Jesse Rosenberg

Miércoles 30 de julio de 2014

Cuatro días después de la inauguración

Aquella mañana, cuando Derek y yo llegamos a la sala de archivos del Orphea Chronicle, Anna había colocado en las paredes fotocopias del diario de Meghan Padalin.

—Meghan fue quien hizo la llamada anónima a Alan Brown en 1994 para contarle que el alcalde Gordon era un corrupto —nos explicó—. Por lo que he podido entender, ella lo supo por una tal Felicity. No sé qué le contó, pero Meghan estaba muy indignada con el alcalde Gordon. Más o menos dos meses después de la llamada anónima, el 1 de abril de 1994, cuando está sola en la librería, se enfrenta por fin con Gordon, que ha ido a comprar un libro. Le dice que lo sabe todo y que es un criminal.

—¿Y se refería a los asuntos de corrupción? —se preguntó Derek.

—Esa es la pregunta que me he hecho yo —contestó Anna, pasando a la página siguiente—. Porque, dos días después, cuando sale a correr, Meghan se encuentra con Gordon por casualidad delante de la casa de él y vuelve a increparlo. Escribe en su diario: «Me siento como el ojo que perseguía a Caín».

—El ojo que perseguía a Caín, porque Caín asesinó —subrayé—. ¿Había matado el alcalde a alguien?

—Eso es exactamente lo que me pregunto —dijo Anna—. Durante los meses que siguieron, hasta que murió, Meghan iba a correr todos los días pasando por delante de casa del alcalde Gordon a última hora de la tarde. Vigilaba su regreso desde el parque y, cuando lo veía, se metía con él y le echaba en cara su crimen.

—Así que el alcalde habría tenido una buena razón para matar a Meghan —dijo Derek.

—El culpable hecho a medida —asintió Anna—. Si no hubiera muerto en el mismo tiroteo.

—¿Sabemos algo más de Felicity? —pregunté.

—Felicity Daniels —contestó Anna con una sonrisilla de satisfacción—. Me ha bastado con una llamada a Samuel Padalin para encontrarla. Ahora vive en Coram y nos está esperando. Vamos.

Felicity Daniels tenía sesenta años y trabajaba en una tienda de electrodomésticos del centro comercial de Coram, adonde fuimos a verla. Nos había esperado para cogerse el descanso para el bocadillo y nos fuimos a un café cercano.

—¿Les parece bien si me tomo un sándwich? —preguntó—. Si no, no me va a dar tiempo a almorzar.

—Faltaría más —le dijo Anna, sonriendo.

Hizo el pedido al camarero. Yo le veía cara triste y cansada.

—¿Decían que querían hablar de Meghan? —preguntó Felicity.

—Sí, señora —le contestó Anna—. Como quizá ya sabe, hemos reabierto la investigación de su asesinato y la del de la familia Gordon. Meghan era amiga suya, ¿verdad?

—Sí. Nos conocimos en el club de tenis y nos caímos bien. Era más joven que yo, nos llevábamos diez años. Pero teníamos el mismo nivel de tenis. No diré que fuéramos íntimas, pero, a fuerza de tomar algo juntas después de los partidos, algo nos conocíamos.

—¿Cómo la describiría?

—Era una romántica. Un poco soñadora, un poco ingenua. Muy sentimental.

—¿Lleva usted mucho tiempo viviendo en Coram?

—Más de veinte años. Vine aquí con mis hijos poco después de que mi marido muriera. Falleció el 16 de noviembre de 1993, el día de su cumpleaños.

—¿Volvió a ver a Meghan entre la fecha de su mudanza y la de su muerte?

—Sí, venía muchas veces a Coram a verme. Me traía comida preparada, algún buen libro de vez en cuando. La verdad es que yo no le pedía nada, lo hacía por su cuenta. Pero la intención era buena.

—¿Meghan era una mujer feliz?

—Sí, lo tenía todo a su favor. Gustaba mucho a los hombres, todos se quedaban embelesados al verla. Las malas lenguas dirán que por eso le fue tan bien a la librería de Orphea durante aquellos años.

—¿Así que engañaba con frecuencia a su marido?

—No he dicho eso. Por lo demás, no era de esas que tienen aventuras.

—¿Por qué no?

Felicity Daniels torció el gesto.

—No lo sé. A lo mejor porque no tenía suficiente coraje. Su estilo no era vivir peligrosamente.

—Sin embargo —replicó Anna—, según su diario, Meghan tuvo una aventura con un hombre durante los últimos meses de su vida.

—¿De verdad? —dijo Felicity, asombrada.

—Sí, un hombre a quien conoció la noche del 31 de diciembre de 1993 en el hotel La Rosa del Norte de Bridgehampton. Meghan menciona citas regulares con él hasta principios de junio de 1994. Luego, nada. ¿Nunca le habló de eso?

—Nunca —afirmó Felicity Daniels—. ¿Quién era?

—Lo ignoro —respondió Anna—. Tenía la esperanza de que usted pudiera decirme algo más. ¿Meghan le dijo alguna vez que se sintiera amenazada?

—¿Amenazada? ¡No, qué va! Hay seguramente personas que la conocían mejor que yo, ¿saben? ¿Por qué no les hacen todas esas preguntas?

—Porque, según el diario de Meghan, en febrero de 1994 le hizo usted una confidencia relacionada con el alcalde de Orphea, Joseph Gordon, que al parecer la alteró mucho.

—¡Dios mío! —susurró Felicity Daniels, llevándose una mano a los labios.

—¿De qué se trataba? —preguntó Anna.

—De Luke, mi marido —contestó Felicity con un hilo de voz—. Nunca debería habérselo contado a Meghan.

—¿Qué le sucedió a su marido?

—Luke estaba hasta arriba de deudas. Tenía una empresa de aire acondicionado que había entrado en quiebra. Tenía que despedir a todos los empleados. Estaba acorralado por todas partes. Durante meses no le había dicho nada a nadie. No lo descubrí todo hasta la víspera de su muerte. Después hubo que vender la casa para pagar las letras. Me fui de Orphea con los niños y encontré este trabajo de dependienta.

—Señora Daniels, ¿de qué murió su marido?

—Se suicidó. Se ahorcó en nuestro cuarto la noche de su cumpleaños.

*

3 de febrero de 1994

Era a última hora de la tarde en el piso amueblado que Felicity Daniels tenía alquilado en Coram. Meghan había llegado a media tarde con una fuente de lasaña y se la había encontrado completamente desesperada. Los niños se peleaban y no querían hacer los deberes, el salón estaba desordenado. Felicity lloraba, desplomada en el sofá, sin encontrar fuerzas para hacer frente a la situación.

Meghan intervino: llamó a los niños al orden, los ayudó a acabar los deberes y, luego, los mandó a ducharse y a cenar y los metió en la cama. Después descorchó la botella de vino que había llevado y le llenó la copa hasta arriba a Felicity.

Felicity no tenía con quien sincerarse y se desahogó con Meghan.

—No puedo más, Meg. Si vieras lo que dice la gente de Luke. Ese cobarde que se ahorcó el día de su cumpleaños en su cuarto, mientras su mujer y sus hijos preparaban la celebración en la planta baja. Veo cómo me miran los demás padres. No puedo soportar esa mezcla de desaprobación y condescendencia.

—Lo siento mucho —dijo Meghan.

Felicity se encogió de hombros. Se sirvió más vino y se lo bebió de un trago. Bajo los efectos del alcohol, tras un silencio lleno de tristeza, acabó por decir:

—Luke siempre fue demasiado honrado. Y mira adónde lo llevó eso.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Meghan.

—Nada.

—¡Ah, ni hablar, Felicity! ¡Me has dicho demasiado o demasiado poco!

—Meghan, si te lo cuento, tienes que prometerme no decirle nada a nadie.

—Pues claro, puedes fiarte completamente de mí.

—La empresa de Luke marchaba viento en popa durante estos últimos años. Todo iba bien para nosotros. Hasta el día en que el alcalde Gordon lo citó en su despacho. Era justo antes de las obras de mejora de los edificios públicos. Gordon le dijo a Luke que le iba a adjudicar las contratas para todos los sistemas de ventilación a cambio de una contrapartida financiera.

—¿Te refieres a comisiones? —preguntó Meghan.

—Sí —asintió Felicity—. Y Luke se negó. Decía que el departamento de contabilidad se daría cuenta y que corría el riesgo de quedarse sin nada. Gordon lo amenazó con destruirlo. Le dijo que era algo que se hacía de forma habitual en la ciudad. Pero Luke no cedió. Así que no le adjudicaron esas contratas municipales; ni las siguientes. Y, para castigarlo por habérsele resistido, el alcalde Gordon lo machacó. Empezó a ponerle trabas, habló mal de él, se esforzó en convencer a la gente para que no trabajase con él. Y Luke no tardó en quedarse sin clientes. Pero nunca quiso decirme nada para que no me preocupase. Solo me caí del guindo la víspera de su muerte. El contable de la sociedad vino a hablarme de la quiebra inminente y de los trabajadores en paro técnico; y yo, imbécil de mí, no estaba al tanto de nada. Le pregunté a Luke esa noche y me lo contó todo. Le aseguré que íbamos a plantar cara y me contestó que contra el alcalde no se podía hacer nada. Le dije que tenía que poner una denuncia. Y respondió con la mirada vencida: «No te das cuenta, Felicity, toda la ciudad está implicada en esta historia de las comisiones. Todos nuestros amigos. Tu hermano, también. ¿Cómo crees que le han adjudicado todas esas contratas durante los últimos años? Lo perderán todo, si ponemos una denuncia. Irán a la cárcel. No se puede hacer nada. Todo el mundo está atado de pies y manos». Al día siguiente, se ahorcó.

—¡Dios mío, Felicity! —exclamó Meghan, horrorizada—. ¿Gordon tiene la culpa de todo?

—No puedes hablar de esto con nadie, Meghan.

—Todo el mundo tiene que saber que el alcalde Gordon es un criminal.

—¡Júrame que no dirás nada, Meghan! Cerrarán las empresas, condenarán a los directivos, los obreros se irán al paro…

—Entonces, ¿vamos a consentir que el alcalde actúe con total impunidad?

—Gordon es muy hábil. Mucho más de lo que parece.

—¡No le tengo miedo!

—Meghan, prométeme que no hablarás con nadie de esto. Bastantes preocupaciones tengo ya.

*

—Pero habló —le dijo Anna a Felicity Daniels.

—Sí, telefoneó de forma anónima al vicealcalde Brown para avisarlo. Enloquecí de rabia.

—¿Por qué?

—Había personas a las que yo quería que correrían grandes riesgos, si había una investigación. Ya he visto cómo es perderlo todo. No le desearía algo así ni a mi peor enemigo. Meghan prometió no volver a mencionarlo. Pero resultó que, dos meses después, me llamó para decirme que se había enfrentado con el alcalde Gordon en la librería. Le grité como nunca le había gritado a nadie. Fue mi último contacto con Meghan. A partir de ahí dejé de hablarle. Estaba demasiado enfadada. Las amigas de verdad no desvelan tus secretos.

—Creo que quería defenderla —objetó Anna—; quería que, de alguna forma, se hiciera justicia. Fue a diario a recordar al alcalde que, por culpa de él, su marido se había suicidado. Quería justicia para su marido. ¿Dice que Meghan no tenía mucho coraje? Yo creo que, al contrario, tenía mucho. No le dio miedo enfrentarse con Gordon. Fue la única que se atrevió a hacerlo. Fue más valiente que toda la ciudad junta. Lo pagó con su vida.

—¿Quiere decir que a quien querían asesinar era a Meghan? —preguntó Felicity, estupefacta.

—Creemos que sí —contestó Derek.

—Pero ¿quién pudo hacerlo? —se preguntó Felicity—. ¿El alcalde Gordon? Murió al mismo tiempo que ella. No tiene ni pies, ni cabeza.

—Eso es lo que estamos intentando entender —respondió Derek.

—Señora Daniels —preguntó entonces Anna—, ¿sabe el nombre de alguna otra amiga de Meghan que pudiera hablarnos de ella? En su diario he visto que mencionaba a una tal Kate.

—Sí, Kate Grand. También era miembro del club de tenis. Creo que se habían hecho muy amigas.

Cuando ya nos íbamos del centro comercial de Coram, el experto de la policía de tráfico llamó por teléfono a Derek.

—He podido analizar los restos de carrocería que me diste —le dijo.

—Y ¿a qué conclusiones has llegado?

—Tenías razón. Es un fragmento de un parachoques lateral derecho. Con pintura azul alrededor, el color del coche. También he encontrado en él restos de pintura gris, es decir, según el atestado de la policía que me hiciste llegar, el mismo color de la moto involucrada en el accidente mortal del 16 de julio de 1994.

—¿Así que alguien chocó con la moto a toda velocidad y la sacó de la carretera? —preguntó Derek.

—Exactamente —confirmó el experto—. La golpeó un coche de color azul.

*

En Nueva York, delante del edificio en que vivían en Brooklyn, los Bergdorf acababan de subirse a la autocaravana.

—¡Nos vamos! —voceó Steven, poniendo el vehículo en marcha.

A su lado, su mujer se estaba abrochando el cinturón. Se volvió hacia los niños, que iban sentados detrás.

—¿Vais bien, preciosos?

—Sí, mamá —contestó la niña.

—¿Por qué llevamos el coche detrás?

—¡Porque resulta práctico! —contestó Steven.

—¿Práctico? —replicó Tracy—. El maletero no se abre.

—Para ir a ver el parque nacional más bonito del mundo no se necesita maletero. A menos que quieras meter a los niños dentro.

Y Steven se rio con guasa.

—¿Papá va a encerrarnos en el maletero? —preguntó, preocupada, la niña.

—Nadie va a ir en el maletero —la tranquilizó su madre.

La autocaravana enfiló hacia el puente de Manhattan.

—¿Cuándo llegaremos a Yellowstone? —preguntó el niño.

—Enseguida —le aseguró Steven.

—¡Iremos parando para ver un poco la zona! —dijo Tracy, irritada.

Luego le dijo al niño:

—Llegaremos cuando hayas echado muchos sueñecitos, cariño. Hay que tener paciencia.

—¡Vais a bordo del Concorde! —avisó Steven—. ¡Nadie habrá tardado tan poco en llegar de Nueva York a Yellowstone!

—¡Yupi, vamos a correr mucho! —exclamó el niño.

—¡No, no vamos a correr mucho! —gritó Tracy, que empezaba a perder la paciencia.

Cruzaron la isla de Manhattan para coger el Holland Tunnel y llegar a Nueva Jersey antes de tomar la autopista 78 en dirección oeste.

En el hospital Mount Sinai, Cynthia Eden salió en tromba de la habitación de Dakota y llamó a una enfermera.

—¡Llame al doctor! —gritó Cynthia—. ¡Ha abierto los ojos! ¡Mi hija ha abierto los ojos!

*

En la sala de archivos, con la ayuda de Kirk y de Michael, estábamos estudiando las distintas hipótesis sobre el accidente de Jeremiah.

—Según el experto —explicó Derek—, y si juzgamos por el impacto, es probable que el coche se colocase a la altura de la moto y colisionara contra ella para sacarla de la carretera.

—Así que está claro que a Jeremiah Fold lo asesinaron —afirmó Michael.

—Es una forma de decirlo —matizó Anna—. Lo dieron por muerto. El que chocó con él era un completo aficionado.

—¡Un asesino a su pesar! —exclamó Derek—. El mismo perfil que el doctor Singh atribuyó a nuestro asesino. No quiere matar, pero tiene que hacerlo.

—Había mucha gente que debía de tener ganas de matar a Jeremiah Fold —comenté.

—¿Y si el nombre de Jeremiah Fold que estaba en La noche negra hubiera sido una orden para matar? —sugirió Kirk.

Derek señaló una foto del expediente de la policía en donde se veía el interior del garaje de los Gordon. Había un coche rojo con el maletero abierto y unas maletas dentro.

—El alcalde Gordon tenía un coche rojo —hizo constar Derek.

—Es curioso —dijo Kirk Harvey—; lo que yo recuerdo es que conducía un descapotable azul.

Al oír esas palabras se me vino a la cabeza un recuerdo y me abalancé sobre el expediente de la investigación de 1994.

—¡Eso lo vimos entonces! —exclamé—. Me acuerdo de una foto del alcalde Gordon y su coche.

Hojeé frenéticamente los informes, las fotos, los atestados de los interrogatorios de los testigos y los extractos bancarios. De repente la encontré. Una foto tomada deprisa y corriendo por el agente inmobiliario en Montana, en la que se veía al alcalde Gordon sacando unas cajas de cartón del maletero de un descapotable azul delante de la casa que había alquilado en Bozeman.

—El agente inmobiliario de Montana no se fiaba de Gordon —recordó Derek—. Le hizo una foto delante del coche para quedarse con la matrícula y con la cara.

—Así que el alcalde conducía un coche azul —dijo Michael.

Kirk se había aproximado a la foto del garaje de los Gordon y miraba el coche de cerca.

—Fijaos en el cristal trasero —dijo señalando la foto con el dedo—. Se ve el nombre del concesionario. A lo mejor sigue existiendo.

Lo comprobamos y así era. Un taller-concesionario que estaba en la carretera de Montauk, en donde llevaba más de cincuenta años. Fuimos en el acto y nos recibió el dueño en un despacho lleno de trastos y hecho un asco.

—¿Qué quiere de mí la policía? —nos preguntó con amabilidad.

—Estamos buscando información sobre un coche que probablemente le compraron en 1994.

Se rio:

—¿1994? La verdad es que no puedo ayudarlos. ¿Han visto el desorden que tengo aquí?

—Échele primero un vistazo al modelo —le sugirió Derek, enseñándole la foto.

El dueño del taller le echó una ojeada rápida.

—Vendí muchos coches de ese modelo. A lo mejor tienen ustedes el nombre del cliente.

—Era Joseph Gordon, el alcalde de Orphea.

El dueño del taller palideció.

—Esa es una venta que no olvidaré nunca —dijo, poniéndose serio de repente—. Dos semanas después de comprarse el coche, al pobre hombre lo asesinaron con toda su familia.

—Entonces, ¿lo compró a mediados de julio? —pregunté.

—Sí, más o menos. Cuando llegué para abrir el taller, me lo encontré delante de la puerta. Tenía cara de no haber pegado ojo en toda la noche. Apestaba a alcohol. Su coche tenía el lado derecho destrozado. Me dijo que había chocado con un ciervo y que quería cambiar de coche. Quería uno nuevo de inmediato. Yo tenía una remesa de tres Dodge rojos y se llevó uno sin discutir. Pagó en efectivo. Me dijo que iba conduciendo borracho, que había causado desperfectos en un edificio municipal y que algo así podría comprometer su reelección en septiembre. Me pagó una cantidad extra de cinco mil dólares para que lo mirase con buenos ojos y le llevase en el acto su coche al desguace. Se fue con el coche nuevo y todos tan contentos.

—¿No le pareció raro?

—Sí y no. Veo historias así continuamente. ¿Saben cuál es el secreto de mi éxito comercial y de mi longevidad?

—No.

—Cierro el pico y todo el mundo de por aquí lo sabe.

El alcalde Gordon tenía razones de sobra para matar a Meghan, pero había matado a Jeremiah Fold, con el que no tenía ninguna relación. ¿Por qué?

Mientras Derek y yo nos íbamos de Orphea aquella noche, las preguntas nos bullían en la cabeza. Hicimos el trayecto de vuelta callados, absortos en nuestros pensamientos. Cuando me paré delante de su casa, no se bajó del coche. Se quedó en el asiento.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Desde que he vuelto a llevar esta investigación contigo, Jesse, ha sido como vivir de nuevo. Hacía mucho que no era tan feliz, ni estaba tan contento. Pero los fantasmas del pasado surgen otra vez. Desde hace dos semanas, cuando cierro los ojos por las noches, vuelvo a verme en aquel coche contigo y con Natasha.

—Aquel coche también podría haberlo conducido yo. No tuviste culpa de nada de lo que pasó.

—¡Eras tú o ella, Jesse! Tuve que escoger entre tú o ella.

—Me salvaste la vida, Derek.

—Y, al mismo tiempo, acabé con la suya, Jesse. Mírate, veinte años después, siempre solo, siempre de luto por ella.

—Derek, tú no tuviste nada que ver.

—¿Qué habrías hecho en mi lugar, eh? Esa es la pregunta que me hago continuamente.

No contesté nada. Nos fumamos juntos un cigarrillo, en silencio. Luego nos dimos un fraternal abrazo y Derek entró en su casa.

A mí aún no me apetecía volver a la mía. Tenía ganas de reunirme con ella. Fui al cementerio. A esas horas estaba cerrado. Salté la tapia sin dificultad y deambulé por los tranquilos senderos. Paseé entre las tumbas; el césped tupido amortiguaba mis pasos. Todo se hallaba en calma y era hermoso. Fui a decir hola a mis abuelos, que dormían en paz, y llegué luego ante su tumba. Me senté y allí me quedé mucho rato. De pronto oí pasos a mi espalda. Era Darla.

—¿Cómo sabías que estaba aquí? —le pregunté.

Sonrió:

—No eres el único que se salta la tapia para venir a verla.

Sonreí también. Luego le dije:

—Siento lo del restaurante, Darla. Era un proyecto estúpido.

—No, Jesse, era una idea maravillosa. Soy yo quien lamenta haber reaccionado tan mal.

Se sentó a mi lado.

—Nunca debería haberle dicho que subiera a nuestro coche aquel día —me lamenté—. Toda la culpa es mía.

—¿Y yo qué, Jesse? Nunca debería haberle dicho que se bajase de mi coche. Nunca deberíamos haber tenido aquella estúpida discusión.

—Así que todos nos sentimos culpables —susurré.

Darla asintió con la cabeza. Seguí diciendo:

—A veces me da la impresión de que está conmigo. Cuando vuelvo a casa por las noches, me doy cuenta de que tengo la esperanza de que vaya a estar allí.

—Jesse…, todos la echamos de menos. Todos los días. Pero tienes que salir adelante. No debes seguir viviendo en el pasado.

—No sé si podré reparar algún día esta grieta que llevo dentro, Darla.

—Jesse, eso es, la vida será la reparación.

Darla me apoyó la cabeza en el hombro. Nos quedamos así mucho tiempo mirando la lápida que teníamos delante.

NATASHA DARRINSKI

02-IV-1968 / 13-X-1994

La desaparición de Stephanie Mailer
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