Jesse Rosenberg

Sábado 28 de junio de 2014

Veintiocho días antes de la inauguración

Eran las ocho de la mañana. Mientras Orphea se despertaba despacio, en Bendham Road, repleta de camiones de bomberos, el jaleo había llegado al colmo. Del edificio donde vivía Stephanie ya no quedaban más que unas ruinas humeantes. Las llamas habían destruido su piso por completo.

Anna y yo, en la acera, mirábamos las idas y venidas de los bomberos, ocupados en enrollar mangueras y recoger material. No tardó en acercarse su jefe.

—Ha sido un incendio provocado —nos dijo con tono categórico—. Menos mal que no hay heridos. Solo estaba en el edificio el inquilino del primer piso y le dio tiempo a salir. Fue él quien nos avisó. ¿Podrían venir conmigo? Querría enseñarles algo.

Entramos tras él en el edificio y subimos luego las escaleras. El aire estaba acre y lleno de humo. Al llegar al segundo, nos encontramos con la puerta del piso de Stephanie abierta de par en par. Parecía completamente intacta. Y la cerradura, también.

—¿Cómo han entrado sin romper la puerta, ni forzar la cerradura? —preguntó Anna.

—Eso es lo que quería enseñarles —contestó el jefe de bomberos—. Cuando llegamos, la puerta estaba abierta, como la están viendo ahora.

—El incendiario tenía las llaves —dije.

Anna me miró muy seria.

—Jesse, creo que la persona a quien sorprendiste aquí el jueves por la noche ha venido a rematar el trabajo.

Fui hasta el rellano para mirar dentro del piso: no quedaba nada. Los muebles, las paredes, los libros: todo estaba carbonizado. Quien había prendido fuego a la vivienda solo tenía una finalidad: quemarlo todo.

En la calle, Brad Melshaw, el inquilino del primero, sentado en los peldaños de un edificio contiguo, envuelto en una manta y tomando un café, contemplaba la fachada que habían ennegrecido las llamas. Nos explicó que había terminado su turno en el Café Athéna alrededor de las once y media de la noche.

—Volví directamente a casa —nos dijo—. No noté nada de particular. Me di una ducha, vi un poco la televisión y me quedé dormido en el sofá, como me ocurre con frecuencia. A eso de las tres de la mañana, me desperté sobresaltado. La casa estaba llena de humo. Me di cuenta enseguida de que venía del hueco de las escaleras y, al abrir la puerta de entrada, vi que el piso de arriba ardía. Bajé en el acto a la calle y pedí ayuda por el móvil. Por lo visto, Stephanie no estaba en casa. Le ha pasado algo, ¿no?

—¿Quién le ha hablado de eso?

—Lo dice todo el mundo. Esta es una ciudad pequeña, ¿sabe?

—¿Conoce bien a Stephanie?

—No. Como vecinos que se cruzan, y poco más. Tenemos horarios muy diferentes. Se vino a vivir aquí en septiembre del año pasado. Es simpática.

—¿Le mencionó un proyecto de viaje? ¿Le dijo algo de que iba a ausentarse?

—No. Ya le he dicho que no teníamos tanta confianza como para que me hablase de esas cosas.

—Podría haberle pedido que le regase las plantas o que le recogiera el correo.

—Nunca me ha pedido ese tipo de favores.

De pronto, a Brad Melshaw se le alteró la mirada. Y entonces exclamó:

—¡Sí! ¿Cómo se me ha podido olvidar? La otra noche discutió con un policía.

—¿Cuándo?

—El sábado pasado por la noche.

—¿Qué ocurrió?

—Yo volvía del restaurante a pie. Eran alrededor de las doce. Había un coche patrulla aparcado delante del edificio y Stephanie hablaba con el conductor. Le decía: «No puedes hacerme esto, te necesito». Y él le contestó: «No quiero volver a saber nada de ti. Si vuelves a llamarme, te denuncio». Puso el coche en marcha y se fue. Ella se quedó un ratito en la acera. Parecía hundida en la miseria. Esperé en la esquina, desde donde había presenciado la escena, hasta que subió a su casa. No quería que se sintiera violenta.

—¿De qué tipo de coche patrulla se trataba? —preguntó Anna—. ¿De la policía de Orphea o de otra ciudad? ¿Policía estatal? ¿Policía de tráfico?

—No lo sé. En ese momento no le di importancia. Y estaba oscuro.

Nos interrumpió el alcalde Brown, que se me echó encima.

—¿Supongo que habrá leído el periódico de hoy, capitán Rosenberg? —me preguntó furioso, desplegando ante mí un ejemplar del Orphea Chronicle.

En primera plana había una foto de Stephanie debajo del siguiente titular:

¿HA VISTO A ESTA JOVEN?

Stephanie Mailer, periodista del Orphea Chronicle, lleva sin dar señales de vida desde el lunes. Extraños acontecimientos están ocurriendo en relación con esta desaparición. La policía estatal investiga.

—No estaba al corriente de este artículo, señor alcalde.

—¡Estuviera al corriente o no, capitán Rosenberg, es usted el causante de todo este jaleo! —dijo Brown, irritado.

Me volví hacia el edificio que habían destruido las llamas.

—¿Afirma que no está sucediendo nada en Orphea?

—Nada de lo que no pueda encargarse la policía local. Así que no venga a provocar más desorden, ¿quiere? Las arcas municipales no están muy boyantes y todo el mundo cuenta con el verano y con el festival de teatro para reflotar la economía. Si los turistas se asustan, no vendrán.

—Permítame que insista, señor alcalde: creo que puede tratarse de un caso muy grave…

—No tiene ni un indicio, capitán Rosenberg. El jefe Gulliver me decía ayer que no hay ni rastro del coche de Stephanie desde el lunes. ¿Y si se hubiera ido sin más? He hecho unas cuantas llamadas referidas a usted y por lo visto se retira este lunes.

Anna me miró con una cara muy rara.

—Jesse —me dijo—, ¿dejas la policía?

—No voy a ninguna parte hasta que se aclare este asunto.

Me di cuenta de lo lejos que llegaba la influencia del alcalde Brown cuando, tras irme con Anna de Bendham Road camino de la comisaría de Orphea, recibí una llamada de mi superior, el mayor McKenna.

—Rosenberg —me dijo—, el alcalde de Orphea me persigue por teléfono. Asegura que estás sembrando el pánico en su ciudad.

—Mayor —le expliqué—, ha desaparecido una mujer y eso tal vez guarde relación con el cuádruple asesinato de 1994.

—El caso del cuádruple asesinato está cerrado, Rosenberg. Y deberías saberlo porque lo resolviste tú.

—Ya lo sé, mayor. Pero estoy empezando a preguntarme si no nos perdimos algo por entonces…

—¿Qué historia es esa?

—La joven desaparecida es una periodista que había vuelto a abrir la investigación. ¿Eso no indica que hay que indagar?

—Rosenberg —me dijo McKenna con tono de fastidio—, según el jefe de la policía local no tienes el menor indicio. Me estás jorobando el sábado y vas a quedar como un idiota dos días antes de dejar la policía. ¿De verdad que es eso lo que quieres?

Me quedé callado y McKenna añadió, con voz más cordial:

—Mira, me marcho con mi familia al lago Champlain a pasar el fin de semana y voy a hacerlo teniendo buen cuidado de que se me olvide el móvil en casa. Estaré ilocalizable hasta mañana por la noche y volveré a mi despacho el lunes por la mañana. Así que tienes hasta el lunes a primera hora para dar con algo sólido que me puedas presentar. En caso contrario, te vuelves como un buen chico a la oficina como si no hubiera pasado nada. Nos tomamos algo para celebrar tu despedida de la policía y no quiero volver a oír hablar nunca más de esta historia. ¿Está claro?

—Entendido, mayor. Gracias.

Tenía el tiempo contado. En el despacho de Anna empezamos a pegar los diferentes indicios en una pizarra magnética.

—Según el testimonio de los periodistas —le dije a Anna—, el robo del ordenador en la redacción debe de haber ocurrido en la noche del lunes al martes. En el piso entraron el jueves por la noche y, para terminar, el incendio de esta noche.

—¿Adónde quieres ir a parar? —me preguntó Anna, alargándome una taza de café hirviendo.

—Pues a que todo hace pensar que lo que esa persona buscaba no estaba en el ordenador de la redacción, con lo que se vio obligada a ir a registrar el piso de Stephanie. Sin éxito, está claro, ya que ha corrido el riesgo de volver la noche siguiente para prenderle fuego. ¿Por qué comportarse así, si no es con la esperanza de destruir los documentos al no haber podido hallarlos?

—¡Así que lo que buscan a lo mejor anda todavía por ahí! —exclamó Anna.

—Exactamente —asentí—. Pero ¿dónde?

Me había llevado los extractos de las llamadas y de los movimientos bancarios de Stephanie, que había conseguido la víspera en el centro regional de la policía estatal y los dejé encima de la mesa.

—Empecemos por intentar descubrir quién llamó a Stephanie a la salida del Kodiak Grill —dije, rebuscando en los documentos hasta dar con la lista de las últimas llamadas hechas y recibidas.

Stephanie había recibido una llamada a las diez y tres minutos. Luego había hecho dos llamadas seguidas a la misma persona. A las diez y cinco y a las diez y diez. La primera llamada había durado un segundo apenas; la segunda, veinte.

Anna se sentó delante de su ordenador. Le dicté el número de la llamada que había recibido Stephanie a las diez y tres minutos y ella lo introdujo en el sistema de búsqueda para identificar al correspondiente abonado.

—¡No puede ser, Jesse! —exclamó Anna.

—¿Qué? —pregunté abalanzándome hacia la pantalla.

—¡El número corresponde a la cabina telefónica del Kodiak Grill!

—¿Alguien llamó a Stephanie desde el Kodiak Grill nada más salir ella? —dije asombrado.

—Alguien la estaba observando —dijo Anna—. Durante todo el rato que estuvo esperando, alguien la observaba.

Volví a coger la hoja y subrayé el último número que había marcado Stephanie. Se lo dicté a Anna, que lo introdujo en el sistema.

Se quedó pasmada al ver el nombre que aparecía en el ordenador.

—¡No! ¡Tiene que ser un error! —me dijo, poniéndose pálida de repente.

Me pidió que repitiera el número y tecleó frenéticamente, volviendo a introducir la secuencia de cifras.

Me acerqué a la pantalla y leí el nombre que aparecía.

—Sean O’Donnell. ¿Cuál es el problema, Anna? ¿Lo conoces?

—Lo conozco muy bien —respondió aterrada—. Es uno de mis policías. Sean O’Donnell es un policía de Orphea.

*

El jefe Gulliver, al ver el extracto de llamadas, no pudo negarme que interrogase a Sean O’Donnell. Lo hizo volver de patrullar y mandó que lo llevasen a una sala de interrogatorios. Cuando entré en la habitación, en compañía de Anna y del jefe Gulliver, Sean se levantó a medias de la silla como si sintiera las piernas flojas.

—¿Van a decirme qué ocurre? —exigió con tono preocupado.

—Siéntate —le dijo Gulliver—. El capitán Rosenberg tiene unas preguntas que hacerte.

Obedeció. Gulliver y yo nos sentamos detrás de la mesa, frente a él. Anna estaba más atrás, junto a la pared.

—Sean —le dije—, sé que Stephanie Mailer lo llamó el lunes por la noche. Es usted la última persona con la que intentó ponerse en contacto. ¿Qué nos está ocultando?

Sean se agarró la cabeza con las manos.

—Capitán —gimió—, la he cagado del todo. Debería habérselo contado a Gulliver. Y, además, ¡quería hacerlo! Lo siento muchísimo…

—Pero ¡no lo hizo, Sean! Así que ahora tiene que contárnoslo todo.

Antes de hablar soltó un hondo suspiro:

—Stephanie y yo salimos juntos una temporada. Nos conocimos en un bar hace tiempo. Fui yo quien le entró y, para ser sinceros, no pareció muy entusiasmada. Por fin aceptó que la invitase a algo, charlamos un poco y pensé que la cosa no iba a ir más allá. Hasta que le dije que era policía aquí, en Orphea: esto le llamó la atención enseguida. Cambió inmediatamente de actitud y de pronto pareció que yo le interesaba mucho. Nos dimos el número de teléfono y volvimos a vernos unas cuantas veces. Nada más. Pero el asunto cogió carrerilla de pronto hace dos semanas. Nos acostamos. Solo una vez.

—¿Por qué no duró? —pregunté.

—Porque me di cuenta de que quien le interesaba no era yo, sino la sala de archivos de la comisaría.

—¿«La sala de archivos»?

—Sí, capitán. Era muy raro. La mencionó varias veces. Quería a toda costa que la llevase. Pensé que estaba de broma y le decía que era imposible, claro. Pero resulta que, cuando me desperté en su cama hace quince días, me exigió que la llevase a la sala de archivos. Como si le debiese algo a cambio de haber pasado la noche con ella. Me sentí muy herido. Me marché furioso aclarándole que no quería volver a verla.

—¿No tuviste la curiosidad de saber por qué le interesaba tanto la sala de archivos? —preguntó el jefe Gulliver.

—Claro que sí. Una parte de mí quería saber a toda costa. Pero no quería que Stephanie se diera cuenta de que su historia me interesaba. Me sentía manipulado y, como me gustaba de verdad, me dolió.

—Y ¿la ha vuelto a ver luego? —pregunté.

—Solo una vez. El sábado pasado. Esa noche me llamó varias veces, pero no contesté. Creía que se cansaría, pero llamaba sin parar. Estaba de servicio y aquella insistencia era insoportable. Por fin, al borde de un ataque de nervios, le dije que nos viéramos delante de su casa. Ni siquiera salí del coche; le dije que, si me volvía a llamar, la denunciaría por acoso. Me dijo que necesitaba ayuda, pero no la creí.

—¿Qué dijo exactamente?

—Me dijo que necesitaba consultar un expediente relacionado con un crimen cometido aquí y del que tenía información. Me dijo: «Existe una investigación que se cerró en falso. Hay un detalle, algo que nadie vio entonces y que, sin embargo, era muy evidente». Para convencerme, me enseñó la mano y me preguntó qué veía. «Tu mano», contesté. «Lo que tenías que ver eran los dedos.» Con esa historia de la mano y los dedos pensé que me tomaba por tonto. Me fui y la dejé plantada en plena calle, jurándome que nunca más volvería a caer en sus redes.

—¿Nunca más? —pregunté.

—Nunca más, capitán Rosenberg. No he vuelto a hablar con ella desde entonces.

Dejé que reinase un breve silencio antes de echar encima de la mesa el triunfo.

—¡No nos tome por idiotas, Sean! Sé que habló con Stephanie el lunes por la noche, la noche en que desapareció.

—¡No, capitán! ¡Le juro que no hablé con ella!

Enarbolé el extracto de llamadas y se lo puse delante.

—Deje de mentir, lo pone aquí: hablaron veinte segundos.

—¡No, no hablamos! —exclamó Sean—. Es cierto que me llamó. Dos veces. Pero ¡no lo cogí! En la última llamada, me dejó un mensaje en el contestador. Es cierto que hubo conexión, como lo indica el extracto, pero no hablamos.

Sean no mentía. Al mirar su teléfono, descubrimos un mensaje recibido el lunes a las diez y diez y que duraba veinte segundos. Di a «escuchar» y la voz de Stephanie salió de repente del altavoz del teléfono:

Sean, soy yo. Tengo que hablar contigo como sea, es urgente. Por favor… [Pausa.] Sean, tengo miedo. Tengo miedo de verdad.

La voz dejaba traslucir cierto pánico.

—No oí el mensaje en ese momento. Pensaba que eran más lloriqueos. Al final lo oí el miércoles, después de que sus padres fueran a la comisaría a comunicar su desaparición —explicó Sean—. Y no supe qué hacer.

—¿Por qué no dijo nada? —pregunté.

—Tuve miedo, capitán. Y me sentí avergonzado.

—¿Stephanie se sentía amenazada?

—No… En cualquier caso, nunca lo mencionó. Era la primera vez que decía que tenía miedo.

Crucé una mirada con Anna y con el jefe Gulliver y luego le exigí a Sean:

—Necesito saber dónde estaba y qué hacía el lunes por la noche, a eso de las diez, cuando Stephanie intentó hablar con usted.

—Estaba en un bar de East Hampton. Uno de mis amigos es el gerente, estábamos todo un grupo. Pasamos allí la velada. Les daré todos los nombres, pueden comprobarlo.

Varios testigos confirmaron la presencia de Sean en aquel bar desde las siete de la tarde hasta la una de la madrugada la noche de la desaparición. En el despacho de Anna, escribí en la pizarra magnética el enigma de Stephanie: «Lo que teníamos delante de los ojos y no vimos en 1994».

Pensábamos que Stephanie quería ir a los archivos de la comisaría de Orphea para tener acceso al expediente de la investigación del cuádruple asesinato de 1994. Fuimos, pues, a la sala de archivos y encontramos sin dificultad la caja de cartón de gran tamaño donde se suponía que estaba ese expediente. Pero nos quedamos muy sorprendidos, la caja estaba vacía. Había desaparecido todo. Dentro de la caja había solo una hoja de papel que se había vuelto amarillenta con el tiempo y en la que habían escrito a máquina:

Aquí empieza LA NOCHE NEGRA.

Era el principio de la búsqueda del tesoro.

*

El único elemento del que disponíamos era la llamada telefónica hecha desde el Kodiak Grill nada más salir de allí Stephanie. Fuimos al restaurante y volvimos a encontrarnos con la empleada a quien había interrogado la víspera.

—¿Dónde está el teléfono público? —le pregunté.

—Puede usar el teléfono de la barra —me contestó.

—Es todo un detalle, pero me gustaría ver su teléfono público.

Nos condujo, cruzando el restaurante, hasta la parte trasera, donde había dos filas de perchas clavadas en la pared, los aseos, un cajero automático y, en un rincón, un teléfono de monedas.

—¿Hay una cámara? —preguntó Anna, escudriñando el techo.

—No, no hay ninguna cámara en el restaurante.

—¿Se usa mucho esta cabina?

—No lo sé, por aquí suele haber mucha gente yendo y viniendo. Los aseos son solo para los clientes, pero hay siempre personas que entran y preguntan con cara cándida si tenemos teléfono. Decimos que sí. Pero no sabemos si lo que necesitan de verdad es hacer una llamada o hacer pis. Ahora todo el mundo tiene móvil, ¿no?

Justo en ese momento sonó el teléfono de Anna. Acababan de encontrar el coche de Stephanie cerca de la playa.

*

Anna y yo íbamos a toda velocidad por Ocean Road, que empezaba en la calle principal y llevaba hasta la playa de Orphea. La carretera terminaba en un aparcamiento que consistía en un amplio redondel de cemento donde los bañistas aparcaban los coches sin orden ni concierto y sin limitación de tiempo. En invierno, había coches dispersos de algunos paseantes y de padres de familia que iban a volar cometas con sus hijos. Comenzaba a llenarse en los primeros días buenos de primavera. En pleno verano, lo tomaban por asalto desde primera hora de las mañanas bochornosas y la cantidad de coches que conseguían amontonarse allí era espectacular.

A unos cien metros del aparcamiento, había un coche patrulla aparcado en el arcén. Un agente nos hizo una señal con la mano y me paré detrás de su coche. En aquel lugar, un sendero abierto al tráfico se internaba en el bosque. El policía nos explicó:

—El coche lo han visto unos paseantes. Al parecer lleva aparcado aquí desde el martes. Ataron cabos al leer el periódico de esta mañana. Lo he comprobado y la matrícula corresponde al coche de Stephanie Mailer.

Tuvimos que andar unos doscientos metros para llegar al coche, correctamente aparcado en un entrante. Era, en efecto, el Mazda azul que habían grabado las cámaras del banco. Me puse un par de guantes de látex y di deprisa una vuelta alrededor, mirando el interior por las ventanillas. Quise abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Anna acabó por decir en voz alta lo mismo que me rondaba a mí por la cabeza.

—Jesse, ¿crees que está en el maletero?

—No hay más que una forma de saberlo —contesté.

El policía nos trajo una palanqueta. La metí en la ranura del maletero. Anna estaba detrás de mí, muy cerca, y contenía la respiración. La cerradura cedió con facilidad y el maletero se abrió de golpe. Retrocedí instintivamente y, luego, me incliné para ver mejor el interior y comprobé que estaba vacío.

—No hay nada —dije apartándome del coche—. Vamos a llamar a la científica antes de que se contamine la escena. Creo que esta vez el alcalde opinará que hay que echar mano de todos los medios.

El descubrimiento del coche de Stephanie cambió, realmente, la situación. El alcalde Brown, informado de cómo estaban las cosas, se presentó con Gulliver y, dándose cuenta de que había que iniciar un operativo de búsqueda y de que la policía local no iba a tardar en verse desbordada por los acontecimientos, pidió refuerzos de los efectivos policiales de las ciudades vecinas.

En una hora, Ocean Road estaba cerrada al tráfico por completo desde la mitad hasta el aparcamiento de la playa. Los cuerpos de policía de todo el condado habían mandado hombres, a los que ayudaban patrullas de la policía estatal. Grupos de curiosos se habían agolpado a ambos lados, tras el cordón policial.

Por el lado del bosque, los hombres de la policía científica interpretaban su danza, vestidos con monos blancos, alrededor del coche de Stephanie, que peinaron a fondo. También habían llegado equipos de la unidad canina.

No tardó su responsable en convocarnos en el aparcamiento de la playa.

—Todos los perros siguen la misma pista —nos dijo cuando llegamos—. Empiezan en el coche, tiran por ese caminito que va haciendo eses desde el bosque, entre las hierbas, y llegan aquí.

Nos señaló con el dedo el trazado de un sendero que era un atajo que tomaban los paseantes para ir de la playa al camino forestal.

—Todos los perros señalan un alto en el aparcamiento. En este lugar donde estoy. Luego pierden el rastro.

El policía estaba literalmente en el centro de aparcamiento.

—Y ¿eso qué quiere decir? —pregunté.

—Que se subió a un coche aquí, capitán Rosenberg. Y que se fue en ese vehículo.

El alcalde se volvió hacia mí.

—¿Qué le parece, capitán? —me preguntó.

—Creo que alguien estaba esperando a Stephanie. Había quedado con alguien. La persona con quien está citada en el Kodiak Grill la espía, sentada a una mesa del fondo. Cuando sale del restaurante, la llama desde la cabina y la cita en la playa. Stephanie está intranquila: pensaba en una cita en un lugar público y resulta que tiene que ir a la playa, que está desierta a esas horas. Llama a Sean, que no le contesta. Por fin decide aparcar en el sendero del bosque. ¿Quizá para contar con un plan de retirada? ¿O, si no, para acechar la llegada de su misteriosa cita? En cualquier caso, cierra el coche con llave. Baja hasta el aparcamiento y se sube al vehículo de su contacto. ¿Adónde se la llevó? Solo Dios lo sabe.

Hubo un silencio escalofriante. Después, el jefe Gulliver, como si estuviera cayendo en la cuenta de la magnitud de la situación, susurró:

—Así empieza la desaparición de Stephanie Mailer.

La desaparición de Stephanie Mailer
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