Anna Kanner

No hay nada que me agrade más que las noches de patrulla por Orphea.

No hay nada que me agrade más que las calles tranquilas y en paz, envueltas en el calor de las noches de verano de cielo azul marino cuajado de estrellas. Circular despacio por los barrios apacibles y dormidos, con las contraventanas cerradas. Cruzarse con un paseante insomne o con vecinos felices que aprovechan las horas nocturnas para quedarse en vela en la terraza y, cuando pasas, te saludan amistosamente con la mano.

No hay nada que me agrade más que las calles del centro de la ciudad en las noches de invierno, cuando empieza a nevar de pronto y el suelo se cubre enseguida de una gruesa capa de polvo blanco. Ese rato en que eres la única persona despierta, cuando los quitanieves no han empezado aún con su danza, y eres la primera que deja marcas en la nieve virgen. Salir del coche, patrullar a pie por el parque y oír cómo cruje la nieve bajo los pasos, y llenarse deliciosamente los pulmones de ese frío seco y tonificante.

No hay nada que me agrade más que sorprender el paseo de un zorro que va calle principal arriba antes de que quiebre el alba.

No hay nada que me agrade más que la salida del sol, en cualquier estación, en el puerto deportivo. Ver cómo perfora el horizonte de tinta un puntito rosa fuerte, y luego naranja, y ver esa bola de fuego que se alza despacio por encima de las olas.

Me instalé en Orphea poco después de haber firmado los papeles del divorcio.

Me casé demasiado deprisa con un hombre lleno de virtudes, pero que no era el adecuado. Creo que me casé demasiado deprisa por culpa de mi padre.

Siempre he tenido con mi padre una relación muy fuerte y muy estrecha. Fuimos los dos como uña y carne desde mi primera infancia. Lo que hacía mi padre, quería hacerlo yo. Lo que decía mi padre, yo lo repetía. Adondequiera que fuese, yo iba detrás.

A mi padre le gusta el tenis. Jugué también al tenis, en el mismo club que él. Los domingos jugábamos muchas veces juntos y, cuantos más años pasaban, más igualados eran los partidos.

A mi padre le encanta jugar al Scrabble. Da la gran casualidad de que a mí también me encanta ese juego. Durante mucho tiempo pasamos las vacaciones de invierno esquiando en Whistler, en la Columbia Británica. Todas las noches, después de cenar, nos acomodábamos en el salón del hotel para enfrentarnos al Scrabble, apuntando escrupulosamente, partida tras partida, quién había ganado y con cuántos puntos.

Mi padre es abogado, titulado por Harvard y, con toda naturalidad y sin hacerme la más mínima pregunta, fui a estudiar Derecho a Harvard. Siempre tuve la sensación de que eso era lo que yo quería desde siempre.

Mi padre siempre estuvo muy orgulloso de mí. Por el tenis, por el Scrabble y por Harvard. En cualquier circunstancia. Nunca se cansaba de todos los elogios que le hacían de mí. Lo que más le gustaba era que le dijesen lo guapa e inteligente que era yo. Sé que se ponía muy ufano al ver las miradas que se volvían hacia mí cuando llegaba a algún sitio, ya fuera en una velada a la que asistíamos juntos o en las pistas de tenis o en los salones de nuestro hotel de Whistler. Pero, simultáneamente, mi padre no pudo soportar nunca a ninguno de mis ligues. A partir de los dieciséis o diecisiete años, ninguno de los chicos con los que tuve una aventura estaba lo bastante bien, desde el punto de vista de mi padre, ni era lo bastante bueno, ni lo bastante guapo, ni lo bastante inteligente para mí.

—Vamos a ver, Anna —me decía—, ¡puedes aspirar a algo mejor!

—Me gusta mucho, papá; es lo que importa, ¿no?

—¿Tú te ves casada con ese individuo?

—¡Papá, que tengo diecisiete años! ¡Todavía no estoy en esas!

Cuanto más duraba la relación, más intensa se hacía la campaña de obstrucción de mi padre. Nunca de frente, sino con insidias. Siempre que podía, con algún comentario anodino, un detalle que mencionaba, una observación que dejaba caer, iba destruyendo, lento pero seguro, la imagen que tenía yo del pretendiente de turno. Y yo acababa invariablemente rompiendo con él, convencida de que esa ruptura salía de mí; o, al menos, eso era lo que quería creer. Y lo peor era que, con cada una de mis nuevas relaciones, mi padre me decía: «Todo lo bueno que tenía el chico de antes, un chico encantador (qué pena que rompieras, por cierto), lo tiene de malo este de ahora; la verdad, no sé qué le ves». Y yo picaba siempre. Pero ¿estaba de verdad tan ciega como para que mi padre pudiera encarrilar, sin que yo lo supiera, mis rupturas? ¿O más bien era yo quien rompía, no por motivos concretos, sino porque no podía decidirme a querer a un hombre que no le gustase a mi padre, así sin más? Creo que me resultaba inconcebible pensar en estar con alguien que no contara con la aprobación de mi padre.

Tras terminar Derecho en Harvard y colegiarme en Nueva York, entré en el bufete de mi padre. La aventura duró un año, al cabo del cual descubrí que la justicia, sublime en principio, era una maquinaria de funcionamiento largo y costoso, litigiosa y desbordada, de la que, en el fondo, ni siquiera los ganadores salían indemnes. Adquirí rápidamente la convicción de que serviría mejor a la justicia si podía aplicarla en origen y que el trabajo en la calle tendría mayor impacto que en los locutorios. Me matriculé en la academia del Departamento de Policía de Nueva York con gran disgusto de mis progenitores en general y de mi padre en particular, que se tomó muy mal mi deserción de su bufete, aunque albergó la esperanza de que esa orientación no fuera sino un capricho pasajero, y no una renuncia, y de que dejaría la formación a medias. Salí de la academia al cabo de un año, primera de mi promoción, con las alabanzas unánimes de todos mis instructores, y me incorporé, con el grado de inspectora, en la brigada criminal del distrito 55.

Sentí inmediatamente adoración por este oficio, sobre todo por todas las ínfimas victorias cotidianas que me hicieron tomar conciencia de que, frente al furor de la vida, un buen policía podía ser una reparación.

La plaza que había quedado vacante en el bufete mi padre se la ofreció a un abogado con experiencia, Mark, que era unos años mayor que yo.

La primera vez que oí hablar de Mark fue en una cena familiar. A mi padre lo tenía con la boca abierta. «Un joven brillante, muy capaz y guapo —me dijo—. Lo tiene todo. Incluso juega al tenis». Y luego, de repente, dijo las siguientes palabras, que le estaba oyendo pronunciar por primera vez en la vida: «Estoy segurísimo de que te gustaría. Me agradaría mucho que lo conocieras».

Yo me encontraba en una época de mi vida en que me moría por conocer a alguien. Pero, cuando conocía a alguien, el encuentro nunca acababa en nada serio. Después de la academia de policía, mis relaciones duraban lo que dura una primera cena o una primera salida con más gente: en cuanto salía a relucir que era policía, y en la brigada criminal de propina, a todo el mundo le parecía apasionante y me acribillaba a preguntas. A mi pesar, acaparaba toda la atención, los focos solo me iluminaban a mí. Y, a menudo, mis relaciones acababan con frases como: «Es muy duro estar contigo, Anna, a la gente solo le interesas tú, me siento como si no existiera. Creo que necesito estar con alguien que me deje más espacio».

Conocí por fin al famoso Mark, una tarde en que pasé por el bufete a ver a mi padre y descubrí, tan contenta, que él no padecía complejos de esos: tenía un encanto natural que atraía las miradas y no le costaba mantener cualquier conversación. Dominaba todos los temas y sabía hacer casi todo; y, cuando no, sabía admirar a los que sí. Lo miré como no había mirado antes a nadie, quizá porque mi padre lo miraba con ojos llenos de admiración. Lo adoraba. Mark era su niño mimado e incluso empezaron a jugar juntos al tenis. A mi padre se le llenaba la boca cada vez que hablaba de él.

Mark me invitó a tomar un café. Conectamos enseguida. Había una química perfecta y una energía tremenda. El tercer café me lo llevó a la cama. Ni él ni yo se lo contamos a mi padre y, al cabo, una noche en que estábamos cenando juntos, me dijo:

—Me gustaría tanto que esto nuestro se convirtiera en algo más serio, pero…

—¿Cuál es el pero? —pregunté con aprensión.

—Sé cuánto te admira tu padre, Anna. Tiene puesto el listón muy alto. No sé si me tiene el suficiente aprecio.

Le repetí esas palabras a mi padre y lo adoró aún más si cabe. Lo llamó a su despacho y abrió una botella de champán.

Cuando Mark me contó ese episodio, me dio un ataque de risa que me duró varios minutos. Agarré un vaso, lo alcé e imitando la voz grave de mi padre y sus ademanes paternalistas dije: «¡A la salud del hombre que se folla a mi hija!».

Fue el comienzo de una aventura apasionada entre Mark y yo, que se convirtió en una auténtica relación sentimental en el mejor sentido de la palabra. Nuestro primer hito fue ir a cenar a casa de mis padres. Y, por primera vez, contrastando con los quince años anteriores, vi a mi padre radiante, afable y considerado con un hombre que estaba conmigo. Después de haber largado a todos los anteriores, ahora se maravillaba.

—¡Qué hombre, qué hombre! —me dijo mi padre por teléfono al día siguiente de la cena.

—¡Es extraordinario! —insistía mi madre, haciendo los coros.

—¡A ver si no lo espantas como a todos los demás! —tuvo la desfachatez de añadir mi padre.

—Sí, que este vale mucho —dijo mi madre.

El primer año de relación entre Mark y yo coincidió con nuestras tradicionales vacaciones de esquí en la Columbia Británica. Mi padre propuso que fuéramos todos juntos a Whistler y Mark aceptó encantado.

—Si sobrevives a cinco veladas seguidas con mi padre y, sobre todo, a los campeonatos de Scrabble, te habrás ganado una medalla.

No solo sobrevivió, sino que ganó tres veces. Hay que añadir que esquiaba como un dios y que, la última noche, cuando estábamos cenando en un restaurante, a un cliente de la mesa de al lado le dio un ataque al corazón. Mark llamó a emergencias al tiempo que atendía a la víctima, practicándole los primeros auxilios mientras llegaba la ambulancia.

El hombre se salvó y se lo llevaron al hospital. Mientras los socorristas lo trasladaban en una camilla, el médico que había llegado con ellos le estrechó la mano a Mark con admiración.

—Le ha salvado la vida a este hombre, caballero. Es usted un héroe.

Todo el restaurante aplaudió y el dueño no nos dejó pagar la cena.

Fue esta anécdota la que refirió mi padre en nuestra boda, año y medio después, para explicar a los invitados qué hombre tan excepcional era Mark. Y yo estaba radiante con mi vestido blanco y me comía a mi marido con los ojos.

Nuestro matrimonio duró menos de un año.

La desaparición de Stephanie Mailer
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