Derek Scott
Mediados de septiembre de 1994. Seis semanas después del cuádruple asesinato.
Si los datos del agente especial Grace de la ATF eran ciertos, habíamos rastreado bien la procedencia del arma del cuádruple asesinato: el bar de Ridgesport, en cuya barra podían conseguirse pistolas Beretta del ejército con el número de serie limado.
A petición de la ATF y en señal de buena voluntad, Jesse y yo dejamos en el acto de vigilar en Ridgesport. Solo nos quedaba ya esperar a que la ATF decidiera hacer un registro y dedicamos ese período a otros casos. Nuestra paciencia y nuestra diplomacia dieron fruto: un día de mediados de septiembre, a media tarde, el agente especial Grace nos invitó a Jesse y a mí a sumarnos a la gigantesca redada que hubo en el bar. Incautaron armas y municiones —entre ellas, las últimas Beretta del lote robado— y detuvieron a un cabo de infantería llamado Ziggy, cuya muy discutible perspicacia permitía suponer que se trataba más de un engranaje que de la cabeza pensante de una operación de tráfico de armas.
En este asunto, cada cual tenía sus intereses: la ATF y la policía militar, que se había incorporado al caso, consideraban que Ziggy no había podido conseguir solo las armas. En cuanto a nosotros, necesitábamos saber a quién le había vendido las Beretta. Acabamos por llegar a un acuerdo. La ATF nos dejaba interrogar a Ziggy y nosotros le hacíamos suscribir al cabo un trato: le daba a la ATF el nombre de sus cómplices y, a cambio, obtenía una reducción de pena. Todo el mundo quedaba contento.
Le enseñamos a Ziggy una serie de fotos, una de las cuales era de Ted Tennenbaum.
—Ziggy, nos vendría muy bien que nos echases una mano —le dijo Jesse.
—La verdad es que no recuerdo ninguna cara, se lo prometo.
Jesse le colocó delante a Ziggy una foto de la silla eléctrica.
—Esto, Ziggy —dijo con voz sosegada—, es lo que te espera si no hablas.
—¿Qué dice? —preguntó Ziggy, con un nudo en la garganta.
—Una de tus armas la han usado para matar a cuatro personas. Te van a acusar de esas muertes.
—Pero ¡si yo no he hecho nada! —Ziggy se desgañitó.
—Eso ya lo aclararás con el juez.
—A menos que recuperes la memoria, Ziggy, bonito —le explicó Jesse.
—Vuelvan a enseñarme las fotos —suplicó el cabo—. No las he visto bien.
—A lo mejor quieres acercarte a la ventana para tener más luz —le sugirió Jesse.
—Sí, había poca luz —asintió Ziggy.
—Si es que no hay nada como una buena iluminación.
El cabo se acercó a la ventana y miró todas las fotos que le habíamos llevado.
—Le vendí una pipa a este tío —nos aseguró.
La foto que nos alargó era la de Ted Tennenbaum.
—¿Estás seguro? —le pregunté.
—Segurísimo.
—Y ¿cuándo se la vendiste?
—En febrero. Ya lo había visto en el bar, pero de eso hacía varios años. Necesitaba un arma. Llevaba dinero en efectivo. Le vendí una Beretta y munición. Nunca lo volví a ver.
Jesse y yo cruzamos una mirada triunfante: ya teníamos pillado a Ted Tennenbaum.