Anna Kanner

Llegué a Orphea el sábado 14 de septiembre de 2013.

El trayecto desde Nueva York me llevó apenas dos horitas; sin embargo, tenía la impresión de haber recorrido el planeta. De los rascacielos de Manhattan pasé a esa ciudad pequeña, apacible, que bañaba el sol suave del atardecer. Después de subir por la calle principal, crucé mi nuevo barrio para ir a la casa que había alquilado. Circulaba con calma, observando a los paseantes, a los niños que se apiñaban ante la camioneta de un vendedor de helados, a los vecinos concienzudos que, a ambos lados de la calle, atendían sus macizos de flores. Reinaba una tranquilidad absoluta.

Por fin llegué a la casa. Se me brindaba una nueva vida. Los únicos vestigios de la que llevaba antes eran mis muebles, que había mandado desde Nueva York. Abrí la puerta de la calle, entré y encendí la luz del vestíbulo, sumido en la oscuridad. Me quedé estupefacta al descubrir que mis cajas tenían empantanado el suelo. Recorrí a paso de carga la planta baja: todos los muebles seguían embalados, no habían montado nada, mis cosas estaban amontonadas en unas cajas apiladas al azar en las habitaciones.

Llamé en el acto a la empresa de mudanzas que había contratado. Pero la persona que me contestó me dijo, muy seca: «Creo que se equivoca, señora Kanner. Estoy mirando su documentación y está claro que marcó las casillas equivocadas. El servicio que pidió no incluía el desembalaje». Y colgó. Salí de la casa para no seguir viendo ese caos y me senté en las escaleras del porche. Me sentía muy contrariada. Apareció una silueta con una botella de cerveza en cada mano. Era mi vecino, Cody Illinois. Había coincidido con él en dos ocasiones: cuando fui a ver la casa y después de firmar el contrato, cuando vine para preparar la mudanza.

—Quería darle la bienvenida, Anna.

—Muy amable —contesté haciendo una mueca.

—No parece de buen humor —me dijo.

Me encogí de hombros. Me alargó una cerveza y se sentó a mi lado. Le expliqué mi contratiempo con la empresa de mudanzas, se ofreció a ayudarme a desembalar mis cosas y, pocos minutos después, estábamos montando la cama en lo que iba a ser mi habitación. Entonces le pregunté:

—¿Qué debería hacer para integrarme aquí?

—No tiene por qué preocuparse, Anna. Le caerá bien a la gente. Siempre puede apuntarse de voluntaria para el festival de teatro del verano que viene. Es un acontecimiento que une mucho.

Cody fue la primera persona con quien hice amistad en Orphea. Regentaba una librería maravillosa en la calle principal que no tardó en convertirse en mi segunda casa.

Aquella noche, después de irse Cody y cuando estaba ocupada abriendo cajas de ropa, me llamó mi exmarido.

—¡Qué falta de formalidad, Anna! —me dijo cuando cogí el teléfono—. Te has ido de Nueva York sin despedirte de mí.

—Me despedí de ti hace mucho, Mark.

—¡Ay! ¡Eso duele!

—¿Por qué me llamas?

—Me apetecía hablar contigo, Anna.

—Mark, a mí no me apetece «hablar». No vamos a volver a estar juntos. Eso se acabó.

Hizo caso omiso de mi comentario.

—He cenado con tu padre esta noche. Ha estado muy bien.

—Deja a mi padre en paz, ¿quieres?

—¿Acaso tengo yo la culpa de que me adore?

—¿Por qué me haces esto, Mark? ¿Para vengarte?

—¿Estás de mal humor, Anna?

—Sí —dije furiosa—, ¡estoy de mal humor! ¡Tengo los muebles en piezas sueltas que no sé cómo montar, así que la verdad es que tengo que hacer cosas más importantes que escucharte!

Me arrepentí en el acto de esas palabras, porque agarró la ocasión por los pelos para proponerme acudir a echar una mano.

—¿Necesitas ayuda? ¡Cojo el coche ahora mismo y enseguida llego!

—Ni se te ocurra.

—Estaré ahí dentro de dos horas. Nos pasaremos la noche montando los muebles y arreglando el mundo… Será como en los viejos tiempos.

—Mark, te prohíbo que vengas.

Colgué y apagué el teléfono para que me dejase en paz. Pero al día siguiente por la mañana tuve la desagradable sorpresa de ver a Mark presentarse delante de mi casa.

—¿Qué haces aquí? —pregunté con tono desabrido al abrir la puerta.

Me sonrió de oreja a oreja.

—¡Qué recibimiento tan grato! He venido a ayudarte.

—¿Quién te ha dado mis señas?

—Tu madre.

—¡No puede ser! ¡La mato!

—Anna, sueña con volver a vernos juntos. ¡Quiere tener nietos!

—Adiós, Mark.

Sujetó la puerta en el momento en que iba a darle con ella en las narices.

—Espera, Anna; por lo menos, déjame que te ayude.

Me hacía tanta falta que me echasen una mano que no pude decir que no. Y, además, de todas formas ya había venido. Me montó su numerito de hombre perfecto: movió los muebles, clavó los cuadros en las paredes y colgó una lámpara de techo.

—¿Vas a vivir sola aquí? —acabó por decir entre dos golpes de taladro.

—Sí, Mark. Aquí empieza mi nueva vida.

*

El lunes siguiente fue mi primer día en la comisaría. Eran las ocho de la mañana cuando me presenté en la ventanilla de recepción vestida de paisano.

—¿Viene a poner una denuncia? —me preguntó el policía sin levantar la vista del periódico.

—No —contesté—. Soy su nueva compañera.

Me miró, me sonrió amistosamente y luego gritó sin dirigirse a nadie en concreto: «Muchachos, ¡ha llegado la chica!». Vi aparecer a una cuadrilla de policías que me observaba como si fuera un bicho raro. El jefe Gulliver se acercó y me tendió una mano amistosa: «Bienvenida, Anna».

Me acogieron con mucha cordialidad. Saludé a todos mis compañeros nuevos, cruzamos unas cuantas palabras, me invitaron a un café y me hicieron muchas preguntas. Alguien exclamó alegre: «Chicos, voy a empezar a creer en Papá Noel; ¡se jubila un viejo consumido y lo sustituye una jovencita estupenda!». Todos se echaron a reír. Por desgracia, aquel ambiente campechano no iba a durar.

La desaparición de Stephanie Mailer
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