Jesse Rosenberg
Lunes 14 de julio de 2014
Doce días antes de la inauguración
Esa mañana, Derek y yo, camuflados en el restaurante del Palace del Lago, observábamos a distancia a Kirk Harvey, que acababa de tomar asiento para desayunar.
Llegó Ostrovski, lo vio y se sentó a su mesa.
—Por desgracia, algunos se van a llevar un chasco, porque esta mañana no todo el mundo va a pasar la selección —dijo Harvey.
—¿Qué decías, Kirk?
—¡No te hablaba a ti, Ostrovski! Me estaba dirigiendo a las tortitas, que no van a pasar la selección. Ni tampoco las gachas; ni las patatas.
—Kirk, esto es solo un desayuno.
—¡No, pedazo de imbécil congénito! ¡Es mucho más! Tengo que prepararme para seleccionar a los mejores actores de Orphea.
Un camarero se acercó a la mesa para tomar nota. Ostrovski pidió un café y un huevo pasado por agua. El camarero se volvió luego hacia Kirk, pero este, en vez de hablar, se limitó a mirarlo fijamente. Entonces, el camarero le preguntó:
—¿Y usted, caballero?
—Pero ¿este quién se cree que es? —vociferó Kirk—. ¡Le prohíbo que me dirija directamente la palabra! ¡Soy un gran director escénico, hombre! ¿Con qué derecho se toman esas confianzas los subalternos?
—Lo siento mucho, caballero —se disculpó el camarero, muy apurado.
—¡Que llamen al director! —exigió Harvey—. Solo puede dirigirme la palabra el director del hotel.
Todos los clientes, pasmados, callaron y observaron la escena. Se informó al director, que se presentó allí de inmediato.
—El gran Kirk Harvey quiere huevos benedictine y caviar —explicó Harvey.
—El gran Kirk Harvey quiere huevos benedictine y caviar —le repitió el director a su empleado.
El camarero lo apuntó y la tranquilidad volvió al comedor.
Sonó mi teléfono. Era Anna. Nos esperaba en la comisaría. Cuando le dije dónde estábamos Derek y yo, nos apremió para que nos fuéramos en el acto.
—No deberíais estar ahí —nos dijo—. Si se entera el alcalde, vamos a tener problemas todos.
—Este Harvey es un mamarracho —dije, irritado—. Y todo el mundo lo toma en serio.
—Razón de más para centrarnos en seguir trabajando —añadió Anna.
Tenía razón. Salimos de allí y nos fuimos a la comisaría. Nos pusimos a investigar a Jeremiah Fold y descubrimos que había fallecido el 16 de julio de 1994, en un accidente de tráfico, es decir, dos semanas antes que el alcalde Gordon.
Nos llevamos una gran sorpresa al ver que Jeremiah no estaba fichado. Todo cuanto había en su expediente era una investigación abierta por la ATF —la oficina federal encargada del control del alcohol, el tabaco y las armas de fuego—, pero que, aparentemente, no había llegado a ninguna conclusión. Entramos en contacto con la policía de Ridgesport para intentar saber más, pero el agente con el que hablamos no nos aportó ninguna ayuda: «Aquí no hay ningún historial de Fold», nos aseguró. Lo cual quería decir que la muerte de Fold no había parecido sospechosa.
—Si Jeremiah Fold murió antes de la matanza de los Gordon —dijo Derek—, eso descarta que estuviera implicado en el cuádruple asesinato.
—Por mi parte —indiqué—, he revisado los ficheros del FBI y no existe ninguna organización criminal que se llame La noche negra. Así que no tiene ningún vínculo con el crimen organizado, ni tampoco es la firma de quien lo hizo.
Por lo menos, podíamos descartar la pista Fold. Quedaba por resolver la de la persona que le había encargado el libro a Stephanie.
Derek había traído unas cajas llenas de periódicos.
—El anuncio que le permitió a Stephanie Mailer conocer a quien le costeaba el libro tuvo que aparecer por fuerza en algún periódico —nos explicó a Anna y a mí—, ya que, en la charla que refiere en ese libro, menciona que lleva veinte años publicándolo.
Y nos volvió a leer lo que había escrito Stephanie:
El anuncio estaba entre otros dos, uno de un zapatero y otro de un restaurante chino que ofrecía un bufé libre por menos de veinte dólares:
¿QUIERE ESCRIBIR UN LIBRO DE ÉXITO?
LITERATO BUSCA ESCRITOR AMBICIOSO PARA TRABAJO SERIO. REFERENCIAS INDISPENSABLES.
—Así que se trata por fuerza de una publicación periódica —siguió diciendo Derek—. Resulta que Stephanie solo estaba suscrita a una: la revista del departamento de letras de la universidad Notre-Dame, donde estudió. Así que hemos conseguido todos los números del año pasado.
—A lo mejor leyó el anuncio en una revista que se encontró por ahí —le replicó Anna—. En un café, en un asiento del metro o en la sala de espera del médico.
—A lo mejor —contestó Derek—; y a lo mejor, no. Si encontramos el anuncio, podremos remontarnos hasta quien lo puso y descubrir por fin a quién vio al volante de la camioneta de Ted Tennenbaum el día de los asesinatos.
*
En el Gran Teatro, se agolpaba una nutrida multitud para presentarse a las audiciones. Estas transcurrían con una lentitud descorazonadora. Kirk Harvey se había instalado en el escenario, detrás de una mesa. Mandaba subir a los aspirantes de dos en dos para que se dieran la réplica en la primera escena de la obra, que cabía en una triste hoja que los aspirantes a actores tenían que compartir.
Es una mañana lúgubre. Llueve. En una carretera de campo está paralizado el tráfico: se ha formado un atasco gigantesco. Los automovilistas, exasperados, tocan rabiosamente la bocina. Una joven va siguiendo por el arcén la hilera de coches parados. Llega hasta el cordón policial y pregunta al policía que está de guardia.
LA JOVEN: ¿Qué ocurre?
EL POLICÍA: Un hombre muerto. Un accidente de moto. Una tragedia.
Los aspirantes se agolpaban delante del escenario, en un desorden absoluto, y esperaban las consignas de Kirk Harvey para ir pasando. Este les voceaba órdenes y contraórdenes: al principio, hubo que subir por la escalera de la derecha; luego, por la de la izquierda; luego, saludar antes de subir al escenario; luego, una vez arriba, no saludar nada de nada, porque, en caso contrario, Kirk ordenaba que volviera a empezar toda la procesión de subir al escenario desde el principio. Luego, los actores tenían que interpretar la escena. El veredicto era inmediato: «¡Fatal!», gritaba Harvey, lo cual indicaba al aspirante que tenía que salir a toda prisa del campo visual del Maestro.
Hubo quienes protestaron:
—¿Cómo puede juzgar a la gente con una única línea?
—¡Ah, no me toquen las pelotas y lárguense! ¡El director soy yo!
—¿Puedo repetirlo? —preguntó un aspirante desafortunado.
—¡No! —vociferó Harvey.
—Pero es que llevamos horas esperando y solo hemos leído una línea cada uno.
—¡No están ustedes hechos para la gloria, su destino los espera en el arroyo de la vida! Y, ahora, ¡váyanse, que me escuecen los ojos solo de mirarlos!
*
En el Palace del Lago, en el salón de la suite 308, Dakota estaba repantigada en el sofá, mientras su padre colocaba el ordenador portátil encima del escritorio y le sugería:
—Deberíamos ir a esa audición para la obra de teatro. Así hacíamos algo juntos.
—¡Pffff! ¡Teatro, menudo coñazo! —contestó Dakota.
—¿Cómo puedes decir algo así? ¿Y esa obra maravillosa que escribiste y que iba a representar la compañía de tu colegio?
—Y que nunca se representó —recordó Dakota—. Ahora ya me importa un pimiento el teatro.
—¡Cuando pienso en lo curiosa que eras de niña! —se lamentó Jerry—. ¡Qué maldición, la generación esta obsesionada con los teléfonos y las redes sociales! Ya no leéis, ya solo os interesa hacerle una foto a lo que estáis comiendo. ¡Qué tiempos!
—¡Pues anda que tú! —le contestó Dakota—. ¡Es esa mierda de programa tuyo lo que vuelve a la gente gilipollas!
—No seas vulgar, Dakota, por favor.
—En cualquier caso, de esa obra que dices, ni hablar; si nos cogieran nos quedaríamos aquí atrapados hasta agosto.
—Pues ¿qué te apetece hacer entonces?
—Nada —dijo Dakota, enfurruñada.
—¿Quieres ir a la playa?
—No. ¿Cuándo volvemos a Nueva York?
—No lo sé, Dakota —dijo Jerry, irritado—. Estoy dispuesto a tener paciencia, pero ¿puedes poner algo de tu parte? Sabrás que yo también tengo mejores cosas que hacer que estar aquí. Channel 14 no tiene ningún programa para después de las vacaciones y…
—Pues vámonos entonces —lo interrumpió Dakota—. Ve a hacer lo que tengas que hacer.
—No. Ya lo he arreglado para dirigirlo todo desde aquí. Por cierto, tengo una videoconferencia que empieza ahora.
—¡Claro, siempre alguna llamada, siempre a vueltas con el trabajo! No te importa nada más.
—¡Dakota, es cosa de diez minutos! Estoy muy disponible para ti, al menos podrías reconocerme eso. Dame solo diez minutos y luego hacemos lo que quieras.
—No tengo ganas de hacer nada —rezongó Dakota antes de ir a encerrarse a su habitación.
Jerry suspiró y conectó la cámara al portátil para comenzar la reunión por videoconferencia con sus equipos de trabajo.
A ciento cincuenta millas de allí, en el corazón de Manhattan, en una sala de reuniones abarrotada del piso 53 de la torre de Channel 14, los participantes en la reunión hacían tiempo charlando.
—¿Dónde está el jefe? —preguntó uno.
—En los Hamptons.
—¡Caramba, pues sí que se cuida mientras curramos como mulas! Nosotros trabajamos y él cobra.
—Creo que algo le pasa con su hija —dijo una mujer que era amiga de la auxiliar de Jerry—. Se droga o algo por el estilo.
—La verdad es que los críos de los ricos son todos iguales. Cuantas menos preocupaciones tienen, más problemas dan.
De pronto empezó la conexión y todo el mundo se calló. En la pantalla mural apareció el jefe y todos se volvieron hacia él para saludarlo.
El primero en hablar fue el director creativo:
—Jerry —dijo—, creo que vamos por buen camino. Nos hemos centrado en un proyecto que ha contado enseguida con la aprobación general: un programa de telerrealidad que siga la evolución de una familia de obesos que intenta perder peso contra viento y marea. Es un concepto que debería gustar a todas las audiencias, porque todo el mundo encontraría algo de su agrado: es posible identificarse con ellos, cogerles cariño y también reírse de ellos. Hemos consultado a un grupo de control y, al parecer, es la opción ganadora.
—¡Me gusta mucho! —dijo Jerry, entusiasmado.
El director creativo le cedió la palabra al director del proyecto:
—Hemos pensado que a la familia de obesos podría entrenarla un entrenador personal superguapo y supercachas, muy duro y muy malo, pero, a lo largo de los programas, se descubre que él también fue un gordo que consiguió librarse de los michelines. Es el tipo de personaje polifacético que gusta mucho al público.
—Sería también el elemento conflictivo que va marcando el ritmo de los episodios —aclaró el director creativo—. Tenemos ya previstas dos o tres escenas que podrían dar mucho juego. Por ejemplo, el gordo, deprimido, llora y se come una tarrina de helado de chocolate, mientras el entrenador lo escucha lloriquear haciendo flexiones y abdominales para estar aún más cachas y más guapo.
—Es una idea que me parece realmente buena —comentó Jerry—, pero hay que tener cuidado; por lo que veo, se hace demasiado hincapié en la emoción y no lo suficiente en el conflicto. Y los espectadores prefieren el conflicto. Si hay muchos lloriqueos, se aburren.
—Hemos tenido en cuenta esa situación hipotética —intervino, muy ufano, el director creativo—. Para que haya más conflicto, se nos ha ocurrido una variante: metemos a dos familias en una casa de veraneo. Una de las familias es muy deportista: los padres y los hijos son atléticos, sanos, solo comen verdura hervida y nunca toman grasas. La otra familia es la de los obesos que se pasan el día delante de la televisión atiborrándose de pizzas. Esas formas de vida opuestas crean muchísima tensión. Los deportistas les dicen a los gordos: «¡Eh, chicos, veníos a hacer gimnasia y luego nos tomamos una tapioca!». Y los gordos los mandan a la porra y les contestan: «¡No, gracias, preferimos tumbarnos en el sofá a zampar nachos con queso y pasarlos con refrescos!».
A cuantos estaban en la sala los convenció la idea. Tomó entonces la palabra el director del departamento jurídico.
—La única pega es que, si obligamos a unas personas a comer como cerdos, pueden desarrollar diabetes y, una vez más, tendremos que pagar el tratamiento médico.
Jerry hizo un ademán con la mano para descartar el problema.
—Prepare una exención de responsabilidad a prueba de bomba para impedirles que intenten cualquier demanda.
Los miembros del departamento jurídico tomaron nota en el acto. Intervino entonces el director de marketing:
—A la marca de patatas fritas Grassinos le ha entusiasmado el proyecto y quiere participar. Están dispuestos a aportar fondos siempre y cuando se desprenda del programa la idea de que comer patatas fritas puede ayudar a perder peso. Quieren limpiar su imagen después del desastre de las manzanas envenenadas.
—¿Las manzanas envenenadas? —preguntó Jerry—. ¿Eso qué es?
—Hace unos años, acusaron a Grassinos de cebar a los niños en el comedor escolar y, para compensar, costeó el reparto de manzanas en varias escuelas de zonas necesitadas de la región de Nueva York. Pero la fruta estaba llena de pesticidas y los niños desarrollaron cáncer. Cuatrocientos niños enfermos dan muy mala imagen.
—¡Ya lo creo! —dijo Jerry, con pesar.
—Bueno —matizó el director de marketing—, tuvieron suerte dentro de lo malo; eran niños de barrios pobres y, afortunadamente, los padres no tenían recursos para meterse en juicios. Algunos de esos críos no van a ver nunca a un médico ni en pintura.
—Los de Grassinos quieren que los tíos cachas también coman patatas fritas. El público tiene que relacionar estar cachas con comer patatas fritas. Les gustaría que el entrenador personal o la familia deportista fueran latinos. Es un mercado importante para ellos y quieren que crezca. Ya tienen el eslogan: «Los latinos prefieren los Grassinos».
—Me parece muy bien —dijo Jerry—. Pero lo primero que habrá que hacer será valorar los fondos que quieren aportar para que la colaboración nos interese a nosotros.
—Y ¿lo de los latinos musculosos le parece bien? —preguntó el director de marketing.
—Sí, muy bien —confirmó Jerry.
—¡Necesitamos latinos! —voceó el director creativo—. ¿Alguien toma nota?
En la suite del Palace del Lago, Jerry, con la nariz pegada a la pantalla, no se fijó en que Dakota había salido de su habitación y estaba detrás de él. Vio que la reunión lo tenía absorto y se marchó de la suite. Anduvo arriba y abajo por el pasillo, sin saber qué hacer consigo misma. Pasó por delante de la habitación 310, donde Ostrovski se preparaba para ir a las audiciones recitando textos dramáticos clásicos. En la habitación 312, la de Bergdorf y Alice, a Dakota le hizo gracia oír el escándalo de un ruidoso coito. Por fin, decidió irse del Palace. Le pidió al aparcacoches el Porsche de su padre y se dirigió a Orphea. Llegó hasta Ocean Road. Fue siguiendo la hilera de casas en dirección a la playa. Estaba nerviosa. No tardó en llegar delante de la que había sido su casa de vacaciones, donde habían sido tan felices todos juntos. Aparcó ante el portón y se quedó mirando las letras de hierro forjado: EL JARDÍN DE EDEN.
No pudo contener las lágrimas mucho rato. Aferrada al volante, se echó a llorar.
*
—Jesse —dijo Michael Bird sonriéndome cuando me vio aparecer en la puerta de su despacho—, ¿a qué debo el placer de su visita?
Mientras en la comisaría Anna y Derek buceaban en las revistas de la universidad Notre-Dame, yo había ido a la redacción del Orphea Chronicle a buscar artículos de aquellas fechas que tratasen del cuádruple asesinato.
—Necesito consultar los archivos del periódico —le expliqué a Michael—. ¿Puedo pedirle que me eche una mano sin que esta información aparezca en la edición de mañana?
—Por supuesto, Jesse —me prometió—. Aún lamento haber traicionado su confianza. No resultó nada profesional. Ya sabe que no paro de darle vueltas a lo mismo: ¿podría haber protegido a Stephanie?
Tenía los ojos tristes. Vi cómo clavaba la mirada en el escritorio de Stephanie, frente al suyo, que seguía tal cual.
—No podía hacer nada, Michael —dije, esforzándome en consolarlo.
Se encogió de hombros y me llevó a la sala de archivos, en el sótano.
Michael fue un asistente valiosísimo: me ayudó a seleccionar las ediciones del Orphea Chronicle, a dar con los artículos que parecían pertinentes y a fotocopiarlos. Le saqué provecho también al amplísimo conocimiento que tenía Michael de la zona para preguntarle por Jeremiah Fold.
—¿Jeremiah Fold? —repitió—. Nunca lo he oído mencionar. ¿Quién es?
—El jefecillo de una banda de Ridgesport —le expliqué—. Le sacaba dinero a Ted Tennenbaum amenazándolo con impedirle abrir el Café Athéna.
Michael se quedó de una pieza:
—¿A Tennenbaum lo extorsionaban?
—Sí. La policía estatal no cayó en la cuenta en 1994.
Gracias a Michael pude también llevar a cabo unas últimas comprobaciones relacionadas con La noche negra: habló con los demás periódicos de la zona y, sobre todo, con The Ridgesport Evening Star, el diario de Ridgesport, preguntando si andaba enterrado en sus archivos algún artículo con las palabras clave La noche negra. Pero no había nada. Los únicos datos que tenían que ver eran los sucesos ocurridos entre el otoño de 1993 y el verano de 1994 en Orphea.
—¿Qué relación hay entre la obra de Harvey y esos hechos? —me preguntó Michael, que hasta entonces no había establecido un paralelismo entre ambas cosas.
—Ya me gustaría a mí saberlo. Sobre todo ahora, cuando estamos al tanto de que La noche negra solo se refiere a Orphea.
Me llevé todas las fotocopias de los archivos del Orphea Chronicle a la comisaría para estudiármelas a fondo. Empecé a leer, a recortar, a marcar, a tirar o a clasificar, mientras Anna y Derek seguían explorando con minuciosidad los ejemplares de la revista de Notre-Dame. El despacho de Anna comenzaba a parecerse muchísimo a un centro de distribución de prensa. De pronto, Derek exclamó: «¡Bingo!». Había encontrado el anuncio. En la página 21 del número de otoño de 2013, entre un anuncio de un zapatero y otro de un restaurante chino que ofrecía un bufé libre por menos de veinte dólares, estaba este otro, misterioso:
¿QUIERE ESCRIBIR UN LIBRO DE ÉXITO?
LITERATO BUSCA ESCRITOR AMBICIOSO PARA TRABAJO SERIO. REFERENCIAS INDISPENSABLES.
Solo nos quedaba ya entrar en contacto con la persona encargada de la sección de anuncios de la revista.
*
Dakota seguía aparcada delante del portón de El Jardín de Eden. Su padre ni siquiera la había llamado. Pensó que seguramente la odiaba, como todo el mundo. Por lo que había pasado en casa. Por lo que le había hecho a Tara Scalini. Y ella no se lo perdonaría nunca.
Tuvo un nuevo ataque de llanto. Sentía tanto dolor por dentro… Estaba convencida de que las cosas nunca iban a ir a mejor. Ya no tenía ganas de vivir. Con la vista nublada, hurgó en el bolso, buscando una ampolla de ketamina. Necesitaba sentirse más animada. Encontró entonces, entre sus cosas, una cajita de plástico que le había dado su amiga Leyla. Era heroína, para esnifarla. Dakota nunca lo había intentado aún. Puso en el salpicadero una raya de polvo blanco y se contorsionó para acercar la nariz.
En la casa, Gerald Scalini, a quien su mujer había avisado de que un coche llevaba parado mucho rato delante del portón, decidió llamar a la policía.
En el Gran Teatro, el alcalde Brown había ido a presenciar el final del día de audiciones. Había sido testigo de cómo Kirk Harvey humillaba a los aspirantes, rechazándolos uno tras otro, antes de decidir echar a todo el mundo al grito de: «Se acabó por hoy. ¡Vuelvan mañana e intenten ser menos negados, por Dios!».
—¿Cuántos actores necesitas? —le preguntó Brown a Harvey tras subir al escenario.
—Ocho. Por ahí. Total, uno más o uno menos…
—¿Cómo que «por ahí»? —dijo Brown, atragantándose—. ¿No tienes un reparto exacto?
—Por ahí —repitió Harvey.
—Y ¿con cuántos te has quedado hoy?
—Cero.
El alcalde soltó un prolongado suspiro de desesperación.
—Kirk —le recordó antes de irse—, no te queda más que un día para acabar con el reparto. Debes darte prisa. Si no, no lo conseguiremos nunca…
Varios vehículos de la policía estaban aparcados delante de El Jardín de Eden. En la parte trasera del coche patrulla de Montagne, Dakota, con las manos esposadas a la espalda, lloraba. Montagne la interrogaba por la puerta abierta:
—¿Qué coño pintabas aquí? —preguntó—. ¿Esperas a un cliente? ¿Vendes aquí esta mierda?
—No, se lo aseguro —decía Dakota llorando y consciente solo a medias.
—¡Estás demasiado colocada para contestar, idiota! Y no me potes en los asientos, ¿te enteras? ¡Puta yonqui!
—Quiero hablar con mi padre —suplicó Dakota.
—Sí, claro, y ¿qué más? Con lo que hemos encontrado en el coche vas a ir de cabeza al juzgado. Para ti, la próxima casilla va a ser la de la cárcel, guapa.
Era ya media tarde y en el apacible barrio residencial donde vivían los Brown, Charlotte, que acababa de volver de la jornada laboral en la clínica veterinaria, estaba ensimismada en el porche de la casa. Su marido llegó del Gran Teatro y se sentó a su lado. Parecía exhausto. Ella le pasó cariñosamente la mano por el pelo.
—¿Qué tal van las audiciones? —preguntó.
—Muy mal.
Ella encendió un cigarrillo.
—Alan… —dijo.
—¿Qué?
—Me están entrando ganas de presentarme.
Él sonrió.
—Deberías hacerlo —la animó.
—No sé yo…, hace veinte años que no me he subido a un escenario.
—Estoy seguro de que arrasarías.
La respuesta de Charlotte fue un largo suspiro:
—¿Qué pasa? —preguntó Alan, que se daba cuenta de que algo no iba como es debido.
—Creo que a lo mejor debería ser discreta y, sobre todo, no acercarme a Harvey.
—¿De qué tienes miedo?
—Lo sabes muy bien, Alan.
A pocas millas de allí, en el Palace del Lago, Jerry Eden estaba fuera de sí: Dakota había desaparecido. La había buscado por todo el hotel, en el bar, en la piscina, en la sala de fitness; todo en vano. No cogía el teléfono y no había dejado ninguna nota. Por fin, avisó a los servicios de seguridad del hotel. En las grabaciones de las cámaras se veía a Dakota saliendo de la habitación, vagando un momento por el pasillo y bajando luego a recepción para pedir el coche e irse. El jefe de seguridad, tras quedarse sin soluciones, propuso llamar a la policía. Jerry prefería no llegar a eso por miedo a perjudicar a su hija. De repente, sonó el móvil. Se apresuró a cogerlo.
—¿Dakota?
—¿Jerry Eden? —le contestó una voz grave—. Aquí el subjefe Jasper Montagne de la policía de Orphea.
—¿La policía? ¿Qué sucede?
—Su hija Dakota está en comisaría. La hemos detenido por posesión de drogas y comparecerá ante el juez mañana por la mañana. Va a pasar la noche en el calabozo.