Derek Scott
Primeros días de septiembre de 1994.
Pasado un mes desde el cuádruple asesinato, a Jesse y a mí no nos quedaba ya ninguna duda de la culpabilidad de Ted Tennenbaum. El caso estaba casi cerrado.
Tennenbaum había matado al alcalde Gordon porque este lo había chantajeado para que él pudiera seguir con las obra del Café Athéna. Las cantidades de dinero que habían intercambiado correspondían a retiradas e ingresos de ambos; un testigo afirmaba que había abandonado su puesto de bombero en el Gran Teatro coincidiendo con el momento de las muertes y habían visto su camioneta delante de la casa del alcalde. Por no mencionar que existía constancia de que era un tirador de primera.
Otros policías ya habrían dispuesto seguramente la detención preventiva de Tennenbaum y habrían dejado que la instrucción judicial rematase el trabajo. Había motivos de sobra para acusarlo de cuatro asesinatos en primer grado e ir a juicio. Pero ahí estaba el problema: conociendo a Tennenbaum y a ese abogado diabólico, nos arriesgábamos a que convencieran a un jurado popular de que existía una duda razonable en favor del acusado. Y lo absolverían.
Así que no queríamos precipitarnos para detenerlo; con nuestros progresos nos habíamos ganado al mayor y decidimos esperar un poco. El tiempo jugaba a nuestro favor. Tennenbaum acabaría por bajar la guardia y cometer un error. La reputación de Jesse y la mía dependían de que tuviésemos paciencia. Nuestros compañeros y superiores no nos quitaban ojo y lo sabíamos. Queríamos ser los policías jóvenes e inasequibles al desaliento que habían mandado a la cárcel a un asesino múltiple y no los aficionados a los que humillara una absolución de Tennenbaum con daños y perjuicios a costa del Estado.
Había un aspecto de la investigación que aún no habíamos explorado: el arma del crimen. Una Beretta con el número de serie limado. Un arma de matón. Eso era lo que nos intrigaba: ¿cómo un hombre que pertenecía a una conocida familia de Manhattan se había hecho con un arma así?
Esa pregunta nos movió a recorrer los Hamptons discretamente. Sobre todo un bar de mala fama de Ridgesport delante del que habían detenido a Tennenbaum unos años antes por una pelea. Estuvimos de plantón días enteros delante del local, con la esperanza de que Tennenbaum apareciera por allí. Pero, debido a esa iniciativa, una mañana temprano nos llamaron al despacho del mayor McKenna. Además de McKenna, encontramos allí a un individuo que se puso a ladrarnos.
—Soy el agente especial Grace de la ATF. ¿Así que vosotros sois los cretinos que se están cargando una investigación federal?
—¿Qué tal, amable caballero? —me presenté—. Soy el sargento Derek Scott y este es…
—¡Ya sé quiénes sois, payasos! —me interrumpió Grace.
El mayor nos explicó la situación de forma más diplomática:
—A la agencia federal le ha llamado la atención vuestra presencia delante de un bar que ya están vigilando ellos.
—Tenemos alquilado un piso enfrente del bar. Llevamos meses allí.
—Agente especial Grace, ¿podemos saber qué saben ustedes de ese bar? —preguntó Jesse.
—Lo rastreamos cuando un individuo al que cogieron después de atracar un banco en Long Island cantó como un canario a cambio de reducirle la pena. Explicó que había conseguido el arma en ese bar. Al investigarlo descubrimos que podría tratarse de un lugar de reventa de armas robadas al ejército. Y robadas desde dentro, ya me entendéis. Es decir, hay militares implicados. Así que no me echéis en cara que no os cuente más, pero el asunto es bastante delicado.
—Y ¿podría por lo menos decirnos de qué tipo de armas se trata? —siguió preguntando Jesse.
—Pistolas Beretta con el número de serie limado.
Jesse me lanzó una mirada de desconcierto; a lo mejor estábamos a punto de dar en el clavo. Era en ese bar en donde el asesino había conseguido el arma del cuádruple asesinato.