Jesse Rosenberg

Sábado 26 de julio de 2014

El día de la inauguración

El día en que todo dio un vuelco.

Eran las cinco y media de la tarde. Las puertas del Gran Teatro iban a abrir pronto. La calle principal, que la policía había acordonado, estaba abarrotada. Había un barullo demencial. Entre los periodistas, los mirones y los vendedores ambulantes de recuerdos, quienes tenían entrada se agolpaban contra las barreras de seguridad que impedían aún el acceso al Gran Teatro. Los decepcionados por no haber podido conseguir un «ábrete, sésamo» para el estreno andaban entre el gentío con carteles de fabricación casera en donde prometían cantidades desorbitantes por una entrada.

Un rato antes, las cadenas de televisión que informaban en directo las veinticuatro horas habían emitido la llegada al Gran Teatro del convoy de actores, protegidísimo. Antes de entrar por la puerta de artistas, los habían cacheado minuciosamente y habían pasado por el detector de metales.

En las puertas principales del Gran Teatro, unos policías estaban acabando de instalar unos arcos de seguridad. El público no podía ya estarse quieto. Dentro de algo más de dos horas, iba a empezar la primera representación de La noche negra. Al fin se sabría la identidad del autor del cuádruple asesinato de 1994.

En la sala de archivos del Orphea Chronicle, Derek, Anna y yo nos estábamos preparando para ir también al Gran Teatro. Condenados a asistir al ridículo triunfo de Kirk Harvey. La víspera, el mayor McKenna nos había dado un toque a Derek y a mí, y nos había ordenado que nos mantuviéramos lejos de él. «En vez de meteros con Harvey —nos había dicho— más os valdría cerrar la investigación y descubrir la verdad». Era injusto. Habíamos trabajado sin tregua hasta el último minuto, pero, por desgracia, sin mucho éxito. ¿Por qué habían matado a Meghan Padalin? ¿Quién habría tenido un motivo para querer eliminar a esa mujer que llevaba una vida normal?

Michael Bird nos había proporcionado una valiosa ayuda y había pasado casi toda la noche en vela con nosotros. Había reunido cuanto le había sido posible sobre Meghan para que pudiéramos reconstruir su biografía. Nació en Pittsburgh y estudió Literatura en una universidad pequeña del estado de Nueva York. Vivió cierto tiempo en Nueva York antes de mudarse a Orphea en 1990 con su marido, Samuel, que era ingeniero en una fábrica de la comarca. Cody la había contratado enseguida en la librería.

Y ¿qué se podía decir del marido, Samuel Padalin, que había reaparecido, de repente, en Orphea para participar en la obra de teatro? Tras el asesinato de su mujer, se había ido a vivir a Southampton y se había vuelto a casar.

También Samuel Padalin parecía un hombre con una vida normal. No tenía antecedentes penales y participaba como voluntario en diversas asociaciones. Su segunda mujer, Kelly Padalin, era médico. Tenían dos hijos, de diez y doce años.

Habíamos llamado por teléfono al exagente especial Grace de la ATF, pero el apellido Padalin no le sonaba de nada. Era imposible interrogar a Costico, porque seguía desaparecido. Preguntamos, pues, a Virginia Parker, la cantante del club que había tenido un hijo con Jeremiah Fold, pero esta aseguraba que nunca había oído hablar ni de Samuel, ni de Meghan Padalin.

Nadie tenía relación con nadie. Resultaba casi inverosímil. A la hora en que iban a abrirse las puertas del teatro, habíamos llegado incluso a preguntarnos si no estaríamos ante dos investigaciones distintas.

—El asesinato de Meghan, por un lado, y los líos de Gordon con Jeremiah Fold, por otro —reflexionó Derek.

—Con la salvedad de que Gordon tampoco parece tener ninguna relación con Jeremiah Fold —hice notar.

—Pero la obra de Harvey sí parece hablar de Jeremiah Fold —nos recordó Anna—. Creo que todo va unido.

—Así que, si he entendido bien —recapituló Michael—, todo va unido, pero nada va unido. Esta historia es algo así como un tangram.

—¡A quién se lo vas a contar! —suspiró Anna—. Y, a todo eso, hay que sumar al asesino de Stephanie. ¿Podría tratarse de la misma persona?

Derek, para tratar de salir de aquella confusión, puso las ideas en orden.

—Intentemos meternos en el pellejo del asesino. Si yo fuera él, ¿qué haría ahora?

—O me habría marchado ya muy lejos —contesté—, a Venezuela, o a cualquier otro país que no tenga tratado de extradición; o intentaría impedir la representación.

—¿Impedir la representación? —dijo Derek, extrañado—. Pero si han registrado la sala con perros y a todos los que quieran entrar los van a cachear.

—Creo que estará presente —dije—. Creo que el asesino estará en la sala, entre nosotros.

Decidimos ir al Gran Teatro y observar a los espectadores según iban entrando en el edificio. A lo mejor algún comportamiento particular nos ponía sobre aviso; o reconocíamos alguna cara. Pero también queríamos saber más sobre lo que anduviera tramando Kirk Harvey. Si pudiéramos conseguir el nombre del asesino antes de que lo pusiera en boca de un actor, llevaríamos ventaja.

La única forma de saber qué tenía Harvey en la cabeza era tener acceso a su material creativo. Y, sobre todo, al expediente de la investigación que tenía escondido en alguna parte. Enviamos a Michael Bird al Palace del Lago para registrar su habitación, mientras él no estaba.

—Lo que pueda descubrir yo nunca podrá servir de prueba —nos recordó Michael.

—No necesitamos ninguna prueba —dijo Derek—. Necesitamos un nombre.

—Y ¿cómo voy a poder subir a las plantas? —preguntó Michael—. Hay policías por todo el hotel.

—Enséñales tu acreditación para la obra y di que te envía Harvey a recoger unas cosas. Yo voy a avisarlos de tu llegada.

Los policías parecían dispuestos a dejar subir a Michael, pero el director del hotel mostró cierta reticencia a darle un duplicado de la llave de la habitación.

—El señor Harvey ha dejado instrucciones muy claras —le explicó a Michael—; no tiene que entrar nadie en su habitación.

Pero, al insistir Michael, explicando que era el propio Harvey quien lo enviaba a buscar una libreta de notas, el director decidió subir con él a la suite.

La habitación estaba impecable. Al entrar, ante la mirada suspicaz del director, Michael no vio ningún documento. Ni un libro, ni una hoja con notas, nada. Miró en el escritorio, en los cajones y hasta en la mesilla de noche. Pero no había nada. Echó una ojeada al cuarto de baño.

—No creo que el señor Harvey guarde sus cuadernos en el cuarto de baño —comentó el director, irritado.

—No hay nada en la habitación de Harvey —nos informó Michael al reunirse con nosotros en el foyer del Gran Teatro, tras pasar por los interminables controles de seguridad.

Eran las siete y media. Faltaba media hora para que empezase la función. No habíamos conseguido adelantarnos a Harvey. Íbamos a tener que enterarnos del nombre del asesino por boca de sus intérpretes, como todos los demás espectadores. Y nos preocupaba, si es que el asesino estaba en la sala, cómo iba este a reaccionar.

*

Las ocho menos dos minutos. Entre bastidores, cuando faltaba tan poco para salir a escena, Harvey había reunido a sus actores en el pasillo que iba de los camerinos al escenario. Frente a él estaban Charlotte Brown, Dakota y Jerry Eden, Samuel Padalin, Ron Gulliver, Meta Ostrovski, Steven Bergdorf y Alice Filmore.

—Amigos míos —les dijo—, espero que estéis listos para sentir por primera vez el escalofrío de la gloria y del triunfo. Vuestra aportación, completamente única en toda la historia del teatro, va a conmocionar a toda la nación.

*

Las ocho.

La sala se quedó a oscuras. El murmullo de los espectadores cesó en el acto. Se palpaba la tensión. El espectáculo iba a empezar. Derek, Anna y yo estábamos en la última fila, de pie, cada uno en una de las puertas de la sala.

El alcalde Brown subió al escenario para pronunciar el discurso de inauguración. Me acordé de la imagen de vídeo congelada de esa misma secuencia, pero veinte años antes, que Stephanie Mailer había rodeado con rotulador.

Tras unas cuantas frases de compromiso, el alcalde concluyó el discurso diciendo: «Es un festival que va a dejar huella en las memorias. Que empiece el espectáculo». Bajó del escenario para sentarse en la primera fila. Se alzó el telón. El público se estremeció.

En el escenario, Samuel Padalin, que interpreta al muerto, y Jerry, que hace de policía. En un rincón, Steven y Alice, cada uno con un volante en la mano, son unos automovilistas desquiciados. Dakota se acerca despacio. Harvey dice entonces:

Es una mañana lúgubre. Llueve. En una carretera de campo está paralizado el tráfico: se ha formado un atasco gigantesco. Los automovilistas, exasperados, tocan rabiosamente la bocina.

Es imposible oírlos, pero, al tiempo que hacen como que tocan la bocina, Steven y Alice se pelean. «¡Alice, tienes que abortar!» «¡Eso nunca, Steven! Es tu hijo y tendrás que aceptarlo.»

Harvey prosigue:

Una joven va siguiendo por el arcén la hilera de coches parados. Llega hasta el cordón policial y pregunta al policía que está de guardia.

LA JOVEN (Dakota): ¿Qué ocurre?

EL POLICÍA (Jerry): Un hombre muerto. Un accidente de moto. Una tragedia.

LA JOVEN: ¿Un accidente de moto?

EL POLICÍA: Sí, chocó contra un árbol a toda velocidad. Se ha quedado hecho papilla.

El público está alucinado. Luego, Harvey grita: «Y, ahora, la danza de la muerte». Y todos los actores exclaman: «¡La danza de la muerte! ¡La danza de la muerte!». Ostrovski y Ron Gulliver aparecen en calzoncillos y el público se empieza a reír.

Gulliver lleva abrazado el carcayú disecado y declama: «¡Carcayú mío, carcayú lindo, sálvanos del final que se avecina!». Le da un beso al animal y se tira al suelo. Ostrovski, abriendo mucho los brazos e intentando, sobre todo, no perder la concentración con las risas del público, que lo alteran, declama entonces:

Dies iræ, dies illa,
solvet sæclum in favilla!

En ese momento me di cuenta de que Harvey no tenía las hojas en la mano. Me acerqué a Derek.

—Harvey había dicho que les iría dando las hojas a los actores sobre la marcha, pero no tiene nada en la mano.

—Y eso ¿qué quiere decir?

Mientras en el escenario empezaba la escena del club, en la que cantaba Charlotte, Derek y yo salimos corriendo de la habitación y nos metimos entre bastidores. Encontramos el camerino de Harvey; estaba cerrado con llave. Lo abrimos de una patada. Encima de una mesa, vimos en el acto los documentos de la investigación, pero, sobre todo, el famoso montón de hojas. Fuimos pasando las páginas. Allí estaban, en efecto, las primeras escenas que acababan de representar; luego venía, después de la del bar, una aparición de Dakota, sola, que decía: «Ha llegado la hora de la verdad. El nombre del asesino es…».

La frase acababa en tres puntos suspensivos. Y, a continuación, no había nada más. Solo páginas en blanco. Derek, tras un instante de desconcierto, exclamó de pronto:

—¡Por Dios, Jesse, tenías razón! Harvey no tiene ni idea de quién es el asesino; espera que se desenmascare solo, interrumpiendo el espectáculo.

En ese momento, Dakota, en el escenario, se adelantaba, sola. Y anunció entonces con voz profética: «Ha llegado la hora de la verdad».

Derek y yo nos abalanzamos fuera del camerino; había que detener el espectáculo antes de que sucediera algo grave. Pero era demasiado tarde. La sala estaba sumida en una oscuridad total. La noche negra. Solo se hallaba iluminado el escenario. Cuando estábamos llegando a esa zona, Dakota empezaba la frase: «El nombre del asesino es…».

De pronto, sonaron dos disparos. Dakota se desplomó.

La gente empezó a chillar. Derek y yo desenfundamos el arma y nos subimos a toda prisa al escenario gritando por la radio: «¡Un disparo, disparo!». Se encendieron las luces de la sala; estalló una escena de pánico generalizado. Los espectadores, aterrados, intentaban huir como fuera. La confusión era total. No habíamos visto al tirador; Anna, tampoco. Y no podíamos detener ya aquella oleada que fluía por las salidas de emergencia. El tirador se había mezclado con el gentío. A lo mejor ya estaba lejos.

Dakota yacía en el suelo, presa de convulsiones, había sangre por todas partes. Jerry, Charlotte y Harvey habían acudido a su lado precipitadamente. Jerry gritaba. Yo le apretaba las heridas para contener la hemorragia, mientras Derek se desgañitaba por la radio: «¡Herido de bala! ¡Envíen asistencia al escenario!».

El caudal de espectadores salió a la calle principal, lo que provocó un tremendo flujo de pánico que la policía no podía contener. La gente soltaba alaridos. Se hablaba de un atentado.

Steven corrió con Alice hasta llegar a un parquecito desierto. Allí se detuvieron para recobrar el aliento.

—Pero ¿qué ha ocurrido? —preguntó Alice, aterrada.

—No lo sé —contestó Steven.

Alice miró la calle. No pasaba nadie. Todo se encontraba desierto. Habían corrido mucho rato. Steven comprendió que era ahora o nunca. Alice le daba la espalda. Cogió una piedra del suelo y le dio un golpe violentísimo a Alice en la cabeza; se la rompió en el acto. Cayó al suelo. Muerta.

Steven, espantado por lo que acababa de hacer, soltó la piedra, retrocedió, contemplando el cuerpo inerte. Le entraron ganas de vomitar. Miró a su alrededor, aterrado. No había nadie. Nadie lo había visto. Llevó a rastras el cuerpo de Alice hasta un matorral y salió corriendo a toda velocidad hacia el Palace del Lago.

Desde la calle principal se oían gritos y sirenas. Llegaban vehículos de emergencia.

Era el caos total.

Era la «noche negra».

La desaparición de Stephanie Mailer
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