Jesse Rosenberg
Lunes 28 de julio de 2014
Dos días después de la inauguración
Treinta y seis horas después del fracaso de la inauguración, el festival de teatro de Orphea quedaba cancelado de forma oficial y los medios de comunicación de todo el país ponían el grito en el cielo, sobre todo al acusar a la policía de no haber sabido proteger a la población. Tras el asesinato de Stephanie Mailer y el de Cody Illinois, el tiroteo del Gran Teatro era la gota que colmaba el vaso: un asesino tenía aterrado a los Hamptons, los vecinos estaban conmocionados. En toda la zona, se vaciaban los hoteles, las reservas se anulaban en cadena, los veraneantes decidían no ir. Había un pánico generalizado.
El gobierno del estado de Nueva York parecía furioso y había hecho público su malestar. La población retiraba su apoyo al alcalde Brown; y al mayor McKenna y al fiscal del estado les habían echado sendos rapapolvos sus superiores jerárquicos. Entre el alboroto provocado por las críticas decidieron organizar un frente mediante la convocatoria de una rueda de prensa en el ayuntamiento esa mañana. A mí me parecía muy mala idea, pues, por ahora, no teníamos ninguna respuesta que dar a los medios de comunicación. ¿Qué necesidad había de exponernos más?
Hasta el último minuto, en los pasillos del ayuntamiento, Derek, Anna y yo estuvimos intentando que renunciaran a ofrecer un comunicado público en la fase en que estábamos, pero fue inútil.
—El problema es que, por el momento, no tienen nada en concreto que comunicar a los periodistas —expliqué.
—¡Porque han sido ustedes unos ineptos que no han averiguado nada desde el principio de la investigación! —dijo, enfurecido, el ayudante del fiscal.
—Necesitamos algo más de tiempo —me defendí.
—Tiempo han tenido más que de sobra —replicó el ayudante del fiscal— y todo cuanto veo es un desastre, muertos, vecinos asustados. ¡Son ustedes unos inútiles y eso es lo que le vamos a comunicar a la prensa!
Me volví entonces hacia el mayor McKenna, con la esperanza de hallar apoyo.
—Mayor, no puede cargarnos con toda la responsabilidad —protesté—. La seguridad del teatro y de la ciudad era cosa suya y del subjefe Montagne.
Ante aquel torpe comentario el mayor se puso como una fiera.
—¡No seas impertinente, Jesse! —exclamó—. No conmigo, que te he cubierto las espaldas desde el principio en esta investigación. ¡Todavía me silban los oídos con los gritos del gobernador que me llamó por teléfono ayer por la noche! Quiere una rueda de prensa y la va a tener.
—Lo siento mucho, mayor.
—Me importa un bledo que lo sientas mucho, Jesse. Derek y tú abristeis esta caja de Pandora y ahora os las tenéis que apañar para volver a cerrarla.
—Vamos a ver, mayor, ¿habría preferido que le echásemos tierra al asunto y que nos quedásemos con la mentira?
El mayor suspiró.
—No sé si te das cuenta del incendio que has provocado al volver a abrir esta investigación. Ahora habla de este caso todo el país. ¡Van a rodar cabezas, Jesse, y no va a ser la mía! ¿Por qué no te cogiste el puñetero retiro como estaba previsto, eh? ¿Por qué no te fuiste a vivir tu vida tranquilamente después de que toda la profesión te rindiese honores?
—Porque soy un policía de verdad, mayor.
—O un verdadero imbécil, Jesse. Os doy a Derek y a ti hasta que acabe la semana para cerrar el caso. Si el lunes por la mañana no tengo al asesino sentado en mi despacho, hago que te echen de la policía sin pensión, Jesse. Y a ti también, Derek. Y ahora id a hacer vuestro trabajo y dejadnos hacer el nuestro. Los periodistas nos están esperando.
El mayor y el ayudante del fiscal se encaminaron hacia la sala de prensa. El alcalde Brown, antes de seguirlos, se volvió hacia Anna y le dijo:
—Prefiero que te enteres aquí, Anna: voy a anunciar el nombramiento oficial de Jasper Montagne como nuevo jefe de policía de Orphea.
Anna se puso pálida.
—¿Cómo? —dijo, atragantándose—. Pero si había dicho que sería jefe interino solo hasta que yo terminase la investigación.
—Con la agitación que hay en Orphea tengo que sustituir oficialmente a Gulliver. Y he elegido a Montagne.
Anna estaba a punto de echarse a llorar.
—¡No puede hacerme eso, Alan!
—Pues claro que puedo, y es lo que voy a hacer.
—Pero si me prometió que sustituiría a Gulliver y por eso me vine a Orphea.
—Han pasado muchas cosas desde entonces. Lo siento, Anna.
Quise defender a Anna:
—Señor alcalde, está cometiendo un grave error. La subjefa segunda Kanner es una de las mejores policías que haya visto desde hace mucho tiempo.
—¿Y usted por qué se entromete, capitán Rosenberg? —me contestó, muy seco, Brown—. Más vale que se dedique a su investigación, en vez de meter las narices donde no lo llaman.
El alcalde dio media vuelta y se dirigió a la sala de prensa.
*
En el Palace del Lago, como en todos los establecimientos hoteleros de la comarca, se había producido una desbandada. Todos los clientes se estaban marchando y el director del hotel, dispuesto a lo que fuera para detener la hemorragia, les suplicaba que se quedasen, prometiéndoles descuentos desorbitados. Pero nadie quería seguir en Orphea, a excepción de Kirk Harvey —decidido a asumir sus responsabilidades y a contribuir a que se pudiera cerrar el caso—, que aprovechó la ocasión para seguir alojado, a un precio ridículo, en su suite, cuyo coste no cubría ya el ayuntamiento. Ostrovski hizo otro tanto y consiguió incluso una rebaja triple para quedarse en la suite regia a precio de saldo.
Charlotte Brown, Samuel Padalin y Ron Gulliver habían vuelto a sus respectivas casas la víspera.
En la habitación 312, Steven Bergdorf estaba cerrando la maleta ante la mirada de Tracy, su mujer. Ella había llegado el día anterior. Tras dejar a los niños con una amiga, se marchó a los Hamptons para apoyar a su marido. Estaba dispuesta a perdonarle sus infidelidades. Solo quería que todo volviera a la normalidad.
—¿Estás seguro de que puedes irte? —le preguntó.
—Sí, sí. La policía dice nada más que no debo salir del estado de Nueva York. La ciudad de Nueva York está en el estado de Nueva York, ¿verdad?
—Pues sí —asintió Tracy.
—Entonces todo va bien. Vamos, que estoy deseando volver a casa.
Steven cogió la maleta y tiró de ella.
—Esa maleta tuya parece que pesa —dijo Tracy—. Voy a llamar a un botones para que la meta en el coche.
—¡De ninguna manera! —exclamó Steven.
—¿Por qué no?
—Quiero cargar yo con mi maleta.
—Como quieras.
Salieron de la habitación. En el pasillo, Tracy Bergdorf abrazó de pronto a su marido.
—¡Qué miedo he pasado! —susurró—. Te quiero.
—Yo también te quiero, Tracy, cariño. Te he echado muchísimo de menos.
—¡Te lo perdono todo! —dijo entonces Tracy.
—¿A qué te refieres? —preguntó Steven.
—A esa chica que estaba contigo. Esa de la que habla el artículo de The New York Times.
—¡Dios mío! ¿Te has creído eso? Pero, bueno, Tracy, nunca hubo ninguna chica, son todo invenciones.
—¿De verdad?
—¡Pues claro! Como ya sabes, tuve que poner en la calle a Ostrovski. Para vengarse de mí le anduvo contando cuentos chinos a The New York Times.
—¡Qué asqueroso! —dijo Tracy, irritada.
—¡A quién se lo vas a decir! Es tremendo lo mezquina que es la gente.
Tracy volvió a abrazar a su marido. Se sentía muy aliviada por el hecho de que todo aquello no fuera verdad.
—Podríamos pasar la noche aquí —sugirió—. Las habitaciones están rebajadísimas. Así cerrábamos el paréntesis.
—Quiero volver —dijo Steven— y ver a mis niños, a mis queridos pollitos.
—Tienes razón. ¿Quieres comer?
—No, prefiero ir directo a casa.
Se metieron en el ascensor y cruzaron el vestíbulo del hotel, en donde reinaba el barullo de las partidas precipitadas. Steven se encaminó con paso resuelto hacia la salida, evitando que la mirada se le cruzase con la de los empleados de la recepción. Se marchaba sin pagar. Tenía que salir huyendo a toda prisa sin que le preguntasen por Alice. Sobre todo delante de su mujer.
El coche estaba en el aparcamiento. Steven se había negado a darle la llave al aparcacoches.
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó un empleado queriendo coger la maleta.
—De ninguna manera —se negó Steven apretando el paso, seguido por su mujer.
Abrió el coche y metió la maleta en el asiento trasero.
—Pon mejor la maleta en el maletero —le sugirió su mujer.
—¿Quiere que le ponga la maleta en el maletero? —preguntó el empleado, que los había acompañado.
—De ninguna manera —repitió Steven, sentándose al volante—. Adiós y gracias por todo.
Su mujer se sentó en el sitio del acompañante, Steven arrancó y se fueron. Cuando estuvieron ya fuera de la ciudad, Steven soltó un suspiro de alivio. Hasta aquel momento nadie había notado nada. Y el cadáver de Alice, en el maletero, no olía aún. Lo había envuelto con cuidado con film adherente y se felicitó por ello.
Tracy encendió la radio. Se sentía serena y feliz. No tardó en quedarse dormida.
Fuera hacía un calor terrible. «Espero que no se cueza ahí dentro», pensó Steven, aferrado al volante. Todo había ocurrido tan deprisa que no le había dado tiempo a pensar mucho. Tras matar a Alice y ocultar el cadáver entre la maleza, había ido al galope al Palace del Lago a buscar el coche para regresar luego al escenario del crimen. Levantó con esfuerzo el cuerpo de Alice y lo soltó en el maletero. Tenía la camisa llena de sangre. Pero qué más daba, nadie lo había visto. En Orphea se había producido una desbandada y todos los policías estaban ocupados. Luego fue a un supermercado que abría las veinticuatro horas y compró cantidades industriales de film adherente, después encontró un rincón aislado, en la linde del bosque. Envolvió cuidadosamente el cuerpo ya frío y rígido. Sabía que no podía librarse de él en Orphea. Debía llevarlo a otra parte y evitar que el olor lo traicionase. Confiaba en que aquella estratagema le permitiría ganar algo de tiempo.
De vuelta al Palace del Lago con Alice en el maletero, se puso un jersey viejo que andaba rodando por el coche para taparse la camisa y poder regresar a su habitación sin que nadie sospechase nada. Se dio una ducha muy larga y se puso ropa limpia parecida a la que había llevado aquella tarde. Al final, durmió un rato. Y se despertó sobresaltado. Tenía que librarse de las cosas de Alice. Cogió entonces la maleta de ella, la llenó con todas sus pertenencias y volvió a salir del hotel con la esperanza de que nadie se fijara en sus idas y venidas. Había tal agitación que nadie vio nada. De nuevo cogió el coche y fue repartiendo las cosas de Alice por diferentes cubos de basura de las localidades vecinas, incluida la ropa, antes de dejar abandonada la maleta vacía a un lado de la carretera. Había notado que le estallaba el corazón en el pecho y que se le hacía un nudo en el estómago: ¡si a un policía le llamaba la atención su extraño comportamiento y le obligaba a abrir el maletero del coche, lo llevaba claro!
Por fin, a las cinco de la mañana estaba en su suite del Palace del Lago, en donde ya no quedaba ni rastro de Alice. Durmió media hora, hasta que lo despertaron unos golpes en la puerta. Era la policía. Le entraron ganas de tirarse por la ventana. ¡Lo habían pillado! Abrió en calzoncillos, le temblaba todo el cuerpo. Tenía ante sí a dos policías de uniforme.
—¿El señor Steven Bergdorf?
—Soy yo.
—Sentimos mucho venir a estas horas, pero el capitán Rosenberg nos envía a buscar a todos los componentes de la compañía teatral. Querría interrogarlos acerca de lo que sucedió ayer por la noche en el Gran Teatro.
—Con mucho gusto iré con ustedes —contestó Steven, esforzándose en mantener la calma.
A la policía, que le preguntó si había visto a Alice, le dijo que la había perdido de vista al salir del teatro. No volvieron a preguntarle nada.
Durante todo el trayecto hasta Nueva York, fue pensando en qué iba a hacer con Alice. Cuando vio aparecer la silueta de los rascacielos de Nueva York, ya tenía todo un plan fraguado. Todo se iba a arreglar. Nadie encontraría nunca a Alice. Bastaba con que Steven pudiera llegar al Parque Nacional de Yellowstone.
A pocas millas de allí, enfrente de Central Park, en el hospital Mount Sinai, Jerry y Cynthia Eden velaban a su hija, que se hallaba en una unidad de cuidados intensivos. El médico fue a darles ánimos.
—Señores Eden, deberían ir a descansar un poco. De momento vamos a mantenerla en coma inducido.
—Pero ¿cómo está? —preguntó Cynthia, hundida.
—Por ahora no podemos decir nada. Ha salido de la operación, lo que es una buena señal. Pero no sabemos aún si le quedarán secuelas en el cuerpo o en el cerebro. Las balas han producido lesiones muy importantes. Tiene un pulmón perforado y daños en el bazo.
—Doctor —quiso saber Jerry, inquieto—, ¿se despertará nuestra hija?
—No lo sé. Lo siento mucho, de verdad. Puede que no sobreviva.
*
Anna, Derek y yo subíamos en el coche por la calle principal que seguía cerrada al público. Todo estaba desierto, pese a que brillaba el sol. No había nadie en las aceras, nadie en el paseo marítimo. En el aire había una extraña sensación de ciudad fantasma.
Delante del Gran Teatro, unos cuantos policías montaban guardia, mientras los empleados municipales retiraban los últimos desperdicios, entre los que había mercancías de los puestos de recuerdos de los vendedores ambulantes, postreros testimonios de las aglomeraciones que había habido en ese lugar.
Anna recogió una camiseta en la que ponía: «Yo estaba en Orphea el 26 de julio de 2014».
—Yo habría preferido no estar —dijo.
—Y yo —suspiró Derek.
Entramos en el edificio y fuimos a la sala, desierta y silenciosa. En el escenario, una enorme mancha de sangre seca, gasas y embalajes higiénicos que habían dejado allí los servicios de urgencias. Solo se me venía a la cabeza una palabra: «desolación».
Según el informe enviado por el médico que había operado a Dakota, las balas la habían alcanzado de arriba abajo, en un ángulo de sesenta grados. Esa información iba a permitirnos situar al tirador en la sala. Realizamos una somera reconstrucción de los hechos.
—Así que Dakota está en el centro del escenario —recordó Derek—. Tiene a Kirk a la izquierda, con Jerry y Alice.
Me coloqué en el centro del escenario, como si fuera Dakota. Entonces Anna dijo:
—No veo cómo, desde las butacas, o incluso desde el fondo de la sala, que es la parte más alta, pueden entrar las balas en un ángulo de sesenta grados de arriba abajo.
Anduvo, pensativa, entre las filas de butacas. Alcé entonces los ojos y vi, encima de mí, una pasarela técnica para poder acceder a las candilejas.
—¡El tirador estaba ahí arriba! —exclamé.
Derek y Anna buscaron por dónde subir a la pasarela y dieron con una escalerilla que partía del fondo de la zona de bastidores, cerca de los camerinos. La pasarela serpenteaba luego alrededor del escenario siguiendo la línea de luces. Cuando estuvo encima de mí, Derek me apuntó con los dedos. El ángulo de tiro encajaba a la perfección. Y era una distancia bastante corta: no hacía falta ser un francotirador para acertar en el blanco.
—La sala estaba a oscuras y a Dakota los focos le daban en la cara. Ella no veía nada y el tirador, todo. No había ningún voluntario, ni ningún técnico, aparte del electricista; así que pudo subir tranquilamente sin que lo vieran, disparar a Dakota en el momento oportuno y escapar después por una salida de emergencia.
—Así que, para llegar a esta pasarela, hay que pasar por bastidores —destacó Anna—. Y solo podían llegar a esa zona las personas acreditadas. El acceso se encontraba vigilado.
—Y, por tanto, queda claro que fue un miembro de la compañía —dijo Derek—. Lo cual quiere decir que tenemos cinco sospechosos: Steven Bergdorf, Meta Ostrovski, Ron Gulliver, Samuel Padalin y Charlotte Brown.
—Charlotte se hallaba al lado de Dakota después de los disparos —comenté.
—Eso no la excluye de la lista de sospechosos —opinó Derek—. Dispara desde la pasarela y vuelve a bajar para socorrer a Dakota, ¡qué buen argumento!
En ese mismo instante, sonó mi móvil.
—¡Mierda! —suspiré—. Y este ¿qué quiere ahora?
Atendí la llamada.
—Buenos días, mayor. Estamos en el Gran Teatro. Hemos descubierto el sitio en donde se situó el tirador. Una pasarela a la que solo se puede subir por la zona de bastidores, lo que quiere decir que…
—Jesse —me interrumpió el mayor—, por eso te llamo. Me ha llegado el análisis de balística. El arma que usaron contra Dakota Eden era una pistola Beretta.
—¿Una Beretta? Pero ¡si fue una Beretta la que usaron para matar a Meghan Padalin y a los Gordon! —exclamé.
—Ya me había dado cuenta —dijo el mayor—, así que pedí un cotejo. Agárrate, Jesse: el arma que usaron en 1994 y anteayer por la noche es la misma.
Derek, al verme palidecer, me preguntó qué ocurría. Se lo dije:
—Está aquí, está entre nosotros. Es el asesino de los Gordon y de Meghan el que disparó a Dakota. El que los mató lleva en libertad veinte años.
Derek palideció también.
—Empiezo a creer que se trata de una maldición —susurró.