Jesse Rosenberg
Sábado 12 de julio de 2014
Catorce días antes de la inauguración
Habíamos decidido tomarnos un fin de semana libre. Necesitábamos un respiro y ganar perspectiva. Derek y yo teníamos que mantener la calma: si dábamos un mal paso con Kirk Harvey, la cosa podía ponerse fea.
Por segunda semana consecutiva me pasé el sábado en la cocina practicando con las hamburguesas y la salsa.
Derek, por su parte, disfrutaba de su familia.
En cuanto a Anna, no conseguía quitarse nuestro caso de la cabeza. Creo que lo que más quebraderos de cabeza le daba era lo que Buzz Leonard había revelado sobre Charlotte Brown. ¿Dónde se había metido la noche del estreno en 1994? Y ¿por qué? ¿Qué ocultaba? Alan y Charlotte Brown habían sido los dos muy amables con Anna cuando se fue a vivir a Orphea. Había perdido ya la cuenta de todas las veces que la habían invitado a cenar, que le habían propuesto ir a pasear o a navegar. Había quedado con Charlotte a cenar regularmente, la mayoría de las veces en el Café Athéna, donde se quedaban horas charlando. Anna la había puesto al tanto de sus malos tragos con el jefe Gulliver y Charlotte le había contado cómo se había mudado a Orphea. Por entonces, tenía recién acabada la carrera. Había encontrado trabajo con un veterinario gruñón que solo le encomendaba tareas de secretaria y le tocaba el culo con sonrisa bobalicona. Anna no se imaginaba a Charlotte colándose en una casa y asesinando a una familia entera.
La víspera, tras visionar el vídeo, habíamos vuelto a llamar a Buzz Leonard para hacerle dos preguntas importantes: ¿disponían de un coche los miembros de la compañía? Y ¿quién tenía una copia de la grabación en vídeo de la obra?
En el asunto del coche, fue categórico: toda la compañía había llegado junta en autobús. Nadie tenía coche. En cuanto al vídeo, se habían vendido seiscientas copias a los vecinos de la ciudad en diferentes puntos de distribución. «Había casetes en las tiendas de la calle principal, en las tiendas de ultramarinos, en las estaciones de servicio. A la gente le parecía que era un recuerdo bonito. Entre el otoño de 1994 y el verano siguiente, les dimos salida a todas.»
Eso quería decir dos cosas: Stephanie podía haber comprado fácilmente el vídeo de segunda mano, incluso había una copia en la biblioteca municipal. Pero lo esencial era que, cuando Charlotte Brown desapareció alrededor de treinta minutos la tarde de los asesinatos, al no tener coche, no podía andar más que en un radio de treinta minutos de ida y de vuelta desde el Gran Teatro. Derek, Anna y yo llegamos a la conclusión de que, si hubiera cogido uno de los pocos taxis de la ciudad, o si le hubiera pedido a alguien que la llevase al barrio de Penfield, es muy probable que el conductor hubiera dicho algo después de los trágicos acontecimientos.
Aquella mañana, Anna decidió aprovechar que salía a correr para cronometrar el tiempo necesario para ir y volver a pie desde el teatro hasta la casa del alcalde Gordon. Andando necesitó casi cuarenta y cinco minutos. Charlotte había estado ausente alrededor de media hora. ¿Qué margen de interpretación se le podía dar a la palabra alrededor? Corriendo bastaban veinticinco minutos. Un buen corredor podía hacer el trayecto en veinte y con calzado inadecuado tardaría más bien treinta. Así que técnicamente resultaba posible. A Charlotte Brown le habría dado tiempo a ir corriendo hasta casa de los Gordon, asesinarlos y regresar al Gran Teatro a continuación.
Mientras Anna pensaba, sentada en un banco en el parque que estaba delante de la que fuera la casa de la familia Gordon, recibió una llamada de Michael Bird.
—Anna —le dijo con voz intranquila—, ¿puedes venir a la redacción ahora mismo? Acaba de pasar algo muy raro.
En su despacho del Orphea Chronicle, Michael le contó a Anna la visita que acababa de recibir.
—Meta Ostrovski, el famoso crítico literario, se ha presentado en recepción. Quería saber qué le había pasado a Stephanie. Cuando le hablé del asesinato, se puso a gritar: «¿Por qué no me ha avisado nadie?».
—¿Qué tiene él que ver con Stephanie? —preguntó Anna.
—No lo sé. Por eso te he llamado. Empezó a hacerme toda clase de preguntas. Quería saberlo todo. Cómo había muerto, por qué, qué pistas tenía la policía.
—¿Qué le has contestado?
—Me he limitado a repetirle lo que es del dominio público y se puede encontrar en los periódicos.
—¿Y después?
—Después me ha pedido números antiguos del periódico en donde saliera su desaparición. Le he dado los que me sobraban aquí. Ha insistido en pagármelos. Y se ha ido inmediatamente.
—¿Dónde?
—Dijo que iba a estudiarlo todo en su hotel. Tiene una habitación en el Palace del Lago.
Tras pasar rápidamente por su casa para ducharse, Anna fue al Palace del Lago. Encontró a Ostrovski en el bar del hotel, donde él la había citado cuando ella pidió que lo avisaran a su habitación.
—Conocí a Stephanie en la Revista de Letras de Nueva York —le explicó Ostrovski—. Era una mujer brillante con un enorme talento. Una gran escritora en ciernes.
—¿Cómo sabía que se había venido a Orphea? —preguntó Anna.
—Cuando la despidieron, seguimos en contacto. Hablábamos de vez en cuando.
—Y ¿no le extrañó que se fuera a trabajar a una ciudad pequeña de los Hamptons?
—Ahora que he vuelto a Orphea me parece que fue una elección muy juiciosa: decía que quería escribir y una ciudad de una tranquilidad tan absoluta se presta a ello.
—Lo de «tranquilidad tan absoluta» se dice pronto ahora mismo —le replicó Anna—. Si no estoy equivocada, no es la primera vez que viene aquí, señor Ostrovski.
—Sus informaciones son exactas, mi joven oficial. Estuve aquí hace veinte años, en el primer festival. No es que me haya quedado un recuerdo imperecedero del conjunto de la programación, pero la ciudad me gustó.
—Y, desde 1994, ¿nunca más asistió al festival?
—No, nunca —afirmó Ostrovski.
—Entonces, ¿por qué volver de repente después de veinte años?
—Recibí una invitación muy simpática del alcalde Brown y me dije: ¿por qué no?
—¿Era la primera vez que volvían a invitarlo desde 1994?
—No. Pero este año me apetecía venir.
Anna notaba que Ostrovski no se lo estaba diciendo todo.
—Señor Ostrovski, ¿qué tal si deja de tomarme por tonta? Sé que ha estado hoy en la redacción del Orphea Chronicle y que ha hecho preguntas sobre Stephanie. El redactor jefe me ha dicho que parecía usted muy alterado. ¿Qué sucede?
—¿«Qué sucede»? —dijo él indignado—. ¡Sucede que han asesinado a una joven por quien sentía la mayor estima! Así que usted me disculpará si controlo mal las emociones al enterarme de esa tragedia.
Se le quebraba la voz. Anna notó que le faltaba poco para un ataque de nervios.
—¿No sabía lo que le había pasado a Stephanie? ¿Nadie lo mencionó en la redacción de la Revista? Y, sin embargo, es la clase de rumor que circula rápido en torno a la máquina de café, ¿no?
—Seguramente —dijo Ostrovski con voz ahogada—, pero no podía saberlo porque me echaron de la Revista. ¡Despedido! ¡Humillado! ¡Tratado como un cualquiera! De la noche a la mañana, ese sinvergüenza de Bergdorf me pone en la calle, me expulsa con mis cosas en unas cajas de cartón, no me dejan ya entrar en las oficinas, no me cogen ya el teléfono. Yo, el gran Ostrovski, tratado como un pelagatos. Y resulta, oficial, que en este país solo quedaba una persona que me tratase aún con amabilidad, y esa mujer era Stephanie Mailer. A punto de caer en la depresión en Nueva York, y al no poder localizarla, decidí venir a verla a Orphea, considerando que la invitación del alcalde era una estupenda coincidencia y, ¿quién sabe?, puede que una señal del destino. Pero, cuando ya estuve aquí, como seguía sin poder localizar a mi amiga, decidí ir a su domicilio particular, en donde un agente de la fuerza pública me dice que la han asesinado. Ahogada en un lago fangoso, y su cuerpo pasto de insectos, gusanos, aves y sanguijuelas. He ahí, oficial, el motivo de mi pena y de mi ira.
Hubo un momento de silencio. Ostrovski se sonó, se secó una lágrima e intentó recobrar la compostura respirando a fondo.
—De verdad que siento muchísimo la muerte de su amiga, señor Ostrovski —dijo por fin Anna.
—Le agradezco, oficial, que comparta mi pena.
—¿Dice que fue Steven Bergdorf quien lo despidió?
—Sí, Steven Bergdorf. El redactor jefe de la Revista.
—¿Así que despidió a Stephanie y, a continuación, a usted?
—Sí —confirmó Ostrovski—. ¿Cree que podría haber alguna relación?
—No lo sé.
Tras esa conversación con Ostrovski, Anna fue al Café Athéna a almorzar. En el momento en que iba a sentarse a una mesa, la interpeló una voz:
—Qué bien te queda la ropa de paisano, Anna.
Anna se volvió; era Sylvia Tennenbaum, que le sonreía; parecía estar de buenas.
—No sabía lo de tu hermano —dijo Anna—. Ignoraba lo que le había ocurrido.
—¿Qué diferencia hay? —dijo Sylvia—. ¿Vas a tratarme de otra manera?
—Quería decir que lo siento mucho. Qué mal debiste de pasarlo. Me caes muy bien y me da pena por ti. Nada más.
Sylvia puso cara de tristeza.
—Es todo un detalle. ¿Me permites que almuerce contigo, Anna? Invito yo.
Se sentaron a una mesa en la terraza, algo apartadas de los demás clientes.
—Durante mucho tiempo fui la hermana del monstruo —le contó Sylvia—. A la gente de aquí le habría gustado que me fuera; que malvendiera su restaurante y que me fuera.
—¿Cómo era tu hermano?
—Tenía un corazón de oro. Simpático, generoso. Pero demasiado impulsivo, demasiado amigo de las broncas. Eso fue lo que lo perdió. Se pasó la vida estropeándolo todo por un puñetazo. Ya desde el colegio. En cuanto surgía un roce con otro niño, había pelea, no lo podía remediar. Lo expulsaban continuamente. Los negocios de mi padre iban viento en popa y nos matriculó en los mejores centros privados de Manhattan, donde vivíamos. Mi hermano pasó por todos los colegios antes de acabar en casa con un preceptor. Luego, lo admitieron en la universidad de Stanford. Y lo expulsaron al cabo de un año por pegarse con un profesor. ¡Un profesor, se dice pronto! Tras regresar a Nueva York, mi hermano encontró un trabajo. Le duró ocho meses y, después, se pegó con un compañero. Lo despidieron. Teníamos una casa de vacaciones en Ridgesport, no muy lejos de aquí, y mi hermano se mudó allí. Se colocó de gerente en un restaurante. Le gustó muchísimo, el restaurante iba muy bien, pero se juntó con quien no debía. Después del trabajo, andaba rodando por un bar de mala fama. Lo detuvieron por embriaguez y por llevar un poco de marihuana. Y luego hubo una pelea muy violenta en un aparcamiento. Condenaron a Ted a seis meses de cárcel. Cuando salió, tenía ganas de volver a los Hamptons, pero no a Ridgesport. Quería hacer borrón y cuenta nueva con su pasado. Decía que quería volver a empezar de cero. Y así fue como se vino a Orphea. Por culpa de su pasado carcelario, aunque hubiera sido por poco tiempo, le costó mucho encontrar trabajo. Por fin, el dueño del Palace del Lago lo contrató como mozo de equipajes. Era un empleado modélico y no tardó en ir subiendo peldaños. Fue conserje y luego subdirector. Se había implicado en la vida de la ciudad. Se apuntó como bombero voluntario. Todo iba bien.
Sylvia se interrumpió. Anna se daba cuenta de que posiblemente no le apetecía contar nada más y la impulsó a hacerlo.
—¿Qué pasó luego? —preguntó con suavidad.
—Ted tenía instinto para los negocios —siguió diciendo Sylvia—. En el hotel, se había fijado en que la mayoría de los clientes se quejaban de no encontrar en Orphea un restaurante digno de ese nombre. Le entraron ganas de montar su propio negocio. Mi padre, que había fallecido entretanto, nos dejó una considerable herencia y Ted pudo comprar un edificio en mal estado en el centro de la ciudad, muy bien ubicado, con la idea de restaurarlo y de convertirlo en el Café Athéna. Por desgracia todo se torció rápidamente.
—¿Te refieres al incendio? —preguntó Anna.
—¿Estás enterada?
—Sí, me han contado lo tensa que era la relación entre tu hermano y el alcalde Gordon, porque se negaba a autorizar otro uso para el edificio. Según dicen, Ted lo incendió para facilitar que le concedieran un permiso de obra. Pero siguió teniendo mala relación con el alcalde…
—¿Sabes, Anna? He oído de todo al respecto. Aun así puedo asegurarte que mi hermano no incendió el edificio. Era un hombre iracundo, sí, pero no era un timador cualquiera. Era un hombre elegante. Un hombre que tenía valores. Es cierto que mi hermano y el alcalde Gordon siguieron llevándose mal después del incendio. Sé que muchos testigos los vieron discutir violentamente en plena calle. Sin embargo, si te cuento la razón de esa desavenencia, no sé si me vas a creer.
*
Calle principal de Orphea
21 de febrero de 1994
Dos semanas después del incendio
Cuando Ted Tennenbaum llegó ante el edificio del futuro Café Athéna, descubrió que el alcalde Gordon lo estaba esperando, paseando arriba y abajo por la acera para entrar en calor.
—Ted —le dijo el alcalde Gordon a modo de saludo—, ya veo que usted siempre va por libre.
Tennenbaum al principio no comprendió de qué se trataba.
—No estoy seguro de entenderlo, señor alcalde. ¿Qué ocurre?
Gordon se sacó una hoja del bolsillo del abrigo.
—Le di el nombre de estas empresas para sus obras y no ha contratado a ninguna de ellas.
—Es verdad —le contestó Ted—. Pedí presupuestos y escogí a las que ofrecían mejores precios. No veo dónde está el problema.
El alcalde Gordon subió el tono.
—Ted, deje de poner pegas. Si quiere empezar la reforma, le aconsejo que se dirija a esas empresas, que están mucho más cualificadas.
—He recurrido a empresas de la zona muy competentes. Tengo derecho a elegir lo que me parezca mejor, ¿no?
El alcalde Gordon perdió la paciencia.
—¡No le daré el permiso para trabajar con esas empresas! —exclamó.
—¿No me dará el permiso?
—No. Haré que le paralicen las obras el tiempo que haga falta y por todos los medios.
Unos cuantos transeúntes, intrigados por las voces, se pararon. Ted, que se había acercado al alcalde, exclamó:
—¿Puedo saber qué cojones le va a usted en esto, Gordon?
—«Señor alcalde», por favor —le enmendó la plana Gordon, poniéndole un dedo en el pecho como para reforzar la orden.
Ted se puso rojo, lo agarró de pronto por las solapas del abrigo y enseguida lo soltó. El alcalde lo desafió con la mirada:
—¿Qué pasa, Tennenbaum, se cree que me impresiona? ¡Procure mantener la compostura en vez de montar un numerito!
En aquel momento llegó un coche patrulla del que salió disparado el subjefe Gulliver.
—Señor alcalde, ¿va todo bien? —preguntó el policía, con la mano en la porra.
—Todo va de maravilla, subjefe, muchas gracias.
*
—Esa fue la razón del desacuerdo —le explicó Sylvia a Anna en la terraza del Café Athéna—. Las empresas que había elegido para las obras.
—Te creo —le aseguró Anna.
Sylvia pareció casi asombrada:
—¿De verdad?
—Sí, el alcalde les cobraba comisión a las empresas a cambio de adjudicarles contratos. Me imagino que las obras de construcción del Café Athéna suponían sumas relativamente elevadas y que Gordon quería su parte del pastel. ¿Qué pasó luego?
—Ted aceptó. Sabía que el alcalde contaba con medios para paralizar las obras y causarle mil problemas. Las cosas se arreglaron, el Café Athéna pudo abrir una semana antes de que se inaugurase el festival. Todo iba bien. Hasta que asesinaron al alcalde Gordon. Mi hermano no mató al alcalde Gordon, estoy segura.
—Sylvia, ¿las palabras «la noche negra» te dicen algo?
—«La noche negra» —contestó Sylvia, parándose a pensarlo—. Las he visto en alguna parte.
Se fijó en un ejemplar de la edición del día del Orphea Chronicle que se habían dejado encima de una mesa vecina y lo cogió.
—Sí, aquí está —continuó, leyendo la primera plana del periódico—, es el nombre de la obra que finalmente va a inaugurar el festival.
—¿Tu hermano tenía amistad con el antiguo jefe de policía, Kirk Harvey? —preguntó Anna.
—No que yo sepa. ¿Por qué?
—Porque La noche negra tiene que ver con unos mensajes misteriosos que aparecieron en la ciudad durante el año anterior al primer festival. Esas mismas palabras estaban en una pintada entre los escombros del incendio del futuro Café Athéna en febrero de 1994. ¿No estabas enterada?
—No, no lo sabía. Pero no olvides que yo no me vine a vivir aquí hasta mucho después de ese drama. Por entonces, vivía en Manhattan, estaba casada y había seguido con los negocios de mi padre. Cuando murió mi hermano, heredé el Café Athéna y decidí no venderlo. Estaba tan encariñado con él… Cogí a un gerente; luego me divorcié y decidí vender la empresa de mi padre. Me apetecía cambiar de vida. Al final, me mudé aquí en 1998. Te cuento esto para que veas que me falta una parte de la historia, sobre todo lo que tenga que ver con La noche negra esa de la que me hablas. No tengo ni idea de la relación con el incendio, pero en cambio sé quién lo provocó.
—¿Quién? —preguntó Anna con el corazón palpitante.
—Hace un rato te dije que Ted frecuentaba malas compañías en Ridgesport. Había un individuo, Jeremiah Fold, un sinvergüenza de mala muerte que vivía de extorsiones y que le buscaba las cosquillas. Jeremiah era muy mala persona y a veces iba a fardar al Palace con unas chicas muy peculiares. Se plantaba allí con los bolsillos llenos de billetes, subido en una moto enorme con la que metía mucho ruido. Era escandaloso y grosero, y muchas veces iba colocado. Les pagaba las consumiciones a mesas enteras que acababan montando orgías y les tiraba billetes de cien dólares a los camareros. Al dueño del hotel no le gustaba, pero no se atrevía a prohibir a Jeremiah que fuera allí porque no quería tener problemas con él. Un día, Ted, que por entonces trabajaba aún en el hotel, decidió intervenir. Por lealtad hacia el dueño del Palace, que le había dado una oportunidad. Cuando Jeremiah se fue del hotel, Ted lo persiguió en coche. Al final lo obligó a pararse en el arcén para aclarar las cosas y decirle que su presencia no era grata en el Palace. Pero Jeremiah llevaba a una chica de paquete en la moto. Para impresionarla, intentó pegar a Ted, y este le partió la cara de mala manera. Jeremiah se quedó humilladísimo. Poco tiempo después fue a casa de Ted con dos tiarrones que le dieron una paliza. Y, más adelante, cuando Jeremiah se enteró de que Ted se embarcaba en el proyecto del Café Athéna, fue a exigirle que fueran «socios». Quería una comisión por dejar que las empresas trabajasen sin incidentes y luego un porcentaje sobre la recaudación cuando el restaurante estuviera abierto. Se había dado cuenta de que allí había potencial.
—Y ¿qué hizo Ted? —preguntó Anna.
—Al principio, se negó a pagar. Y una noche de febrero el edificio del Café Athéna ardió.
—¿Una jugarreta del tal Jeremiah Fold?
—Sí. La noche del incendio Ted se presentó en mi casa a las tres de la mañana. Así fue como me enteré de todo lo que estaba pasando.
*
Noche del 11 al 12 de febrero de 1994
Piso de Sylvia Tennenbaum en Manhattan
El teléfono despertó a Sylvia. El despertador marcaba las tres menos cuarto. Era el portero del edificio: su hermano estaba allí. Era urgente.
Lo hizo subir y, cuando se abrieron las puertas del ascensor, se encontró con Ted, palidísimo y que apenas se tenía de pie. Lo acomodó en el salón y le preparó un té.
—El Café Athéna se ha quemado —le dijo Ted—. Estaba todo dentro, los planos de las obras, mis carpetas de documentos, meses de trabajo que se han convertido en humo.
—¿Los arquitectos tienen copia? —preguntó Sylvia, deseosa de calmar a su hermano.
—¡No, no lo entiendes! Es muy grave.
Ted se sacó del bolsillo una hoja de papel arrugada. Una carta anónima. La había encontrado sujeta al limpiaparabrisas de su coche cuando lo avisaron del terrible incendio y salió corriendo de casa: «La próxima vez, la que se quema es tu casa».
—¿Quieres decir que ha sido un incendio provocado? —preguntó Sylvia, espantada.
Ted asintió.
—¿Quién ha hecho eso? —exclamó Sylvia.
—Jeremiah Fold.
—¿Quién?
Su hermano se lo contó todo. Cómo le había prohibido a Jeremiah Fold que volviera por el Palace, la pelea y las consecuencias que aquello tenía ahora.
—Jeremiah quiere dinero —explicó Ted—. Quiere mucho dinero.
—Hay que ir a la policía —fue el ruego de Sylvia.
—Eso es imposible de momento; conociéndolo, habrá pagado a alguien para que lo haga. La policía nunca llega hasta él. Al menos, no de forma inmediata. Todo lo que conseguiré serán unas represalias terribles. Está de la olla y dispuesto a todo. La cosa irá a más; en el mejor de los casos, quemará todo lo que tengo. Y, en el peor, habrá algún muerto.
—¿Y crees que, si le pagas, se estará quieto? —preguntó Sylvia, muy pálida.
—Estoy seguro —dijo Ted—. Le encanta la pasta.
—Entonces, paga por ahora —le suplicó su hermana—. Tenemos dinero de sobra. Paga hasta que se calme la situación y podamos avisar a la policía sin que nos tenga el pie puesto en la yugular.
—Creo que tienes razón —asintió Ted.
*
—Así que mi hermano decidió pagar, temporalmente por lo menos, para que se calmasen las cosas —le contó Sylvia a Anna—. Estaba tan entusiasmado con su restaurante… Era su orgullo, su logro personal. Contrató a las empresas que decía el alcalde Gordon y fue pagando con regularidad a Jeremiah Fold grandes cantidades de dinero para que no sabotease las obras; y así el Café Athéna pudo abrir a tiempo.
Anna se quedó perpleja: así que no era al alcalde Gordon a quien había dado dinero Ted Tennenbaum entre febrero y julio de 1994, sino a Jeremiah Fold.
—¿Le contaste todo eso a la policía en su momento? —preguntó entonces Anna.
—No —dijo Sylvia con un suspiro.
—¿Por qué?
—Mi hermano empezó a ser sospechoso de aquellos asesinatos. Luego, un día, desapareció antes de matarse por fin en una persecución de la policía. No me apetecía cargarle más cosas. Pero lo seguro es que, si no lo hubieran matado, habría podido hacerle todas las preguntas que me agobiaban.
*
Mientras Anna y Sylvia Tennenbaum estaban sentadas en la terraza del Café Athéna, Alice llevaba a rastras a Steven Bergdorf de tienda en tienda. «Haberte traído tus cosas en vez de hacer el idiota. ¡Ahora tienes que volver a comprar de todo!», le repetía machaconamente cada vez que protestaba. Cuando iban a entrar en una tienda de lencería, Steven se detuvo en seco en la acera.
—Tú tienes todo lo que necesitas —objetó—. Nada de entrar ahí.
—Un regalo para ti, un regalo para mí —exigió Alice, empujándolo para que entrase.
No se cruzaron por poco con Kirk Harvey, que pasó delante de la tienda y se detuvo ante una pared de ladrillo. Sacó de una bolsa un bote de cola y una brocha, y pegó uno de los carteles que acababa de recoger de la imprenta.
A unos cientos de metros de allí, Jerry y Dakota Eden, que paseaban ociosos por la calle principal, se toparon con uno de esos carteles.
—Una audición para una obra de teatro —le dijo Jerry, al leerlo, a su hija—. ¿Y si nos lanzamos? Cuando eras más pequeña, querías ser actriz.
—No en una obra para mindundis, desde luego —replicó Dakota.
—Vamos a probar suerte y ya veremos —contestó Jerry, esforzándose por aparentar entusiasmo.
—Pone que las audiciones son el lunes —se lamentó Dakota—. ¿Hasta cuándo vamos a quedarnos en este agujero?
—No lo sé, Dakota —dijo Jerry, irritado—. Lo que sea necesario. Acabamos de llegar, no empieces. ¿Tienes otros planes? ¿Ir a la universidad, quizá? Ah, no, se me olvidaba, no estás matriculada en ninguna parte.
Dakota, enfurruñada, siguió andando delante de su padre. Llegaron ante la librería de Cody. Dakota entró y miró los estantes, fascinada. Encima de una mesa, vio un diccionario. Lo cogió y lo hojeó. Una palabra trajo la siguiente y fue mirando definiciones. Notó que tenía a su padre detrás.
—Hacía tanto que no veía un diccionario —le dijo.
Sin soltar el diccionario, fue a curiosear entre las novelas. Cody se le acercó.
—¿Buscas algo en particular? —le preguntó.
—Una buena novela —le contestó Dakota—. Hace mucho que no leo nada.
Él se fijó en el diccionario que tenía debajo del brazo.
—Eso no es una novela —dijo sonriendo.
—Es mucho mejor. Me lo voy a llevar. Ya no me acuerdo de la última vez en que usé un diccionario de papel. Por lo general, solo escribo en el ordenador y el procesador de texto me corrige las faltas.
—¡Hay que ver, menudo siglo! —suspiró Cody.
Ella asintió y siguió diciendo:
—Cuando era pequeña, participaba en concursos de deletrear palabras. Me llevaba mi padre. Nos pasábamos la vida deletreando y volvíamos loca a mi madre. Hubo una época en que podía pasarme horas leyendo el diccionario y memorizando la ortografía de las palabras más complicadas. Venga, escoja una al azar.
Le alargó el diccionario a Cody, que lo cogió y lo abrió al azar. Miró la página de arriba abajo y dijo:
—Holosistólico.
—Qué fácil: h-o-l-o-s-i-s-t-o acentuada-l-i-c-o.
Él sonrió, travieso.
—¿Leías de verdad el diccionario?
—Huy, todo el día.
Se rio y de pronto brotó de ella una luz.
—¿De dónde vienes? —le preguntó Cody.
—De Nueva York. Me llamo Dakota.
—Yo, Cody.
—Me encanta su librería, Cody. Me habría gustado ser escritora.
Volvió a parecer disgustada de pronto.
—¿«Habría»? —repitió Cody—. Y ¿quién te lo impide? No debes de tener ni veinte años.
—Ya no consigo escribir.
—¿Ya no? ¿Qué quieres decir?
—Ya no, desde que hice una cosa muy grave.
—¿Qué hiciste?
—Es demasiado grave para hablar de ello.
—Podrías escribir acerca de eso —sugirió Cody.
—Ya lo sé, es lo que me dice mi psiquiatra. Pero no me sale. No me sale nada. Estoy completamente vacía por dentro.
Esa noche, Jerry y Dakota cenaron en el Café Athéna. Jerry sabía que a Dakota siempre le había gustado aquel sitio; había tenido la esperanza de que le agradase que la llevara allí. Pero estuvo de morros toda la cena.
—¿Por qué te has empeñado en que vengamos aquí? —acabó por preguntar a su padre mientras hurgaba en la pasta con marisco.
—Creía que te gustaba este sitio —se defendió el padre.
—Me refiero a Orphea. ¿Por qué me has traído aquí a la fuerza?
—Pensé que te sentaría bien.
—¿Pensaste que me sentaría bien? ¿O querías demostrarme cuánto te decepciono y recordarme que por mi culpa te quedaste sin tu casa?
—Dakota, ¿cómo puedes decir unas cosas tan horribles?
—¡Ya sé que te he destrozado la vida!
—Dakota, tienes que dejar de culparte continuamente, tienes que seguir adelante, tienes que rehacerte.
—Pero ¿es que no lo entiendes? ¡Nunca podré reparar lo que hice, papá! ¡Odio esta ciudad, lo odio todo, odio la vida!
No pudo contener las lágrimas y buscó refugio en los aseos para que no la vieran llorar. Cuando salió por fin, al cabo de veinte minutos largos, le dijo a su padre que quería regresar al Palace.
Jerry no se había fijado en que había un minibar en los dos dormitorios que componían la suite. Dakota, sin hacer ruido, abrió la puerta del mueble, cogió un vaso y sacó de la neverita un botellín de vodka. Se sirvió y tomó unos cuantos tragos. Luego, revolviendo en el cajón de la ropa interior, cogió una ampolla de ketamina. Leyla decía que era un formato práctico y más discreto que el polvo.
Dakota partió la punta del tubo y vació el contenido en el vaso. Lo mezcló todo con el dedo y se lo bebió de un trago.
Pasados unos minutos, notó que se iba serenando. Se sentía más liviana. Más feliz. Se echó en la cama y miró el techo, cuya pintura blanca pareció resquebrajarse para permitir que asomara un fresco precioso: reconoció la casa de Orphea y sintió deseos de pasearse por su interior.
*
Orphea, diez años antes
Julio de 2004
Un alegre alboroto reinaba en la mesa del desayuno de la suntuosa casa de verano de la familia Eden, que se erguía de cara al océano, en Ocean Road.
—«Masajista» —dijo Jerry con expresión traviesa.
Dakota, de nueve años, frunció la nariz en una mueca pícara, lo que trajo una sonrisa embelesada al rostro de su madre, que la estaba observando. Luego, asiendo con expresión decidida la cuchara metida en el tazón, la niña la sumergió para que salieran a flote los cereales en forma de letras y vocalizó despacio.
—M-a-s-a-j-i-s-t-a.
Según iba diciendo las letras, dejaba en un plato que tenía al lado el cereal correspondiente. Miró el resultado final, satisfecha.
—¡Bravo, cariño! —exclamó su padre, impresionado.
Su madre aplaudió entre risas.
—Pero ¿cómo lo haces? —le preguntó.
—Ni idea, mamá. Veo como una foto de la palabra en la cabeza y, en principio, está bien.
—Vamos a probar otra vez. «Alhelí».
Dakota revolvió los ojos, haciendo reír a sus padres, luego deletreó y solo le faltó la «h».
—Casi —la felicitó su padre.
—Por lo menos he aprendido una palabra nueva —dijo filosóficamente Dakota—. Ya no me volveré a equivocar. ¿Puedo ir a la piscina?
—Anda, ve a ponerte el bañador —le dijo su madre con una sonrisa.
La niña soltó un grito de alegría y se levantó precipitadamente de la mesa. Jerry la miró con ternura cuando desaparecía por el pasillo y Cynthia aprovechó ese rato de tranquilidad para ir a sentarse en el regazo de su marido.
—Gracias, amor mío, por ser un marido y un padre tan estupendo.
—Gracias a ti por ser una mujer tan extraordinaria.
—Nunca habría podido imaginar que iba a ser tan feliz —le dijo Cynthia con el amor brillándole en los ojos.
—Ni yo tampoco. Tenemos tanta suerte… —contestó Jerry.