta al policía que está de guardia.

DAKOTA (la joven): ¿Qué ocurre?

JERRY (el policía): Un hombre muerto. Un accidente de moto. Una tragedia.

DAKOTA: ¿Un accidente de moto?

JERRY: Sí, chocó contra un árbol a toda velocidad. Se ha quedado hecho papilla.

—Siguen con la misma escena —observó Anna.

—Esperad —nos avisó Michael—, ahora viene lo mejor.

En la pantalla, Harvey gritó de pronto: «Y, ahora, ¡la danza de la muerte!». Todos los actores empezaron a gritar: «¡La danza de la muerte! ¡La danza de la muerte!», y, al momento, se presentaron Ostrovski y Ron Gulliver en calzoncillos.

—Pero ¿qué payasada es esa? —dijo Derek, espantado.

Ostrovski y Gulliver avanzaron hacia el borde del escenario. Gulliver llevaba un animal disecado. Lo miró y, luego, lo increpó: «¡Carcayú mío, carcayú lindo, sálvanos del final que se avecina!». Le dio un beso al animal y se tiró al suelo, en donde dio una trabajosa voltereta. Ostrovski, abriendo mucho los brazos, miró hacia las hileras de butacas vacías y exclamó:

Dies iræ, dies illa,
solvet sæclum in favilla!

No me podía creer lo que estaba viendo.

—¿Y ahora latinajos? —dije, atónito.

—Es grotesco —dijo Derek.

—La parte en latín —nos explicó Michael, a quien le había dado tiempo a investigar— es un texto apocalíptico medieval. Habla del día de la ira.

Y nos leyó la traducción del fragmento:

¡Día de la ira, aquel día en que los siglos se reduzcan a cenizas!

—Suena como una amenaza —comentó Anna.

—Igual que las pintadas que fue dejando Harvey por la ciudad en 1994 —recordó Derek—. ¿El día de la ira será La noche negra?

—Lo que me preocupa —dije yo— es que ha quedado claro que la obra no va a estar lista a tiempo. Harvey intenta engañar a la gente. ¿Por qué? ¿Qué le anda rondando por la cabeza?

No podíamos interrogar a Harvey, que estaba bajo la protección del mayor McKenna, del alcalde y de la policía de Orphea. Nuestra única pista era Jeremiah Fold. Le mencionamos ese nombre a Michael Bird, pero no le sonaba de nada.

Le pregunté a Anna:

—¿Crees que podría tratarse de otra palabra que no fuera Jeremiah Fold?

—Lo dudo, Jesse —me contestó—. Me pasé el día de ayer volviendo a leer La noche negra. Intenté todas las combinaciones posibles y, por lo que pude ver, es la única pertinente.

¿Por qué había una clave oculta en el texto de La noche negra? Y ¿quién la había ocultado? ¿Kirk Harvey? ¿Qué sabía Harvey en realidad? ¿A qué estaba jugando con nosotros y con toda la ciudad de Orphea?

En ese momento, sonó el móvil de Anna. Era Montagne.

—Anna, te están buscando por todas partes. Tienes que ir urgentemente a comisaría. Anoche entraron a robar en tu despacho.

Cuando llegamos a la comisaría, todos los compañeros de Anna se encontraban apiñados en el umbral de su despacho, mirando los trozos de cristal del suelo y la persiana reventada e intentando comprender qué había pasado. Y eso que la respuesta era sencilla. La comisaría estaba al mismo nivel de la calle. Todos los despachos daban a la parte posterior del edificio y a una franja de césped con una empalizada alrededor. Solo había cámaras de seguridad en el aparcamiento y en las puertas de entrada. Seguro que al intruso no le había costado nada salvar la empalizada y le había bastado con cruzar el césped para llegar a la ventana del despacho. Luego había forzado las persianas para subirlas, había roto el cristal para abrir la ventana y había podido acceder a la habitación. El allanamiento lo había descubierto un policía al entrar en el despacho de Anna para dejar el correo.

Otro había pasado por allí la tarde anterior y todo estaba intacto. Así que había ocurrido por la noche.

—¿Cómo no se enteró nadie de lo que sucedía? —pregunté.

—Si todos los agentes están patrullando a un tiempo, no queda nadie en comisaría —me explicó Anna—. A veces pasa.

—Y ¿el ruido? —se preguntó Derek—. Subir esas persianas hace un ruido enorme. ¿Nadie oyó nada?

Todos los edificios de alrededor eran oficinas o depósitos municipales y los únicos testigos posibles, los bomberos del cuartelillo vecino. Pero, cuando un policía nos informó de que por la noche, a eso de la una de la madrugada, un grave accidente de tráfico había requerido la intervención de todas las patrullas y de los bomberos, comprendimos que el intruso había tenido el campo libre.

—Estaba escondido en algún sitio —afirmó Anna— y esperó el mejor momento para actuar. Puede que llevara ya varias noches esperando.

El visionado de las cámaras de seguridad interiores de la comisaría nos permitió determinar que nadie se había introducido en el edificio. Había, en concreto, una cámara en el pasillo cuyo ángulo enfocaba directamente a la puerta del despacho de Anna. No se había abierto. Quien hubiese entrado en ese despacho se había quedado allí. Era, pues, esa habitación la que le interesaba.

—No lo entiendo. La verdad es que no hay nada que robar —nos dijo Anna—. Y, por lo demás, no falta nada.

—No hay nada que robar, pero hay cosas que ver —contesté, indicando la pizarra magnética y las paredes empapeladas con los documentos del caso—. Quien entró aquí quería saber en qué punto está la investigación. Y ha tenido a su alcance el trabajo de Stephanie y el nuestro.

—Nuestro asesino se arriesga —dijo entonces Derek—. Le está empezando a entrar el pánico. Se expone. ¿Quién sabe cuál es tu despacho, Anna?

Anna se encogió de hombros.

—Todo el mundo. Quiero decir que no es un secreto. Incluso las personas que vienen a poner denuncias en comisaría pasan por este pasillo y ven mi despacho. Está mi nombre en la puerta.

Derek nos llevó aparte antes de cuchichear con expresión muy seria:

—Quien entró aquí no corrió ese riesgo a lo tonto. Sabía muy bien lo que había en este despacho. Es alguien de la casa.

—¡Dios mío! —dijo Anna—. ¿Será un policía?

—Si fuera un policía —objeté—, le habría bastado con entrar en tu despacho cuando no estuvieras tú, Anna.

—Lo habrían pillado —me hizo observar Derek—. Al pasar, lo habría grabado la cámara del pasillo. Si piensa que lo vigilan, no va a cometer ese error. En cambio, con un allanamiento, falsea las pistas. Igual hay una manzana podrida en esta comisaría.

Ya no estábamos seguros allí. Pero ¿adónde íbamos a ir? Yo no tenía ya despacho en el centro regional de la policía estatal y el de Derek estaba en una zona de paso. Necesitábamos un sitio en donde nadie fuera a buscarnos. Me acordé entonces de la sala de archivos del Orphea Chronicle, en la que podíamos entrar sin que nos viera nadie pasando directamente por la puerta trasera de la redacción.

Michael Bird nos acogió encantado.

—Nadie sabrá jamás que estáis aquí —nos aseguró—. Los periodistas no bajan nunca al sótano. Os doy la llave de la sala y, además, el duplicado, así nadie más podrá entrar. Y también la llave de la puerta trasera, para que podáis ir y venir a cualquier hora del día y de la noche.

Pocas horas después, con el mayor secreto, habíamos reconstruido tal cual nuestra pared de investigación.

*

Ese mismo día, Anna había quedado para cenar con Lauren y Paul. Habían vuelto para pasar la semana en su casa de Southampton y decidieron encontrarse en el Café Athéna para resarcirse de la catastrófica velada del 26 de junio.

Cuando regresó a casa para cambiarse, Anna se acordó de pronto de la charla con Cody sobre el libro que había escrito Bergdorf acerca del festival de teatro. Cody le había contado que, en la primavera de 1994, decidió dedicar una parte de la librería a los autores de la zona. ¿Y si Harvey hubiera sacado su obra a la venta? Antes de ir a cenar, pasó rápidamente por casa de Cody. Lo encontró en el porche disfrutando del agradable atardecer mientras se tomaba un whisky.

—Sí, Anna —le dijo—, dedicamos a los escritores locales un cuartito al fondo del almacén. Un trastero un poco lúgubre que se convirtió en un anexo de la librería con el nombre de El Cuarto de los Escritores. Tuvo enseguida mucho éxito. Más de lo que yo habría podido suponer: los turistas se vuelven locos con los relatos locales. Por cierto, la sección sigue existiendo. En el mismo sitio. Pero más adelante mandé tirar el tabique para integrarlo en el resto de la tienda. ¿Por qué te interesa?

—Simple curiosidad —contestó Anna, que prefería mostrarse evasiva—. Me preguntaba si te acordabas de qué escritores te habían llevado sus obras entonces.

A Cody le hizo gracia la pregunta:

—¡Hubo tantos! Creo que sobreestimas mi memoria. Pero sí recuerdo que salió un artículo en el Orphea Chronicle a principios del verano de 1994. Creo que tengo una copia en la librería; ¿quieres que vaya a buscártela? A lo mejor encuentras datos útiles.

—No, Cody, muchas gracias. No te tomes esa molestia. Pasaré por la tienda mañana.

—¿Estás segura?

—Segurísima, gracias.

Anna se puso en camino para reunirse con Lauren y Paul. Pero, al llegar a la calle principal, decidió pasar por la redacción del Orphea Chronicle. La cena podía retrasarse un poco. Dio la vuelta al edificio y entró por la puerta trasera para ir luego a la sala de archivos. Se acomodó delante del ordenador que usaban para hacer búsquedas. Las palabras clave «Cody Illinois», «librería» y «escritores locales» le permitieron localizar fácilmente un artículo fechado a finales de junio de 1994.

EN LA LIBRERÍA DE ORPHEA
LOS ESCRITORES DE LOS HAMPTONS EN EL LUGAR DE HONOR

Desde hace quince días, la librería de Orphea cuenta con una ampliación, una dependencia dedicada en exclusiva a los escritores locales. Esta iniciativa ha tenido un éxito inmediato entre los escritores, a quienes les falta tiempo para llevar sus creaciones con la esperanza de darse a conocer. Tanto es así que el dueño de la librería, Cody Illinois, se ha visto obligado a no aceptar más que un ejemplar de cada obra para que haya sitio para todos.

El artículo lo ilustraba una foto de Cody en la tienda, en la que posaba orgulloso en el marco de la puerta de lo que, en su día, había sido un trastero; a la entrada de este, en una placa de madera pirograbada, podía leerse: ESCRITORES DE CASA. Podía divisarse el interior del local, cuya pared estaba cubierta de libros y de textos encuadernados. Anna cogió una lupa y miró con atención todas las obras: vio entonces, en medio de la foto, un volumen en rústica; el título de la cubierta, en mayúsculas, rezaba: LA NOCHE NEGRA, POR KIRK HARVEY. Acababa de entenderlo: fue en la librería de Cody donde el alcalde Gordon se hizo con el texto de la obra de teatro.

*

En el Palace del Lago, Ostrovski regresaba de un paseo nocturno por el parque. La noche era templada. Al ver al crítico cruzar por el vestíbulo del hotel, un empleado de recepción acudió a su encuentro:

—Señor Ostrovski, hace varios días que tiene en la puerta el cartel de NO MOLESTAR. Quería asegurarme de que todo va bien.

—Lo quiero así —aseguró Ostrovski—, estoy en plena creación artística. No deseo que se me moleste por ningún motivo. ¡El arte es un concepto inconcebible!

—Desde luego, señor. ¿Quiere que le llevemos toallas? ¿Necesita artículos de aseo?

—Nada, nada, amigo mío. Le agradezco mucho tanta atención.

Ostrovski subió a su habitación. Le gustaba ser un artista. Por fin se sentía en su lugar. Parecía como si hubiese hallado su verdadera piel. Al abrir la puerta de su suite, repetía: «Dies iræ…, dies iræ…». Encendió la luz; había empapelado una pared entera con artículos sobre la desaparición de Stephanie. Los estuvo estudiando durante mucho rato. Añadió algunos más. Luego se sentó ante el escritorio cubierto de hojas con notas y miró la foto de Meghan que lo presidía. Besó el cristal del marco y dijo: «Ahora soy un escritor, cariño». Cogió el bolígrafo y empezó a escribir: «Dies iræ, el día de la ira».

A pocas millas de allí, en una habitación del Motel 17, en donde se alojaban ahora Alice y Steven, acababa de estallar una violenta discusión. Alice deseaba irse.

—Quiero volver a Nueva York, contigo o sin ti. No quiero seguir en este hotelucho y con esta vida penosa. Eres penoso, Stevie. Lo supe desde el principio.

—¡Vale, Alice, pues vete! —replicó Steven, inclinado sobre el portátil, porque no le quedaba más remedio que entregar un primer artículo para la página web de la Revista.

A Alice la irritó que la dejase marchar tan fácilmente.

—¿Por qué no vuelves a Nueva York? —preguntó.

—Quiero cubrir esta obra. Es un momento único de la creación.

—¡Mientes, Stevie! ¡Esta obra es una porquería! Ostrovski paseando en calzoncillos, ¿tú le llamas teatro a eso?

—Vete, Alice.

—Me llevo tu coche.

—¡No! ¡Coge el autobús! ¡Búscate la vida!

—¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono, Stevie? ¡No soy un bicho! ¿Qué es lo que te pasa? Y pensar que hasta hace poco me tratabas como a una reina…

—Mira, Alice, tengo muchos problemas. Me estoy jugando el trabajo de la Revista por el asunto de la tarjeta de crédito.

—¡A ti solo te importa el dinero, Stevie! ¡No sabes nada del amor!

—Tú lo has dicho.

—Lo voy a soltar todo, Stevie. Si me dejas irme sola a Nueva York, le explicaré a Skip Nalan toda la verdad sobre ti. Sobre tu forma de tratar a las mujeres. Voy a contar cómo me has agredido.

Steven no reaccionó. Alice, viendo las llaves del coche encima de la mesa, a su lado, decidió cogerlas y salir huyendo. Se abalanzó sobre ellas y gritó:

—¡Voy a destruirte, Steven!

Pero no le dio tiempo a salir por la puerta de la habitación. Steven la agarró del pelo y tiró de ella hacia atrás. Alice soltó un grito de dolor. Él la arrojó contra la pared y luego se le echó encima y le propinó un bofetón.

—¡Tú no vas a ninguna parte! —vociferó—. ¡Me has metido en esta mierda y en esta mierda te vas a quedar conmigo!

Ella lo miró, aterrada. Estaba llorando. De pronto, él le sujetó la cara con delicadeza.

—Perdona, Alice —susurró con voz empalagosa—. Perdóname, ya no sé ni lo que hago. Todo este asunto me está volviendo loco. Voy a buscar un hotel mejor, te lo prometo. Voy a arreglarlo todo. Perdóname, amor mío.

En ese mismo instante frente al triste aparcamiento del Motel 17 pasó un Porsche rumbo al océano. Lo conducía Dakota, que le había dicho a su padre que iba al gimnasio del hotel, pero se había escapado con el coche. No sabía si le había mentido a sabiendas o si las piernas se habían negado a obedecerla. Torció hacia Ocean Road y luego siguió el recorrido hasta llegar delante de la casa que había sido de sus padres: El Jardín de Eden. Se fijó en el timbre del portón. Donde antes ponía FAMILIA EDEN, ahora figuraba FAMILIA SCALINI. Fue siguiendo el seto que cerraba la propiedad, observando el lugar a través de las hojas. Veía luz. Al final, encontró un hueco por donde colarse. Saltó la valla y cruzó el seto. Las ramas le arañaron un poco las mejillas. Fue caminando por el césped hasta la piscina. No había nadie. Lloraba en silencio.

Sacó del bolso una botella de plástico en la que había mezclado ketamina y vodka. Se bebió el contenido de un trago. Se echó en una tumbona junto a la piscina. Escuchó el chapoteo sedante del agua y cerró los ojos. Pensó en Tara Scalini.

La desaparición de Stephanie Mailer
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