Anna Kanner
En otoño de 2013, el ambiente campechano que reinaba en la comisaría cuando llegué duró poco más de dos días y cedió el sitio rápidamente a las primeras dificultades de integración. Surgieron, para empezar, en un detalle de organización. La primera pregunta que todos se hicieron fue qué iba a pasar con los aseos. En la zona de la comisaría reservada a los policías había aseos en todos los pisos, todos pensados para hombres, con hileras de urinarios y cabinas individuales.
—Hay que decidir que uno de los aseos es de mujeres —sugirió un policía.
—Sí, pero vaya complicación si hay que cambiar de piso para ir a mear —le contestó el vecino de fila.
—Podemos decir que son aseos mixtos —propuse para no complicar la situación—. A menos que eso le suponga un problema a alguien.
—A mí me parece penoso estar meando con una mujer; a saber qué está haciendo en la cabina que tengo detrás —aclaró uno de mis nuevos colegas que había hablado levantando la mano, como en la escuela.
—¿Se te atasca? —dijo uno con risa burlona.
La asistencia soltó la carcajada.
Se daba el caso de que la comisaría disponía, en la zona de visitantes, de aseos separados para hombres y mujeres, al lado mismo de la ventanilla de recepción. Quedó decidido que yo usara los aseos de las visitantes, cosa que me parecía bien. El hecho de tener que cruzar por la recepción de la comisaría siempre que quería ir a los aseos no me habría resultado una molestia de no ser porque un día me di cuenta de las risitas del agente de recepción, que contaba mis idas y venidas.
—Oye, hay que ver la de veces que mea esta —le dijo por lo bajo al compañero con quien estaba hablando repantigado en la ventanilla—. Ya van tres veces hoy.
—A lo mejor está con la regla —contestó el otro.
—O se tocará, pensando en Gulliver.
Soltaron la carcajada.
—Ya querrías tú que se tocase pensando en ti, ¿eh? ¿Has visto qué buena está?
El otro problema del reciente carácter mixto de la comisaría fue el del vestuario. La comisaría tenía nada más que un vestuario grande con duchas y taquillas, en el que los policías podían cambiarse al empezar y al finalizar el servicio. La consecuencia de mi llegada, y sin que yo le pidiera nada a nadie, fue que a todo el personal masculino se le prohibió entrar en el vestuario. En la puerta, debajo de la placa metálica en la que estaba grabado VESTUARIO, el jefe Gulliver colocó la mención «mujer», en singular, en una hoja de papel. «Ambos sexos tienen que tener cada uno su vestuario separado, es la ley —explicó Gulliver a sus tropas que miraban, estupefactas, lo que estaba haciendo—. El alcalde Brown ha insistido en que Anna debe tener un vestuario para cambiarse. Así que, señores, a partir de ahora se cambiarán en sus despachos». Todos los agentes que estaban allí empezaron a refunfuñar y yo propuse cambiarme en mi despacho, a lo que el jefe Gulliver se negó. «No quiero que los chicos te encuentren de pronto en braguitas; ya tenemos bastantes complicaciones.» Y añadió con una risa zafia: «Vale más que lleves los pantalones bien abrochados, lo pillas, ¿no?». Por fin, llegamos a un acuerdo: quedó decidido que me cambiaría en mi casa e iría directamente a la comisaría de uniforme. Todo el mundo quedó satisfecho.
Pero, al día siguiente, al verme salir de mi coche cuando llegué al aparcamiento de la comisaría, el jefe Gulliver me llamó a su despacho.
—Anna —dijo—, no quiero que vayas de uniforme en tu coche personal.
—Pero si no tengo un sitio para cambiarme en la comisaría —le expliqué.
—Ya lo sé. Por eso voy a poner a tu disposición uno de nuestros coches camuflados. Quiero que lo uses para los desplazamientos de tu casa a la comisaría cuando vayas de uniforme.
Así fue como me encontré con un coche oficial, un todoterreno negro con los cristales ahumados y las luces ocultas en la parte de arriba del parabrisas y la calandra.
Lo que yo no sabía es que solo había dos coches camuflados en el parque automovilístico de la policía de Orphea. El jefe Gulliver se había atribuido uno para su uso personal. El otro, que estaba en el aparcamiento, era el tesoro que todos mis compañeros codiciaban y resulta que ahora me lo daban a mí. Lo que, por supuesto, irritó a todos los demás policías.
—¡Es un privilegio! —se quejaron durante una reunión improvisada en la sala de descanso de la comisaría—. Acaba de llegar y ya tiene privilegios.
—Tenéis que escoger, chicos —les dije cuando me lo contaron—. Repartíos el coche y dejadme el vestuario, si lo preferís. A mí también me vale.
—¡Pues cámbiate en tu despacho en lugar de liarla! —me argumentaron—. ¿De qué tienes miedo? ¿De que te violen?
El episodio del coche fue la primera afrenta que le hice sin pretenderlo a Montagne. Hacía mucho que codiciaba el coche camuflado y yo se lo había quitado en sus propias narices.
—Tenía que haber sido para mí —se quejó a Gulliver—. ¡A fin de cuentas, soy el subjefe! Y ahora ¿qué parezco yo?
Pero Gulliver se negó rotundamente a escucharlo.
—Mira, Jasper —le dijo—, ya sé que es una situación complicada. Para todo el mundo y para mí el primero. Puedes estar seguro de que me habría encantado que no ocurriera. Las mujeres siempre crean tensiones en los equipos. Tienen que demostrar demasiadas cosas. ¡Y ni te cuento cuando se quede embarazada y tengamos que hacer horas extra para sustituirla!
Tras un drama llegaba el siguiente. Después de las cuestiones de orden práctico, vinieron las de mi legitimidad y mi competencia. Llegaba a la comisaría con el cargo de segunda adjunta del jefe, que habían creado para mí. La razón oficial era que, a lo largo de los años, al crecer la ciudad, las misiones de la policía de Orphea se habían vuelto de mayor importancia, sus efectivos habían aumentado y la llegada de un tercer oficial de mando debía proporcionar al jefe Gulliver y a su adjunto, Jasper Montagne, un necesario respiro.
De entrada, me preguntaron:
—¿Por qué han tenido que crear un cargo para ti? ¿Porque eres una mujer?
—No —expliqué—. Primero se creó el cargo y luego buscaron a quién nombrar.
Después les entraron las preocupaciones.
—Y ¿qué pasa si tienes que enfrentarte a un hombre? Quiero decir que no dejas de ser una mujer sola en un coche patrulla. ¿Puedes detener sola a un tío?
—¿Tú puedes?
—Pues claro.
—¿Entonces por qué no voy a poder yo?
Para terminar, me evaluaron.
—¿Tienes experiencia en la calle?
—Tengo experiencia en las calles de Nueva York —contesté.
—No es lo mismo —me objetaron—. ¿Qué hacías en Nueva York?
Tenía la esperanza de que mi currículum los impresionara.
—Era negociadora en una unidad de gestión de crisis. Intervenía continuamente. Rehenes, dramas familiares, amenazas de suicidio.
Pero mis colegas se encogían de hombros.
—No es lo mismo —me objetaron.
*
Pasé el primer mes con Lewis Erban de compañero, un policía viejo y cansado que se jubilaba y cuyo lugar en la plantilla ocupaba yo. Aprendí enseguida a patrullar de noche por la playa y el parque municipal, a multar a los infractores en la carretera, a intervenir en las broncas a la hora de cierre de los bares.
Demostré enseguida mi competencia en la calle, tanto en calidad de oficial superior como en las intervenciones, pero la convivencia cotidiana seguía siendo más complicada: el orden jerárquico que había prevalecido hasta aquel momento se había alterado. Durante años, el jefe Ron Gulliver y Montagne habían ejercido un mando bicéfalo, dos lobos al frente de la manada. Gulliver se jubilaba el 1 de octubre del siguiente año y todos estaban convencidos de que su sucesor iba a ser Montagne. De hecho, ya era Montagne quien mandaba en realidad en la comisaría, mientras Gulliver hacía como que daba órdenes. En el fondo, Gulliver era un hombre más bien simpático, pero un mal jefe, a quien manipulaba por completo Montagne, que hacía mucho que se había puesto por su cuenta al frente de la cadena de mando. Pero ahora había cambiado todo: con mi llegada al cargo de segunda adjunta del jefe, éramos ya tres los que mandábamos.
No hizo falta más para que Montagne iniciase una intensa campaña para desacreditarme. Dio a entender a los demás policías que más les valía no tener mucho trato conmigo. Nadie en la comisaría quería que lo mirase mal Montagne, así que mis compañeros evitaron con mucho cuidado toda relación que no fuera estrictamente profesional. Sabía que en los vestuarios, cuando los muchachos, al acabar el servicio, hablaban de ir a tomar unas cervezas, los sermoneaba: «No se os ocurra decirle a esa imbécil que vaya con vosotros. A menos que os apetezca pasaros los próximos diez años limpiando los retretes de la comisaría».
—Claro que no —contestaban los policías, dándole garantías de su fidelidad.
Aquella campaña de descrédito que orquestaba Montagne no me puso fácil integrarme en la ciudad de Orphea. Mis compañeros se mostraban reacios a verme después del servicio y siempre que los invité a cenar a ellos y a sus mujeres, todo acabó o en una negativa, o en una anulación de última hora, o incluso en un plantón. He perdido la cuenta de la cantidad de almuerzos dominicales que me pasé sola ante una mesa puesta para ocho o diez personas y cubierta de montones de comida. Mis actividades sociales eran muy limitadas: a veces salía con la mujer del alcalde, Charlotte Brown. Como me gustaba mucho el Café Athéna, en la calle principal, simpaticé un tanto con la dueña, Sylvia Tennenbaum, con quien charlaba a veces, aunque no puedo decir que llegásemos a hacernos amigas. Con quien más trato tenía era con mi vecino, Cody Illinois. Cuando me aburría, me iba a su librería, donde echaba una mano en ocasiones concretas. Cody era también el presidente de la asociación de voluntarios del festival de teatro, en la que acabé por darme de alta al acercarse el verano, lo que me garantizaba tener algo que hacer una tarde noche por semana para preparar el festival de teatro, que era a finales de julio.
En la comisaría, en cuanto me daba la impresión de que me iban aceptando un poco, Montagne volvía a la carga. Subió una marcha rebuscando en mi pasado y empezando a ponerme motes llenos de sobreentendidos: «Anna la gatillo» o «la asesina», antes de decirles a mis compañeros: «No os fieis, chicos, que Anna tiene el gatillo fácil». Se carcajeaba como un imbécil; luego añadió: «Anna, ¿está enterada la gente de por qué te fuiste de Nueva York?».
Una mañana, me encontré pegado en la puerta de mi despacho un recorte de periódico antiguo cuyo titular decía:
MANHATTAN: LA POLICÍA MATA A UN REHÉN EN UNA JOYERÍA
Me presenté en el despacho de Gulliver enarbolando el trozo de periódico:
—¿Se lo ha dicho usted, jefe? ¿Es usted quien le ha contado esto a Montagne?
—No he tenido nada que ver, Anna —me aseguró.
—¡Entonces explíqueme por qué se ha enterado!
—Está en tu expediente, Anna. Habrá conseguido mirarlo de una u otra forma.
Montagne, decidido a librarse de mí, se las arreglaba para que me mandasen a las misiones más latosas o más ingratas. Cuando patrullaba sola por la ciudad o sus inmediaciones, con frecuencia recibía una llamada por radio de la comisaría: «Kanner, aquí central. Necesito que atiendas una llamada de emergencia». Iba a las señas indicadas con la sirena y las luces, y me daba cuenta al llegar de que se trataba de un incidente de poca monta.
¿Que unas ocas silvestres bloqueaban la carretera 17? Me tocaba a mí.
¿Que un gato se quedaba atrapado en un árbol? Me tocaba a mí.
¿Que una señora un tanto senil no dejaba de oír ruidos sospechosos y llamaba tres veces cada noche? También me tocaba a mí.
Incluso tuve el honor de que publicasen mi foto en el Orphea Chronicle junto a un artículo referido a unas vacas que se habían escapado de un cercado. Se me veía, ridícula y llena de barro, intentando desesperadamente llevar a una vaca a un campo tirándole de la cola, bajo el siguiente titular: LA POLICÍA EN ACCIÓN.
Por supuesto que debido a ese artículo mis compañeros me tomaron el pelo con más o menos gracia: me encontré un recorte en el limpiaparabrisas del coche camuflado que conducía yo en que una mano anónima había escrito con rotulador negro: «El ganado de Orphea». Y, como si no bastara con todo eso, mis padres vinieron a verme desde Nueva York ese fin de semana.
—¿Para esto te has venido aquí? —me preguntó mi padre al llegar, enarbolando una fotocopia del Orphea Chronicle—. ¿Has mandado a la mierda tu matrimonio para pastorear vacas?
—Papá, ¿vamos a empezar ya a pelearnos?
—No, pero creo que habrías sido una buena abogada.
—Ya lo sé, papá; llevas quince años diciéndomelo.
—¡Cuando pienso en todo el derecho que has estudiado para acabar de policía en una ciudad tan pequeña! ¡Qué desperdicio!
—Hago lo que me gusta. Eso tiene su importancia, ¿no?
—Voy a coger a Mark de socio —me comunicó entonces.
—¡Joder, papá! —suspiré—. ¿De verdad hay necesidad de que trabajes con mi exmarido?
—Es muy buen chico, ya sabes.
—¡Papá, no empieces! —le rogué.
—Está dispuesto a perdonarte. Podríais volver a estar juntos y tú podrías entrar en el bufete…
—Estoy orgullosa de ser policía, papá.