Jesse Rosenberg
Martes 15 de julio de 2014
Once días antes de la inauguración
El anuncio localizado en la revista de la universidad Notre-Dame no nos permitió remontarnos hasta la persona que lo había puesto. En la redacción de la revista, la encargada de la sección de publicidad no tenía ninguna información: el anuncio lo habían dejado en recepción y lo habían pagado en efectivo. Un completo misterio. En compensación, la empleada consiguió encontrar en los archivos un anuncio igual publicado exactamente un año antes. Y también el anterior. Ese anuncio aparecía en todos los números de otoño. Pregunté:
—¿Qué pasa de particular en otoño?
—Es el número más leído —me explicó la empleada—. Es el del comienzo de curso universitario.
Derek formuló entonces una hipótesis: el comienzo de curso coincidía con la llegada de nuevos estudiantes y, en consecuencia, de potenciales candidatos a escribir ese libro que tanto ansiaba quien quería encargarlo y costearlo.
—Si yo fuera esa persona —afirmó Derek—, no me limitaría a una única revista, sino que daría una difusión más amplia al anuncio.
Unas cuantas llamadas a las redacciones de las revistas de las facultades de letras de varias universidades de Nueva York y alrededores nos permitieron comprobar dicha hipótesis: aparecía un anuncio similar desde hacía años en los números de todos los otoños. Pero quien los ponía no dejaba ningún rastro.
Todo cuanto sabíamos era que se trataba de un hombre, que estaba en Orphea en 1994, que tenía información que permitía suponer que Ted Tennenbaum no era el asesino y que opinaba que la situación era lo bastante grave como para escribir un libro, aunque él no podía hacerlo personalmente. Eso era lo más raro. Derek se preguntó en voz alta:
—¿Quién querría escribir, pero no puede escribir? ¿Hasta el punto de buscar a la desesperada a alguien para que lo haga poniendo anuncios durante años en las revistas estudiantiles?
Anna apuntó entonces con rotulador negro en la pizarra magnética algo que parecía un enigma digno de la Esfinge de Tebas: «Quiero escribir, pero no puedo escribir. ¿Quién soy?».
Por el momento, y a falta de algo mejor, solo nos quedaba centrarnos en los artículos del Orphea Chronicle que ya habíamos revisado bastante sin sacarles nada. De repente, enfrascado en un artículo, Derek reaccionó y marcó un párrafo con un círculo rojo. Parecía muy atento y su actitud nos puso sobre aviso.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó Anna.
—Oíd esto —dijo, incrédulo, sin dejar de mirar la fotocopia que tenía en la mano—. Aquí hay un artículo publicado en el Orphea Chronicle del 2 de agosto de 1994. Y pone: «Según una fuente policial, al parecer se ha presentado un tercer testigo. Un testimonio que podría ser de importancia capital para la policía, que no dispone de casi ningún dato por ahora».
—¿Qué historia es esa? —pregunté, extrañado—. ¿Un tercer testigo? No había más que dos testigos, los dos vecinos del barrio.
—Ya lo sé, Jesse —dijo Derek, que estaba tan sorprendido como yo.
Anna habló en el acto con Michael Bird. No se acordaba en absoluto de ese testigo, pero nos recordó que, tres días después del cuádruple asesinato, la ciudad era un hervidero de rumores. Por desgracia, era imposible preguntar al autor del artículo, porque había fallecido diez años antes, pero Michael nos especificó que la fuente policial era seguramente el jefe Gulliver, que nunca había tenido pelos en la lengua.
Gulliver no estaba en la comisaría. Cuando regresó, vino a vernos al despacho de Anna. Le expliqué que habíamos descubierto una mención a un tercer testigo y me contestó en el acto.
—Era Marty Connors. Trabajaba en una estación de servicio cerca de Penfield Crescent.
—¿Por qué no lo oímos mencionar nunca?
—Porque, después de las oportunas comprobaciones, era un testimonio sin ningún valor.
—Nos habría gustado decidir eso por nosotros mismos.
—Bueno, por entonces hubo decenas de cosas así que comprobamos escrupulosamente antes de pasárselas a ustedes. La gente venía a vernos a lo loco: habían notado una presencia, habían oído un ruido raro o habían visto un platillo volante. En fin, ese tipo de idioteces. No nos quedaba más remedio que filtrarlas, porque, si no, para ustedes habría sido abrumador. Pero trabajamos escrupulosamente.
—No lo dudo. ¿Lo interrogó usted?
—No. Ya no me acuerdo de quién lo hizo.
Cuando iba a salir de la habitación, Gulliver se quedó parado de pronto en el umbral y dijo:
—Un manco.
Los tres nos quedamos mirándolo. Acabé por preguntarle:
—¿De qué habla, jefe?
—De eso que pone en la pizarra: «Quiero escribir, pero no puedo escribir. ¿Quién soy?». Respuesta: un manco.
—Gracias, jefe.
Llamamos a la estación de servicio de la que nos había hablado Gulliver, que aún existía. Y hubo suerte: al cabo de veinte años, Marty Connors seguía trabajando allí.
—Marty está en el turno de noche —me dijo por teléfono la empleada—. Entra a las once.
—¿Trabaja esta noche?
—Sí. ¿Quieren que le deje un recado?
—Muy amable, gracias. No. Iré a verlo personalmente.
*
Los que no tienen tiempo que perder para llegar a los Hamptons desde Manhattan van por vía aérea. Saliendo del helipuerto del extremo sur de la isla, veinte minutos de helicóptero bastan para ir de Nueva York a cualquier otra ciudad de Long Island.
En el aparcamiento del aeródromo de Orphea, Jerry Eden esperaba sentado al volante. El estruendo de un motor lo arrancó de sus pensamientos. Alzó la vista y vio llegar el helicóptero. Salió del coche. El aparato se estaba posando en la pista, a pocos metros. En cuanto se paró el motor y estuvieron quietas las aspas, se abrió la puerta lateral del helicóptero y bajó Cynthia Eden, con el abogado de la familia detrás, Benjamin Graff. Cruzaron la verja que separaba la pista del aparcamiento y Cynthia cayó, sollozando, en brazos de su marido.
Jerry, mientras abrazaba a su mujer, le dio un cordial apretón de manos al abogado.
—Benjamin —le preguntó—, ¿existe el riesgo de que Dakota vaya a la cárcel?
—¿Qué cantidad de droga llevaba encima?
—Ni idea.
—Vamos ahora mismo a la comisaría —sugirió el abogado—. Hay que preparar la vista. En circunstancias normales, no me preocuparía, pero están los antecedentes del caso Tara Scalini. Si el juez se estudia el expediente como es debido, dará con él y podría caer en la tentación de tomarlo en cuenta. Para Dakota resultaría muy problemático.
Jerry estaba temblando. Notaba que le flojeaban las piernas; tanto que le pidió a Benjamin que se sentase al volante. Al cabo de un cuarto de hora se encontraban en la comisaría de Orphea. Los llevaron a una sala de interrogatorios a la que condujeron luego a Dakota, esposada. En cuanto vio a sus padres rompió a llorar. El policía le quitó las esposas y ella, acto seguido, se echó en brazos de ambos. «¡Mi niña!», exclamó Cynthia estrechándola con toda la fuerza que pudo.
Cuando los policías los dejaron solos en la sala, se sentaron alrededor de la mesa de plástico. Benjamin Graff sacó una carpeta y un bloc de la cartera y se puso inmediatamente manos a la obra.
—Dakota —dijo—, necesito saber con todo detalle qué le has dicho a la policía. Sobre todo necesito saber si les has contado algo de Tara.
*
En el Gran Teatro seguían adelante las audiciones. El alcalde Brown se había sentado en el escenario al lado de Kirk Harvey para presionarlo y para que cerrase pronto el reparto de papeles. Pero a este no le gustaba nadie.
—Son todos unos negados —repetía Kirk Harvey—. Se supone que es la obra dramática del siglo y solo se me pone delante la hez de la tierra.
—¡Esfuérzate un poco, Kirk! —le rogó el alcalde.
Harvey llamó a los siguientes aspirantes para que subieran al escenario. En contra de la consigna, se presentaron ante él dos hombres: Ron Gulliver y Meta Ostrovski.
—¿Qué puñetas hacen aquí los dos?
—¡Vengo a hacer la audición! —vociferó Ostrovski.
—¡Y yo! —berreó Gulliver.
—Las consignas estaban claras: un hombre y una mujer. Descalificados los dos.
—¡Yo llegué primero! —protestó Ostrovski.
—Yo estoy de servicio hoy. No puedo esperar a que me llegue el turno. Tengo prioridad.
—¿Ron? —dijo extrañado el alcalde Brown—. Pero ¡usted no puede trabajar en la obra!
—Y ¿por qué no? —se rebeló el jefe Gulliver—. Me cogeré vacaciones. Es una oportunidad única, tengo derecho a aprovecharla. Y, además, en 1994 al jefe Harvey se le permitió actuar.
—Les daré una oportunidad —zanjó entonces Kirk—. Pero uno de los dos tiene que hacer de mujer.
Y pidió que le trajeran una peluca, con lo que se interrumpió la audición durante veinte minutos, mientras buscaban el accesorio. Por fin, un voluntario que conocía bien todo aquello volvió con una larga pelambrera rubia que había encontrado entre bastidores y que se pidió Ostrovski. Así tocado y provisto de la hoja en que figuraba la primera escena oyó cómo Harvey leía la acotación.
Es una mañana lúgubre. Llueve. En una carretera de campo está paralizado el tráfico: se ha formado un atasco gigantesco. Los automovilistas, exasperados, tocan rabiosamente la bocina. Una joven va siguiendo por el arcén la hilera de coches parados. Llega hasta el cordón policial y pregunta al policía que está de guardia.
Ostrovski se acercó a Gulliver haciendo como que andaba con tacones de aguja y dijo su frase:
OSTROVSKI (chillando como un poseso con voz demasiado aguda): ¿Qué ocurre?
EL JEFE GULLIVER (volviendo a empezar la frase tres veces): Un hombre muerto. Un accidente de moto. Una tragedia.
Eran espantosos. Pero, cuando hubieron acabado, Kirk Harvey se levantó de la silla y aplaudió antes de exclamar:
—¡Están contratados los dos!
—¿Estás seguro? —le susurró el alcalde Brown—. Son malísimos.
—¡Segurísimo! —dijo Harvey, entusiasmado.
—Has rechazado a otros aspirantes mejores.
—¿No te estoy diciendo que estoy seguro de mi decisión, Alan?
Y exclamó entonces, dirigiéndose a la sala y a los aspirantes:
—He aquí a los dos primeros actores.
Ostrovski y Gulliver bajaron del escenario entre los aplausos de los demás aspirantes antes de que los cegase el fogonazo del fotógrafo del Orphea Chronicle y los pillase por banda un periodista deseoso de recoger sus impresiones. Ostrovski estaba radiante. Pensaba: «Los directores escénicos me reclaman, los periodistas me acosan, heme aquí hecho un artista, ya adulado y reconocido. ¡Ay, querida gloria, que codicié tantas veces, por fin has llegado!».
Delante del Gran Teatro, Alice esperaba en el coche de Steven, aparcado de mala manera. Cuando se hallaba a punto de volver a Nueva York, había querido echar un vistazo rápido a las audiciones para tener algo con que completar el artículo que iba a justificar ese fin de semana en Orphea.
—Cinco minutos —le prometió a Alice, que empezaba a refunfuñar. Al cabo de cinco minutos, salió del edificio. Ya estaba, todo había acabado con Alice. Habían hablado de la separación y ella había dicho por fin que lo entendía y que no montaría ningún número. Pero, cuando Steven se disponía a subirse al coche, recibió una llamada de Skip Nalan, su redactor jefe adjunto.
—¿A qué hora vuelves hoy, Steven? —preguntó Skip con una voz muy rara—. Tengo que hablar contigo, es muy importante.
Por el tono de Skip, Bergdorf entendió enseguida que algo pasaba y prefirió decir una mentira:
—No lo sé, depende de las audiciones. Aquí ocurren cosas apasionantes. ¿Por qué?
—Steven, ha venido la contable a verme. Me ha enseñado los extractos de la tarjeta de crédito de la Revista que usas tú; hay transacciones muy raras. Compras de todo tipo, sobre todo en tiendas de lujo.
—¿En tiendas de lujo? —repitió Steven, como si se cayera del guindo—. ¿Me habrá pirateado alguien la tarjeta? Por lo visto en China…
—La tarjeta se ha usado en Manhattan, Steven, no en China. También hay noches en el Plaza y cuentas de restaurante excesivas.
—¡Qué barbaridad! —dijo Steven, que seguía fingiendo asombro.
—Steven, ¿tienes algo que ver con esto?
—¿Yo? Claro que no, Skip. Vamos a ver, ¿me ves tú haciendo algo así?
—No, desde luego. Pero hay un cargo de una estancia en el Palace del Lago de Orphea. Y ese solo puede ser tuyo.
Steven estaba temblando. Sin embargo, se esforzó por mantener la calma.
—Eso es anómalo —dijo— y haces bien en avisarme; no di la tarjeta de crédito más que para los extras. El ayuntamiento me había asegurado que se hacía cargo de la habitación. La empleada de recepción ha debido de armarse un lío. Voy a llamarlos ahora mismo.
—Mejor —dijo Skip—, ya me quedo más tranquilo. No te voy a negar que he estado a punto de creer…
Steven se echó a reír:
—¿Tú me ves a mí cenando en el Plaza?
—No, claro —dijo Skip, divertido—. En fin, la buena noticia es que, según el banco, probablemente no vamos a tener que pagar nada, porque ellos tendrían que haber detectado el fraude. Dice que ya se han dado casos como ese: individuos que identifican el número de una tarjeta de crédito y hacen una copia.
—Ah, ¿ves? Ya te lo decía yo —remató Steven, que iba recuperando la arrogancia.
—Si puedes, cuando vuelvas hoy, deberías pasar por la comisaría para poner una denuncia. Lo pide el banco para devolvernos el dinero. Vista la cantidad, deberían localizar al falsificador. Tienen bastante claro que vive en Nueva York.
Bergdorf sintió que volvía a adueñarse de él el pánico: el banco lo identificaría en un abrir y cerrar de ojos. En algunas tiendas, las dependientas lo llamaban por su nombre. No podía volver ese día a Nueva York; antes tenía que encontrar una solución.
—Iré a poner la denuncia en cuanto llegue —le aseguró a Skip—. Pero tiene prioridad lo que está pasando aquí; esta obra es tan extraordinaria, los aspirantes tienen un nivel tan alto y el proceso de creación es tan singular que he decidido infiltrarme. Voy a presentarme a la audición y a camuflarme para escribir un artículo. La obra vista desde dentro. Me va a quedar un reportaje increíble. Fíate de mi olfato, Skip, será buenísimo para la Revista. ¡Tenemos el Pulitzer garantizado!
El premio Pulitzer. Eso fue exactamente lo que Steven contó luego a su mujer, Tracy.
—Pero ¿cuántos días más vas a quedarte ahí? —preguntó ella.
Notaba que Tracy no picaba el anzuelo y no le quedó más remedio que sacar la artillería pesada.
—Pues no sé decirte cuánto tiempo. Pero lo más importante es que la Revista me paga horas extra por estar aquí. Y, en vista del tiempo que le echo, va a ser un dineral. ¡Así que, en cuanto vuelva, hacemos nuestro viaje a Yellowstone!
—Entonces, ¿vamos a ir? —dijo Tracy, contenta.
—Pues claro —le dijo su marido—. Con la ilusión que me hace.
Steven colgó y abrió la puerta del coche del lado del acompañante.
—No podemos irnos —dijo con tono muy serio.
—¿Por qué no? —preguntó Alice.
Steven cayó en la cuenta de repente de que a ella tampoco podía decirle la verdad. Se esforzó entonces por sonreír y anunció:
—La Revista quiere que participes en las audiciones y que te camufles para escribir un artículo sobre la obra. Un artículo largo e incluso con una foto tuya en portada.
—¡Ay, Stevie, pero eso es extraordinario! ¡Mi primer artículo!
Le dio un lánguido beso y entraron atropelladamente en el teatro. Estuvieron horas esperando a que les llegase el turno. Cuando por fin los llamaron al escenario, Harvey había descartado a todos los aspirantes anteriores y el alcalde Brown, a su lado, le metía prisa para que se decidiese por otros. A Kirk, aunque no lo convencieron mucho las interpretaciones de Alice y de Steven, decidió aceptarlos para que Alan dejara de lamentarse.
—Con Gulliver y Ostrovski ya tenemos cuatro —dijo el alcalde, algo aliviado—. Ya hemos llegado a la mitad.
*
Empezaba a caer la tarde cuando, en la sala de vistas principal de los juzgados de Orphea, tras una espera interminable, Dakota Eden compareció por fin ante el juez Abe Cooperstin.
La escoltaba un policía; llegó ante el juez con paso trémulo, con el cuerpo molido de pasar la noche en el calabozo y con los ojos enrojecidos de tanto llorar.
—Caso 23450, el municipio de Orphea contra la señorita Dakota Eden —dijo el juez Cooperstin, mirando por encima el informe que le habían presentado—. Señorita Eden, leo aquí que la detuvieron ayer por la tarde al volante de un coche, metiéndose heroína por la nariz. ¿Es cierto?
Dakota miró aterrada al abogado Benjamin Graff, que la animó con un ademán de la cabeza a que contestara lo que habían preparado juntos.
—Sí, señoría —respondió con voz ahogada de tanto llorar.
—¿Puedo saber, señorita, por qué una joven tan agradable como usted toma drogas?
—He cometido un grave error, señoría. Estoy pasando por un momento difícil de mi vida. Pero hago todo lo que puedo para superarlo. Voy a un psiquiatra en Nueva York.
—¿Así que no es la primera vez que consume droga?
—No, señoría.
—Entonces, ¿es usted una consumidora habitual?
—No, señoría. No diría tanto.
—Y, sin embargo, la policía le ha encontrado encima una cantidad considerable de droga.
Dakota agachó la cabeza. Jerry y Cynthia Eden notaron un nudo en el estómago: si el juez sabía algo acerca de Tara Scalini, su hija lo tenía muy feo.
—¿A qué se dedica? —preguntó Cooperstin.
—De momento, a muy poca cosa —reconoció Dakota.
—Y ¿por qué?
Dakota se echó a llorar. Sentía deseos de decírselo todo, de hablarle de Tara. Se merecía ir a la cárcel. Como no conseguía calmarse, no pudo contestar a la pregunta y Cooperstin siguió diciendo:
—Le confieso, señorita, que hay un punto del informe de la policía que me trae de cabeza.
Hubo un instante de silencio. Jerry y Cynthia notaron que les estallaba el corazón en el pecho: el juez lo sabía todo. Era cárcel segura. Pero Cooperstin preguntó:
—¿Por qué fue a drogarse delante de esa casa? Quiero decir que cualquiera se habría ido al bosque o a la playa, a un sitio discreto, ¿no? Pero usted se para delante del portón de una casa. Ahí en medio. No es de extrañar que sus ocupantes avisaran a la policía. Estará de acuerdo conmigo en que es algo raro…
Jerry y Cynthia no podían más, era demasiada tensión.
—Es nuestra antigua casa de vacaciones —explicó Dakota—. Mis padres la perdieron por mi culpa.
—¿Por su culpa? —repitió el juez, intrigado.
A Jerry le entraron ganas de levantarse, o de gritar, o de hacer lo que fuera para interrumpir la sesión. Pero Benjamin Graff lo hizo por él. Aprovechó el titubeo de Dakota para responder en su lugar:
—Señoría, mi cliente solo intenta redimirse y reconciliarse con la vida. Está claro que su comportamiento de ayer era una petición de ayuda. Aparcó delante de la casa porque sabía que la encontrarían. Sabía que a su padre se le ocurriría ir a buscarla allí. Dakota y su padre vinieron a Orphea para recuperar su relación y para volver a arrancar en la vida con buen pie.
El juez Cooperstin apartó los ojos de Dakota, miró al abogado un momento y volvió a centrarse en la acusada.
—¿Es eso cierto, jovencita?
—Sí —susurró ella.
Al juez pareció satisfacerle la respuesta. Jerry soltó un discreto suspiro de alivio; la maniobra de distracción de Benjamin Graff había sido perfecta.
—Creo que se merece una segunda oportunidad —decidió Cooperstin—. Pero, ¡ojo!, es una oportunidad que tiene que aprovechar. ¿Está presente su padre?
Jerry se puso en pie en el acto.
—Estoy aquí, señoría. Jerry Eden, el padre de Dakota.
—Señor Eden, todo esto le afecta también a usted, puesto que, por lo que he entendido, ha venido aquí con su hija para recuperar su buena relación.
—Eso es, señoría.
—¿Qué tenía previsto hacer en Orphea con su hija?
La pregunta pilló a Jerry desprevenido. El juez, al verlo titubear, añadió:
—No me diga, caballero, que solo vino aquí para que su hija pudiera sacar su incomodidad vital a tomar el aire junto a la piscina de un hotel.
—No, señoría. Queríamos…, queríamos participar juntos en las audiciones para la obra de teatro. Cuando Dakota era pequeña, decía que quería ser actriz; incluso escribió una obra hace tres años.
El juez se tomó un momento para pensar. Miró a Jerry, luego a Dakota y afirmó:
—Muy bien, señorita Eden, la pena queda en suspenso con la condición de que participe con su padre en esa obra de teatro.
Jerry y Cynthia se miraron, aliviados.
—Gracias, señoría —dijo Dakota sonriéndole—. No lo decepcionaré.
—Eso espero, señorita Eden. Pero que quede bien claro: si falla o si vuelven a detenerla con drogas, no habrá ya lugar para la clemencia. Su expediente pasará a la jurisdicción del estado. Dicho con claridad meridiana, eso significa que, en caso de reincidencia, irá derecha a la cárcel para varios años.
Dakota se comprometió y se echó en brazos de sus padres. Volvieron al Palace del Lago. Estaba exhausta y se quedó dormida en cuanto se sentó en el sofá de la suite. Jerry se llevó a Cynthia a la terraza para hablar tranquilamente.
—¿Y si te quedases con nosotros? Podríamos pasar tiempo en familia.
—¿Has oído al juez, Jerry? Esto es cosa tuya y de Dakota.
—Nada te impide quedarte aquí con nosotros…
Cynthia negó con la cabeza:
—No, no lo entiendes. No puedo pasar tiempo en familia, porque ahora mismo tengo la impresión de que no somos ya una familia. Me…, me he quedado sin fuerzas, Jerry. Me he quedado sin energía. Hace años que dejas que yo lo solucione todo. Eso sí, Jerry, pagas sin escatimar el tren de vida que llevamos, y te lo agradezco sinceramente, no me tomes por una ingrata. Pero ¿cuándo fue la última vez que pusiste algo de tu parte en esta familia, salvo en el aspecto económico? ¿Cuántos años me has dejado sola para dirigirlo todo y asumir la buena marcha de la familia? Tú te has conformado con ir a trabajar. Y ni una vez, Jerry, ni una sola vez, me has preguntado cómo estaba. Cómo me las apañaba. Ni una vez, Jerry, me has preguntado si era feliz. Has dado por descontada la felicidad creyendo que en San Bartolomé o en un piso con vistas a Central Park no queda más remedio que ser feliz. Ni una vez, Jerry, me has hecho esa maldita pregunta.
—¿Y tú? —le objetó Jerry—. ¿Alguna vez me has preguntado si era feliz? ¿Te has preguntado alguna vez si ese puñetero trabajo mío, que tanto aborrecéis Dakota y tú, no lo aborrecía yo también?
—¿Quién te impedía presentar la dimisión?
—Pero, Cynthia, si he hecho todo eso ha sido únicamente para daros una vida de ensueño. Que, en el fondo, no queréis.
—¿En serio, Jerry? ¿Vas a decirme que preferías la casa de huéspedes a la nuestra a orillas del océano?
—A lo mejor —susurró Jerry.
—¡No me lo creo!
Cynthia se quedó un rato mirando a su marido en silencio. Luego, le dijo con voz ahogada:
—Necesito que recompongas nuestra familia, Jerry. Ya has oído al juez: la próxima vez, Dakota irá a la cárcel. ¿Cómo vas a garantizar que no va a haber una próxima vez, Jerry? ¿Cómo vas a proteger a tu hija de sí misma e impedir que acabe en la cárcel?
—Cynthia, yo…
Ella no lo dejó hablar.
—Jerry, me vuelvo a Nueva York. Te dejo aquí con la misión de recomponer a nuestra hija. Es un ultimátum. Salva a Dakota. Sálvala; si no, te dejo. No puedo seguir viviendo así.
*
—Es aquí, Jesse —me dijo Derek, señalándome una estación de servicio deslucida al final de Penfield Road.
Torcí para meterme en la zona asfaltada y aparqué delante de la tienda iluminada. Eran las once y cuarto de la noche. No había nadie en los surtidores, el lugar parecía desierto.
Fuera, el aire era bochornoso pese a la hora tardía. Dentro de la estación de servicio, con el aire acondicionado, la temperatura era gélida. Fuimos por los pasillos de revistas, refrescos y patatas fritas hasta el mostrador, tras el cual, tapado por un expositor de barritas de chocolate, un hombre de pelo blanco estaba mirando la televisión. Me saludó sin apartar los ojos de la pantalla.
—¿Qué surtidor? —preguntó.
—No vengo por gasolina —contesté, enseñando la placa de oficial de policía.
Apagó en el acto el televisor.
—¿De qué se trata? —preguntó, poniéndose de pie.
—¿Es usted Marty Connors?
—Sí, soy yo. ¿Qué ocurre?
—Señor Connors, estamos investigando la muerte del alcalde Gordon.
—¿El alcalde Gordon? Pero si eso fue hace veinte años.
—Según mis datos, presenció usted algo aquella noche.
—Sí, desde luego. Pero se lo conté entonces a la policía y me dijeron que no tenía importancia.
—Necesito saber lo que vio.
—Un vehículo negro que iba a toda velocidad. Llegaba desde Penfield Road y se fue hacia Sutton Street. En línea recta. Corría como loco. Yo estaba en el surtidor y tuve el tiempo justo para verlo pasar.
—¿Reconoció el modelo?
—Claro. Una camioneta Ford E-150 con un dibujo muy raro detrás.
Derek y yo nos miramos: Tennenbaum conducía precisamente una Ford E-150. Entonces pregunté:
—¿Pudo ver quién conducía?
—No, nada. Sobre la marcha, pensé que serían unos jóvenes que iban haciendo el tonto.
—Y ¿qué hora era exactamente?
—Alrededor de las siete, pero de la hora exacta no tengo ni idea. Igual podían ser las siete en punto que las siete y diez. Ya sabe, ocurrió en una fracción de segundo y la verdad es que no me fijé mucho. Fue más adelante, al enterarme de lo que había ocurrido en casa del alcalde, cuando me dije que a lo mejor había alguna relación. Y hablé con la policía.
—¿Con quién habló? ¿Se acuerda del nombre del policía?
—Sí, claro, vino a interrogarme el propio jefe de policía. El jefe Kirk Harvey.
—¿Y…?
—Y le conté lo mismo que a ustedes y me dijo que no tenía nada que ver con la investigación.
Lena Bellamy había visto la camioneta de Ted Tennenbaum delante de la casa del alcalde Gordon en 1994. El testimonio de Marty Connors, que había identificado ese mismo vehículo viniendo de Penfield Road, nos lo confirmaba. ¿Por qué nos lo había ocultado Kirk Harvey?
Al salir de la tienda de la estación de servicio nos quedamos un rato en el aparcamiento. Derek desdobló un mapa de la ciudad y estudiamos el itinerario de la camioneta según Marty Connors.
—La camioneta tiró por Sutton Street —dijo Derek recorriendo el mismo camino en el mapa con la yema del dedo— y Sutton Street lleva a la parte alta de la calle principal.
—Si lo recuerdas, la tarde de la inauguración del festival el acceso a la calle principal estaba cortado al tráfico con la excepción de un paso en lo alto de la calle para los coches autorizados a llegar hasta el Gran Teatro.
—¿«Autorizados», o sea, quieres decir, con el permiso para pasar o para aparcar que le habrían dado al bombero voluntario de guardia aquella tarde?
En aquella época ya nos habíamos hecho la pregunta de si alguien recordaba haber visto a Tennenbaum pasar por el control de tránsito de la calle principal que permitía llegar al Gran Teatro. Pero había quedado claro en la investigación, tras preguntar a los voluntarios y a los policías que se habían turnado en aquel punto, que se había formado tal lío que nadie había visto nada. El festival había sucumbido a su propio éxito: la calle principal estaba llena de gente; los aparcamientos, abarrotados; los equipos, desbordados. No había sido posible respetar mucho rato las consignas para canalizar a la muchedumbre: la gente había empezado a aparcar en cualquier sitio y a pasar por donde se pudiera, destrozando los arriates. Por lo tanto, saber quién y a qué hora había pasado por el control resultaba del todo imposible.
—Así que Tennenbaum fue por Sutton Street y regresó al Gran Teatro exactamente como lo pensamos —me dijo Derek.
—Pero ¿por qué Harvey no nos lo dijo nunca? Con ese testimonio podríamos haber desenmascarado a Tennenbaum mucho antes. ¿Harvey quería darle la oportunidad de librarse?
Marty Connors apareció de repente en la puerta de la tienda y se nos acercó corriendo.
—¡Qué suerte que todavía estén ustedes aquí! —nos dijo—. Acabo de acordarme de un detalle: en un momento dado hablé de la camioneta con otro individuo.
—¿Qué otro individuo? —preguntó Derek.
—No sé ya cómo se llamaba. Pero sé que no era de aquí. Desde el año siguiente a los asesinatos volvió a Orphea con regularidad. Decía que estaba realizando su propia investigación.