Jesse Rosenberg

Jueves 3 de julio de 2014

Veintitrés días antes del festival

Primera plana del Orphea Chronicle:

¿EL ASESINATO DE STEPHANIE MAILER TIENE ALGUNA RELACIÓN CON EL FESTIVAL DE TEATRO?

El asesinato de Stephanie Mailer, joven periodista del Orphea Chronicle, cuyo cuerpo ha aparecido en el lago de los Ciervos, ha dejado conmocionada a la ciudad. Los vecinos están nerviosos y el ayuntamiento, sometido a una gran presión, ahora que empieza la temporada de verano. ¿Anda rondando entre nosotros un asesino?

Una nota hallada en el coche de Stephanie y que mencionaba el festival de teatro de Orphea puede dar a entender quizá que pagó con su vida la investigación que realizaba para este periódico acerca del asesinato, en 1994, del alcalde Gordon, fundador del festival, y de su familia.

Anna nos enseñó el periódico a Derek y a mí cuando estábamos reunidos en el centro regional de la policía estatal, donde el doctor Ranjit Singh, el médico forense, tenía que entregarnos los primeros resultados de la autopsia de Stephanie.

—¡Lo que nos faltaba! —dijo Derek, irritado.

—Qué imbécil fui al mencionarle esa nota a Michael —dije.

—Me he cruzado con él en el Café Athéna antes de venir aquí; me parece que está llevando bastante mal la muerte de Stephanie. Dice que se siente responsable hasta cierto punto. ¿Qué resultados han dado los análisis de la policía científica?

—Las huellas de neumático en el arcén de la carretera 17 no se pueden aprovechar, por desgracia. En cambio, el zapato es, en efecto, el de Stephanie, y el trozo de tela es de la camiseta que llevaba. También han encontrado una huella de su zapato en el arcén.

—Lo que confirma que cruzó el pinar en ese lugar —fue la conclusión de Anna.

Nos interrumpió la llegada del doctor Singh.

—Te agradecemos que te hayas dado tanta prisa —le dijo Derek.

—Quería que pudierais ir adelantando trabajo antes del puente del Cuatro de Julio —contestó.

El doctor Singh era un hombre elegante y afable. Se caló las gafas para leernos los puntos esenciales de su informe.

—He observado cosas bastante poco corrientes —explicó nada más empezar—. Stephanie Mailer murió ahogada. He encontrado gran cantidad de agua en los pulmones y en el estómago, y también cieno en la tráquea. Hay claras señales de cianosis y de dificultad respiratoria, lo que quiere decir que luchó o, en su caso, que se resistió; en la nuca he hallado hematomas que dibujan la huella de una mano grande, lo que significa que le agarraron el cuello con fuerza para meterle la cabeza en el agua. Además de los restos de cieno en la tráquea, también los hay en los labios y en los dientes, lo que indica que le mantuvieron la cabeza dentro del agua en un sitio de poca profundidad.

—¿Hubo violencia física antes de ahogarla? —preguntó Derek.

—No hay ninguna señal de golpes violentos, con lo cual quiero decir que ni la dejaron inconsciente, ni le dieron una paliza. Tampoco hay agresión sexual. Creo que Stephanie iba huyendo de su asesino y que este la alcanzó.

—¿«Asesino»? —preguntó Derek—. Así que, según tú, ha sido un hombre.

—Si nos atenemos a la fuerza necesaria para mantener a alguien debajo del agua, me decanto más bien por un hombre, en efecto. Pero ¿por qué no una mujer con fuerza suficiente?

—¿Así que iba corriendo por el pinar? —siguió diciendo Anna.

Singh asintió:

—También he encontrado muchas contusiones y marcas en la cara y en los brazos debidos a arañazos de ramas. Presenta asimismo marcas en la planta del pie descalzo. Debía, pues, de ir corriendo a toda velocidad por el pinar y se despellejó la planta con ramas y piedras. Creo que es probable que se cayera en la orilla y el asesino no tuvo más que meterle la cabeza en el agua.

—De modo que sí que se trata de un crimen fortuito —dije—. El que lo hizo no tenía previsto matarla.

—A eso iba, Jesse —siguió diciendo el doctor Singh, conforme nos enseñaba unas fotos de los hombros, los codos, las manos y las rodillas de Stephanie en primer plano.

Se veían unas heridas rojizas y sucias.

—Parecen quemaduras —susurró Anna.

—Exacto —aprobó Singh—. Son abrasiones relativamente superficiales en las que he encontrado trozos de asfalto y gravilla.

—¿Asfalto? —repitió Derek—. Creo que no te sigo, doctor.

—Pues —explicó Singh—, a juzgar por la posición de las heridas, debió de hacérselas rodando por el asfalto, es decir, por una carretera. Podría significar que Stephanie se tiró de forma voluntaria de un coche en marcha antes de salir huyendo por el pinar.

Las conclusiones de Singh las corroboraron dos testimonios importantes. El primero fue el relato de un adolescente que veraneaba con sus padres por la zona y se reunía todas las noches con un grupo de amigos en la playa junto a la que habíamos encontrado el coche de Stephanie. Fue Anna quien lo interrogó después de que sus padres, alertados por la insistencia de los medios de comunicación, nos llamaran, al considerar que su hijo a lo mejor había visto algo importante. Estaban en lo cierto.

Según el doctor Singh, la muerte de Stephanie se remontaba a la noche del lunes al martes, o sea la noche en que desapareció. El adolescente contó que precisamente el lunes 23 de junio se había apartado del grupo para telefonear a su chica, que se había quedado en Nueva York.

—Me senté en una roca —refirió el muchacho—. Desde allí se veía bien el aparcamiento y me acuerdo de que estaba desierto. Y luego, de pronto, vi a una mujer joven que bajaba por el sendero desde el pinar. Se quedó esperando un rato, hasta las diez y media. Lo sé porque fue la hora a la que terminé de hablar por teléfono. La miré en el móvil. En ese momento, llegó al aparcamiento un coche. Vi a la chica a la luz de los faros y así fue como supe que era una mujer joven con una camiseta blanca. Bajaron la ventanilla del lado del copiloto, la chica cruzó dos palabras con la persona que conducía y, después, se subió delante. El coche arrancó en el acto. ¿Era la chica a la que han matado…?

—Lo comprobaré —le contestó Anna para no impresionarlo inútilmente—. ¿Podrías describirme el coche? ¿Te fijaste en algún detalle que recuerdes? A lo mejor viste la matrícula, o parte de ella, o el nombre del estado.

—No. Lo siento.

—¿Conducía un hombre o una mujer?

—No le puedo decir. Estaba muy oscuro y todo fue muy rápido. Y, además, no me fijé. Si lo hubiera sabido…

—Ya me has sido de gran ayuda. Así que te ratificas en que la chica se subió de forma voluntaria.

—Ah, sí, desde luego. Lo estaba esperando, seguro.

Así pues, el adolescente era el último que había visto viva a Stephanie. A su testimonio se sumó el de un viajante de comercio de Hicksville que se presentó en el centro regional de la policía estatal. Nos informó de que había ido a Orphea el lunes 23 de junio a visitar a unos clientes.

—Salí de la ciudad a eso de las diez y media —nos explicó—. Cogí la carretera 17 para ir a la autopista. Al llegar a la altura del lago de los Ciervos, vi un coche parado en el arcén con el motor en marcha y las dos puertas abiertas. Me intrigó, claro, así que reduje la velocidad. Pensé que a lo mejor era alguien que tenía un problema. Son cosas que pasan.

—¿Qué hora era?

—Alrededor de las once menos diez. En cualquier caso todavía no eran las once, eso seguro.

—Así que reduce la velocidad, ¿y…?

—La reduzco, sí, porque me parece raro ver ese coche ahí parado. Miro alrededor y veo una silueta que está subiendo el talud. Se me ocurrió que habría parado porque tenía muchas ganas de mear. Y no me hice más preguntas. Pensé que, si esa persona hubiera necesitado ayuda, me habría hecho una seña. Seguí mi camino y me fui a casa sin volver a pensar en ello. Ha sido solo al oír hablar hace un rato, en las noticias, de un asesinato a orillas del lago de los Ciervos el lunes por la noche cuando lo he relacionado con lo que había visto y me he dicho que igual tenía importancia.

—¿Vio a esa persona? ¿Era un hombre? ¿Una mujer?

—Por la silueta, yo diría más bien que era un hombre. Pero estaba muy oscuro.

—¿Y el coche?

Aunque no había visto casi nada, el testigo describió el mismo coche que el adolescente había visto en la playa quince minutos antes. Cuando volvimos al despacho de Anna en la comisaría de Orphea, pudimos cruzar todos esos datos y reconstruir la cronología de la última noche de Stephanie.

—A las seis llega al Kodiak Grill —dije—. Espera a alguien, seguramente a su asesino, que no aparece, aunque en realidad está escondido en el restaurante observándola. A las diez, Stephanie se va del Kodiak Grill. Su presunto asesino la llama desde la cabina del restaurante y la cita en la playa. Stephanie está preocupada y llama a Sean, el policía, pero él no coge el teléfono. Así que va al lugar de la cita. A las diez y media, el asesino va a recogerla en el coche. Ella accede a subir. Así que le inspira confianza; o, a lo mejor, lo conoce.

Anna, en un enorme mapa de la región fijado a la pared, trazó con rotulador rojo la ruta que debió de recorrer el coche: había salido de la playa, había cogido inevitablemente la Ocean Road y, luego, la carretera 17 en dirección noreste, siguiendo el lago. Desde la playa al lago de los Ciervos había cinco millas, es decir, un cuarto de hora en coche.

—A eso de las once menos cuarto —seguí diciendo—, al darse cuenta de que está en peligro, Stephanie se tira del coche y sale huyendo por el pinar hasta que su asesino la alcanza y la ahoga. Luego le quita las llaves y va a su casa, casi seguro que ese mismo lunes por la noche. Como no encuentra nada, va a robar a la redacción y se lleva el ordenador de Stephanie, pero también en este caso se queda con las ganas. Stephanie era demasiado prudente. Para ganar tiempo, le manda un SMS a Michael Bird, porque sabe que es su redactor jefe, con la esperanza de poder aún echarle el guante al trabajo de Stephanie. Pero, cuando se da cuenta de que la policía estatal tiene sospechas de una desaparición preocupante, las cosas se precipitan. El hombre vuelve al piso de Stephanie, pero me presento yo allí. Me deja sin conocimiento y vuelve a la noche siguiente para incendiarlo con la esperanza de destruir esa investigación que no ha encontrado.

Por primera vez desde el principio del caso, estábamos viendo las cosas algo más claras. Pero, mientras para nosotros el círculo se iba cerrando, en la ciudad los vecinos estaban al borde de una psicosis que la primera plana del Orphea Chronicle solo contribuía a empeorar. Tuve plena conciencia de ello cuando Cody llamó a Anna: «¿Has leído el periódico? El asesinato de Stephanie tiene que ver con el festival. Voy a reunir a los voluntarios hoy, a las cinco, en el Café Athéna, para votar una huelga. Nuestra seguridad está en juego. A lo mejor no hay festival este año».

*

En ese mismo momento, en Nueva York

Steven Bergdorf volvía a pie a casa con su mujer.

—Ya sé que la Revista tiene problemas —le dijo su mujer con voz suave—, pero ¿qué historia es esa de que no puedes coger vacaciones? Ya sabes lo bien que nos sentaría a todos.

—No me parece que económicamente sea el momento de meterse en viajes extravagantes —la riñó Steven.

—¿Extravagantes? —se defendió su mujer—. Mi hermana nos presta la autocaravana. Podemos viajar por todo el país. No saldrá nada caro. Vamos hasta el Parque Nacional de Yellowstone. Los niños están locos por ir a Yellowstone.

—¿Yellowstone? Demasiado peligroso con los osos y todo eso.

—Ay, Steven, por el amor de Dios, ¿qué te pasa? —dijo su mujer exasperada—. Qué gruñón estás de un tiempo a esta parte.

Llegaron delante del edificio en que vivían. Steven se sobresaltó de pronto: ahí estaba Alice.

—Muy buenas, señor Bergdorf —le dijo Alice.

—¡Alice, qué agradable sorpresa! —balbució él.

—Le he traído los documentos que necesita, solo tiene que firmarlos.

—Por supuesto —le contestó Bergdorf, que disimulaba fatal.

—Son documentos urgentes. Como no estaba en su despacho esta tarde, me dije que iba a pasar por su casa para que los firmase.

—Qué amable ha sido al venir hasta aquí —le dio las gracias Steven sonriendo con cara de tonto a su mujer.

Alice le entregó un portadocumentos con correspondencia. Él lo cogió de tal forma que su mujer no viera nada y miró la primera carta, que era un envío publicitario. Hizo como que lo miraba con mucho interés antes de pasar a la carta siguiente, que consistía en una página en blanco en la que Alice había escrito:

Castigo por haberte pasado todo el día sin dar señales de vida: mil dólares.

Y, justo debajo, sujeto con un clip, un cheque proveniente del talonario que ella le había quitado, extendido ya a su nombre.

—¿Está segura del importe? —preguntó Bergdorf con voz trémula—. Me parece mucho.

—Es el precio adecuado, señor Bergdorf. La calidad se paga.

—Bueno, pues adelante —dijo él, atragantándose.

Firmó el cheque de mil dólares, cerró el portadocumentos y se lo alargó a Alice. Se despidió con una sonrisa crispada y se metió en el edificio con su mujer. Al cabo de unos minutos, encerrado en el aseo y con el grifo abierto, la llamó por teléfono:

—¿Estás loca, Alice? —cuchicheó acurrucado entre la taza del váter y el lavabo.

—¿Dónde te habías metido? Desapareces sin decir nada.

—Tenía que hacer un recado —tartamudeó Bergdorf— y luego fui a recoger al trabajo a mi mujer.

—¿Un recado? ¿Qué clase de recado, Stevie?

—No te lo puedo decir.

—Si no me lo cuentas ahora mismo, llamo a la puerta y se lo cuento todo a tu mujer.

—Vale, vale —imploró Steven—. He estado en Orphea. Mira, Alice, han asesinado a Stephanie…

—¿Cómo? ¿Que has ido a Orphea, pedazo de estúpido? ¡Ay, por qué eres tan estúpido! ¿Qué voy a hacer contigo, imbécil?

Alice colgó, furiosa. Se metió en un taxi y fue, por Manhattan, hacia la parte de arriba de la Quinta Avenida, al tramo de las tiendas de lujo. Tenía mil dólares para gastar y estaba dispuesta a darse unos cuantos caprichos.

El taxi dejó a Alice cerca de la torre acristalada que albergaba a Channel 14, la poderosa cadena privada de televisión. En una sala de reunión del piso 53, su director general, Jerry Eden, había convocado a los directivos principales:

—Como ya saben —les anunció— el verano ha arrancado con una audiencia pésima, por no decir catastrófica, razón por la cual los he reunido a todos. Tenemos que reaccionar.

—¿Cuál es el principal problema? —preguntó uno de los responsables creativos.

—La franja de las seis de la tarde. ¡Mira! Nos ha pasado por delante con mucho.

¡Mira! Era la competidora más directa de Channel 14. Público similar, audiencia similar, contenido similar: las dos cadenas luchaban encarnizadamente con la mirada puesta en el broche final de contratos récord de publicidad para los programas emblemáticos.

—¡Mira! Emite un programa de telerrealidad que está arrasando —explicó el director de marketing.

—¿Cuál es el guion? —preguntó Jerry Eden.

—Pues no tiene, ahí está la cosa. Sigue a un grupo de tres hermanas. Van a almorzar, de compras y al gimnasio, se pelean, se reconcilian. El programa va siguiendo lo que suelen hacer a diario.

—Y ¿en qué trabajan?

—No trabajan, señor Eden —explicó el subdirector de programación—. Les pagan por no hacer nada.

—¡Eso podríamos mejorarlo! —aseguró Jerry—. Haciendo telerrealidad más anclada en lo cotidiano.

—Pero, señor Eden —objetó el director de división—, el público al que se dirige la telerrealidad anda más bien escaso de dinero y no tiene educación. Cuando enciende la tele quiere soñar un poco.

—Precisamente —contestó Jerry—. Necesitamos criterios para un proyecto que sitúe al espectador ante sí mismo, ante sus ambiciones. ¡Un programa de telerrealidad que tire de él! Podríamos presentar un concepto nuevo después del verano. ¡Hay que dar la campanada! Ya estoy viendo el eslogan: «CHANNEL 14. ¡El sueño que llevas dentro!».

La propuesta desencadenó una oleada de entusiasmo.

—¡Ah, qué bien está eso! —asintió el director de marketing.

—Quiero para después del verano un programa que dé la campanada. Quiero ponerlo a romper los esquemas. Quiero que de aquí a septiembre lancemos un proyecto genial y que nos llevemos a los espectadores de calle. Les doy a ustedes diez días exactamente: el lunes 14 de julio quiero una propuesta de emisión piloto para la vuelta de vacaciones.

Jerry dio por finalizada la reunión. Cuando los participantes estaban saliendo del despacho, sonó el móvil. Era Cynthia, su mujer. Atendió la llamada.

—Jerry —le reprochó Cynthia—, llevo horas intentando localizarte.

—Lo siento, estaba reunido. Ya sabes que estamos preparando los programas de la próxima temporada y las cosas por aquí andan un poco tensas. ¿Qué ocurre?

—Dakota ha vuelto a casa a las once de la mañana. Otra vez estaba borracha.

Jerry suspiró con absoluta impotencia.

—Y ¿qué quieres que le haga, Cynthia?

—Vamos a ver, Jerry, ¡es nuestra hija! ¿Has oído lo que dice el doctor Lern? Hay que alejarla de Nueva York.

—Alejarla de Nueva York, ¡como si con eso fuera a cambiar algo!

—¡Jesse, deja de resignarte! Solo tiene diecinueve años. Necesita ayuda.

—No vengas a decirme ahora que no estamos intentando ayudarla…

—¡No entiendes por lo que está pasando, Jerry!

—¡Lo que sí entiendo muy bien es que tengo una hija de diecinueve años que se mete de todo! —dijo indignado, aunque tuvo buen cuidado de decir la última frase en un cuchicheo para que no lo oyesen.

—Ya lo hablaremos cara a cara —le propuso Cynthia para calmarlo—. ¿Dónde estás?

—¿Que dónde estoy? —repitió Jerry.

—Sí, la sesión con el doctor Lern es a las cinco —le recordó Cynthia—. No me digas que se te había olvidado.

Jerry abrió unos ojos como platos: se le había olvidado por completo. Salió de un salto del despacho y se abalanzó hacia el ascensor.

Milagrosamente, llegó en punto a la consulta del doctor Lern, en Madison Square. Jerry había accedido hacía seis meses a asistir a una terapia familiar un día a la semana con su mujer, Cynthia, y Dakota, la hija de ambos.

Los Eden se sentaron los tres en un sofá enfrente del terapeuta, que ocupaba su sillón habitual.

—¿Y qué? —preguntó el doctor Lern—. ¿Qué ha pasado desde la última sesión?

—¿Quiere decir hace quince días, ya que a mi padre se le olvidó fichar la semana pasada? —disparó Dakota.

—¡Perdóname por trabajar para pagar los gastos desorbitados de esta familia! —se defendió Jerry.

—¡Ay, Jerry, por favor, no empieces! —suplicó su mujer.

—Solo he dicho «la última sesión» —apuntó el terapeuta con voz neutra.

Cynthia hizo un esfuerzo para empezar la conversación de forma constructiva.

—Le he dicho a Jerry que tenía que pasar más tiempo con Dakota —explicó.

—Y, a usted, ¿qué le parece, Jerry? —preguntó el doctor Lern.

—Me parece que este verano va a estar la cosa complicada; tenemos que cerrar unos criterios para un concepto de programa. La competencia es dura y es indispensable que tengamos una emisión nueva desarrollada de aquí al otoño.

—¡Jerry! —dijo Cynthia irritada—, tiene que haber alguien que pueda sustituirte, ¿no? ¡Nunca tienes tiempo para nada que no sea trabajar!

—Tengo que mantener a una familia y a un psiquiatra —replicó cínicamente Jerry.

El doctor Lern no se dio por aludido.

—¡De todas formas, solo piensas en ese trabajo tuyo de mierda, papá! —dijo Dakota.

—No uses ese vocabulario —ordenó Jerry a su hija.

—Jerry —le preguntó el terapeuta—, ¿qué cree usted que intenta decirle Dakota cuando habla así?

—¡Que «ese trabajo de mierda» le paga el teléfono, los trapitos, el puto coche y todo lo que se mete por la nariz!

—Dakota, ¿eso es lo que intentas decirle a tu padre? —preguntó Lern.

—Para nada. Pero quiero un perro.

—Siempre más —se lamentó Jerry—. Primero quieres un ordenador y ahora quieres un perro…

—¡No vuelvas a mencionar ese ordenador! —se defendió Dakota—. ¡No vuelvas a mencionarlo nunca!

—¿El ordenador fue una petición de Dakota? —preguntó Lern.

—Sí —explicó Cynthia—. Le gustaba tanto escribir.

—Y ¿por qué no un perro? —preguntó el psiquiatra.

—Porque no es una persona responsable —dijo Jerry.

—¿Cómo puedes saberlo si no me dejas probar? —protestó Dakota.

—¡Ya veo cómo te cuidas tú y con eso me basta! —le soltó su padre.

—¡Jerry! —gritó Cynthia.

—De todas formas, quiere un perro porque su amiga Neila se ha comprado un perro —explicó doctamente Jerry.

—¡«Leyla», no «Neila»! ¡Ni siquiera sabes cómo se llama mi mejor amiga!

—¿Tu mejor amiga es la chica esa? Le ha puesto de nombre al perro Marihuana.

—¡Bueno, pues Marihuana es muy mono! —protestó Dakota—. ¡Tiene dos meses y ya no se mea en la casa!

—¡El problema no está ahí, joder! —dijo Jerry, irritado.

—¿Dónde está el problema entonces? —preguntó el doctor Lern.

—El problema está en que esa Leyla es una mala influencia para mi hija. Cada vez que están juntas meten la pata. ¡Si quiere que le dé mi opinión, lo que ocurrió no fue culpa del ordenador, sino de esa Leyla!

—El problema eres tú, papá —exclamó Dakota—. ¡Porque eres tan gilipollas que no entiendes nada!

Se levantó del sofá y se fue de la sesión, que solo había durado un cuarto de hora.

*

A las cinco y cuarto, Anna, Derek y yo llegamos al Café Athéna de Orphea. Encontramos una mesa al fondo y nos sentamos discretamente. El local estaba lleno de voluntarios y de los curiosos que habían asistido a la peculiar reunión que tenía lugar allí. Cody, que se tomaba muy a pecho su cometido de presidente de los voluntarios, estaba de pie encima de una silla y, recalcando las palabras, decía frases que el gentío repetía a coro.

—¡Estamos en peligro! —gritó Cody.

¡Sí, en peligro! —repitieron los voluntarios, que bebían de sus labios.

—El alcalde Brown nos oculta la verdad sobre la muerte de Stephanie Mailer. ¿Sabéis por qué la mataron?

¿Por qué? —baló el coro.

—¡Por culpa del festival de teatro!

¡El festival de teatro! —chillaron los voluntarios.

—¿Hemos ido a regalar nuestro tiempo para que nos asesinen?

¡Noooooooo! —berreó el gentío.

Un camarero vino a servirnos café y a traernos la carta. Yo lo había visto ya en el restaurante. Era un hombre de tipo amerindio, con media melena entrecana y cuyo nombre me había sorprendido. Se llamaba Massachusetts.

Los voluntarios tomaron la palabra por turno. A muchos los tenía preocupados lo que habían leído en el Orphea Chronicle y les daba miedo ser las siguientes víctimas del asesino. El alcalde Brown, que también estaba presente, escuchaba los agravios de todos e intentaba proporcionar una respuesta tranquilizadora, con la esperanza de que los voluntarios entrasen en razón.

—No hay ningún asesino en serie en Orphea —recalcó.

—Pero sí que hay un asesino —comentó un hombre de corta estatura—, puesto que Stephanie Mailer está muerta.

—A ver, ha ocurrido un suceso trágico, es cierto. Pero no tiene nada que ver con vosotros, ni con el festival. No hay nada que deba preocuparos.

Cody volvió a subirse a la silla para responder al alcalde:

—¡Señor alcalde, no dejaremos que nos asesinen por un festival de teatro!

—Os lo repito por enésima vez —le contestó Brown—, ¡este caso, por muy terrible que sea, no tiene relación con el festival! ¡Vuestro razonamiento es absurdo! ¿Os dais cuenta de que sin vosotros no podrá celebrarse el festival?

—Así que ¿eso es todo cuanto le preocupa, señor alcalde? —fue la reacción de Cody—. ¿Su festival de tres al cuarto antes que la seguridad de sus conciudadanos?

—Me limito a avisaros de las consecuencias de una decisión irracional: si no se celebra el festival de teatro, la ciudad no volverá a levantar cabeza.

—¡Es la señal! —gritó de repente una mujer.

—¿Qué señal? —preguntó un joven, inquieto.

—¡Es la «noche negra»! —vociferó la mujer.

En ese momento Derek, Anna y yo nos miramos estupefactos, mientras que, al oír esas palabras, en el Café Athéna retumbó un escándalo de lamentos desasosegados. Cody se esforzó por recuperar el control de la asamblea y, cuando volvió el silencio, propuso pasar a la votación.

—¿Quién de vosotros es partidario de una huelga total hasta que detengan al asesino de Stephanie Mailer? —preguntó.

Se alzó una selva de manos: casi todos los voluntarios se negaban a seguir trabajando. Entonces, Cody manifestó:

—Se aprueba la huelga total hasta que detengan al asesino de Stephanie Mailer y quede garantizada nuestra seguridad.

Se levantó la sesión y el gentío se dispersó ruidosamente fuera del local, bajo el cálido sol de última hora de la tarde. Derek se apresuró a alcanzar a la mujer que había mencionado la «noche negra».

—¿Qué es eso de la «noche negra», señora? —le preguntó.

Ella lo miró con expresión medrosa.

—¿No es usted de aquí, caballero?

—No, señora. Soy de la policía estatal.

Le enseñó la placa. La señora le dijo entonces en voz baja:

—La «noche negra» es lo peor que puede ocurrir. La personificación de una gran desgracia. Ya ocurrió una vez y va a volver a ocurrir.

—Creo que no la entiendo, señora.

—¿Así que no está enterado de nada? ¡El verano de 1994, el verano de la «noche negra»!

—¿Se refiere a los cuatro asesinatos?

Ella asintió, nerviosa, con la cabeza.

—¡Esos asesinatos eran la «noche negra»! ¡Y va a repetirse este verano! Váyase lejos de aquí, váyase antes de que la desgracia lo alcance y azote esta ciudad. ¡Este festival está maldito!

Se fue precipitadamente y desapareció junto con los últimos voluntarios; el Café Athéna se quedó vacío. Derek volvió a nuestra mesa. Salvo nosotros, ya no quedaba nadie más que el alcalde Brown.

—Esta mujer parecía asustadísima con la historia esa de la «noche negra» —le dije al alcalde.

Este se encogió de hombros.

—No haga caso, capitán Rosenberg; la «noche negra» es solo una leyenda ridícula. Esa mujer desbarra.

El alcalde Brown se fue también. Massachusetts vino corriendo a nuestra mesa a ponernos café en las tazas, que estaban casi sin tocar. Me di cuenta de que era un pretexto para hablar con nosotros. Susurró:

—El alcalde no les ha dicho la verdad. La «noche negra» es algo más que una leyenda urbana. Muchos de aquí creen en ella y la consideran una predicción que se cumplió ya en 1994.

—¿Qué clase de predicción? —preguntó Derek.

—Que un día, por culpa de una obra de teatro, la ciudad pasará toda una noche hundida en el caos: la famosa «noche negra».

—¿Fue eso lo que sucedió en 1994? —pregunté.

—Me acuerdo de que, nada más anunciar el alcalde Gordon la creación del festival de teatro, empezaron a ocurrir cosas raras en la ciudad.

—¿Qué clase de cosas? —le preguntó Derek.

Massachusetts no pudo decirnos nada más porque en ese momento se abrió la puerta del Café Athéna. Era la dueña del establecimiento quien llegaba. La reconocí en el acto, se trataba de Sylvia Tennenbaum, la hermana de Ted Tennenbaum. Debía de tener cuarenta años por entonces y, por lo tanto, sesenta en la actualidad, pero no había cambiado físicamente: seguía siendo la mujer sofisticada que conocí durante la investigación. Al vernos, no pudo reprimir una expresión desconcertada que se apresuró a sustituir por un rostro gélido.

—Me habían dicho que estaban otra vez aquí —nos dijo con dureza.

—¿Qué tal, Sylvia? No sabía que se había quedado usted con el negocio.

—Alguien tenía que hacerse cargo de él después de que ustedes matasen a mi hermano.

—Nosotros no matamos a su hermano —objetó Derek.

—Aquí no son ustedes personas gratas —recalcó ella por toda respuesta—. Paguen y márchense.

—Muy bien —dije—. No hemos venido a darle problemas.

Le pedí la cuenta a Massachusetts, que nos la trajo en el acto. En la parte de abajo del tique de caja había escrito con bolígrafo:

Infórmese sobre lo que pasó en la noche del 11 al 12 de febrero de 1994.

*

—No había relacionado a Sylvia con Ted Tennenbaum —nos dijo Anna según salíamos del Café Athéna—. ¿Qué ocurrió con su hermano?

Ni a Derek, ni a mí nos apetecía hablar de eso. Hubo un silencio y, al cabo, Derek cambió de tema:

—Empecemos por aclarar esa historia de la «noche negra» y la nota que nos ha dejado Massachusetts.

Había una persona que seguramente podía ayudarnos en esto: Michael Bird. Fuimos a la redacción del Orphea Chronicle y, al vernos entrar en su despacho, Michael Bird nos preguntó:

—¿Vienen por la primera plana del periódico?

—No —le contesté—; pero, ya que lo menciona, me gustaría mucho saber por qué lo ha hecho. ¡Le hablé de la nota que habíamos encontrado en el coche de Stephanie durante una conversación amistosa! No para que acabase en los titulares de su periódico.

—¡Stephanie era una mujer muy valiente y una periodista excepcional! —contestó Michael—. Me niego a que haya muerto en vano: ¡todo el mundo tiene que estar al tanto de su labor!

—Por eso mismo, Michael, la mejor forma de honrarla es terminar la investigación. Y no sembrar el pánico en la ciudad aireando las pistas de esa investigación.

—Lo siento, Jesse —dijo Michael—. Tengo la impresión de que no he sabido proteger a Stephanie. Lo que daría por poder dar marcha atrás. ¡Y pensar que me creí aquel puñetero SMS! Era yo quien les estaba diciendo hace una semana que no había motivo para preocuparse.

—No podía saberlo, Michael. No se atormente en vano porque, de todas formas, en aquel momento ya estaba muerta. No quedaba ya nada que hacer.

Michael se desplomó en la silla, aterrado. Añadí entonces:

—Pero puede ayudarnos a encontrar a quien lo hizo.

—Todo cuanto quiera, Jesse. Estoy a su disposición.

—Stephanie estaba interesada en una expresión cuyo sentido no conseguimos captar: la «noche negra».

Sonrió como si le hiciera gracia.

—Vi esas dos palabras en la nota que me enseñaron y también me intrigaron a mí. En vista de eso, investigué en los archivos del periódico.

Sacó una carpeta del cajón y nos la alargó. Dentro, una serie de artículos publicados entre el otoño de 1993 y el verano de 1994 dejaban constancia de unas pintadas tan inquietantes como enigmáticas. Primero en la pared de la oficina de correos: «Pronto: La noche negra». Y, luego, por toda la ciudad.

Una noche de noviembre de 1993 dejaron una hoja en los limpiaparabrisas de cientos de coches, en la que ponía: «Llega: La noche negra».

Una mañana de diciembre de 1993, los vecinos de la ciudad amanecieron con unas hojas ante su puerta: «Preparaos, llega: La noche negra».

En enero de 1994, una pintada en la puerta de entrada del ayuntamiento comenzaba una cuenta atrás: «Dentro de seis meses: La noche negra».

En febrero de 1994, después del incendio provocado de un edificio desocupado de la calle principal, los bomberos encontraron en las paredes otra pintada: «Falta poco para que se estrene: La noche negra».

Y así sucesivamente hasta principios de junio de 1994, cuando el vandalismo llegó a la fachada del Gran Teatro: «El festival de teatro va a empezar: La noche negra, también».

—Así que la «noche negra» tenía que ver con el festival de teatro —fue la conclusión a la que llegó Derek.

—La policía nunca logró aclarar quién podía ocultarse tras esas amenazas —añadió Michael.

Yo seguí diciendo:

—Anna encontró esa pintada en los archivos de la policía, en vez del expediente policial sobre el cuádruple asesinato de 1994, y en uno de los cajones del escritorio del jefe Kirk Harvey, en la comisaría.

¿Sabía algo Kirk Harvey? ¿Era ese el motivo de su desaparición misteriosa? También teníamos curiosidad por saber qué había sucedido en la noche del 11 al 12 de febrero en Orphea. Rebuscando en los archivos, encontramos en la edición del 13 de febrero un artículo acerca del incendio provocado de un edificio de la calle principal que pertenecía a Ted Tennenbaum, quien quería convertirlo en un restaurante en contra de la opinión del alcalde Gordon.

Derek y yo nos habíamos enterado ya de ese episodio en la época en que estábamos investigando los asesinatos. Pero para Anna esa información era un descubrimiento.

—Fue antes del Café Athéna —le explicó Derek—. Precisamente el incendio permitió cambiar la calificación del edificio para convertirlo en restaurante.

—¿Fue Ted Tennenbaum quien le prendió fuego entonces? —preguntó.

—Nunca dimos con el quid de la cuestión —dijo Derek—. Pero esa historia es de dominio público. Tiene que haber otra explicación para que el camarero del Café Athéna nos anime a mirarla de cerca.

De repente, frunció el entrecejo y comparó el artículo sobre el incendio con uno de los artículos acerca de La noche negra.

—¡Me cago en la mar, Jesse! —me dijo.

—¿Qué has encontrado? —le pregunté.

—Atiende. Está sacado de uno de los artículos que se refieren a las pintadas de La noche negra: «Dos días después del incendio que destruyó el edificio de la parte alta de la calle principal, los bomberos, al retirar los escombros, dejaron al descubierto una pintada en una de las paredes: FALTA POCO PARA QUE SE ESTRENE: LA NOCHE NEGRA».

—¿Así que hay una relación entre la «noche negra» y Ted Tennenbaum?

—¿Y si esa historia de la «noche negra» fuera verdad? —sugirió Anna—. ¿Y si por culpa de una obra la ciudad pasase una noche entera sumida en el caos? ¿Y si el 26 de julio, durante la inauguración del festival, fuera a ocurrir otra vez un asesinato o una matanza semejante a la de 1994? ¿Y si el asesinato de Stephanie solo fuera el preludio de algo mucho más grave que va a ocurrir?

La desaparición de Stephanie Mailer
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml