Anna Kanner
Me acuerdo de aquella mañana de primavera de 2014, unas semanas antes de los acontecimientos relacionados con la desaparición de Stephanie. Empezaba a hacer bueno. Aunque todavía era temprano, hacía calor. Salí al porche de mi casa para coger el Orphea Chronicle que me dejaban todas las mañanas y me instalé en un sillón cómodo para leerlo mientras me tomaba el café. En ese momento, Cody, mi vecino, que iba por la calle, me saludó al pasar ante mí y me dijo:
—¡Bravo, Anna!
—¿Bravo por qué? —pregunté.
—Por el artículo del periódico.
Abrí el diario en el acto y, pasmada, me encontré con una foto grande mía bajo el siguiente titular:
¿SERÁ ESTA MUJER LA PRÓXIMA JEFA DE LA POLICÍA?
Cuando cada vez falta menos para que el actual jefe de la policía, Ron Gulliver, se jubile este otoño, corre el rumor de que no va a ser su adjunto, Jasper Montagne, quien lo suceda, sino su segunda adjunta, Anna Kanner, que llegó a Orphea el pasado mes de septiembre.
Me entró el pánico: ¿quién había avisado al Orphea Chronicle? Y, sobre todo, ¿cómo iban a reaccionar Montagne y sus colegas? Fui a toda prisa a la comisaría. Todos los policías se me vinieron encima: «¿Es verdad, Anna? ¿Vas a sustituir al jefe Gulliver?». Me abalancé, sin contestar, hacia el despacho del jefe Gulliver para intentar impedir el desastre. Pero era demasiado tarde: ya estaba cerrada la puerta. Montagne estaba dentro. Oí que gritaba:
—¿Qué historia es esa, jefe? ¿Lo ha leído? ¿Es cierto? ¿Anna va a ser la siguiente jefa de la policía?
Gulliver parecía tan sorprendido como él.
—Deja ya de creerte lo que lees en el periódico, Montagne —le ordenó—. ¡No son más que idioteces! Nunca en la vida he oído nada más ridículo. ¿Anna la siguiente jefa? Mira cómo me río. ¡Si acaba de llegar! Y, además, ¡los muchachos no aceptarían nunca que los dirigiese una mujer!
—Pues bien que la nombró usted subjefa —replicó Montagne.
—Segunda adjunta —especificó Gulliver—. Y ¿sabes quién era el segundo adjunto antes de que llegase ella? Nadie. Y ¿sabes por qué? Porque es una categoría fantasma. Un invento del alcalde Brown que quiere parecer moderno poniendo a tías por todas partes. Vaya con la igualdad esa de los cojones. Pero tú sabes tan bien como yo que todo eso son gilipolleces.
—Y, entonces, cuando sea yo jefe, ¿tendré que hacerla adjunta mía?
—Jasper —se esforzó en tranquilizarlo Gulliver—, cuando seas jefe pondrás a tu lado a quien quieras. Esa plaza de segunda adjunta es para cumplir y mentir. Ya sabes que el alcalde Brown me presionó para coger a Anna y que me tiene pillado. Pero, cuando yo me vaya y tú seas jefe, podrás largarla si te apetece. No te preocupes, que la voy a meter en cintura, ya verás. Se va a enterar de quién manda aquí.
Poco después me llamaron al despacho de Gulliver. Me mandó que me sentara enfrente de él y levantó el ejemplar del Orphea Chronicle que tenía encima del escritorio.
—Anna —me dijo con voz monótona—, te voy a dar un buen consejo. Un consejo de amigo. Que no se te vea, que no se te vea nada. Como si fueras un ratoncito.
Intenté defenderme:
—Jefe, no sé a qué ha venido ese artículo…
Pero Gulliver no me dejó acabar la frase y me dijo con tono cortante:
—Anna, voy a ser muy claro contigo. Se te nombró segunda adjunta porque eres una mujer. Así que deja de subirte a la parra y de pensar que te nombraron por tus supuestas competencias. La única razón de que estés aquí es que el alcalde Brown, con sus condenadas ideas revolucionarias, quería a toda costa nombrar a una mujer en la policía. Me estuvo dando la lata con sus historias de diversidad, de discriminación y de no sé qué más gilipolleces. Me ha presionado a muerte. Ya sabes cómo funciona esto: no quería empezar una guerra larvada con él cuando me falta un año para irme, ni que nos hiciera putadas con el presupuesto. En resumen, que él quería una mujer a toda costa y tú eras la única candidata. Así que te cogí. Pero no vengas a ponerme la comisaría manga por hombro. No eres más que una cuota, Anna. ¡No eres más que una cuota!
Cuando Gulliver acabó de echarme la bronca, como no me apetecía nada aguantar los asaltos de mis compañeros, me fui a patrullar. Aparqué detrás del panel gigantesco que hay en el lateral de la carretera 17, donde, desde que había llegado a Orphea, buscaba refugio cada vez que necesitaba pensar tranquila y el barullo de la comisaría no me lo permitía.
Sin dejar de atender al tráfico, todavía escaso a esa hora temprana, contesté a un mensaje de Lauren: había encontrado al hombre perfecto para mí y quería organizar una cena con él para presentármelo. Al decirle que no, volvió con la misma cantinela de siempre: «Si sigues así, Anna, vas a acabar sola». Cruzamos unos cuantos mensajes. Me quejé del jefe Gulliver y Lauren me sugirió que me volviera a Nueva York. Pero no me apetecía nada. Dejando aparte mis problemas de aclimatación profesional, me agradaban los Hamptons. Orphea era una ciudad donde se vivía a gusto, a orillas del océano y rodeada de una naturaleza silvestre. Las playas largas y arenosas, los bosques profundos, los estanques cubiertos de nenúfares, los brazos de mar sinuosos que atraían a una abundante fauna eran otros tantos lugares de ensueño que era posible encontrar en torno a la ciudad. Los veranos eran fantásticos y calurosos; los inviernos, crudos pero luminosos.
Sabía que era un sitio donde por fin iba a poder ser feliz.