Jesse Rosenberg
Domingo 29 de junio de 2014
Veintisiete días antes de la inauguración
Las investigaciones para encontrar a Stephanie no daban frutos.
Hacía casi veinticuatro horas que estaba movilizada la zona. Equipos de policías y de voluntarios peinaban el condado. Además, estaban al pie del cañón equipos de la unidad canina, buceadores y también un helicóptero. Había voluntarios pegando carteles en los supermercados y pasando por las tiendas y las estaciones de servicio con la esperanza de que alguien, un cliente o un empleado, hubiera visto a Stephanie. Los señores Mailer habían hecho unas declaraciones a la prensa y a las televisiones locales enseñando una foto de su hija y pidiendo a quien la hubiera visto que se pusiera inmediatamente en contacto con la policía.
Todo el mundo quería participar en el esfuerzo: el Kodiak Grill invitaba a un refresco a todo el que hubiera tomado parte en la búsqueda. El Palace del Lago, uno de los hoteles más lujosos de la región, que estaba en el condado de Orphea, había puesto uno de sus salones a disposición de la policía, que lo usaba como punto de encuentro para los voluntarios deseosos de sumarse a las fuerzas vivas y desde donde se los encaminaba, a continuación, a una zona de búsqueda.
Instalados en su despacho de la comisaría de Orphea, Anna y yo seguíamos adelante con la investigación. El viaje de Stephanie a Los Ángeles continuaba siendo un gran misterio. Había sido a su vuelta de California cuando había intimado de repente con el policía Sean O’Donnell, insistiendo para tener acceso a la sala de archivos de la policía. ¿Qué habría descubierto allí? Hablamos con el hotel en donde se había alojado, pero no resultó de ninguna utilidad. En cambio, examinando sus idas y vueltas regulares a Nueva York —que se desprendían de los pagos de su tarjeta en los peajes—, descubrimos que le habían puesto varias multas por aparcar en zona de horario regulado o prohibida —e incluso una vez se le había llevado el coche la grúa—, siempre en la misma calle. Anna dio sin dificultad con una lista de los diversos establecimientos de esa calle: restaurantes, médicos, abogados, quiroprácticos, lavandería. Pero sobre todo: la redacción de la Revista de Letras de Nueva York.
—¿Cómo es posible? —me pregunté—. La madre de Stephanie me aseguró que en septiembre habían despedido a su hija de la Revista de Letras de Nueva York, motivo por el cual se vino a Orphea. ¿Por qué iba a seguir yendo? No tiene ni pies, ni cabeza.
—En cualquier caso —me dijo Anna—, las fechas de paso por los peajes coinciden con las multas. Y, por lo que veo aquí, los sitios en que la multaron parecen hallarse en las inmediaciones de la entrada del edificio donde está el local de la revista. Vamos a llamar al redactor jefe para pedirle explicaciones —propuso, descolgando el teléfono.
No le dio tiempo a marcar porque en ese mismo momento llamaron a la puerta de su despacho. Era el responsable de la brigada científica de la policía estatal.
—Les traigo el resultado de lo que hemos encontrado en el piso y en el coche de Stephanie Mailer —nos dijo, sacudiendo un sobre muy abultado—. Y creo que les va a interesar.
Se sentó en el filo de la mesa de reuniones.
—Empecemos por el piso —dijo—. Les confirmo que se trata de un incendio provocado. Echaron productos acelerantes. Y, por si les quedase alguna duda, no fue desde luego Stephanie Mailer quien le prendió fuego.
—¿Por qué dice eso? —pregunté.
El policía enarboló una bolsa de plástico donde había fajos de billetes.
—Hemos encontrado diez mil dólares en efectivo en el piso, escondidos en el depósito de una cafetera italiana de hierro. Están intactos.
Anna dijo entonces:
—Efectivamente; yo, si fuera Stephanie y hubiera escondido en mi casa diez mil dólares en metálico, me tomaría la molestia de cogerlos antes de incendiar el piso.
—Y ¿en el coche? —le pregunté al policía—. ¿Qué han encontrado?
—Ningún rastro de ADN, por desgracia, aparte de los de la propia Stephanie. Hemos podido hacer comparaciones con una muestra de sus padres. En cambio, hemos encontrado una nota manuscrita bastante enigmática debajo del asiento del conductor cuya letra parece ser la de Stephanie.
El policía volvió a meter la mano en el sobre y sacó una tercera bolsa de plástico donde había una hoja arrancada de un cuaderno escolar en la que ponía:
La noche negra → Festival de teatro de Orphea
Hablarle de esto a Michael Bird.
—«¡La noche negra!» —exclamó Anna—. Igual que el letrero dejado en el lugar de los documentos policiales sobre el cuádruple asesinato de 1994.
—Hay que ir a hablar con Michael Bird —dije—. Es posible que sepa más de lo que ha querido decirnos.
*
Encontramos a Michael Bird en su despacho de la redacción del Orphea Chronicle. Nos había preparado una carpeta con las copias de todos los artículos que había escrito Stephanie para el periódico. Se trataba sobre todo de información muy local: verbena escolar, desfile del Día de Colón, celebración municipal del Día de Acción de Gracias para las personas solas, concurso de calabazas de Halloween, accidente de tráfico y otros temas de la sección de sucesos. Mientras Michael iba pasando los artículos para que yo los viera, le pregunté:
—¿Cuánto gana Stephanie en el periódico?
—Mil quinientos dólares al mes —contestó—. ¿Por qué lo pregunta?
—Puede tener importancia para la investigación. No le oculto que sigo indagando por qué Stephanie se fue de Nueva York para venirse a Orphea a escribir artículos sobre el Día de Colón y la fiesta de la calabaza. Desde mi punto de vista, no tiene sentido. No se lo tome a mal, Michael, pero no me encaja con el retrato de persona ambiciosa que me han hecho sus padres y sus amigos.
—Entiendo perfectamente su pregunta, capitán Rosenberg. Yo también me la he hecho, por cierto. Stephanie me dijo que la había asqueado su despido de la Revista de Letras de Nueva York. Quería un cambio. Es una idealista, ¿sabe? Quiere cambiar las cosas. El reto de trabajar para un periódico local no la asusta, sino todo lo contrario.
—Creo que hay algo más —dije antes de enseñarle a Michael el trozo de papel encontrado en el coche de Stephanie.
—¿Eso qué es? —preguntó Michael.
—Una nota de puño y letra de Stephanie. Menciona el festival de teatro de Orphea y añade que quiere hablar de ello con usted. ¿Qué sabe y no nos está diciendo, Michael?
Michael suspiró.
—Le prometí que no diría nada… Le di mi palabra.
—Michael —le dije—, creo que no se hace cargo de la gravedad de la situación.
—Es usted quien no se hace cargo —replicó—. A lo mejor existe alguna buena razón para que Stephanie haya decidido desaparecer una temporada. Y usted lo está estropeando todo al alarmar a la gente.
—¿Una buena razón? —dije, atragantándome.
—A lo mejor sabía que estaba en peligro y ha decidido esconderse. Al volver aquí, se arriesga usted a dejarla en evidencia: su investigación es más importante de lo que pueda imaginar, quienes la están buscando en estos momentos quizá sean los mismos de los que se esconde.
—¿Un policía, quiere decir?
—Es posible. Fue muy misteriosa. Y eso que insistí en que me dijera más, pero nunca quiso decirme de qué iba el tema.
—Encaja muy bien con la Stephanie con la que hablé el otro día —suspiré—. Pero ¿qué tiene que ver con el festival de teatro?
Aunque no había nadie en la redacción y la puerta del despacho estaba cerrada, Michael bajó aún más la voz, como si temiera que pudieran oírlo:
—Stephanie pensaba que en el festival se tramaba algo; necesitaba interrogar a los voluntarios sin que nadie sospechase nada. Le sugerí que escribiera una serie de artículos para el periódico. Era la tapadera perfecta.
—¿Entrevistas de pega?
—No exactamente de pega, porque luego las publicamos… Ya le he hablado de los problemas económicos del periódico: Stephanie me había asegurado que la publicación de los resultados de la investigación permitiría reflotar la empresa. «Cuando se publique, la gente te quitará de las manos el Orphea Chronicle», me dijo un día.
De vuelta en la comisaría, pudimos hablar por fin con el antiguo jefe de Stephanie, el redactor jefe de la Revista de Letras de Nueva York. Se llamaba Steven Bergdorf y vivía en Brooklyn. Fue Anna quien lo llamó. Puso el altavoz del teléfono para que pudiera oír la conversación.
—Pobre Stephanie —se lamentó Steven Bergdorf cuando Anna lo hubo informado de la situación—. Espero que no le haya pasado nada grave. Es una mujer muy inteligente, una periodista literaria excelente y una buena escritora. Y muy agradable. Siempre amable con todo el mundo. No es de esas que se ganan antipatías o problemas.
—Si mi información es correcta, la despidió el otoño pasado…
—Exactamente. Fue muy doloroso: una muchacha tan brillante. Pero hubo que reducir el presupuesto de la revista durante el verano. Las suscripciones están en caída libre. Tenía que ahorrar a toda costa y prescindir de alguien.
—¿Cómo se tomó el despido?
—Ya se imaginará que no estaba muy contenta. Pero quedamos en buenas relaciones. Le escribí incluso en el mes de diciembre para saber de su vida. Me dijo entonces que trabajaba en el Orphea Chronicle y que estaba muy a gusto. Me alegré por ella, aunque me quedé un poco sorprendido.
—¿Sorprendido?
Bergdorf especificó:
—Una muchacha como Stephanie Mailer tiene una categoría al nivel de The New York Times. ¿Qué pinta en un periódico de segunda fila?
—Señor Bergdorf, ¿volvió Stephanie por la redacción de su revista después del despido?
—No. Al menos que yo sepa. ¿Por qué?
—Porque hemos averiguado que aparcó su coche cerca de ese edificio muchas veces en estos últimos meses.
*
En su despacho de la redacción de la Revista de Letras de Nueva York, desierta por ser domingo, Steven Bergdorf se quedó muy alterado después de colgar el teléfono.
—¿Qué pasa, Stevie? —le preguntó Alice, de veinticinco años, sentada en el sofá del despacho mientras se pintaba las uñas de rojo.
—Era la policía. Stephanie Mailer ha desaparecido.
—¿Stephanie? ¡Era una maldita estúpida!
—¿Cómo que «era»? —dijo intranquilo Steven—. ¿Estás enterada de algo?
—Claro que no. Digo que «era» porque no he vuelto a verla desde que se marchó. Y seguramente seguirá siendo estúpida, tienes razón.
Bergdorf se levantó de la silla del escritorio y fue junto a la ventana, pensativo.
—Stevie, cariñito —lo regañó Alice—, ¿no irás a empezar a comerte el coco?
—Si no me hubieras obligado a ponerla de patitas en la calle…
—¡No empecemos, Stevie! Hiciste lo que tenías que hacer.
—¿No has vuelto a hablar con ella desde que se marchó?
—A lo mejor, por teléfono. Y ¿eso qué cambia?
—¡Por todos los santos, Alice, acabas de decirme que no la habías visto!
—No la vi. Pero hablé con ella por teléfono. Una vez nada más. Hace dos semanas.
—¡No me digas que la llamaste para reírte de ella! ¿Sabe la verdad de su despido?
—No.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Porque fue ella quien me llamó para pedirme un consejo. Parecía preocupada. Me dijo: «Necesito los favores de un hombre». Le contesté: «Los hombres no son nada complicados: les chupas la polla, les prometes tu coño y, a cambio, te dan una lealtad inquebrantable».
—¿Quién era él? A lo mejor deberíamos avisar a la policía.
—Nada de policía… Ahora sé bueno y cállate.
—Pero…
—¡No me pongas de mal humor, Stevie! Ya sabes lo que pasa cuando me irrito. ¿Tienes una camisa de repuesto? La que llevas está arrugada. Ponte guapo, tengo ganas de salir esta noche.
—No puedo salir esta noche…
—¡He dicho que tenía ganas de salir!
Bergdorf, con la cabeza gacha, salió del despacho para ir a buscar un café. Llamó a su mujer, le dijo que le había surgido algo urgente en el cierre de la revista y que no iba a ir a cenar. Después de colgar, hundió la cara en las manos. ¿Cómo había llegado a aquello? ¿Cómo se veía, a los cincuenta años, liado con aquella chica?
*
Anna y yo estábamos convencidos de que el dinero que había aparecido en casa de Stephanie era una de las pistas de nuestra investigación. ¿De dónde venían aquellos diez mil dólares en efectivo que habíamos encontrado en su casa? Stephanie ganaba mil quinientos dólares al mes: tras pagar el alquiler, el coche, la compra y los seguros, no debía de quedarle gran cosa. Si eran sus ahorros, semejante suma debería haber estado más bien ingresada en un banco.
Pasamos la última parte del día haciendo preguntas a los padres de Stephanie y a sus amigos sobre ese dinero. Pero sin sacar nada en limpio. Los señores Mailer afirmaron que su hija siempre se las había apañado sola. Consiguió una beca para pagarse los estudios universitarios y, luego, vivió de su sueldo. En cuanto a los amigos, nos aseguraron que a Stephanie le costaba con frecuencia llegar a fin de mes. No se imaginaban que pudiera tener ahorros.
Cuando estaba a punto de marcharme de Orphea e iba calle principal abajo, en vez de seguir hacia la carretera 17 para llegar a la autopista, giré casi sin pensarlo hacia el barrio de Penfield y fui a Penfield Crescent. Bordeé el parquecito y me detuve delante de la casa que había sido del alcalde Gordon veinte años antes, donde había empezado todo.
Me quedé aparcado allí un buen rato; después, de camino hacia mi casa, no pude por menos de hacer una parada en la de Derek y Darla. No sé si era porque necesitaba ver a Derek o, sencillamente, porque no me apetecía estar solo y porque, aparte de él, no tenía a nadie.
Eran las ocho cuando llegué delante de su casa. Me quedé un rato en la puerta, sin atreverme a llamar. Desde fuera podía oír las conversaciones alegres y las voces en la cocina, donde estaban cenando. Todos los domingos, Derek y su familia tomaban pizza.
Me acerqué discretamente a la ventana y observé cómo cenaban. Los tres hijos de Derek iban todavía al instituto. El mayor entraría en la universidad al curso siguiente. De pronto, uno de ellos se fijó en mi presencia. Todos se volvieron hacia la ventana y se quedaron mirándome.
Derek salió de la casa terminando de masticar su trozo de pizza y con la servilleta de papel aún en la mano.
—Jesse —dijo extrañado—. ¿Qué haces aquí fuera? Ven a cenar con nosotros.
—No, gracias. No tengo mucha hambre. Oye, están pasando cosas raras en Orphea…
—Jesse —suspiró Derek—, ¡no me digas que te has tirado el fin de semana allí!
Le resumí rápidamente los últimos acontecimientos.
—Ya no hay duda posible —afirmé—. Stephanie había descubierto nuevos indicios del cuádruple asesinato de 1994.
—Solo son suposiciones, Jesse.
—Pero, vamos a ver —exclamé—, ¡está esa nota acerca de «la noche negra» que han encontrado en el coche de Stephanie y esas mismas palabras en lugar del expediente policial del cuádruple asesinato, que ha desaparecido! ¡Y la relación que establece con el festival de teatro cuya primera edición fue en 1994, si lo recuerdas! ¿No son datos tangibles?
—¡Ves las relaciones que quieres ver, Jesse! ¿Te das cuenta de que eso supone reabrir la investigación de 1994? Lo cual significa que nos colamos.
—¿Y si nos hubiéramos colado? Stephanie dijo que se nos había pasado el detalle esencial, aunque lo teníamos delante de los ojos.
—Pero ¿qué hicimos mal entonces? —dijo Derek, irritado—. ¡Dime qué hicimos mal, Jesse! Recuerdas perfectamente con qué diligencia trabajamos. ¡Nuestra investigación era a prueba de bomba! Creo que eso de irte de la policía te ha llevado a remover malos recuerdos. ¡No podemos dar marcha atrás, nunca podremos deshacer lo que hicimos! Así que ¿por qué nos haces esto? ¿Por qué quieres reabrir este caso?
—¡Porque hay que hacerlo!
—¡No, de eso nada, Jesse! Mañana es tu último día de policía. ¿Qué cojones quieres ir a hacer en un marrón que ya no va contigo?
—He decidido no marcharme aún. No puedo irme de la policía así. ¡No puedo vivir con esto en la conciencia!
—¡Bueno, pues yo sí!
Hizo ademán de volver a meterse en casa, como para intentar terminar con aquella conversación que no quería tener.
—¡Ayúdame, Derek! —exclamé entonces—. Si no le llevo mañana al mayor una prueba concluyente de la relación entre Stephanie Mailer y la investigación de 1994, me obligará a cerrarla definitivamente.
Se volvió.
—¿Por qué haces esto, Jesse? —me preguntó—. ¿Por qué quieres revolver en toda esa mierda?
—Forma equipo conmigo, Derek…
—Hace veinte años que no he puesto los pies allí, Jesse. Así que ¿por qué quieres meterme a la fuerza en esto?
—Porque eres el mejor policía que conozco, Derek. Siempre has sido mucho mejor policía que yo. El capitán de nuestra unidad deberías ser tú, no yo.
—¡No vengas aquí a juzgarme, ni a darme lecciones de ética sobre cómo tendría que haber llevado mi carrera, Jesse! Sabes muy bien por qué he pasado los últimos veinte años detrás de una mesa rellenando papelotes.
—Creo que ahora tenemos la ocasión de arreglarlo todo, Derek.
—No hay nada que pueda arreglarse, Jesse. Si quieres entrar a tomar un trozo de pizza, bienvenido seas. Pero el tema del caso está cerrado.
Empujó la puerta de la casa.
—¡Te envidio, Derek! —le dije entonces.
Se volvió.
—¿Me envidias? Pero ¿qué podrías envidiarme?
—Que quieras y que te quieran.
Cabeceó, contrariado.
—Jesse, hace veinte años que se fue Natasha. Tendrías que haber rehecho tu vida hace mucho. A veces me da la impresión de que es como si estuvieras esperando a que volviera.
—Todos los días, Derek. Todos los días me digo que va a aparecer de nuevo. Cada vez que entro por la puerta de mi casa tengo la esperanza de encontrarla allí.
Suspiró.
—No sé qué decirte. Lo siento mucho. Deberías consultar con alguien. Tienes que seguir adelante con la vida, Jesse.
Se metió en casa y yo volví al coche. Cuando estaba a punto de arrancar, vi que Darla salía y se me acercaba con paso nervioso. Parecía enfadada y yo sabía por qué. Bajé el cristal de la ventanilla y ella exclamó:
—¡No le hagas esto, Jesse! No vengas a despertar a los fantasmas del pasado.
—Escucha, Darla…
—¡No, Jesse! ¡Escúchame tú! ¡Derek no se merece que le hagas esto! ¡Déjalo en paz de una puñetera vez con ese caso! ¡No le hagas esto! ¡Aquí no eres bien recibido si vienes a hurgar en el pasado! ¿Tengo que recordarte lo que pasó hace veinte años?
—¡No, Darla, no hace falta! No hace falta que me lo recuerde nadie. Lo recuerdo a diario. Todos los puñeteros días, Darla, ¿me oyes? Todas las puñeteras mañanas en cuanto me levanto y todas las noches al dormirme.
Me echó una mirada triste y me di cuenta de que se arrepentía de haber sacado el tema a relucir.
—Lo siento, Jesse. Ven a cenar, queda pizza y he hecho tiramisú.
—No, gracias. Me voy a casa.
Puse el coche en marcha.
Ya en casa, me serví una copa y saqué un clasificador que llevaba mucho sin tocar. Dentro había artículos desordenados fechados en 1994. Estuve mucho rato leyéndolos. Me detuve en uno de ellos.
LA POLICÍA HOMENAJEA A UN HÉROE
Ayer, en una ceremonia celebrada en el centro regional de la policía estatal, el sargento Derek Scott recibió una condecoración por su valor al salvarle la vida a su compañero, el inspector Jesse Rosenberg, durante la detención de un peligroso asesino culpable de haber matado a cuatro personas en los Hamptons este verano.
El timbre de la puerta de la calle me sacó de mis reflexiones. Miré la hora: ¿quién podía venir tan tarde? Cogí el arma, que había dejado encima de la mesa, delante de mí, y me acerqué sin hacer ruido a la puerta, desconfiado. Eché una ojeada por la mirilla: era Derek.
Le abrí y me quedé mirándolo en silencio. Se fijó en el arma.
—Crees de verdad que es algo serio, ¿eh? —me dijo.
Asentí.
—Enséñame lo que tienes, Jesse —añadió.
Saqué todas las piezas de que disponía y las extendí encima de la mesa del comedor. Derek estudió las fotos de las cámaras de vigilancia, la nota, el dinero en efectivo y los extractos de la tarjeta de crédito.
—Está claro que Stephanie gastaba más de lo que ganaba —le expliqué a Derek—. Solo el billete a Los Ángeles le costó novecientos dólares. Tenía a la fuerza otra fuente de ingresos. Hay que descubrir cuál.
Derek se concentró en los gastos de Stephanie. Le noté en la mirada un resplandor chispeante que no le veía hacía mucho. Tras pasarles revista minuciosamente a los gastos de la tarjeta, cogió un bolígrafo y rodeó una domiciliación mensual de sesenta dólares desde el mes de noviembre.
—Son cargos que hace una sociedad que se llama SVMA —me dijo—. ¿Ese nombre te dice algo?
—No, nada —le contesté.
Agarró mi portátil, que estaba encima de la mesa, y buscó en internet.
—Se trata de un servicio de guardamuebles de Orphea —me comunicó, volviendo la pantalla en mi dirección.
—¿Un guardamuebles? —dije, extrañado al acordarme de la charla con Trudy Mailer—. Según su madre, Stephanie tenía muy pocas cosas en Nueva York y se las había llevado directamente al piso de Orphea. Así que ¿por qué tener alquilado un guardamuebles desde el mes de noviembre?
El guardamuebles no cerraba nunca y decidimos ir en el acto. El vigilante, cuando le enseñé mi placa, miró el registro y nos indicó el número del local que tenía alquilado Stephanie.
Cruzamos un laberinto de puertas y de persianas bajadas y llegamos ante un cierre metálico con candado. Yo había llevado un cortafrío y reventé sin dificultad el mecanismo. Levanté el cierre mientras Derek iluminaba el local con una linterna.
Lo que nos encontramos nos dejó pasmados.