Jesse Rosenberg

Viernes 1 de agosto de 2014

Seis días después de la inauguración

¿Había querido Meghan dejar a Samuel Padalin? Él había sido incapaz de soportarlo y la había matado; de paso, había cobrado el seguro de vida de su mujer.

Samuel no estaba en casa cuando llegamos esa mañana. Decidimos acudir a buscarlo al trabajo. Tras avisarle de que habíamos ido a verlo, la recepcionista nos llevó sin decir palabra a su despacho y, hasta que la mujer no cerró la puerta, no estalló:

—¿Están locos presentándose aquí de improviso? ¿Quieren que me despidan?

Parecía furioso. Entonces Anna le preguntó:

—¿Es usted irascible, Samuel?

—¿Por qué me pregunta eso? —contraatacó él.

—Porque pegaba a su mujer.

Samuel Padalin se quedó atónito.

—Pero ¿de qué me habla?

—No nos monte el numerito del sorprendido —dijo Anna, airada—. ¡Estamos enterados de todo!

—Me gustaría saber quién les ha contado algo semejante.

—Eso da igual —dijo Anna.

—Miren, un mes antes de que muriera, Meghan y yo tuvimos una pelea tremenda, es cierto. Le di una bofetada, nunca debería haberlo hecho. Perdí los papeles. No tengo disculpa. Pero fue la única vez. ¡Yo no pegaba a Meghan!

—¿Por qué se pelearon?

—Descubrí que Meghan me engañaba. Quise dejarla.

*

Lunes 6 de junio de 1994

Aquella mañana, cuando Samuel Padalin se estaba terminando el café para irse a trabajar, apareció su mujer en bata.

—¿No vas a trabajar? —le preguntó.

—Tengo fiebre, no me encuentro bien. Acabo de llamar a Cody para decirle que hoy no voy a ir a la librería.

—Haces bien —dijo Samuel, apurando el café de un trago—. Regresa a la cama.

Dejó la taza en el fregadero, besó a su mujer en la frente y se fue a trabajar.

Seguramente no se habría enterado de nada, si no hubiera tenido que volver una hora después a buscar un expediente que se había llevado a casa para revisarlo durante el fin de semana y que se había dejado olvidado encima de la mesa del salón.

Según entraba en su calle, vio a Meghan salir de casa. Llevaba un vestido de verano precioso y unas sandalias muy elegantes. Se la veía radiante y de buen humor, nada parecido a la mujer a quien había visto una hora antes. Se detuvo y la miró, mientras se subía en el coche. Ella no lo había visto. Decidió seguirla.

Meghan fue hasta Bridgehampton sin percatarse de que su marido la seguía a unos cuantos coches de distancia. Tras cruzar la calle principal, cogió la carretera de Sag Harbor y, al cabo de poco más de cien pies, torció para meterse en la lujosa finca del hotel La Rosa del Norte. Era un hotelito muy solicitado, pero muy discreto, que apreciaban mucho las celebridades de Nueva York. Cuando llegó delante de la columnata del majestuoso edificio, le dejó el coche al aparcacoches y entró en el hotel. Samuel hizo otro tanto, pero procurando que su mujer le cogiera delantera para que no lo viese. Ya en el interior, no la encontró ni en el bar, ni en el restaurante. Había subido derecha a las habitaciones a reunirse con alguien.

Ese día, Samuel Padalin no volvió al trabajo. Se pasó horas en el aparcamiento del hotel acechando a su mujer. Al no verla aparecer, volvió a casa y se fue corriendo a hojear sus diarios. Descubrió, espantado, que quedaba con aquel individuo en La Rosa del Norte desde hacía meses. ¿Quién era? Decía que lo había conocido en la fiesta de Nochevieja. Habían ido los dos juntos. Así que lo había visto. A lo mejor hasta lo conocía. Le entraron ganas de vomitar. Escapó y recorrió muchas millas con el coche, sin saber ya qué debía hacer.

Cuando por fin regresó a casa, Meghan ya estaba allí. Se la encontró en la cama, en camisón, haciéndose la enferma.

—Pobrecilla —le dijo, esforzándose por mantener la calma—. ¿No estás mejor?

—No —le contestó ella con una vocecita débil—, no he podido levantarme en todo el día.

Samuel no pudo seguir conteniéndose. Estalló. Le dijo que lo sabía todo, que había ido a La Rosa del Norte a encontrarse con un hombre en una habitación. Meghan no lo negó.

—¡Lárgate! —gritó Samuel—. ¡Me das asco!

Ella se echó a llorar.

—¡Perdóname, Samuel! —suplicó, muy pálida.

—¡Fuera de aquí! ¡Fuera de esta casa! ¡Coge tus cosas y lárgate, no quiero volver a verte!

—¡Samuel, no me hagas esto, te lo suplico! No quiero perderte. Solo te quiero a ti.

—¡Haberlo pensado antes de ir a acostarte con el primero que pasa!

—¡Es el mayor error de mi vida, Samuel! ¡No siento nada por él!

—Me das ganas de vomitar. He visto tus libretas, he visto lo que escribes de él. ¡He visto todas las veces que habéis quedado en La Rosa del Norte!

Ella entonces exclamó:

—¡No me haces ni caso! ¡No me siento querida! ¡Es como si no me vieras! Cuando ese hombre empezó a coquetear conmigo, me resultó muy agradable. ¡Sí, lo he visto con regularidad! ¡Sí, hemos tonteado! Pero ¡nunca me he acostado con él!

—No, si ahora la culpa la voy a tener yo…

—No, solo digo sencillamente que, a veces, me siento sola contigo.

—He leído que lo conociste en la fiesta de Nochevieja. ¡Lo hiciste todo delante de mis ojos entonces! ¿Eso quiere decir que conozco a ese individuo? ¿Quién es?

—Qué más da —dijo, llorando, Meghan, que no sabía ya si debía hablar o callarse.

—¿«Qué más da»? Pero, bueno, ¡no me lo puedo creer!

—¡Samuel, no me dejes! Te lo suplico.

Empezaron a subir el tono. Meghan reprochó a su marido su falta de romanticismo y el poco caso que le hacía; y él, harto, al final le dijo:

—¿No te hago soñar? Pero ¿y tú? ¿Crees que me haces soñar a mí? No tienes vida, no tienes nada que contar, aparte de esas historietas tuyas de librera y las películas que te montas en la cabeza.

Al oír esas palabras, muy herida, Meghan le escupió a la cara y él, con un gesto reflejo, le devolvió una violenta bofetada. Con la sorpresa, Meghan se mordió la lengua muy fuerte. Notó que se le llenaba la boca de sangre. Estaba atontada. Cogió las llaves del coche y escapó en camisón.

*

—Meghan volvió a casa al día siguiente —nos explicó Samuel Padalin en su despacho—. Me suplicó que no la dejase, me juró que aquel individuo no era más que una tremenda equivocación y que le había permitido darse cuenta de cuánto me quería. Decidí darle a mi matrimonio una segunda oportunidad. Y ¿saben qué pasó? ¡Que aquello nos sentó estupendamente! Empecé a hacerle mucho más caso, se sintió más feliz. Aquello transformó nuestra relación. Nunca habíamos estado tan compenetrados. Vivimos unos meses maravillosos; de repente teníamos un montón de planes.

—¿Y el amante? —preguntó Anna—. ¿Qué fue de él?

—Ni idea. Meghan me juró que habían cortado de raíz.

—¿Cómo se tomó la ruptura?

—Lo ignoro —nos dijo Samuel.

—¿Así que nunca supo quién era?

—No, nunca. Ni siquiera sé cómo era físicamente.

Hubo un silencio.

—¿Así que fue sobre todo por eso por lo que nunca volvió a leer sus diarios? —dijo Anna—. Y los arrinconó en el sótano. Porque le recordaban ese episodio doloroso.

Samuel Padalin asintió sin poder decir nada más. Tenía en la garganta un nudo tan grande que casi no podía hablar.

—Una última pregunta, señor Padalin —dijo Derek—. ¿Tiene algún tatuaje en el cuerpo?

—No —dijo en voz baja.

—¿Puedo pedirle que se quite la camisa? Es solo una comprobación rutinaria.

Samuel Padalin obedeció en silencio y se quitó la camisa. No había ni rastro de un águila tatuada.

¿Y si el amante abandonado no pudo soportar perder a Meghan y la mató?

No había que descuidar ninguna pista. Después de nuestra visita a Samuel Padalin, fuimos al hotel La Rosa del Norte, en Bridgehampton. Por supuesto, cuando le explicamos al recepcionista que queríamos identificar a un hombre que había reservado una habitación el 6 de junio de 1994, este se nos rio en las narices.

—Denos una relación de todas las reservas entre el 5 y el 7 de junio y ya repasaremos nosotros los nombres —le dije.

—No me ha entendido, señor —me contestó—. Me está hablando de 1994. En aquella época usábamos aún fichas que se rellenaban a mano. No tenemos ninguna base informática que pueda usar para ayudarlos.

Mientras yo hablaba con el empleado, Derek recorría el vestíbulo del hotel. Empezó a mirar la pared de honor, en donde estaban colgadas las fotos de los clientes famosos, actores, escritores, directores de cine y de teatro. De repente, Derek cogió un marco.

—¿Qué hace usted, señor? —preguntó el recepcionista—. No puede…

—¡Jesse! ¡Anna! —gritó Derek—. ¡Venid a ver esto!

Acudimos enseguida y nos encontramos con una foto de Meta Ostrovski, veinte años más joven, de tiros largos, que posaba con una sonrisa de oreja a oreja al lado de Meghan Padalin.

—¿Dónde se tomó esta foto? —le pregunté al empleado.

—En la fiesta de Nochevieja de 1994 —contestó—. Ese hombre es el crítico Ostrovski y…

—¡Ostrovski era el amante de Meghan Padalin! —exclamó Anna.

Fuimos de inmediato al Palace del Lago. Al entrar en el vestíbulo del hotel, nos tropezamos con el director.

—¿Ya? —dijo, extrañado, al vernos—. Pero si acabo de llamar.

—¿De llamar a quién? —preguntó Derek.

—Pues a la policía —contestó el director—. Es por Meta Ostrovski; acaba de irse del hotel, por lo visto tenía algo urgente en Nueva York. Me han avisado las doncellas.

—Pero ¿avisado de qué? —se impacientó Derek.

—Vengan conmigo.

El director nos llevó hasta la suite 310, en donde se había alojado Ostrovski, y abrió la puerta con su tarjeta. Entramos en la habitación y entonces nos encontramos, pegados en la pared, multitud de artículos referidos al cuádruple asesinato, a la desaparición de Stephanie y a nuestra investigación; y, por todas partes, fotos de Meghan Padalin.

La desaparición de Stephanie Mailer
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